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TODOS CRIMINALES

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ENTREVISTA A CHRISTIAN CHARRIÈRE-BOURNAZEL

ÉRIC LAURENT: Los procesos y diversos hechos recientes concernientes a crímenes sexuales fuera de la ley dan lugar a extrañas expectativas. Se espera del criminal que hable finalmente, que lo diga todo, que diga lo imposible. Se esperan también víctimas. Desde los niños de Outreau a Michel Fournier, la posición de víctima y de verdugo se intercambian, pero la insistencia persiste. El carácter alarmante de las acusaciones hechas por los niños, les declaraciones delirantes de Fourniret, no están menos percibidas como un derecho por las víctimas. ¿Qué piensa usted del estatus casi sagrado de este ritual de extracción de la confesión?

CHRISTIAN CHARRIÈRE-BOURNAZEL: Hay un malentendido alrededor de la justicia. La justicia de los hombres tiene una triple función: es declarativa, punitiva y se espera de ella que sea reparadora. Ahora bien, se ha producido un desequilibrio en el dominio de los crímenes fuera de las normas: lo imposible de reparar se ha sustituido por una exageración de la función declarativa. Los procesos se alargan desmesuradamente. La víctima quiere tener explicaciones que el criminal es, la mayor parte de las veces, incapaz de darle. Ella no acepta su silencio hasta que no se arrepiente y no cree en su arrepentimiento cuando lo declara. Así, existe una especie de liturgia necesaria y forzosamente fuente de decepción, pues no se llega nunca a decir y recordar suficientemente que la justicia no puede restaurar el estado anterior al crimen: no puede de ningún modo restituir la virginidad o devolver la vida a aquella o aquel que legítimamente la familia llora. Esto se convierte en una ceremonia bastante extraña en la que, en su sufrimiento, las personas que han sobrevivido a sus cercanos martirizados quieren una explicación, alguna cosa que nadie puede darles. Esta relación de nosotros mismos, ciudadanos, con la justicia, debemos refundarla filosóficamente y espiritualmente, gracias a un trabajo que nos permite aceptar una forma de resignación a la impotencia de los hombres para hacer justicia.

En lo que respecta a los problemas de los niños, la cuestión es diferente. Esto forma parte también de las incertidumbres de la justicia. Es difícil en el proceso de extracción de la confesión admitir que el niño pueda mentir, aceptar que pueda no decirlo todo. El proceso de Outreau fue un momento particular en que se recibió la palabra de los niños como un «en sí misma» sagrado que no había que cuestionar, que no hacía falta someter a discusión alguna en lo que respecta a los que habían sido denunciados por el niño. No se puede más que deplorar que esto no fue un momento de diálogo controlado, asistido, mediado entre quien denuncia y quien es denunciado. El pavor que nace de Outreau es que no hubo confrontación. Se tomaron las denuncias del niño como algo forzosamente justo, pues al niño se le supone puro, cuando en cambio ha podido estar sometido a influencias, ha podido ser manipulado. También puede haber dicho la verdad, pero desde el momento en que se aísla a la víctima del supuesto culpable se impide ese vaivén que habría podido conseguir un semblante de reconstrucción de lo que había sucedido. Entonces, se pone en funcionamiento toda la mecánica punitiva a partir de declaraciones no verificadas.

Las declaraciones de Fourniret ¿tenían algún interés? ¿Cómo puede evaluarse la relación que Fourniret mantenía con sus propios actos? Él se encuentra en un teatro. A partir de lo que he leído, él era alguien diferente, estaba en otro lugar, en otro mundo. Esto no quiere decir que no sea de nuestra especie. Se quieren llevar las cosas al campo de lo racional que permite encontrar referencias de alguien que está en otro universo mental. Me pregunto incluso, con todas las precauciones necesarias cuando se pretende juzgar al otro, si hay una utilidad en hacerle hablar como se le hace hablar. Estas declaraciones que provienen de un pozo sin fondo, «de un abismo sin orejas y sin ojos», como dice Bernanos, ¿pueden calmar lo que corresponde a la pena de las víctimas? ¿Pueden ellos aportar al proceso judicial otra cosa que una ambiente de incomprensión y de odio? Al final del proceso, ¿podrá decir alguien que se encuentra mejor? ¿Será posible decir que se conoce mejor a ese hombre, que se lo ha comprendido? ¿Y se podrá resolver la cuestión importante: hizo libremente lo que hizo? ¿Tenía conciencia del sufrimiento que hacía soportar? Ése es el misterio. Estos grandes criminales son, pienso, incapaces de anticipar el sufrimiento que infligen. Hay una carencia en ellos que hace que si hubieran tenido la conciencia, hasta el punto de de experimentarla por simpatía o compasión, del sufrimiento que iban a hacer soportar, se habrían detenido. Hay algo del orden de lo monstruoso. No sabría decir si el señor Fourniret proviene o no de un mundo al que no sé acceder. Lo que es cierto es la necesidad de las víctimas de vivir este ritual, lo que usted llama este ritual de extracción de la confesión, de ser confrontados a este personaje que tanto daño les ha hecho pero de quien no pueden esperar nada.

ÉL: En la época de la Inquisición, cuando se torturaba para obtener la confesión...

CCB: Se decía: «Ustedes van a ser torturados».

ÉL: Existen recopilaciones como el Maleus Malleficarum que se parecen a la conducta que tenían los inquisidores; manuales que dicen cómo interrogar al diablo, que dan los métodos para obtener algo, y sin embargo esto no daba información sobre nada.

CCB: Es exactamente lo contrario de hoy. El ritual de la confesión practicado por la Inquisición consistía en hacer decir de todas las maneras posibles algo que no era necesario que fuera precisamente verdad. Era una agresión contra la libertad mediante el sufrimiento que se imponía a quien se le iba a arrancar la confesión. No era la verdad de su confesión lo que contaba sino si había dicho la cosa que se esperaba de él. Aquí es lo contrario. Fourniret no fue torturado, se esperaba de él una palabra libre, se esperaba algo que surgiría de las profundidades de su alma para comprender quién es, cómo actuó, hasta dónde consintió, lo que sintió como compasión o como ausencia total de compasión. Y, de hecho, no dijo nada de todo esto. Daba la impresión que no tenía nada que decir, nada que decir de lo que podía esperarse.

ÉL: Hoy, la justicia está construida a partir de otras premisas, de otras hipótesis. No se tortura pero sí se ejerce una presión mediática formidable. Se construye todo un teatro, se espera que hable, ¿va a hablar? Por fin ha hablado. Pero al final de todo esto, ¿qué es lo que habrá quedado tocado?

CCB: Éste es todo el problema. En los procesos, en tiempo de la Inquisición, las miserias físicas estaban destinadas a hacer surgir un grito que no se sabía si sería verdad o no. Pero poco importa, habrá habido ese grito. En cambio, actualmente no se espera un grito, sino una palabra verdadera. Y lo que es insoportable para las víctimas es que no tienen los medios de saber si esta palabra es verdadera. Sin embargo, ellas tienen necesidad de esta palabra: si el gran criminal guardase silencio en vez de hablar, ¿cuál sería la reacción de las víctimas, cuál sería la reacción frente a la ausencia?

ÉL: Esta ausencia designa un punto de imposible.

CCB: Hubo un proceso en que el acusado escogió la ausencia: el proceso Barbie en el que yo intervenía como parte civil. Me acuerdo perfectamente de dos momentos insoportables, tanto uno como el otro, en la primera sesión en la que él estaba allí. Las víctimas le miraban, intentaban atraer su mirada, esperaban que dijera algo que se les había permitido esperar: «Me arrepiento; no debería haberlo hecho; estaba ido». No dijo nada. El peso de este silencio, la confrontación muda de las víctimas con el verdugo eran insoportables. No volvió a estar allí, y en lo que siguió del proceso, fue insostenible para las víctimas ir a decir lo que habían sufrido por el hecho de que su verdugo no les escuchara. En realidad, para mí, se espera demasiado de la palabra del acusado cuando en realidad habría que dar la palabra a los que tienen un sufrimiento del que hablar. Lo que digo puede parecer un poco contradictorio. Me explico: la justicia está hecha de entrada para sobreponerse a la venganza personal. Si no, se pone en marcha el reflejo primero bastante comprensible: «Él ha matado a mi hija, yo le mato a él». Ahora bien, es de una exigencia ética extraordinaria el hecho de someterse a un ceremonial en que uno no dejará de ser humano frente a lo inhumano. El proceso Barbie es uno de los recuerdos que más ha marcado mi vida profesional. Un testigo había sido llevado a un campo de exterminio pocas semanas antes de la liberación de los campos. Había visto todos los horrores que habían sucedido allí. Una mañana ve entre las alambradas a hombres armados. Eran los aliados. Esa gente joven, canadienses, americanos e ingleses, bajaron las pendientes, cortaron las alambradas sin que, por otra parte, se les opusiera resistencia. Cuando descubrieron lo que descubrieron, se pusieron a vomitar, a llorar. Los más fuertes se subieron a los miradores y todo el mundo se encontró al aire libre en el centro del campo. El testigo dice: «Salimos silenciosamente de las barracas para ver este espectáculo increíble de nuestros verdugos sin armas, rodeados de soldados armados. Como los aliados tenían que continuar la guerra, nos dejaron diciéndonos “volveremos”. Asignaron funciones: a algunos el encargo de enterrar a los desdichados que habían muerto; a otros el encargo de distribuir las raciones de alimento; y a otros, finalmente, armas para vigilar a los guardianes. Entonces, los soldados se marcharon». El testigo dice: «Nos encontramos armados frente a nuestros verdugos desarmados que habían cometido aberraciones con las mujeres, los niños, los ancianos. Nuestra única obsesión, nuestro único pensamiento fue que no se cayera ni un sólo pelo de su cabeza sin que antes se hiciera justicia, y nos privamos de nuestras raciones de alimento para que nos les faltase nada». Este impulso extraordinario, hacia el absoluto de la justicia, funda el derecho de la víctima a exigir de aquel que no quiere hablar, o para quien la palabra no significa gran cosa, de escuchar lo que tiene que decir de su propio sufrimiento. Sobre el criminal pesa, a falta de hablar, una obligación de escuchar. Es lo inverso del trámite que usted evocaba del tribunal de la Inquisición. Dicho de otra manera, fijarse en la confesión, fijarse en la explicación que se da, intentar hacer entrar al criminal en lo racional admisible —cosa que es imposible—, que al menos consienta en ello. El abogado de Barbie fue obligado a asistir al proceso. Sin embargo, era él quien tenía razón. Un criminal puede permanecer mudo; puede fingir ser sordo. Queda el hecho de que la palabra habrá sido dicha. En cuanto a lo demás, su alquimia interior se nos escapará siempre.

JUDITH MILLER: Sobre la tercera dimensión de la justicia, nos interrogamos desde Platón. ¿En qué es ella reparadora? La manera como usted pone el acento en la víctima es diferente a la de la poco apetecible victimología actual.

CCB: Efectivamente, es una cosa complemente diferente.

JM: Usted le da la palabra de un modo nuevo. La justicia puede establecer los hechos, puede castigar, pero ¿qué repara? El duelo no queda nunca como algo reparable; es inconmensurable.

CCB: ¿Qué dice el cristianismo? Anuncia el juicio de un Dios amor que perdonó ya todo y bajo la luz del cual, el día del Juicio Final, uno se verá tal como es, con su verdadera responsabilidad y con una sensibilidad nueva que va a permitir saber el mal que uno ha hecho. La tentación de odiarse será tal que no habrá otras alternativas que el rechazo de uno mismo —y esto será definitivo, será el infierno— o la rendición a la bondad de Dios. Entonces, uno llorará para siempre a sus espaldas. Pero ¿quién es él? Él tiene una función reparadora: es un Dios que crea y que recrea. La chica violada no habrá sido violada, el brazo del pequeño vietnamita arrancado por el Vietcong por el hecho de llevar las marcas de una vacuna americana no habrá sido arrancado. La justicia que esperamos es justamente una justicia que recrearía, que restituiría in integrum. Pero evidentemente esta justicia no es del orden del mundo humano.

JM: El in integrum depende de este orden...

CCB: Sí, esta justicia humana no puede ser más que declarativa, punitiva y, de manera muy moderada, reparadora.

JM: Su solución me sorprende, supone que las víctimas pueden incluso hablar...

CCB: Si ellas lo desean...

JM: Las víctimas que están todavía vivas, ¿encuentran ellas algo de reparación formando parte del dolor que se desprende de aquello que se espera de ellas?

CCB: Para los que han perdido a algún ser querido, evidentemente esto es poca cosa. Pero es algo también importante decir al otro algo de esta manera: «esto es lo que yo soporto» e imponerle escucharlo, sin forzarle a hablar.

JM: Sin estar seguro que él le escuche, pero suponiendo que otros sí le van a escuchar.

CCB: No lo sabemos. No tenemos ningún medio de saber cómo y cuándo opera la alquimia interior, si opera sobre el terreno, si lo va a hacer al cabo de cinco años, diez años más tarde de la detención del condenado. Llegará quizás a renacer en él mismo porque sobrevivirá a los cuidados psicológicos y psiquiátricos o a un aprendizaje cultural. Volveremos sobre la retención de seguridad. Es otro aspecto de las cosas. Sacrificando este ceremonial de la justicia, este cara a cara, me pregunto si no nos equivocamos exigiendo que el acusado hable. Es normal que el acusado se exprese sobre los hechos y pueda decir, si es que puede, de qué modo se los ha desvirtuado, dado que no es verdad que fuera él quien hizo eso, que no quiso hacer aquello, que es un accidente o que es una aberración. Si quiere hablar, que hable, pero la palabra que él diga tiene menos importancia que la escucha a la que se le obliga. Esto no quiere decir que haya que sacrificarlo todo en beneficio de esta victimología de la que usted habla y que está a menudo al nivel de la moral de las tejedoras. No hablo aquí de la escucha del tumulto, sino de la del sufrimiento. No tiene nada que ver. Si me refiero al ejemplo que daba de ese testimonio, en el proceso Barbie, surgido inmediatamente del fondo del horror hasta esa cumbre de la esperanza, ¿qué otra cosa puede esperarse?

ÉL: En suma, no hay por qué ceder a una persecución vana de la causa, a buscar aun más y más, sino a aceptar este imposible. Jacques-Alain Miller apuntaba, a propósito de las Benévolas de Littell, la movilización de todos los recursos de la narración para intentar representar lo que es imposible de decir. Se intenta desbaratar este imposible mediante la narración misma. Sin embargo, la narración, al final, no hace más que demostrar su impotencia. Ella no subsume lo imposible.

CCB: Ella no subsume el misterio del mal, que es irreductible. Esto no quiere decir que no haya que juzgar. Hay tal desproporción entre la modestia de nuestros medios y la monstruosidad de las consecuencias que parecen ser el fruto. Entre la decepción del pequeño soldado loco de Baviera y los millones de muertes, al final es para preguntarse si no ha operado ahí otra voluntad invisible, inexorable, un multiplicador diabólico de la voluntad humana. De esto, no sabemos nada. La solidaridad que nos une en tanto que seres humanos nos deja permanentemente a merced del otro. Usted atraviesa la calle: alguien que ha bebido más de la cuenta le atropella y le fastidia para toda la vida. Nadie más que usted llevará este sufrimiento y el de sus familiares. ¿Dónde queda su voluntad en lo horrible que ha cometido? No quiero decir que no haya que juzgar ni que castigar. Digo que hay una gran pretensión en pensar que puede obtenerse una explicación. No estoy seguro de que pueda obtenerse, que se pueda dar cuentas humanamente de la distancia que separa toda libertad de actuar de las consecuencias de los actos cometidos.

ÉL: Robert Badinter, en relación con la «justicia psiquiatrizada» subrayaba la radical novedad de la deriva actual. Oponía la antigua gestión de la peligrosidad psiquiátrica a la nueva peligrosidad criminológica. «Ésta implica factores psiquiátricos complejos pero también de entorno social o afectivo susceptibles de favorecer la emergencia del pasaje al acto criminal. ¿Podríamos pensar que comisiones de magistrados rechazarían el arresto ante el riesgo de reincidencia sugerido por los expertos? Si esto llegase a suceder, la responsabilidad se les imputaría públicamente. Cuando la justicia de seguridad reemplaza la justicia de libertad, se convierte en una justicia psiquiatrizada. La retención de seguridad, dado que ella abandona el terreno asegurado de los hechos en favor del diagnóstico aleatorio de peligrosidad, no puede más que abandonar los principios de una justicia de libertad. Michel Foucault, en 1974, en el Collège de France, escribía: “Quizás se presiona sobre lo que habría de temible en autorizar al Derecho a intervenir sobre los individuos en razón de lo que son: de ahí podría surgir una terrible sociedad”. La advertencia permanece pero ya no se escucha».1

¿Hasta qué punto, según usted, en una sordera social, esta revolución conservadora tiene efectos en la producción de derechos?

CCB: La retención de seguridad es una abominación en la medida en que no se está juzgado por lo que se ha hecho sino por lo que se es. La prisión preventiva es un encarcelamiento, es la privación de libertad. Se le puede cambiar el nombre, efectuar contorsiones semánticas, pero la prisión preventiva es una privación de libertad exactamente igual a la pena a la que se condena a alguien por lo que ha hecho, teniendo en cuenta que, en la prisión preventiva, la privación de libertad deriva del riesgo que se quiere prevenir y no del acto que se ha cometido. Este encarcelamiento es extremadamente dudoso dado que no está ordenado por el juez que condena. Es después del cumplimiento de una pena de al menos quince años, purgada del todo, y en razón de un hecho preciso, que se va a decidir si la persona, en regla con lo que fue su juicio, debe o no ser objeto de una pena de seguridad privativa de libertad. En lugar de salir en libertad, alguien va a decir, sin que haya un nuevo acto reincidente: «No debe salir». Es impresionante, pues la condición de la salida en el marco de la prisión provisional es que una comisión compuesta por un grupo de hombres jueces y médicos diga: «Ya no hay riesgo, puede salir». Ahora bien, en una sociedad de la precaución, ¿quién va a osar tomarse la responsabilidad de decir: «Puede salir»? La lógica de nuestro sistema penitenciario en el que, felizmente, ya no se condena a la pena de muerte ni se llevan a cabo más ejecuciones pretendía que, en un momento dado, una vez cumplida su pena, el ser humano en quien se fundaba una forma de esperanza fuera devuelto a la vida. Pero de este modo se impedirá a partir de ahora su retorno a la vida porque nadie va a osar decir que ya no supone ningún peligro. Es una lógica loca que intenta prevenir el crimen o la infracción. Se ve bien cómo, progresivamente, se podrá imaginar el poder prevenir la primera infracción. Es esto lo que había sido pensado por algunos delirantes del INSERM. Habían imaginado dotar a los niños de una casilla con la que, a partir de su conducta, se podía llegar a pensar que un día serían violentos y delincuentes. El alcohólico, por ejemplo, debería estar detenido preventivamente —pienso en el ejemplo que usted a dado—, ya que en cualquier momento, fatalmente, cogerá el volante, aunque no tenga permiso, y matará a alguien. Un alcohólico al volante es peligroso. A la primera infracción y sin haber causado ningún daño, el principio de precaución indicará que sea puesto en prisión. Yo había propuesto al presidente de la República, que no quiso escuchar nada de esto, algo diferente. Una audiencia de lo criminal tiene la facultad de condenar a alguien de manera perpetua, con una condena de seguridad privativa de libertad, durante veinte años, por ejemplo, límite por debajo del cual el condenado no podrá beneficiarse de una libertad condicional. Se podía imaginar una reforma que permitiese a la audiencia de lo criminal que juzga subordinar la eventual libertad condicional, al término del periodo de seguridad, a una verificación del recorrido efectuado por el condenado durante su detención: psiquiátrico y psicológico, aprendizaje cultural, es decir, todo lo que puede constituir un renacimiento o un primer nacimiento a la humanidad. Él no quiso, prefirió solicitar al legislador crear esta especie de condena terrestre, a sabiendas de que sólo están afectadas veinte o treinta personas en Francia. Ustedes vieron cómo el presidente de la República intentó esquivar la decisión del Consejo constitucional, que es una decisión que hizo una distinción entre la pena y la medida de seguridad, como si no fueran la misma privación de libertad. Se le puede cambiar el nombre, pero la cosa sigue siendo la misma. De hecho, estamos en una sociedad que opera un deslizamiento hacia un tipo de populismo vengador, de miedo generalizado, de precaución sistemática, muy lejos de lo que debe ser el obrar de la justicia, es decir, a la vez esta ordenación mediante la declaración de culpabilidad, esta función moral mediante la pena asignada, y esta apertura a otra manera de tratar al culpable partiendo de que puede cambiar. Por otra parte, los obsesos sexuales reincidentes no son más del uno y medio por ciento.

JM: En la sociedad que usted describe, se quiere creer en la predecibilidad del humano sin tener en cuenta su capacidad de inventar.

ÉL: La palabra «experto» en el lugar de experto psiquiátrico produce un efecto de homonimia. Uno no se da cuenta de que, en nombre del «todo cuantificado», la psiquiatría clínica deja su lugar a una psiquiatría estadística, una psiquiatría de actuarios y ya no de clínicos. Las consecuencias se pueden calcular ya en Estados Unidos, en los estados que han adoptado las leyes que van en este sentido. Para apreciar los riesgos de reincidencia, las leyes del estado de Virginia incluyen desde 2003, como primicia mundial, una cláusula que obliga a los jueces a mantener detenidos a los delincuentes sexuales cuando éstos tienen una puntuación de más de 4 en una escala de evaluación de la reincidencia. Es una justicia sometida a procesos cientificistas; un infierno ya realizado en Virginia. El vértigo cientificista permite a algunos intentar ir todavía más lejos. Por medio de la bioética se construye una interfaz más marcada entre indicadores biológicos y procesos penales. Es algo que se puede leer en las declaraciones del señor Hervé Chneiweiss (INSERM, Centro de Psiquiatría y neurociencias, París): «una demanda de seguridad cada vez más importante incita a los gobiernos a buscar indicadores biológicos de peligrosidad del individuo. ¿Qué hacer si el imaginario revela una débil capacidad del individuo de dominar sus pulsiones violentas o una propensión a reaccionar de manera inapropiada a un estímulo sexual?».2 ¿Cómo disuadir al legislador de seguir la vía de sometimiento a este tipo de procesos extrajurídicos?

CCB: Sí, es La bestia humana de Zola: la frente estrecha, los cabellos que nacen a ras de las cejas; serían los rasgos que definirían al criminal nato. Volvemos a cosas espantosas. Hay una forma de negación del libre arbitrio, de la libertad y de la evolución posible, moral y espiritual. Vamos a acoger en el Colegio de abogados de París, como abogados, a alguien que, hace mucho tiempo, en su juventud, fue condenado en la Audiencia por un robo a mano armada. Cumplió una pena de prisión determinada. Al salir, siguió con estudios de derecho que había empezado en prisión.

JM: Bastantes condenados hacen estudios de derecho.

CCB: Se convirtió en conferenciante, se rehabilitó, y este jurista, después de más de veinte años de lo sucedido, pide convertirse en abogado. Tomé la decisión de llevar esta demanda de candidatura y de recibirle en el Colegio de abogados de París. No encontré ninguna resistencia en el Consejo del colegio de abogados, todo lo contrario. Es la prueba misma de que no debemos perder la esperanza. Él mismo es una demostración de esto. La prisión se convierte en un lugar abominable donde se encierra a la gente cuando faltan otros mecanismos — incluso si se han hecho esfuerzos por probar otras cosas—. Si la prisión fuera verdaderamente un lugar donde se pudieran encontrar cosas, intercambiar, aprender,... La cultura es la única manera de elevarse por encima de lo que hay de más instintivo, de más absurdo. En lugar de cambiar la prisión, se les marca en la espalda «la carta social escrita con hierro», retomando el verso de Vigny. Se trata al condenado como si no fuera digno de la especie humana. Es inaceptable. En América, por ejemplo, van avanzados con respecto a nosotros.

ÉL: Si se compara esta invención francesa con la invención americana de espacios fuera de la ley como Guantánamo, o incluso de la extensión de los poderes administrativos como testimonia la desventura reciente de un italiano, encarcelado, sin ser juzgado, por un agente de las aduanas que creía que viajaba demasiado a Estados Unidos;3 hasta dónde va, según usted, la restricción de las libertades en beneficio de un supuesto «derecho a la seguridad»?

CCB: Usted evoca Guantánamo. Los americanos se preparan para juzgar a un desafortunado, Omar Khadr, un ciudadano canadiense de quince años que estaba en Afganistán en el momento del desembarco de los americanos. Le quitaron las armas que llevaba. Era un niño soldado. Está en Guantánamo desde hace seis años. Va a ser juzgado por un tribunal militar. Durante seis años ha estado fuera del derecho, fuera de la legalidad, fuera de la humanidad. Cuando un niño soldado es una víctima, se lo lleva ante un tribunal como un culpable. Exaltar, como se hace, el derecho a la seguridad conduce a la sociedad a preocuparse de ello hasta la rabia. Se olvida lo que decía Benjamin Franklin: «Aquel que sacrifica una libertad esencial en provecho de una seguridad efímera, aleatoria, no merece ni la libertad ni la seguridad».

ÉL: En la invención de nuevas normas restrictivas, la utilización de la psiquiatría se revela paradójica. Esta paradoja puede ser abordada de diferentes maneras:

—Denis Robillard, abogado en el Colegio de Blois: «Nos encontramos frente a una paradoja: por un lado, la regresión de la enfermedad mental como causa de irresponsabilidad y, por el otro, la necesidad de la psiquiatría de la gestión de la pena».

—Hèléne Franco, secretaria general del Sindicato de la Magistratura: «Se puede ver que, detrás de la impulsión del poder político, hay una voluntad de instrumentalización de la justicia y de la psiquiatría para una mayor severidad penal. Esto crea una interferencia entre las profesiones de cada uno, interferencia que se revela extremadamente peligrosa».

—Régine Barthélémy, presidente del Sindicato de los abogados de Francia: «En lugar de utilizar la psiquiatría para las curas preventivas en prisión, se la instrumentaliza para mantener a alguien detenido una vez que la pena se ha cumplido. Es extremadamente molesto. Además, se pide a los psiquiatras lo que, de entrada, no va de suyo, y que supone una inmensa responsabilidad. Hay, entonces, una utilización cierta de la psiquiatría por parte de la justicia».

¿Cómo situar de la mejor manera, a pesar de estos efectos paradójicos, la aparente necesidad de un recurso a la utilización de la psiquiatría?

CCB: Esta pregunta lleva a la utilización de la psiquiatría por parte de la justicia. Es muy complicado. Hay progresos de la ciencia de los que es fácil congratularse, por ejemplo el ADN. No estoy para nada de acuerdo con los ficheros, pero ustedes pueden constatar que hay gente que ha sido declarada inocente gracias al ADN. Un desafortunado americano presionó durante veintitrés años antes de ser declarado inocente por medio del ADN. Habría sido formidable haber podido servirse de ello veintitrés años antes. Esto es simple controlarlo al lado de la psiquiatría.

ÉL: Esto es la ciencia.

CCB: Sí, esto todavía es simple. Pero hay en psiquiatría un «lado hechicero del alma» que puede ser espantoso. Hace una treintena de años, hice la defensa de una mujer: había matado a su compañero que la amenazaba. El presidente, que era un magistrado horroroso, le dijo: «En la época de los hechos, es necesario que los señores y señoras jurados lo sepan, usted era adicta a un vicio terrible, vergonzoso, que se llama alcoholismo». Yo le dije: «No entiendo muy bien su pregunta, ¿usted dice que el alcoholismo es un vicio?». Me miró con guasa, como si estuviese preso de malvadas intenciones, y me dijo: «Por qué razón, señor letrado el alcohol no sería un vicio?». «Lo preguntaremos a los expertos», le respondí. El experto psiquiatra llega, hace una declaración interesante y yo le pregunto: «Señor experto, según usted, ¿el alcohol es un vicio?». El experto me mira cono si fuese un abogado imbécil que hace preguntas idiotas y me dice: «No entiendo su pregunta». Le vuelvo a preguntar: «El alcoholismo, ¿es un vicio? ¿Le diría usted al alcohólico: “Desgraciado, arrepiéntase, vaya inmediatamente a confesarse, haga algo del tipo de una ascesis”, o bien le enviará a un centro especializado para ser tratado?». El optó, por supuesto, por el tratamiento. Pero cuando se pide a un experto psiquiatra decir si el acusado es plenamente responsable, medianamente responsable o para nada responsable, se retorna a los tribunales de la Inquisición. He preguntado a menudo a los expertos en la Audiencia para conocer los criterios objetivos a partir de los que decían que mi cliente era plenamente responsable, medianamente responsable o para nada responsable. Recuerdo haber dicho a uno de ellos: «Esto tomará el tiempo que tome. Señoras y señores, el jurado está en condiciones de escuchar sus explicaciones y ustedes las volverán a hacer si resultan oscuras». Entonces, él farfulló algo y no pudo decir nada. Se pide al experto psiquiatra lo que él no puede llegar a decir. Con excepción de patologías localizadas, caracterizadas, y para las que la psiquiatría puede dar algunas respuestas, ¿qué puede decir con respecto a la libertad del acto? No lo acabo de ver. Esta delegación de poder del juez en favor del experto es muy grave. Se ve bien que los expertos pueden ser útiles, que pueden dar aclaraciones, ofrecer un apoyo científico. Pero que se recurra a otro a quien se le supone haber podido sondear el alma para modular una pena en función de lo que dirá, esto me aterroriza siempre. Me refería ahora a la imagen del alcohólico, y evocábamos los tribunales de la Inquisición. Ellos pedían la contrición, pero ¿podía no ser nunca perfecta? Surgían debates para valorar la calidad de la contrición. Hoy, exigimos a nuestros expertos una certeza. ¿Cómo esperarla? No se ve claro, esto. Expertos psiquiatras tienen puntos de vistas diferentes ante un mismo criminal, sobre el hecho de que sea irresponsable o responsable de lo que ha hecho. El recurso a esta delegación de juzgar es una manera de desquitarse de una responsabilidad fundamental. Hay que tener el coraje de pronunciarse, y no de remitirse a una apreciación científica que es una manera de hacer entrar el determinismo biológico en el acto de juzgar. El recurso a la psiquiatría debe, entonces, ser extremadamente limitado y utilizado de manera extremadamente prudente y ocasional.

En cuanto a lo que dice la señora Barthélémy, estoy completamente de acuerdo. Es, efectivamente, porque no se sabe dónde está la libertad que se va a pedir a un médico psiquiatra si no podría él asumir la responsabilidad de decirlo. Esta obsesión cientificista es absurda.

JM: Absurda, pero tiene un gran número de consecuencias...

CCB: Sí, por supuesto, absurdas y peligrosas.

JM: Usted mencionaba la relación que parece posible predecir que un niño de tres años será un futuro criminal. Es todavía peor: la esperanza de poder, tarde o temprano, fotografiar el cerebro del presunto culpable, de alegar la imagen cerebral de alguien para decidir sobre su responsabilidad. Esto es llevarnos hacia una justicia biológica.

CCB: Sobre este punto, estamos de acuerdo y es inadmisible. Es menos admisible todavía que la responsabilidad del psiquiatra es tal que no podrá concluir con un riesgo cero. No hay riesgo cero, por más equilibrados que el hombre o la mujer sean, y aunque se piense que no podrían pasar nunca al acto. Ni tampoco para el día de la primera reincidencia de aquel de quien la comisión compuesta por psiquiatras y jueces dijo en su momento: «Puede salir». Entonces, se vuelve sobre la pena de muerte, ya que la mayor seguridad es, finalmente, la pena de muerte. Sólo de este modo es seguro que no habrá más reincidencias. En la ley islámica, se le corta la mano al ladrón y ya no puede volver a robar. Son penas de una brutalidad extrema a las que estamos volviendo. No existe nunca la edad de oro, pero asistimos de todas maneras a un momento bastante excepcional en la década de 1980 con la abolición de la pena de muerte. Todo un humanismo que se apoyaba en la Declaración de los Derechos del Hombre tomaba acta de lo que, a partir de entonces, en lugar de oponer la ley de los dioses a la ley contingente de los tiranos, implicaba que la figura de Antígona estuviese presente en cada juez. Lo que funda el derecho no es la ley de los dioses sino la persona humana como fuente y finalidad del derecho. Es una revolución cultural fantástica, un progreso excepcional. Ahí están, vemos volver a los viejos demonios de la seguridad pública, los oscurantismos definitivos, el rechazo del otro, con excusas científicas, como si se pudiera determinar científicamente que alguien es peligroso.

ÉL: Y esto, todavía más por el hecho de que hay aspectos, dados los avances científicos, que son indispensables para el ejercicio de la justicia. Es un hecho la importancia dada a la policía científica. Usted ponía el ejemplo del ADN; efectivamente, ya no nos podemos imaginar el examen de una escena de crimen que no sea...

CCB: Como en Les experts: Miami...*

ÉL: Sí, ésa es la manera como la policía científica va a establecer, con la ayuda de procedimientos extremadamente complejos, aunque perfectamente científicos, los hechos criminales.

JM: Dado que conciernen únicamente a hechos que sucedieron, y no al ser de la persona, el ADN del buen-hombre no es su libre arbitrio.

ÉL: Es ahí donde se produce la sustitución. Las series de televisión son el síntoma de esta fascinación ejercida por el saber científico tal que puede ser puesto en escena. Esta fascinación puede hacer olvidar que la operación de la que se trata no es para nada fascinar mediante la investigación de los elementos de prueba materiales. ¿No intentamos de hecho reducir toda dimensión de evaluación de la libertad, y su imposible, y transmitir la falsa buena noticia según la cual: «Tenemos los medios de resolver el problema del mal»?

CCB: Lo que usted dice es totalmente exacto. La coartada científica ofrecida a los expertos, que justamente no se refiere a lo que es puramente material o cuantificable, es perversa desde ambos lados. Primero, se da un poder sobre un no-objetivo a alguien de quien no se sabe quién le evalúa a él. ¿Por quién está legitimado? ¿La pertenencia a una asociación después de haber realizado sus estudios? ¿Quién verifica que el experto en el dominio no científico, no cuantificable, no medible, no material, puede nombrarse como experto? Éste es un verdadero problema. En segundo lugar, hay un doble rechazo del misterio de lo humano. Es doble porque, de un lado, está la negación de su libertad —no seríamos más que cosas determinadas—, y, del otro, hay una suerte de búsqueda petrificante de la normalidad social. Todo tiene que encajar con un cierto esquema, con un cierto tipo. Si no, a partir de la conducta o de no sé qué fantasma contado, se considerará que el otro está fuera de la norma, y que es, entonces, peligroso. Es un totalitarismo democrático muy grave que evacua el misterio de lo humano, que evacua la dimensión espiritual de nuestros destinos. No estamos hechos de un sólo pedazo ni de una sola trayectoria. Es el esplendor, en detrimento de lo que concierne a lo más íntimo del ser, de una civilización totalmente material. Es muy preocupante.

ÉL: Hay buenos y malos materialismos, si se quiere. Del que usted habla es un materialismo determinista radical...

CCB: No seríamos más que tierra, polvo.

ÉL: Cuando uno se vuelve loco, es eso, ya no hay no saber.

CCB: Estamos reducidos a conductas reparables y localizables; estamos fichados por todas partes y de todas maneras, desde el pasaporte biométrico hasta nuestros teléfonos móviles que son micrófonos. No escapamos ni a las cámaras en las calles o en los comercios, ni al lector en el peaje. Añada a eso el cruce posible de ficheros, reservados naturalmente a algunos grandes ordenadores gestionados por algunas grandes potencias abstractas pero bien reales, y no escaparemos ya a la mirada universal. Cualquier ley de amnistía de la que usted se haya beneficiado, cualquier desmentido que haya interpuesto a una mentira publicada en la prensa sobre usted, todo sobre usted se volverá accesible al universo entero gracias a Google, Yahoo y otros parecidos. Estamos condenados, de un lado al otro del planeta, a cargar con una historia que no es necesariamente la nuestra, que puede estar hecha de lo que hayamos podido decir o escribir, pero también de todo lo que se ha dicho sobre nosotros, escrito sobre nosotros, proferido en contra nuestra y que puede haber sido totalmente inventado. Contra esta amenaza, no existe hoy ningún procedimiento eficaz. Sin embargo, el olvido es una función biológica y un derecho de la persona humana. Nos hemos organizado, nosotros mismos, para olvidar: si tuviéramos que experimentar en un momento dado todas las emociones sentidas desde nuestro nacimiento hasta hoy, con toda su intensidad, creo que nos moriríamos de golpe. El ser humano organiza su memoria; envía lo que quiere a su inconsciente; organiza su amnesia. Este derecho está inscrito en la ley: se nombra como prescripción, amnistía o incluso respeto de la vida privada. Tengo el derecho de acordarme; pero también tengo el derecho de impedir que los demás fuercen mi intimidad o que obliguen a mi memoria.

JM: El panóptico, se quiera o no, está ya aquí.

CCB: Sí, creo que sí. Es una violación total del ser en nombre de la transparencia, noción ésta peligrosa. La transparencia caracteriza lo que pierde su consistencia hasta parecer no existir ya. La transparencia del vidrio, del agua, del aire, hace que escapen de cierta manera a la existencia. Pronto seremos traslúcidos como las medusas. Lo que dice nuestro corazón, lo que se elabora en el seno de nuestra vida interior, todo podría ser conocido o localizado para ser divulgado.

ÉL: En la variante cientificista actual, todo el acento está puesto en la reducción de la vida a un aprendizaje, a lo que ha dejado marcas, a lo que se ha registrado, lo que se ha inscrito. Toda la pendiente cognitivista intenta precisamente llegar hasta el final de la función del olvido, de la función de la falta, de la función de lo que no ha sido escrito, de lo que no puede escribirse. Su discurso es: «Usted es el resultado de un cierto número de experiencias; estas experiencias tienen trazas, nosotros las tenemos y podemos extraerlas de usted».

CCB: ... y confrontarle a ellas en todo momento y en cualquier ocasión, como algo hecho, pensado o querido en el instante mismo en que nuestra historia se desarrolla sin que nosotros consintamos en ello siempre, incluso con la apariencia de libertad. Es nuestra suerte de humanos. Es tan absurdo imaginarnos predeterminados como querer imputar a nuestra libertad todos los accidentes de nuestra vida. La función del olvido es la condición de nuestra capacidad permanente para renacer. Ahora bien, la conservación de todo lo que se ha dicho sobre alguien, gracias a la informática, lesiona este derecho al olvido. Intento en este momento conseguir que desaparezca de un buscador una información difamatoria sobre alguien que, en la época de su publicación en la red no se dio cuenta de ello. Un oscuro diario la publicó hace años. Continúa apareciendo cuando se escribe el nombre de la persona para saber todo sobre ella. Ahora bien, la publicación en la red obedece a reglas de la prescripción corta en materia de prensa: tres meses. Más allá de los tres meses, ¿qué hacer?

JM: ¿Se acaba con ello?

CCB: Intento fundar mi acción sobre la ley de confianza en la economía numérica que presume inocentes a los proveedores de acceso y los proveedores de alojamiento, pero a quienes se puede hacer un requerimiento cuando la información publicada se sale de la ley, e implica una infracción penal. Este requerimiento obedece a reglas muy estrictas. Si el responsable no obedece al requerimiento, se puede obtener un mandato conminatorio del presidente de la Audiencia Provincial. Si él dice que la información debe ser borrada, el responsable de la página web comete un delito si la mantiene. Pero si es una información difamatoria, que prescribió hace tiempo, ¿puede el juez prohibir que permanezca? La prescripción que impide perseguir una información como difamatoria, ¿borra ella el carácter defectuoso de esta información? Dado que no hay ya acción posible contra ella, ¿se puede exigir su supresión? Este punto no ha sido todavía zanjado en derecho.

JM: De hecho, conviene distinguir prescripción y derecho al olvido.

ÉL: Sí, tomábamos el ejemplo de los campos de concentración, de la Shoah. Para esto, no hay derecho al olvido, no hay prescripción, es un elemento de memoria que debe ser transmitido de generación en generación. Pero cuando esto pasa por: «Usted no es más que el producto estrictamente determinable...».

JM: Esto no es lo mismo que el olvido.

ÉL: Igual que la ciencia intenta hacer olvidar, bajo todo su aparato de investigación, el problema de la libertad, en nombre de la reducción al aprendizaje; se intenta también reabsorber todo lo que es imposible de catalogar fácilmente, lo que puede olvidarse y lo que no.

CCB: La imprescriptibilidad de los crímenes contra la humanidad es otra cosa: no se podría oponer el derecho al olvido individual a esta libertad pública que es la historia. Los pueblos tienen derecho a su historia, grande o miserable. Es una libertad pública. Un pueblo que olvida su historia se deshonra. Si un gobierno reescribe la historia de su pueblo, es porque es un gobierno totalitario y su pueblo, tiranizado. Voltaire había ya desarrollado en su Diccionario filosófico, en el artículo «delitos locales», la idea de que existen crímenes que sublevan a la humanidad por completo. Es una necesidad no olvidarlos. En cambio, la falsa información, el recuerdo de la falta o de la mediocridad banal y antigua, ¿es necesario que cada uno de nosotros esté condenado a estar acompañado toda su vida de ella, a cargar con esta especie de fardo de hechos verdaderos y de hechos falsos, los que uno tiene el derecho a olvidar y los que debería tener el derecho a hacer que se supriman? Cada uno de nosotros ¿tiene que estar sobrecargado toda su vida por la escolta de objetos heteróclitos de todo tipo, salidos de él o pegados a él, comitiva de monstruos a la manera de El Bosco?

ÉL: El problema es que hoy son objetivables. Estos monstruos, estos fantasmas, estos bultos que se arrastran, son objetivables, están gestionados por el gran clasificador universal, Google, que propone a la vez y de manera gentil a cada uno gestionar su ordenador. «Deme su ordenador para gestionarlo» es una oferta espantosa cuando se ve lo que ella da. Cada uno da todo a Google, que lo guarda y que puede, en cualquier momento, confrontárselo.

CCB: Es espantoso. Esta comunicación por Internet es de una fuerza terrorífica pues es permanente y universal. El artículo en la prensa es bastante menos visto, bastante menos leído que el mensaje difundido por Internet. La gente se pasa un tiempo infinito en Internet. Es el forum, el ágora, es el lugar público en que estamos desnudos y expuestos a los ojos de todos y de manera permanente.

ÉL: Y los recursos jurídicos son extremadamente insuficientes.

CCB: Absolutamente, y sin contar con el anonimato de quien está conectado.

ÉL: Usted habló de esto en ocasión del foro sobre la «Sociedad de delación». Alex Türk, el presidente de la Cnil se inquietaba recientemente ante el impacto de los ficheros múltiples que constituye la policía. «Nadie, en ningún lugar, sabe a dónde conduce todo esto. Si llegan a estar todos conectados, estaremos todos fichados en tanto que ciudadanos. Si añadimos a esto la biométrica, la videovigilancia, la geolocalización, los motores de investigación en Internet, el desarrollo de las nanotecnología, uno puede preguntarse por la naturaleza, el día de mañana, de nuestra sociedad... es algo que puede hacer cambiar brutalmente el sentido de la sociedad».4 ¿Cuáles son las vías a las que recurrir contra la ferocidad de la seguridad pública? ¿Sigue Europa este movimiento hacia la sociedad de la vigilancia, de manera homogénea? ¿Existe en este campo una excepción francesa?

CCB: Existen países donde esto resulta ser más grave todavía. Tomemos el ejemplo del arresto provisional, que es un verdadero tema. Actualmente, Inglaterra es terrorífica; ha prolongado exageradamente el plazo autorizado del arresto provisional. Un sujeto en arresto provisional no es forzosamente culpable, uno puede equivocarse. En Francia, según la infracción cometida, usted no tiene el derecho de ver un abogado más que durante la primera hora; a las veinticuatro horas, sólo tiene derecho durante un breve instante y sin hablar con él del dossier que, por otra parte, no se os habrá comunicado. En materia de terrorismo, el arresto provisional puede durar seis días, y usted estará totalmente aislado hasta las setenta y dos horas. Es únicamente en este momento que un abogado podrá venir a verle. El arresto provisional se pasa en condiciones muy denigrantes: usted está aislado en un espacio minúsculo con una banqueta en la que no puede dormir: se le deja pudrirse durante horas, antes de venir a buscarle para hacerle repetir lo que usted ya ha dicho o intentar hacerle hablar de lo que no ha dicho todavía. Se le ha desnudado, de entrada; le han quitado los cordones de los zapatos, sus gafas; le han cacheado, en ocasiones en la intimidad de su cuerpo desnudo. Todo está hecho para anular al ser humano. El país que resiste mejor a estas prácticas es España. Asistí el otro día a un coloquio de «Derecho y Democracia», presidido por el señor Gil Robles, antiguo Comisario europeo de derechos del Hombre, de nacionalidad española. Estaban presentes en la tribuna dos parlamentarios franceses, uno del partido mayoritario, el otro de la oposición. Les hice notar que habían votado juntos la reforma del arresto provisional en Francia para fijarlo en seis días en materia de terrorismo, sin la presencia de un abogado. El señor Gil Robles intervino, entonces, y explicó que en 1979, después de la caída del régimen de Franco, los sindicatos de policía, de magistrados y de abogados estuvieron de acuerdo en hacer votar por Las Cortes una ley que impone la presencia del abogado, y desde el inicio del arresto provisional, con la comunicación del dossier. El abogado es el que se ha escogido en el arresto provisional, excepto en materia de terrorismo en que es nombrado de oficio para evitar las connivencias partidistas. Disponer de un abogado nombrado de oficio implica tener los mismos derechos. Ahora bien, los españoles saben algo del terrorismo. Sin embargo, ellos no han sacrificado la dignidad o la libertad de la persona. Es el país más democrático de todos los europeos. Cuando en Francia usted habla con los poderes públicos de la presencia del abogado en el arresto provisional desde el comienzo, no le escuchan: es impensable. Estamos en una civilización donde la policía tiene un rol preponderante y donde la religión de la confesión prima sobre todo. Ahora bien, en Francia, donde más del 85% de los asuntos no pasa ya por el despacho del juez de instrucción sino que son directamente tratados por la policía bajo el control del ministerio fiscal, la defensa está en retroceso y el individuo dejado sin asistencia y en manos de la parte demandante. Después del caso Outreau, se ha elaborado una reforma estúpida que pretende que el 1 de enero de 2010 las instrucciones estén llevadas en adelante por tres magistrados. Es una manera de suprimir la instrucción. A partir de ahora, la policía, sin la presencia del abogado, recogerá las declaraciones, por el miedo que ella misma inspira. Es como sucede ya con numerosos asuntos. El procurador pasa acto seguido la investigación de la policía, deja todo atado en manos de un tribunal. ¿Cómo hace usted en el momento de la audiencia si no ha habido instrucción, si no se ha podido escuchar testimonios, si hay veinte asuntos en una tarde, para cambiar el curso de las cosas? Tenemos una justicia que se funda hoy, y cada vez más, en el trabajo de la policía. Así como la jurisprudencia decía antes que los informes de la policía obtenidos en el arresto provisional no tenían un valor más que de simples informaciones, hoy, son la verdad para el juez. Estamos en un sistema que no es unánime en Europa, pues se ve la diferencia entre España y Francia. Lo que creemos como avances nuestros son falsos avances. Se ha pedido por ejemplo que se registren todas las declaraciones hechas en el arresto provisional para ver cómo los policías tratan al detenido. Esto no va a ser admitido más que para los procesos criminales y los asuntos relacionados con los niños, con los menores. Pero para el resto, la opacidad se mantendrá. Cuando se habla de excepción francesa, se da la idea de que seríamos más liberales que otros, pero en realidad nuestra excepción hoy va más bien en el otro sentido.

ÉL: Esto ¿se debe a la tradición monárquica, a la tradición revolucionaria, o es una novedad que forma parte de la regresión?

CCB: Hemos vivido siempre en una contradicción extrema: hemos sido el país de las Luces, pero éstas nunca han brillado para el poder político. Las Luces han estado siempre en la oposición. Y los Constituyentes de 1789, que elaboraron la declaración de los Derechos del Hombre, degeneraron en 1793 en pequeños fachas abominables, que prohibieron la presencia de los abogados ante los tribunales revolucionarios. Es cuando menos un fenómeno bastante extraordinario que la teorización de la libertad sea para nosotros tan constante y tan remarcable, y que nuestros regímenes políticos sucesivos se hayan comportado tan mal, hasta el momento, en relación con esto. Hay siempre, en un momento dado, una tentación a la excepción francesa. El Estado se ha dotado siempre de tribunales especiales a lo largo de estos dos últimos siglos: tribunales revolucionarios, secciones especiales durante la ocupación; durante la guerra de Argelia, la Corte especial de justicia militar; la Corte de seguridad de Estado, hasta 1981. Hoy, tenemos los tribunales especiales de la audiencia de lo criminal. Teorizamos muy bien, pero con los hechos nuestros regímenes no son ni tan liberales ni tan democráticos como la teoría. Tomemos el ejemplo de las directivas anti-blanqueo, que provienen de Europa. Fueron decididas unánimemente por los países de Europa, entre ellos Francia. La segunda actualización, que está en vigor, y la tercera, la peor, que debía llevarse a cabo antes del 15 de diciembre pero que no lo ha sido todavía, ponen en peligro la independencia y el secreto profesional del abogado. De ahora en adelante, y bajo el dominio de la segunda directiva, cuando se produce una operación de constitución de sociedad, de compra o de venta de fondos de comercio o de inmuebles, el abogado debe interrogar a su cliente para saber de dónde provienen los fondos. Si existe una sospecha sobre el origen de los fondos, debe declarar esta sospecha a su decano del Colegio de abogados para que éste lo transmita, llegado el caso, a Tracfin,* la policía financiera. La tercera directiva, que nos viene encima, obliga al abogado a declarar su sospecha directamente a la policía financiera, con la prohibición de decir esto a su cliente, constituyendo un delito si lo hace. He dicho ya que yo promovería la desobediencia civil cueste lo que me cueste. El blanqueo contra el cual Europa quiere luchar lícitamente concierne a los fondos ilegales obtenidos gracias al tráfico de armas, al tráfico de seres humanos o al tráfico de drogas. Este dinero puede ser utilizado eventualmente para fines terroristas. Es pues una lucha legítima. Pero vamos siempre más allá de lo legítimo sin calcular bien las consecuencias de nuestros actos. El blanqueo en Francia está definido por el Código penal como el hecho de volver a inyectar en el circuito económico sumas provenientes de una infracción, y está penado con al menos un año de cárcel. El Código general de impuestos, en su artículo 1741, define el fraude fiscal como el hecho de haber sustraído voluntariamente de los impuestos una suma superior a 153 euros; ¡es delito penado con cinco años de cárcel y con 75.000 euros de multa! Con lo cual, bajo el dominio de la tercera directiva, una vez que se haga efectiva, el abogado, a quien usted, por ejemplo, habrá confiado sus penas, sus miserias, sus preocupaciones y sus faltas, en el proceso de acompañamiento en su divorcio, una vez que haya negociado con la otra parte la suma de la prensión compensatoria destinada a permitir a la esposa tener una residencia hasta su muerte, le propondrá la constitución de una sociedad civil inmobiliaria en la que sus tres hijos tendrán cada uno el 33% de esa sociedad y su esposa el 1%. Serán copropietarios y ella tendrá el usufructo hasta su muerte, lo que permitirá a sus hijos recuperar los bienes después de ella, sin que esto beneficie a los niños que ella pueda tener con otro hombre después de divorciarse. El abogado le preguntará entonces: «¿Cómo va usted a financiar esta adquisición?». Usted es comerciante, por ejemplo, y responde que no tiene necesidad de préstamos pero que tiene ahorros de los últimos treinta años de trabajo. El abogado le interrogará para saber si ha pagado impuestos, durante este tiempo, de estos ahorros. Usted responderá, con toda tranquilidad, que se ha tomado algunas libertades con respecto a Hacienda durante su vida laboral como comerciante. Aparecerá entonces la sospecha en la mente de su abogado. Él tendrá la prohibición de decírselo pero también el deber de declararlo a Tracfin sin decírselo porque tendrá toda la razón en pensar que usted «blanquea» el dinero defraudado a Hacienda, ¡aunque el fraude sea tan antiguo que ya ha prescrito! Ésta es una amenaza actual a nuestra sociedad.

ÉL: ¿No es realmente un sistema muy loco? ¿De dónde viene esta locura?

CCB: Esto viene de América y de los acuerdos del GAFI.* El GAFI reagrupa a los países más industrializados y más ricos. Se reunieron hace quince años para intentar luchar contra los grandes monopolios oscuros y subterráneos, edificados a partir del dinero negro, que amenazaba desestabilizar la economía mundial.

La primera directiva europea en 1991 impuso a los bancos y a todas la entidades financieras la obligación de declarar la sospecha. La segunda directiva, que data de 2003, hizo recaer esta obligación sobre los abogados, moderando el filtro del Decano del Colegio de abogados a quien le corresponde decidir transmitir o no la declaración de la sospecha que recibe. La tercera, del 26 de octubre de 2005, que va a ser implantada es de la que he hablado de sus efectos. Canadá, que no ha seguido las directivas europeas, impuso a los abogados, en la línea de los acuerdos del GAFI, la obligación de declaración de la sospecha. La Corte superior de Columbia Británica, apoyándose en un recurso, juzgó contrario a todos los principios obligar a un abogado a denunciar a su cliente sin tener en cuenta su secreto profesional y su independencia. Convirtiéndolo obligatoriamente en auxiliar de la policía financiera se le privaba de su independencia, con lo que la sociedad se veía privada de abogados. Después de esta decisión de justicia, la ley canadiense fue abrogada. Australia rehusó imponer a los abogados esta obligación de denuncia; también lo hizo Japón. En América, no hay ya dudas sobre esto.

Pero Europa ha entrado de lleno en esta vía de perdición y los catorce países que han resistido hasta hoy a la adaptación de esta ley tienen encima la amenaza de un procedimiento por incumplimiento por parte de las instituciones comunitarias de Bruselas. Italia acaba de llevar a cabo la tercera directiva, sin ningún cambio pero con un matiz: los decretos de aplicación pueden en Italia moderar los efectos de la ley. En Francia, el gobierno está realmente decidido a una adaptación de manera idéntica, aunque el umbral al que se aplicará el blanqueo está fijado tan bajo que el más mínimo fraude revelado al abogado le obligará a una declaración de sospecha en el momento de operar una cesión de fondos de comercio, de inmuebles o de la constitución de una sociedad. Lo que les digo es impresionante.

ÉL: Sí, lo es y mucho.

CCB: Polonia, comunista desde hace veinte años, ha rechazado adaptar la directiva; Bélgica intentó un recurso contra la segunda directiva y obtuvo un fallo de la Corte de justicia de las comunidades europeas de Luxemburgo que resolvía no aplicarse más que a la actividad jurisdiccional propiamente dicha y al consejo. En cuanto a la tercera directiva, ignoro cómo van a sucederse las cosas. Por mi parte, he peleado, después de mis predecesores, hasta hacer aparecer en Libé* un artículo anunciando que promovería la desobediencia civil. Lo comuniqué a finales del año pasado a todos los parlamentarios, a los Consejos del Estado, a todos los miembros del Consejo Constitucional. Intenté verlos uno por uno. El 10 de abril pasado, el Consejo de Estado pronunció un fallo a propósito de la segunda directiva, anulando un cierto número de disposiciones del decreto de aplicación de la ley que había llevado a cabo. El Consejo de Estado recordó la importancia del secreto profesional y de la independencia del abogado subrayando el rol de filtro indispensable conferido al decano del Colegio de abogados. Ciertamente, el abogado no puede ni debe nunca convertirse en el cómplice de su cliente. Si el cliente pide algo que es ilegal, el abogado debe separarse de ello. De no hacerlo, incurriría en las penas previstas por la ley y la expulsión del Colegio de abogados. Pero me encuentro con una suerte de fatalismo de los parlamentarios y de los miembros del Consejo Constitucional que no contemplan que estos principios fundamentales de independencia y de secreto profesional deben prevalecer en contra de la directiva hasta el punto de rechazar votar o de invalidar una ley que obligaría al abogado a convertirse en delator. Ahora bien, si se desencadena un procedimiento por incumplimiento contra Francia por parte de las autoridades comunitarias de Bruselas, sería a las Cortes de justicia de las comunidades europeas a quien correspondería decir los derechos y fortificar estos principios. La Corte de Justicia de Luxemburgo tiene de hecho el poder de anular una directiva o una decisión del Consejo de ministros de Bruselas. Hasta el momento, sólo el Consejo de Estado ha tenido la fuerza de recordar los principios. Pero el pasado 13 de junio la Asamblea Nacional autorizó al gobierno a llevar a cabo la tercera directiva de tal manera que no habrá debate en el Parlamento sobre esta cuestión. Sin embargo, he escrito en dos ocasiones, después de mi primera carta a todos los parlamentarios, proponiendo las modificaciones que nos permitirían moderar los principios, aunque inútilmente. Estamos en realidad confrontados a una suerte de apoltronamiento de la conciencia democrática y a una pérdida terrible de los referentes esenciales.

ÉL: En los ideales de transparencia hay una extraña insensibilidad a la abolición de los secretos: el secreto profesional del abogado, el del médico...

CCB: Sí, y lo que es más grave aún es que no sólo se pretende imponer al abogado la obligación de revelar un hecho delictivo (lo que sería desde luego un hecho criticable), sino dar cuentas de una simple sospecha, es decir, lo contrario mismo de un hecho justificado por una prueba. Es impresionante. He dicho infinidad de veces a todos aquellos de los que puede depender la decisión lo que me parece justo, y estoy asombrado al constatar que trabajo inútilmente y gastando mucha energía para intentar, en vano, convencerlos de una evidencia.

ÉL: ¿Qué es lo que está en primer lugar en este mecanismo asombroso que usted describe?

CCB: Bernanos escribió: «Decimos siempre que la libertad no puede morir. Puede morir en el corazón de los hombres, acordémonos de esto». Estamos en una sociedad en la que, sin guerras a nuestro alrededor, ni desorden interior, la libertad puede morir.

ÉL: Usted describe esta voluntad de llegar hasta el fondo del espacio íntimo, del secreto, del fuero interno, toca a la ley.

CCB: El médico tiene la opción de no denunciar. Pero si denuncia los malos tratos sufridos por una niña por parte de su padre, será detenido por el delito de omisión voluntaria de prestarle auxilio. No se trata, en nombre del secreto, de dejar que una situación abominable se perpetúe...

ÉL: Aquí no sería algo que tenga que ver con la sospecha, es algo que se sabe...

CCB: Exacto, en el caso del médico, hablo de hechos constatados.

ÉL: Pero hay otras cuestiones, por ejemplo, la manera como las compañías de seguros pretenden realmente saber qué problemas de salud tiene...

CCB: Por supuesto. Como decano del Colegio de abogados, sé de colegas que han tenido registros efectuados por jueces que deciden presentarse en su domicilio, por la mañana a las 6.30h. Se ve llegar un pobre desgraciado en calzoncillos a quien han despertado por la mañana, seguido de su mujer en camisón, que la confrontan, después de su despertar brutal, a un magistrado acompañado de diez policías y de especialistas de la informática venidos para llevarse sus ordenadores. Pienso en una juez que buscaba papeles en un piso muy modesto, de un abogado muy pobre, originario de África. Dado que su registro tenía que ver con hechos de estafas cometidas en América del Sur, ella buscaba en los papeles personales de la pareja, recuerdos de su África de origen, y hacía preguntas: «Ah! Ustedes vienen de tal ciudad...». Le hice darse cuenta de que ella se había salido de su campo de registro. Me respondió: «Me gusta conocer a la gente de las casas a las que voy». Tuve que contestarle: «Mi colega no tiene ganas de conocerla a usted y debería limitarse simplemente a su registro». Uno se ve llevado a pelearse para imponer un respeto mínimo, reivindicar una dignidad mínima, puesto que no estamos bajo el yugo de un ejército de ocupación, en tiempos de guerra, sino en la República Francesa en tiempo de paz. Es terrible.

ÉL: ¿Cómo ve usted el futuro de la profesión de abogado?

CCB: La profesión de abogado no puede morir como tal, pero puede ser desnaturalizada. De entrada, por la supresión del Colegio. El Colegio de abogados no fue fundado por el mariscal Pétain sino por Saint-Louis. El abogado debe poder ser independiente y luchar como un caballero entre los poderes políticos, financieros, culturales. Son el escudo de la defensa. La desaparición del orden llevaría al abogado a su soledad y, por tanto, a su fragilidad; y a las personas, a lo arbitrario de los poderosos.

Al mismo tiempo, el Colegio cumple una misión de autorregulación. Vela por el respeto de la deontología. El decano del Colegio es la autoridad en las diligencias: es él quien pone en marcha una investigación sobre tal o cual persona y eventualmente la cita ante el Consejo de disciplina para que sea juzgada. Es una función que ejerzo sin ningún placer pero con la conciencia de su necesidad: la contrapartida de nuestra independencia es nuestra ética rigurosa e intransigente. Ahora bien, la Europa que se construye no es una Europa de los valores, es una Europa, de entrada, mercantil. Su credo fundamental es la libre competencia. Su obsesión es la de crear una emulación fuente de progreso, al mismo tiempo que obtener precios cada vez más bajos. Sin embargo, nosotros no queremos ser confundidos con comerciantes de derecho. El abogado es otra cosa. Esta trivialización de la profesión de abogado ha conducido a Inglaterra a restablecer el poder disciplinario, en otro tiempo confiado a la Law Society, a una asamblea compuesta de personalidades provenientes de la sociedad civil. Pero ¿quiénes mejor que los abogados conocen las exigencias deontológicas de su profesión y están en condiciones de sancionar a los que entre ellos las transgreden? En la identidad del abogado, los pilares fundamentales son cinco:

1. el abogado ejerce una profesión de servicio en el derecho;

2. es independiente, sea cual sea su forma de ejercicio (abogado independiente, abogado asalariado, abogado asociado);

3. está obligado al secreto profesional más exigente que no constituye ni un privilegio, ni un lugar de complacencia bajo el cual se dejaría pasar una mercancía adulterada o prohibida, pero sí un deber que corresponde al derecho de toda persona, en democracia, a poder recurrir a un confidente necesario;

4. el abogado es marmóreo sobre el conflicto de intereses: no puede servir a dos intereses contradictorios al mismo tiempo;

5. en fin, el abogado es desinteresado, lo que no quiere decir que no deba ganarse la vida lo mejor posible; pero ni hace negocios con su cliente, ni es su asociado, ni el beneficiario de sus fortunas.

Si algunos de estos pilares no está, entonces no estamos en presencia de un abogado. Ahora bien, como dije, tanto nuestro secreto profesional como nuestra independencia están actualmente amenazados. La desnaturalización de la que hablo puede venir de un frenesí excesivo de los abogados en consagrarse a campos de actividad en los que se esmeran otros profesionales pero que no son el corazón de su trabajo. Es entonces indispensable que preservemos nuestra identidad, fundada sobre nuestra deontología, en la que están también los dominios de actividad a los que mañana querremos dedicarnos. En una sociedad fundada sobre la economía, la tentación de sacrificar la independencia o de transigir con la cuestión del secreto profesional en beneficio de algo importante es grande. Al mismo tiempo, la sociedad llevada por la pasión de la transparencia y la pasión del orden público se acomoda mal con la independencia y el secreto que son, en cambio, inseparables de la libertad.

Para terminar, querría recordar las palabras de Aragon en La Diane Française: «La luz no tiene precio; pero no hasta el punto de pagarla con mis dos ojos enfermos». ¿Vamos a pagar por mucho tiempo una seguridad ilusoria al precio de nuestra libertad?

La sociedad de la vigilancia y sus criminales

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