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PREFACIO

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IVÁN RUIZ ACERO

En una de las viñetas publicadas por El Roto —verdaderas expresiones gráficas del malestar en la civilización hoy— aparecía en el diario El País la silueta de un hombre solo, dirigiéndose supuestamente a la multitud, con un mensaje conciso: «Para su seguridad, manténganse asustados». ¡Qué mejor anticipación ésta a un libro como éste! En la sociedad de la vigilancia y sus criminales, la seguridad se encuentra hoy situada en las primeras prioridades de los programas políticos y es constituyente de una relativización de algunos derechos adquiridos — el derecho a la intimidad o a la libre expresión, por ejemplo—. La vigilancia, ejercida otrora en ámbitos cerrados o bajo el régimen de poderes totalitarios, se extiende en nuestro siglo a muchas de las expresiones cotidianas de lo humano: controles de velocidad, de alcoholemia, pasaportes biométricos, registros de audio y vídeo en lugares públicos —«para su seguridad», se nos dice—, conexión de ficheros interdepartamentales, o métodos evaluativos de la productividad, la motivación o el riesgo de enfermedad. El modelo de civilización cambia y el derecho a la seguridad hace pasar a lo social la defensa paranoica y la sospecha hacia el prójimo. En la sociedad de la vigilancia todos somos criminales en potencia. No se trata, entonces, de la sociedad de los criminales y su vigilancia sino de su drástica inversión: la extensión del sistema de control penitenciario al control generalizado de lo humano, de todo aquello que hace impredecible el vínculo social. El modelo de civilización al que nos exponemos sigue la pendiente de un panóptico generalizado para el que el desarrollo de las tecnologías en red ofrece un campo abonado. En este sentido, ¿existe hoy algún país de Europa que pueda declararse excepción a esta sociedad del control y la vigilancia?

El modelo norteamericano continúa presentando desde el 11-S su expresión más dura, pero no hace falta ir tan lejos para encontrar el laboratorio donde la conducta es utilizada como único disolvente de todo lo relativo al sujeto. La implementación de los tratamientos cognitivo-conductuales es hoy la única realidad —«prácticamente», podrá decir alguno— en el National Health Service, en Inglaterra. Londres está considerada una de las ciudades más seguras del mundo e Inglaterra el país industrializado más vigilado. Está previsto destinar unos 650.000 euros a equipar de altavoces a los 4,2 millones de cámaras CCTV (closed circuit television), esto es una por cada doce habitantes de la Gran Bretaña actual, o lo que es lo mismo, el 20% del total de cámaras de vigilancia de todo el mundo. El dispositivo tendrá como finalidad avisar al pequeño infractor de que, por ejemplo, ha tirado una lata de cerveza en un lugar equivocado. El aviso se hará mediante el altavoz instalado que emitirá un mensaje grabado. De ello, se esperará que el infractor corrija su error. De no ser así, el sistema generará una fotografía, a partir de la grabación de la cámara, y será publicada en el periódico local, con la consiguiente sanción al infractor una vez que se lo haya identificado. Cabe añadir que para que que las advertencias sean más persuasivas, serán grabadas con voces de niños y tendrán un alcance sonoro de hasta cincuenta metros.

El problema de una sociedad como la que se dibuja va más allá del color político de sus gobernantes, pues cuando se generaliza la sospecha, ¿cómo localizar realmente al criminal? Desde el sistema judicial y penitenciario el concepto de «retención de seguridad» está hoy en el punto de mira de diversos autores, que ponen en evidencia una medida que, en nombre del orden público, hace tambalear la presunción de inocencia o incrementa exponencialmente el temor a la reincidencia. Algunos pueden preguntarse cómo han podido, jueces y criminólogos, adentrarse en las razones de un crimen o en la predictibilidad de reincidencia de un criminal. Es en nombre del todo cuantificado que la psiquiatría clínica ha dejado su lugar a una psiquiatría estadística, una psiquiatría de actuarios y ya no de clínicos. La discusión sobre la utilización de conceptos psiquiátricos en justicia penal que subraya Foucault en la presentación del libro Yo, Pierre Rivière, habiendo degollado a mi madre, mi hermana y mi hermano... permite asistir al debate que, concretamente en 1836, se mantenía sobre la noción de «monomanía homicida» y que Esquirol había puesto en circulación. Más tarde, los médicos expertos y abogados defensores pusieron en duda que un concepto restringido pudiera explicar la enfermedad mental, que hacía falta una sintomatología más amplia. Y, de hecho, el caso Rivière «pone en juego la “monomanía” con la mayor discreción; como contrapunto recurre ampliamente a signos, síntomas, testigos y demás elementos de prueba muy diversos».1

«No hay nada más humano que el crimen» es el título del texto con el que se inicia este libro. Es una expresión paradójica de Jacques-Alain Miller que recoge la operación freudiana de reintroducir en lo humano lo que aparece de entrada como más inhumano. El crimen desvelaría, así, algo propio de lo humano, y de ahí podría explicarse, en parte, la fascinación de masas por los serial killers. En el crimen se presenta el pasaje al acto de un fantasma que resulta de la alienación a los grandes miedos vehiculizados en el vínculo social, y es lo que hace que Jacques Lacan pueda referirse a la irrealización del crimen. La cita completa es, de hecho «si el psicoanálisis irrealiza el crimen, no deshumaniza al criminal»,2 y corresponde a la comunicación que presentó en la XIII Conferencia de psicoanalistas de lengua francesa, en 1950. El texto se apoya en un concepto fundamental para el derecho penal y en la expresión máxima del sujeto para el psicoanálisis: la responsabilidad. Se trata del último texto que Lacan consagró a la criminología —no será abordada más tarde de este modo y se centrará en la discusión sobre la clínica del acto—. Pero en aquel momento, Lacan pudo apoyarse, en realidad, en el único autor francés de la época, Angelo Hesnard, del que la reflexión era consecuente con la tradición freudiana y sobre todo en lo que concernía a la autopunición.3

La sociedad de la vigilancia y sus criminales reúne una serie de textos publicados en su momento por la revista Mental,4 a la que se añaden las aportaciones de diversos psicoanalistas pertenecientes a la Escuela Lacaniana de Psicoanálisis (Clara Bardón, Luis Miguel Carrión, Fernando Martín Aduriz y José María Álvarez), además del siempre valioso Javier Peteiro. Agradezco a todos ellos sus amables contribuciones, así como el interés de sus textos, que hacen de esta compilación la primera en nuestro país que sigue las incursiones del psicoanálisis en la criminología, como también lo muestran dos libros recientes5 publicados en Francia y Argentina, respectivamente.

Desde el texto fundacional de Abraham, donde describe la carrera de un célebre psicópata, pasando por Marie Bonaparte, de quien trascendió su estudio del caso de Madame Lefebvre, hasta Lacan y su tesis sobre el intento de homicidio y la psicosis paranoica en el caso Aimée,6 la responsabilidad subjetiva, sostenida desde el psicoanálisis, ha supuesto mantener una tensión constante entre pasaje al acto criminal, al que se responde desde el Otro social, y la expresión de un delirio o la realización de un fantasma perverso, del que no puede eludirse la responsabilidad del sujeto y la función del castigo. La actualidad de los casos estudiados en este volumen abre de nuevo las implicaciones entre crimen y pasaje al acto psicótico o perverso: el caso Outreau, Las Hermanas Papin, los casos Mosley y Fritzl, Fourniret, Wagner, Mishima, Bertrand o Schaefer, y Bundy; pero, además, las contribuciones de psicoanalistas y de profesionales del campo del derecho y de la atención penitenciaria que se orientan hoy con el psicoanálisis lacaniano, y que ofrecen múltiples vías de reflexión también a juristas, criminólogos, jueces y abogados que estén dispuestos a localizar algo de su propia responsabilidad como sujetos en el ejercicio de sus funciones.

La sociedad de la vigilancia y sus criminales

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