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NO HAY NADA MÁS HUMANO QUE EL CRIMEN

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JACQUES-ALAIN MILLER

Tomo la palabra1 para celebrar la aparición de este libro, del que los méritos son brillantes: es claro y bien ordenado; su documentación es extensa; no está dirigido sólo a especialistas, sino a un público amplio; está escrito en un lenguaje común, y cada vez que una palabra propia del vocabulario del psicoanálisis o del derecho se introduce, se da una explicación. Esto no es frecuente en los trabajos de los psicoanalistas. Encontrarán ustedes referencias, nombres propios que no conocen y que testimonian del esfuerzo de los autores por ir más allá de la biblioteca habitual de los psicoanalistas.

Me parece que este trabajo será útil tanto para los psicoanalistas como para los agentes del aparato judicial. Vamos a intentar imaginar qué uso podrán hacer de él.

La clínica presentada en este libro resulta de una intersección entre el psicoanálisis y el derecho. Leyéndolo, parece que hay dos clínicas. Al lado de la clínica psiquiátrica y freudiana, el discurso del derecho ha producido él mismo su propia clínica seleccionando los elementos que podía incorporar. Es a la vez, o sucesivamente, una clínica policial y jurídica. Por ejemplo, en el caso de los asesinos en serie, se tiene la necesidad, después de los primeros asesinatos, de diseñar el retrato psicológico, patológico del criminal, con el objetivo de anticipar sus movimientos y de entenderlos. En tales situaciones, la clínica es un imperativo de seguridad pública.

A la clínica policial se le añade una clínica jurídica. Ella debe, por ejemplo, evaluar la posibilidad para el inculpado de sostener su presencia y de responder frente a un tribunal. En Francia, se quiere hacer comparecer a los psicóticos más gravemente afectados para satisfacción de las familias de las víctimas. Una polémica se mantiene todavía hoy en relación con saber si el diagnóstico clínico debe impedir o no la comparecencia ante el tribunal.

Entonces, dos clínicas, la clínica de los clínicos y la de los policías y jueces. Silvia Tendlarz y Carlos Dante García han intentado hacer entrar la primera en la segunda. Esto no es fácil. Vemos en este libro la clínica psicoanalítica intentar introducirse en la clínica policial y judicial pero sin megalomanía, de manera modesta, como un ratón simpático mordisqueando los cables que le sostienen, sin otra pretensión que suscitar una pequeña preocupación en los profesores de derecho, los jueces y los abogados. No sé si lo conseguirán.

SOÑAR CONTRA LA LEY

Me preguntaba, leyendo este libro, qué texto psicoanalítico recomendar a los profesores de derecho y a los jueces de buena voluntad; qué orientación arriesgarse a darles en relación con el psicoanálisis. Pensé en la segunda parte de un escrito de Freud de 1925, aquel al que me referí justamente aquí hace algunos años, a propósito de un tema sugerido por el añorado Javier Aramburu, psicoanalista de Buenos Aires desaparecido demasiado pronto. Se trata de «Algunas aportaciones al conjunto de la interpretación de los sueños» y muy particularmente el segundo párrafo, «La responsabilidad moral del contenido de los sueños»,2 escrito después de la Traumdeutung. Ésta es una reflexión de Freud sobre los sueños de naturaleza inmoral. Freud se resiste a llamar a estos sueños inmorales sueños criminales, pues avanza que la calificación de crimen no es competencia del psicoanálisis. ¡Incluso un juez tiene el derecho de tener sueños inmorales! Nadie puede castigarle por esto, incluso si llega a cuestionarse a sí mismo sobre esto, a hacerse reproches por ello. Freud se interroga sobre la implicación del sujeto en el contenido del sueño: ¿debe sentirse responsable el sujeto? Sucede que en un sueño uno es un asesino, uno mata, viola o hace cosas que, en el mundo real, les valdrían a ustedes castigos severos previstos por la ley.

Freud considera que su descubrimiento de la interpretación de los sueños desplazó el problema. La Traumdeutung muestra cómo descifrar el contenido supuesto escondido de los sueños. Lo que es manifiesto en el sueño —su contenido consciente— y que puede ser inocente, moral, correcto, puede también disimular un contenido más o menos inmoral. Desde el punto de vista de Freud —pero que no pienso que los analistas de hoy difieran sobre este punto— el contenido latente de la mayor parte de los sueños está hecho de la realización de deseos inmorales. Todos los sueños son fundamentalmente sueños de transgresión. Se sueña siempre, según Freud, contra el derecho; el nudo del sueño es una transgresión de la ley. Los contenidos están hechos de egoísmo, de sadismo, de crueldad, de perversión, de incesto. Se sueña contra la ley. Explicándome de este modo, no exagero el punto de vista freudiano: en la formulación de Freud, los soñadores son criminales disfrazados. De tal manera que, cuando se habla de crimen, de asesinato, la primera cosa que desde el punto de vista analítico puede decirse con seguridad es que en esta historia se trata de uno mismo, no del otro.

PEQUEÑOS MONSTRUOS FASCINADOS

Leyendo ¿A quién mata el asesino? uno se identifica con la víctima. Las cuatro páginas del prólogo están ahí para hacer pensar lo que significa «¡Todos asesinos!». Cuando menos, todos somos sospechosos. Si se plantea la cuestión de saber si debemos asumir la responsabilidad de los sueños inmorales, Freud responde de manera afirmativa. Analíticamente, lo inmoral es una parte de nuestro ser. Nuestro ser incluye, no solamente la parte de la que nos sentimos orgullosos, la que mostramos públicamente o al tribunal, la parte admirable, la que constituye el honor de la humanidad, sino también la parte horrible. No solamente «el honor», sino también «el horror». Es al menos lo que el psicoanálisis ha aportado a la idea de nuestro ser.

La interpretación de los sueños, para Freud, modificó la idea que teníamos de nuestro ser. El psicoanálisis mostró que nuestro ser comprende esta parte desconocida, el inconsciente reprimido que está en el interior del yo, que me agita y actúa en mi lugar, aunque Freud lo llama «el ello», está en continuidad con «el yo». Somos criminales inconscientes, y esto aparece en la conciencia, principalmente la conciencia obsesiva, como sentimiento de culpabilidad. Según Freud, toda conciencia moral y la elaboración teórica y práctica del discurso del derecho son reacciones al mal que cada uno percibe de su Ello. De ahí lo que se puso en evidencia desde el siglo xviii, y sobre todo después del xix: la fascinación por el gran criminal.

Existe una abundante literatura al respecto, y una parte de este libro retoma trabajos sobre este tema. El último capítulo, el de los serial killers, es realmente una lectura insoportable. El último caso es el de Dahmer, el caníbal que inspiró el personaje de Hannibal Lecter. Creo que esta fascinación por el gran criminal encuentra su razón de ser en que, en cierta manera, él realiza un deseo presente en cada uno de nosotros. Incluso si es insoportable pensarlo, son sujetos que, de algún modo, no han retrocedido ante su deseo. Es así que puedo comprender por qué se utiliza la palabra «monstruo» para calificarles. Por supuesto que todos somos, de algún modo, pequeños monstruos o monstruos tímidos.

Me gustaría plantear esta paradoja, que no hay nada más humano que el crimen. Aquello que parecía lo más inhumano fue reintroducido en lo humano por Freud. En este sentido, el crimen desvela algo propio de la naturaleza humana, a pesar de que, evidentemente, existen también en nosotros la simpatía, la compasión y la piedad. Quizás lo humano es precisamente el conflicto entre las dos vertientes de la ley y del goce. El serial killer está libre de conflicto y, en esto, se sale del lote de lo común.

Para llegar al final del libro hay que soportar la lectura de las descripciones que contiene, aunque ninguna de ellas sea obscena —se han mantenido algunos velos.

FORMAS DE «MATAR»

Freud decía que el analista no puede asumir, en el lugar del jurista, la tarea de decidir sobre la capacidad de endosar responsabilidades con fines sociales. La definición de la responsabilidad sobre el bien de la sociedad no atañe al analista. Freud no podía concebir la capacidad jurídica más que como una limitación del yo metapsicológico. Lo que se denomina «postestructuralismo» relativiza, «semblantiza» los discursos: esto está ya en Freud. En relación con la responsabilidad analítica, la responsabilidad jurídica es una construcción específica que depende de las circunstancias, de las épocas, de las tradiciones. Persiste un temor en relación con la responsabilidad jurídica de las personas que presentan trastornos de la personalidad asociados a una enfermedad mental. En la página 165 del libro, se dice que el psicoanálisis, después de haber retomado la clínica criminológica, busca acercarse más a la posición subjetiva de estos individuos. Esto no es fácil. Hace falta ver cómo podemos sostener esta orientación.

El matar, en la portada de este libro, está referido a un asesino, pero no es para nada el matar. Hay un matar del ser humano que es legal. La civilización supone un derecho de matar al ser humano. Matar legalmente supone añadir algunas palabras al matar salvaje, un encuadre institucional, una red significante, que transforme el matar, la significación misma de la acción mortífera. Si se le da la buena forma, si se introducen los buenos semblantes, matar ya no es un asesinato, sino un acto legal. Los significantes, las palabras, el marco, el ritual transforman la acción mortífera.

Es por esta razón que un gran escritor de la época de la Revolución Francesa, que me gusta especialmente —en el origen de una corriente antirrevolucionaria que tuvo repercusiones en otros países; embajador del rey de Cerdeña y de Luis XVI durante su exilio en Rusia—, Joseph de Maistre, pudo decir en su obra más leída, Las veladas de San Petersburgo3 —son dos o tres páginas escritas en un estilo incandescente—, que, para él, la figura máxima de la civilización era el verdugo, el hombre que mata en nombre de la ley y de la humanidad. En el conjunto de la civilización, es el personaje central.

En la época de las Luces, tan amables, la sangre humana tenía para Maistre un valor esencial. La ley divina dice explícitamente que no se debe matar —san Juan lo dice—4 contrariamente a la idea de que la sangre humana es necesaria para pacificar a los dioses en cólera. Para Maistre, el mismo Dios cristiano ama la sangre, tiene necesidad de ella. En un pequeño texto, Tratado sobre los sacrificios,5 demuestra que esta exigencia iba hasta la sangre de Cristo, necesaria para satisfacer el deseo de Dios. Es así como él interpretaba a Dios: Dios tiene un deseo, y la sangre humana responde a este deseo. Esto se encuentra en la sociedad a través de la persona del verdugo.

Se puede decir que la sociedad necesita de la eliminación de una cierta parte de los seres humanos. Ya sea a través de una teorización o de otra, el conjunto social no puede constituirse sin la eliminación de seres humanos —el exceso de la humanidad— por medio de las guerras o de un orden interno. Esto se continuó en el siglo pasado, donde se trataba de la destrucción de clases sociales enteras o del genocidio de los judíos. Cuando el acto criminal produce un gran número de muertos, sale del dominio del derecho, entra en el de la política. Cuando Harry Truman decide tirar la bomba atómica sobre Hiroshima entra en el marco del libro «¿A quién mata el asesino?», o simplemente en el de «¿A quién mata la bomba atómica?». La respuesta: «A algunos millares de japoneses. Estamos en guerra contra Japón; es preferible que mueran algunos japoneses a que mueran americanos». Un cálculo utilitarista decide. Nos mantenemos sin inquietud en este tema, pues no hay crueldad en esta decisión. No se encuentra aquí el goce de la sangre humana, sino más bien una cierta frialdad.

Un nuevo «significante amo», según la invención de Lacan, apareció y se impone a todos sin discusión: «lo útil» para la gran mayoría, como lo dice Bentham. Hoy, todo se hace en nombre de la gran mayoría; esto limpia en el matar toda crueldad allí donde antes había un goce del castigo. Las ejecuciones de delincuentes, de criminales, eran fiestas populares. La gente iba a verlas y a gozar. Se veía que la sociedad tenía una necesidad de sangre, y se gozaba de ello como en una fiesta. La ruptura se produjo con Beccaria y Voltaire, diseñadores de un castigo en nombre de una ley abstracta, de otro de la ley que ya no goza. En nuestra época, la tendencia es de hacer del no matar un absoluto.

En Argentina, como en Francia, y en otros países, la pena de muerte fue abolida; todavía no ha sido así en Estados Unidos. La consecuencia es que el criminal, que era agalmático —encarnación del goce—, o el delincuente, aparece como un desecho, y se lo recicla como los desechos. En cierta manera —Lacan hace alusión a esto, y este libro también— esta evolución utilitarista no va sin una cierta revocación de la dignidad humana del criminal destituyéndolo de su subjetividad. De algún modo, este libro intenta recuperar, en nombre del psicoanálisis, la significación subjetiva del acto criminal. Esto no es fácil, pues, habitualmente, el acto criminal no conduce al sujeto a pedir un análisis, todavía menos en un serial killer.

Escuché en un control el análisis de un futuro criminal —es lo que se reveló después— en que aparecían algunos rasgos paranoicos poco marcados. Algunos años más tarde, supe que este sujeto se había convertido en un criminal.

Hay en el libro algunas páginas de un gran interés sobre una mujer criminal de la que Jorge Chamorro había llevado públicamente la entrevista, el caso Hortensia. Durante la presentación, que duró una hora y media, nuestro colega consiguió demostrar que se trataba de una psicosis, cuando el diagnóstico inicial era el de una histeria. No voy a retomar en detalle esta entrevista, sino únicamente subrayar que ella tenía la certeza delirante, desde la edad de seis años, debido a un presentimiento seguro, de lo que iba a pasar.

En estos momentos, ¿qué es lo que sería un derecho inspirado por el psicoanálisis, o al menos un derecho que no desconozca el psicoanálisis? Se podría decir que sería un derecho que matice la creencia en la verdad. En Francia, cuando un testigo declara ante un tribunal, debe jurar decir la verdad y solamente la verdad. Un derecho inspirado por el psicoanálisis tomaría en cuenta la distinción entre la verdad y lo real, y que lo verdadero no llega nunca a recubrir lo real. La verdad es una función temporal y de perspectiva. La verdad está agujereada. La verdad no es exactamente el reverso de la mentira. El más verdadero de los estatutos de la verdad es la verdad mentirosa. Lo real en sí mismo, cuando se trata de decirlo, miente.

Así, este derecho consideraría que el discurso del derecho es, como lo es también el del psicoanálisis, una red de semblantes. El derecho tomaría en cuenta la relativización de la verdad, tomaría conciencia de ser una construcción social. No es imposible que los agentes del derecho tengan ya la autoconciencia de habitar una construcción social.

Este derecho tomaría también en cuenta que el sujeto constituye una discontinuidad en la causalidad objetiva, y que no se puede nunca reconstruir totalmente la causalidad objetiva de un acto subjetivo. Los partidarios de este derecho deberían saber hacer con la opacidad que permanece. Hay algo de insondable en la decisión subjetiva de un delincuente o de un criminal. Esta misma opacidad se encuentra en la decisión jurídica, que no es nunca una pura aplicación de los códigos jurídicos; ella tiene su centro en una decisión sin fundamento, ex nihilo, algo de creacionismo y de insensato.

¿Qué sería de los jueces inspirados por el psicoanálisis, o que no desconocieran sus lecciones? Pienso en la frase de Lacan que decía que los únicos verdaderos ateos estaban en el Vaticano. Esto quiere decir que, cuando alguien acciona «la máquina», no solamente no tiene necesidad de creer, sino que no puede ni debe creer. Para poder servirse correctamente de la palabra Dios hay que saber prescindir de creer en él. Quizás los jueces, los abogados, los profesores de derecho, saben ellos más que nadie que no hay justicia. El derecho no es la justicia. Sería muy peligroso que creyeran en la justicia, esto sería un delirio suyo, creer en la justicia. Lacan se lamentaba a veces de que los analistas no creyeran en el inconsciente, al menos para reclutarse.

La justicia, hay que dejarla divina, dejarla en manos de Dios, para el momento del Juicio Final. Para nosotros, en la Tierra, basta con el discurso del derecho.

La sociedad de la vigilancia y sus criminales

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