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II. EL PROBLEMA DE LOS ESCRITOS DE FILÓSOFOS PRESOCRÁTICOS Situación general y panorama de las fuentes

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La pretensión de abordar el tratamiento de las ideas de los filósofos presocráticos —o aún de detalles biográficos que nos ayuden a precisar su ubicación cronológica y contar con algunos elementos de juicio acerca de su personalidad, actividades y obras escritas— se ve entorpecida por el hecho de que en ningún caso ha llegado siquiera una de sus obras hasta nosotros.

No vamos a arriesgar alguna tesis sobre los motivos por los cuales contamos con algunas obras anteriores (las atribuidas a Homero y a Hesíodo), contemporáneas (algunas de poetas, como Píndaro, Esquilo, Sófocles, Eurípides) y posteriores (Platón, Aristóteles), y en cambio no tenemos ninguna obra de un filósofo presocrático, así como de algunos filósofos posteriores (los sofistas, los llamados «socráticos menores», diversas obras tempranas de Aristóteles, todas las de otros sucesores de Platón, como las de Espeusipo, Jenócrates, y las de sucesores de Aristóteles, como algunas de Teofrasto, Aristóxeno, Estratón, los estoicos antiguos, etc.). Enfrentamos, simplemente, el hecho concreto: hace mucho tiempo que esas obras —las de los presocráticos— se han perdido. Ya en tiempos de Aristóteles probablemente se perdieron obras de Tales y de Pitágoras, si es que escribieron alguna. En tiempos de Simplicio (siglo VI d. C.), en cambio, con excepción de alguna como la de Diógenes de Apolonia —que Simplicio nos asegura que «ha llegado» hasta él—, ya quienes se referían a los presocráticos debían manejarlos indirectamente.

Con excepción de algunas escasas menciones de escritores del siglo V a. C. (historiadores como Heródoto, comediógrafos como Aristófanes y algunos pocos tratados pseudohipocráticos) carecemos de noticias sobre los presocráticos antes del siglo IV a. C. Platón nos provee de abundantes referencias a los pensadores que lo han precedido, aunque raramente los destinatarios son explícitamente mencionados con su nombre, y más raro aún es que nos haga alguna cita de pensamientos de ellos que podamos atribuirles textualmente. La razón es que, casi diríamos que por una cuestión de principios —según veremos más adelante—, Platón hace sus citas de memoria. Y ésta es falible, como la de todo ser humano, y en el caso de Platón lo podemos comprobar en el cotejo de citas de Homero, por ej., con las obras homéricas que nos han llegado. Además, por haber adoptado como género literario la forma de diálogo, las alusiones de Platón a distintos pensadores nos hacen siempre dudar de su historicidad. Además de motivos que alcanzan a Aristóteles también y a sus sucesores, y que serán examinados inmediatamente, los diálogos son en principio ficticios: casi siempre el principal interlocutor es Sócrates —ya muerto— y los restantes personajes también muertos. Aunque a veces se aluda a hechos que sabemos que han transcurrido (el proceso y muerte de Sócrates), no sólo tenemos la certeza de que por entonces se carecía de procedimientos o instrumentos para reproducir textualmente un diálogo real, sino que la mayor parte de las veces sabemos que difícilmente han podido decir Sócrates y sus interlocutores lo que en su boca se pone; inclusive hay más de una vez anacronismos que —puestos deliberadamente o no— nos dan la pauta de que lo dicho no tiene correspondencia histórica 11 .

La primera fuente que es considerada de importancia fundamental para el conocimiento de la filosofía presocrática es la obra de Aristóteles. Aun cuando se hayan perdido algunos escritos que, al parecer, se han ocupado en detalle de los pitagóricos y atomistas, en las obras conservadas hay abundante material, en forma de referencias —en su mayor parte con mención de nombres— y a veces también en forma de citas, concerniente a los presocráticos. También Aristóteles suele hacer citas de memoria —aunque, aparentemente, no por cuestión de principios— y sujetas a error, como también en él podemos comprobarlo a través de citas de Homero. Pero, como el estilo de sus obras es expositivo, ofrece menos dificultades para nosotros que los diálogos de Platón. Eso no impide que presente problemas, a los que nos referiremos en seguida. Pero desde ahora conviene hacer notar, al lector profano, una dificultad que afecta a todos los escritores que, desde Aristóteles, hacen exposiciones en griego (o en latín) acerca de pensadores anteriores: en griego no existen comillas (tampoco en latín) que permitan diferenciar una cita textual de una referencia que no lo es. Cuando se atribuye un pensamiento a alguien, si no se trata de versos o de alguna palabra aislada, hay tres formas principales de expresarse: 1) con un verbo de «decir» seguido por la conjunción «que» y la oración con sujeto en nominativo y un verbo en modo finito; esta forma, empero, es la menos usada por Aristóteles y sucesores en nuestro tema: 2) con un verbo de «decir», sin conjunción alguna, con oración con sujeto en acusativo y verbo en infinitivo; 3) con un verbo de «decir» y, tras un adverbio y/o una puntuación que equivale aproximadamente a nuestros dos puntos, la cita. La segunda forma es la más empleada por Aristóteles; la tercera la hallamos con mayor frecuencia en autores tardíos, como Diógenes Laercio. La mayor parte de los casos en que en DK encontramos un texto en «B» (o sea, como fragmento propio) corresponde a la última de las formas enumeradas; aunque también a las otras dos. Pero en ningún caso hay la seguridad total de la exactitud textual de la cita (en «A» hay ejemplos de las 3 formas).

Hay más. La mayor parte de los textos («A» o «B») que figuran en DK no pertenecen a Platón ni a Aristóteles o escritores anteriores, sino a autores de los siglos I a. C. a VI d. C. (sin perjuicio de llegar a veces hasta el siglo XII , con Tzetzes, o a plena filosofía medieval, con San Alberto Magno, en el siglo XIII ). ¿Cuál es el material que han manejado estos escritores?

En principio —y salvo en lo referente a Pitágoras, según veremos en la Introducción respectiva— se suele convenir en que la principal fuente es Teofrasto, discípulo de Aristóteles (todavía en el siglo IV a. C., aunque asomándose un poco hacia el III ). Pero lamentablemente también se ha perdido la obra de Teofrasto que habría servido de fuente para la reconstrucción del pensamiento de los filósofos anteriores (sólo se ha conservado una sección que presuntamente le corresponde, De Sensibus o De las Sensaciones ). H. Diels 12 se abocó a la ímproba tarea de cotejar los pasajes en que Simplicio cita aquella obra de Teofrasto (a la cual llama Física, pero también Historia física y a menudo Doctrinas de los físicos, o sea, Physikôn doxôn ) con pasajes de escritores anteriores a Simplicio que evidentemente emplean como fuente a la misma obra de Teofrasto, aunque no siempre la citen. En realidad, dicha obra de Teofrasto parece haberse perdido antes del cristianismo, de modo que tanto Simplicio como los otros escritores (a los cuales desde Diels se los llama «doxógrafos», en base tal vez a la obra de Teofrasto que reproducen) lo que han tenido ante sí ha sido un resumen o epítome de un tal Aecio. Y este Aecio tampoco habría contado con el libro de Teofrasto, sino con otro manual intermedio, elaborado en la escuela del estoico Posidonio (s. I a. C.) y empleado también por otros autores. Así que los intermediarios encarecen considerablemente la comprensión del producto.

Claro que es posible que no haya sido la única fuente Teofrasto y sus repetidores; hemos mencionado el ejemplo de Simplicio respecto de Diógenes de Apolonia. Al comentar textos de Sexto Empírico (s. II d. C.), Diógenes Laercio y San Hipólito (s. III d. C.) acerca del libro de Heráclito, discutiremos la posibilidad de que hayan contado con dicho libro, al menos en un reordenamiento posterior. El caso de los pitagóricos será examinado aparte. Pero aquellos que, como Jenófanes, Parménides y Empédocles, han escrito en verso, ofrecen la ventaja de que es más fácil reconocer la autenticidad de los versos —aunque sea siempre fragmentariamente, y rara vez en algún orden discernible— por su medida y estilo.

Los filósofos presocráticos I

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