Читать книгу La Ilíada latina. Diario de la guerra de Troya de Dictis Cretense. Historia de la destrucción de Troya de Dares Frigio. - Varios autores - Страница 10
ОглавлениеLA ILÍADA LATINA
[LIBRO I (vv. 1-110) 1 : Invocación del poeta a la Musa y breve exposición del motivo desencadenante de los hechos relatados en el poema homérico. El sacerdote Crises se dirige al campamento de los griegos a rogar a Agamenón que le devuelva a su hija Criseida. Tras ser expulsado por éste, implora ante el altar de Apolo la venganza del dios; como respuesta, Apolo envía una terrible peste sobre los griegos. Éstos, reunidos en asamblea, deciden devolver a Criseida. Agamenón no acepta quedarse sin la esclava y le quita a Aquiles la suya. Aquiles, ofendido, pide venganza a su madre, Tetis; la diosa le aconseja que se retire de la guerra, y traslada las quejas de su hijo a Júpiter, que la tranquiliza; a continuación, Juno, celosa, le acusa de favorecer a los troyanos.]
Relátame, ¡oh diosa!, la cólera del altivo Pelida 2 , que trajo a los desdichados griegos luctuosas muertes y envió al Orco 3 las almas valerosas de sus héroes, entregando a la voracidad de perros y aves sus cuerpos sin vida para que los [5] desgarraran, quedando insepultos sus huesos. Pues así se cumplía el designio del rey supremo 4 , desde que se enfrentaron abiertamente dos corazones rivales, el Atrida 5 , portador del cetro, y Aquiles, famoso en el combate.
¿Qué dios les empujó a reñir, llevados de una ira funesta?: [10] el vástago de Latona y del poderoso Júpiter 6 ; él, irritado contra el rey de los pelasgos 7 , sembró en sus entrañas la peste, e infectó los cuerpos de los dánaos con una grave enfermedad. Pues, tiempo atrás, Crises, ceñidas sus sienes con la cinta sagrada 8 , lloró a la que era su consuelo, su hija raptada, [15] mientras los días odiosos y las odiosas horas de la noche las pasaba llenando el aire con sus continuos lamentos 9 . Y puesto que no había día alguno que su alma aliviara del duelo, ni consuelo alguno que calmara su llanto de padre, marcha al campamento de los dánaos, e, hincado de rodillas, al Atrida le suplica, desdichado, por los dioses celestiales y [20] por el honor real, que le sea devuelta su hija, única razón de su vida; al tiempo, le ofrece regalos. Sus lágrimas conmueven a los mirmidones 10 , que acuerdan que Criseida le sea devuelta a su padre, pero el Atrida se niega y ordena a Crises salir del campamento, desdeñando toda piedad, pues hasta [25] la médula de los huesos tiene clavado un amor fiero y la malsana pasión le hace despreciar las súplicas 11 .
Rechazado, el sacerdote vuelve al templo de Febo y, en su aflicción, hiere violentamente con las uñas su rostro arrugado, se mesa los cabellos y golpea sus sienes cargadas de años. Luego, cuando se acallaron sus gemidos y cesaron las [30] lágrimas, fustiga los sagrados oídos del dios profético 12 con estas palabras: «¿De qué me sirve haber adorado tu divinidad, señor de Delfos, y haber llevado una vida pura a lo largo de tantos años? ¿Qué me aprovecha haber mantenido el fuego sagrado en tus altares, si yo, tu sacerdote, soy ahora [35] humillado por un enemigo extranjero? ¿Es ésta la recompensa que se da a mi vejez solitaria? Si te soy grato, quede yo bajo el amparo de tu venganza; pero si he cometido, sin saberlo, alguna falta por la que deba sufrir el castigo apropiado a la gravedad del delito, ¿por qué no actúa tu diestra? [40] Pide tu arco sagrado y contra mí dirige tus flechas: al menos, será un dios el autor de mi muerte. Heme aquí: si es culpable, atraviesa al padre; ¿por qué expía la hija los pecados de su progenitor, y se ve obligada, infeliz, a someterse al lecho de un cruel enemigo?». Así habló; el dios, conmovido [45] por la plegaria de su vate, hostiga a los dánaos con lutos amargos y extiende la peste por toda la población: por doquier caen en masa los griegos, y apenas queda suelo para las piras, apenas aire para las hogueras, y falta tierra para los túmulos.
Ya las estrellas de la novena noche se habían ocultado y [50] el décimo día iluminaba el orbe de la tierra, cuando el ilustre Aquiles reúne a los príncipes de los dánaos en asamblea, y exhorta al Testórida 13 a que exponga las causas de la terrible peste. Entonces Calcante consulta a las divinidades, descubriendo, a un tiempo, la causa de los males y su remedio, y, aunque teme hablar, confiado en la protección de Aquiles, [55] dice esto: «Aplaquemos la hostilidad del dios Febo contra nosotros y devolvamos a la casta Criseida a su piadoso padre, dánaos, si queremos encontrar un puerto de salvación». Así habló. De inmediato se inflamó la ira del rey: increpa [60] primero al Testórida con duras palabras y le llama embustero; luego acusa al gran Aquiles, y escucha, a su vez, las recriminaciones del héroe invicto. Se oyó un murmullo general. Al fin, acallado el clamor, se ve forzado, a su pesar, a liberar a la que él obligaba a amarle, y devuelve a Criseida, sana y salva, a su piadoso padre, añadiendo muchos regalos; [65] Ulises, bien conocido por todos, la condujo, a bordo de una nave, hasta los alcázares de su patria, y de nuevo puso rumbo hacia la escuadra de los dánaos.
Al punto se aplaca la hostilidad del dios Febo contra ellos, y a los aqueos les vuelven las fuerzas ya casi exhaustas. Pero no se calma la pasión del Atrida por Criseida: se [70] entristece y, frustrado, llora la pérdida de su amor. Después priva al gran Aquiles de Briseida 14 , arrebatándosela, y mitiga el fuego de su pasión a costa de la pasión ajena. Mas el fiero Eácida 15 , desenvainando rápidamente la espada, se lanza [75] contra el Atrida y le amenaza con una muerte cruel si no le devuelve la merecida recompensa de sus hazañas; aquel se dispone, a su vez, a defenderse de su ataque. Y si la casta Palas no hubiera sujetado con su mano a Aquiles, el ciego amor hubiera dejado eterno oprobio al pueblo argólico 16 . [80] Despreciando las palabras y las amenazas de aquel, el Pelida invoca la divinidad de su marina madre 17 , pidiéndole que no consienta que él quede sin venganza de la afrenta del Plisténida 18 . Tetis, atendiendo el ruego de su hijo, abandona las aguas y al punto llega al campamento de los mirmidones: [85] le aconseja que mantenga su brazo lejos de las armas y de los combates; luego cruza veloz las brisas etéreas y se dirige a las doradas regiones astrales.
Entonces, abrazada a las rodillas del rey, con sus cabellos sueltos 19 , dice: «Vengo como madre en favor de mi hijo: heme aquí, suplicante, ante tu divina majestad, padre supremo; [90] vénganos del Atrida a mí y al que es carne de mi carne; pues si se le permite a él ultrajar impunemente a la amada de mi hijo Aquiles, vergonzosamente sucumbirá el valor, vencido por la lujuria».
Y Júpiter le responde así: «Pon fin a tus tristes quejas, diosa del espacioso mar, a mi cuidado quedará esa tarea. [95] Tú consuela el corazón afligido de tu hijo». Así habló. Y ella, deslizándose por las ligeras brisas del cielo, alcanza las riberas paternas y las aguas gratas a sus hermanas.
Pero Juno se sintió ofendida: «¿Tanto puede, mi excelente esposo, la hija de Dóride? ¿Tanta consideración merece [100] Aquiles, que te dispones a abatir a los aqueos —muy queridos por mí, que soy llamada tu esposa y llevo el dulce título de hermana tuya—, y a renovar las fuerzas de los troyanos para el combate? ¿Éste es, pues, el regalo que me ofreces? ¿así es como me amas?». Con tales palabras increpa, [105] airada, al Tonante 20 y escucha a su vez las recriminaciones del rey supremo. Por último, la intervención del Ignipotente 21 puso fin a la disputa, y el padre de los dioses disuelve la asamblea del Olimpo 22 . Entretanto, el sol se aleja tras recorrer el Olimpo, y los dioses reconfortan sus cuerpos con abundantes manjares; luego se dirigen a sus lechos, [110] buscando el placentero don del descanso.
[LIBRO II (vv. 111-251): Durante la noche, Júpiter envía al Sueño a visitar a Agamenón con la orden de que, al día siguiente, ataque a los troyanos. Agamenón relata su sueño a la asamblea; la intervención de Tersites, partidario de abandonar la guerra y regresar a la patria, excita los ánimos; a continuación, Néstor los serena. Catálogo de las naves griegas y, a continuación, más brevemente, de las tropas troyanas.]
Había caído la noche y las estrellas brillaban en todo el firmamento, la calma reinaba sobre la raza de los hombres y de los dioses, cuando el padre omnipotente llama al Sueño y le habla así: «¡Ea!, ve a través de las tenues brisas, tú el más agradable de los dioses, y alcanza en rápido vuelo el campamento [115] del caudillo argólico 23 ; y mientras está dormido profundamente bajo tu dulce peso, transmítele estas órdenes: que, tan pronto como el nuevo día haya hecho salir al Titán 24 y ahuyentado la noche, reúna a sus hombres para la lucha y ataque el enemigo por sorpresa». Sin demora, el [120] Sueño se aleja y con alas ligeras vuela por los aires hasta el lecho de Agamenón, que, tendido, tenía su cuerpo sumido en un agradable sueño. Y así le habla el que alivia de penas y fatigas: «Rey de los dánaos, Atrida, despierta y escucha [125] las órdenes del Tonante que, por su encargo, te traigo, deslizándome desde el cielo: tan pronto como el Titán surja de las aguas, ordena a tus compañeros ajustar las armas a sus fuertes brazos y marchar en orden de batalla a las llanuras de Ilio 25 ». Así habló y volvió a los aires por los que poco antes había llegado.
[130] Entretanto, la lámpara de fuego había iluminado la tierra. Atónito ante tales órdenes, el héroe Pelopeo 26 reúne a los príncipes en asamblea y, en orden, les revela a todos lo sucedido; a una le prometen unir sus fuerzas para la batalla, [135] y animan a su caudillo. El rey alaba con sus palabras el valor de sus corazones y les da las gracias a todos por igual. Entonces Tersites, el más contrahecho y deslenguado de cuantos habían llegado a Troya, se opone a que se entablen más combates y les exhorta a emprender el camino de regreso a las costas patrias: Ulises, famoso por sus consejos, [140] tras recriminarle de palabra, le golpea con su cetro de marfil. Entonces sí que, con la disputa que se origina, se inflama la ira: apenas hay un brazo desprovisto de armas, el clamor se levanta hasta las estrellas y a todos les arrastra el deseo ardiente de luchar. Finalmente Néstor, prudente por la experiencia [145] de una larga vida, calmó el alboroto, reprimiéndolo con su ánimo apaciguador, y amonestó a los caudillos con sus palabras, recordando el vaticinio del tiempo en que se vió en Áulide cómo una serpiente devoraba en el árbol ocho [150] polluelos y luego, tras dar muerte a sus crías, a la propia madre que le hacía frente con su débil cuerpo. Y el anciano dice: «Así pues, os lo recuerdo y os lo volveré a recordar, aqueos: nuestras penalidades están en el décimo año, en el que Calcante predijo que caería Ilio bajo las armas victoriosas de los dánaos» 27 . Todos asintieron, alabando la longevidad de Néstor, y al punto se disuelve la asamblea. El rey les [155] ordena aprestar las armas y preparar los ánimos y los corazones para la lucha. Y tan pronto como el nuevo día dispersó las calladas sombras y el Titán asomó entre las aguas su cabeza iluminada por los rayos, el impetuoso Atrida, al momento, ordena a sus compañeros armarse y marchar en [160] orden de batalla a las llanuras de Ilio.
Vosotras, Musas, ahora —pues ¿qué no conocéis en su orden?— recordadme los nombres ilustres de los caudillos, sus ilustres padres y sus dulces patrias: pues en esto consiste vuestro oficio. Digamos cuántas naves condujo cada uno a Pérgamo 28 y llevemos a término la obra emprendida; y que [165] Apolo sea su inspirador y aliente, de buen grado, nuestra obra en cada una de sus partes 29 .
Con Penéleo al frente y Leito, impetuoso en el combate, y el terrible Arcesilao y Protenor y Clonio, los beocios llevaron [170] cincuenta embarcaciones y cruzaron las hinchadas olas con una fuerte tripulación. Detrás, Agamenón, nacido dentro de las murallas de Micenas, a quien Grecia, en pie de guerra, había elegido como su rey, llevó cien barcos llenos de soldados armados. Y le sigue el fogoso Menelao 30 con [175] sesenta naves, y con otras tantas va la feroz ira de Agapenor 31 ; tras ellos Néstor, digno de confianza por su sabiduría e influyente por sus consejos, avanza con dos de sus hijos 32 , equipado para la guerra con noventa embarcaciones. Y Esquedio, [180] poderoso por su valor, y el colosal Epístrofo, gloria de los mirmidones 33 , dos baluartes en el fragor de la batalla, cruzaron el ancho mar con cuarenta embarcaciones. Y cuarenta navíos equiparon Polipetes y Leonteo 34 , cargados de valerosos soldados. Los capitanes Euríalo y Esténelo y el [185] Tidida 35 , valiente en el combate, cruzaron el ponto con una fuerte tripulación: ochenta embarcaciones botaron, cargadas de guerreros. Y el poderoso Ascálafo y Yálmeno 36 , impetuosos ambos, abastecieron de fuerte tripulación treinta naves. Y Áyax, el más valiente de los locros 37 , equipó cuarenta [190] barcos, y otros tantos el hijo de Evemón 38 . Tras ellos marcha Aquiles, salvaguarda de los griegos, atravesando con cincuenta naves las maternas aguas 39 .
Avanzaban los jóvenes tesálicos, Fidipo y Ántifo 40 , que [195] cruzaron el profundo mar con treinta embarcaciones, y llevando tres naves hiende las aguas Teucro 41 , y con nueve el rodio Tlepólemo 42 , a los que sigue, impetuoso por su fuerza, Eumelo, que había partido con una nave menos de las que conducía el hijo de Telamón, el salaminio Áyax 43 . Y el [200] magnete 44 Prótoo, hijo de Tentredón, y con él Elefenor, nacido en los dilatados confines de Eubea, y el duliquio 45 Meges y, descollando en arrojo y en armas, Toante, del pueblo etolio, hijo de Andremón; todos éstos condujeron cada uno cuarenta embarcaciones. Y doce naves condujo la sagacidad del de Ítaca 46 , a quien sigue, con otros tantos navíos, Áyax [205] Telamonio 47 , poderoso por su extraordinario valor; también Guneo 48 navegaba para acudir a la terrible guerra, con veintidós barcos. Idomeneo y Meríones, ambos cretenses, iban equipados con ochenta naves. Y el ateniense Menesteo, de [210] ilustre linaje, condujo el mismo número de barcos que el contingente con que marcha Aquiles 49 ; el feroz Anfímaco 50 y Talpio, nacidos en la Élide, y Polixeno, de esclarecido valor, y Diores cuarenta embarcaciones botaron, cargadas de guerreros. Y Protesilao y el valiente Podarces 51 llevan [215] equipados tantos navíos cuantos conducía Áyax Oileo 52 ; y en siete barcos transportó su ejército el hijo de Peante 53 , al que siguen de cerca Podalirio y Macaón, que surcaron el profundo mar con treinta embarcaciones.
[220] Con estos paladines arribó a las costas troyanas la flota griega, con un total de mil ciento ochenta y seis naves 54 .
Y ya habían anclado presurosos las naves y ocupaban las llanuras 55 , cuando el padre Saturnio 56 envía ante Príamo 57 a Iris 58 , para anunciarle que los valientes pelasgos han [225] llegado para la guerra. Y sin demora, obedeciendo de inmediato la orden de su padre, el Priamida Héctor 59 toma las armas, ordena a toda la juventud aprestarse al combate y saca al ejército por las puertas abiertas. Un casco, refulgente de oro, le cubría por completo la juvenil cabeza, una coraza [230] protegía su pecho y el escudo guarnecía su izquierda, su derecha la lanza, y la espada adornaba su costado; también cubren sus largos muslos unas grebas resplandecientes, como convenían a Héctor. Le sigue, superior en belleza y, entonces, valiente en el combate, Paris 60 , causa de la guerra, funesta perdición de su patria, y con él Deífobo y Héleno, y [235] también el valiente Polites y el divino Eneas 61 , indiscutible descendencia de Venus, y Arquéloco y el feroz Acamante 62 , hijos de Anténor. Y también marchaban el noble vástago de Licaón, Pándaro 63 , y Glauco, muy valeroso en la guerra, y [240] Anfio y Adrasto y Asio y además Pileo. Iban también Anfímaco y Nastes, insignes ambos, y los magnánimos capitanes Odio 64 y el colosal Epístrofo y el feroz Eufemo y Pirecmes, descollante por su juventud, y con ellos llegaron Mestles y Ántifo e Hipótoo, excelente en el combate, y Acamante [245] y con él Píroo, y los hijos de Arsínoo, Cromio y Énnomo, ambos varones en la flor de la edad, a los que sigue Forco y el colosal Ascanio, y también el ínclito vástago de Júpiter, Sarpedón 65 , y Corebo 66 nacido en una tierra ilustre.
[250] Con estos paladines se defendió la neptunia 67 Troya, y habría vencido los engaños de los dánaos, si no hubiera sido otro su destino.
[LIBRO III (vv. 252-343): Los dos ejércitos se encuentran frente a frente en el campo de batalla; por iniciativa de Héctor se establece una tregua para que Menelao y Paris decidan en un combate singular el resultado de la contienda. Cuando el héroe griego está a punto de matar al troyano Paris, Venus le salva la vida alejándole del campo de batalla y conduciéndole junto a Helena, que le reprocha su temeridad.]
Ya estaban, frente a frente, los dos ejércitos con sus relucientes armas, cuando Paris, fuego funesto y ruina para Troya 68 , distingue, en la línea de batalla contraria, a Menelao [255] con sus armas, y, despavorido, como si hubiera visto una serpiente, se refugia entre sus compañeros, fuera de sí. Cuando Héctor le ve, vergonzosamente ofuscado por el pánico, le dice: «¡Oh, deshonor eterno de la patria y oprobio de nuestra estirpe!, ¿vuelves la espalda? Pues, en aquella [260] ocasión, no vacilaste en asaltar el lecho de tu anfitrión, ese cuyas armas ahora rehuyes temiendo su violencia. ¿Dónde están tus fuerzas, dónde el arrojo que conocimos antaño en las distintas competiciones atléticas? Muestra aquí tu coraje; de nada sirve en la guerra el prestigio que da la hermosura: Marte se complace con el soldado recio. Mientras tú yaces [265] con tu amada, nosotros, naturalmente, combatiremos, y derramaremos nuestra sangre en medio del enemigo. Más justo será que se enfrente contigo en el combate el infatigable Atrida, y que el pueblo de los dánaos y de los frigios 69 os contemple, tras dejar las armas. Vosotros, tras sellar un pacto, trabad vuestras manos en la lucha, dirimid la contienda [270] con la espada». Así habló. Y el héroe Priameo 70 le respondió brevemente: «¿Por qué me increpas con palabras tan injuriosas, hermano, gloria de nuestra patria? Pues para mí, ni una esposa ni la depravada lujuria son preferibles al reconocimiento que da el valor; no rehuiré probar las fuerzas ni [275] la diestra del marido, siempre que al vencedor le siga la esposa, junto con la paz». Héctor transmite estas palabras a los griegos, que aprobaron la propuesta. Al punto se hace venir a Príamo y se sella el pacto con la celebración de un sacrificio. Tras ello, los dos pueblos se separan, dejando las [280] armas, y el campo de batalla queda libre.
Entretanto, de entre las filas de los troyanos se adelanta el hermoso Alejandro 71 , descollante con su escudo y su lanza. Frente a él, resplandeciente con armas semejantes, Menelao se plantó diciendo: «Que se me permita enfrentarme contigo y no gozarás por mucho tiempo con mi mujer, que [285] pronto llorará tu pérdida, con tal de que Júpiter me asista». Dijo, y con ímpetu se lanza de cara contra su adversario. Éste repelió su acometida con un poderoso golpe, y, retrocediendo [290] con paso rápido, dispara luego a gran distancia la vibrante lanza; la esquivó el Atrida, que, lanzando a su vez la jabalina, hubiese atravesado con ella el cuerpo del raptor frigio, si no hubiera protegido su fuerte pecho una férrea coraza con siete capas de cuero. Al momento se oye un clamor; [295] entonces se planta el uno frente al otro: rozan yelmo contra yelmo, traban pie con pie, chirría el filo contra el filo brillante de la espada, protegen sus cuerpos, ocultándolos bajo los escudos refulgentes. No de otro modo los fuertes toros luchan por una blanca compañera y llenan los aires con sus prolongados mugidos.
[300] Hacía rato ya que cada uno buscaba el cuerpo del otro con el duro hierro, cuando el Atrida, acordándose del rapto de su esposa, acosa y acorrala al joven dardanio 72 . A continuación, con la recia espada, lanza un golpe de arriba a abajo al adversario, que retrocede; la resplandeciente hoja, [305] tras golpear en el borde del yelmo, saltó en pedazos. Lanzaron un gemido las huestes de los griegos. Entonces sí que se enfurece, aunque su mano ha perdido la espada, y, agarrándolo del yelmo, derriba al joven; y lo habría arrastrado, vencedor, hasta los suyos, y aquel habría sido el último día para Paris, si Citerea 73 no hubiera ocultado al guerrero con una [310] espesa niebla y no hubiera roto, soltando los nudos, las fuertes correas que pasaban bajo su barbilla. Se lleva Menelao el yelmo refulgente de oro y, enfurecido, lo lanza entre los paladines; volvió corriendo de nuevo y blandió con [315] enorme fuerza una gran lanza destinada a la perdición del frigio, a quien su protectora Venus libra del enemigo, y consigo le lleva hasta el tálamo adornado con incrustaciones de carey. Ella misma, luego, hace venir a Helena desde las elevadas murallas y entrega al dardanio Paris el objeto de sus amores.
Cuando ella le vio, le habló con estas palabras: «¿Llegas, [320] Paris, llama que me abrasa, vencido por las armas de mi antiguo esposo? Lo he visto —y verlo me ha llenado de vergüenza—, cuando el violento Atrida te llevaba arrastrándote por el suelo, ensuciando tus cabellos con el polvo de Ilio. Temí, ¡desdichada de mí!, que la espada dórica 74 pusiera [325] fin a nuestros besos; mi mente quedó trastornada, por completo el color huyó de mi rostro y la sangre abandonó mis miembros 75 . ¿Quién te persuadió a medir tus fuerzas con el cruel Atrida? ¿Es que aún no ha llegado a tus oídos la difundida fama del valor de ese hombre? Te aconsejo que no vuelvas a arriesgar tu vida frente a su diestra, tan desigualmente». [330] Así habló, y humedeció su rostro con abundantes lágrimas. Pesaroso, Alejandro le responde: «No me ha vencido el Atrida, ardiente pasión mía, sino la enemistad de la casta Palas. Pero pronto le verás caer vergonzosamente bajo mis armas y Citerea favorecerá mi esfuerzo». Tras esto, se [335] acostó uniendo, en un recíproco abrazo, su cuerpo al de la Cigneide 76 ; ella recibió en su regazo desnudo al que era su fuego y habría de ser el de Troya.
[340] Entretanto Menelao busca entre el ejército troyano a Alejandro, y va de un lado a otro, victorioso; le ayuda su hermano 77 , incitando al combate a sus compañeros de armas, mientras increpa con voz potente a los frigios, forzados a retroceder, y, exigiéndoles que respeten los términos del pacto, les reclama a Helena.
[LIBRO IV (vv. 344-388): Mientras Menelao busca a Paris y exige a los troyanos que cumplan lo pactado, desde las filas troyanas Pándaro le hiere con una flecha; Menelao es retirado del campo de batalla; la tregua se rompe y se inicia una cruenta batalla, con la muerte de ilustres guerreros por uno y otro bando, sin que ninguno alcance la victoria.]
[345] Y mientras los héroes libraban entre sí combates, el omnipotente soberano del Olimpo celebró una asamblea: entonces Pándaro 78 rompió la tregua, tensando su arco y alcanzándote a ti, Menelao: la flecha voló clavándose en tu costado, atravesando la túnica protegida con duras escamas [350] de hierro. Abandona la lucha el Atrida, gimiendo, y busca la seguridad del campamento; allí le cura con hierbas peonias el joven Podalirio 79 , versado en el arte paterno, y vuelve, victorioso, a la matanza y a los combates horrendos. La ira de Agamenón infundió coraje a los valientes pelasgos y el [355] dolor compartido les empujaba a todos a la lucha. Se produce un gran combate y en ambos bandos corre la sangre en abundancia y los cuerpos quedan esparcidos por toda la llanura. Caen alternativamente las huestes de los troyanos y de los dánaos y ningún reposo se concede a los guerreros: por doquier resuena Marte 80 y una lluvia de dardos vuela desde todas direcciones. Sucumbe, arrojado a las sombras por la [360] dura espada de Antíloco 81 , el Talisíada 82 , que abandona la deseada región de la luz. Luego al hijo de Antemión 83 que con su fuerte brazo acosaba a los griegos por la espalda, le alcanza Áyax Telamonio, atravesándole el pecho con la lanza de punta endurecida: exhala aquél su aliento purpúreo mezclado [365] con la sangre que vomita, regando su rostro al morir. Entonces Ántifo 84 , con gran fuerza, impulsándose con todo su cuerpo, arroja una lanza contra el Eácida 85 : el proyectil erró el blanco de ese enemigo pero cayó sobre otro, atravesando en las ingles a Leuco; el infeliz se desploma, abatido [370] por la grave herida, y, mientras muere, muerden sus dientes la verde hierba. El infatigable Atrida 86 , conmovido por la suerte de su amigo, ataca a Democoonte 87 y le atraviesa las sienes de parte a parte con su astil grande como un tronco, [375] y, pavoroso, saca la espada de su vaina; aquél, al morir, se desploma de espaldas sobre sus armas, y golpea la tierra con la nuca herida de muerte. Ya al Amaríncida 88 lo había derribado, con el golpe de una piedra, el Imbrásida Píroo 89 , enviándole a las calladas sombras, y, cuando se disponía a [380] despojar al joven, codiciando el botín, llega por el aire una lanza arrojada por la diestra de Toante, que atraviesa la espalda y el valeroso pecho del guerrero: cae él de bruces y vomita la sangre caliente por la boca, mientras se estremece tendido sobre sus armas.
[385] La sangre inundaba por entero la llanura dardania, los ríos corrían llenos de sangre. Por todas partes combatían con ardor los ejércitos de ambos bandos, entrechocando las armas, y unas veces crece el valor de los troyanos, otras el de los aqueos, y buscan en las vicisitudes del combate la gozosa victoria.
[LIBRO V (vv. 389-537): Diomedes, ayudado por Palas Atenea, entra en el combate y mata a muchos troyanos, entre ellos al arquero Pándaro. Se enfrenta con Eneas, al que salva su madre Venus cuando aquél está a punto de quitarle la vida; Diomedes, entonces, persigue y hiere a la diosa. Eneas se incorpora de nuevo al combate causando importantes bajas entre los griegos, al tiempo que los dos Atridas hacen estragos entre los troyanos; entre éstos cae Sarpedón, hijo de Júpiter. Finalmente se enfrentan los dioses Palas y Marte, que se retira herido por la diosa.]
Entonces el Tidida, viendo que, a lo lejos, las huestes de [390] los dánaos ceden, mientras Marte crece y se extiende, se lanza en medio de la refriega, por donde más numerosa era la acometida del enemigo, y abate mortalmente sus falanges 90 , obligándoles a volver la espalda; a diestro y siniestro blande ferozmente su espada y su lanza. Le asiste la belicosa Palas que dirige sus armas centelleantes de fuego, y proporciona [395] al joven coraje y fuerzas. Al igual que la leona salvaje, al ver un rebaño de bueyes, aguijoneada por el hambre prolongada, se lanza sobre la manada y con diente furioso derriba y mata las reses, así se lanza en medio de los enemigos el héroe calidonio 91 , amparado en los consejos y el poder de la [400] virgen Armígera 92 . Los frigios vuelven la espalda huyendo, él los persigue en su huida, pasando por encima de los cuerpos hacinados de los moribundos. Y mientras hiere y derriba guerreros, he aquí que ve, furibundo, sobresalir entre las filas enemigas a los hijos de Darete, a Fegeo y con él a Ideo; [405] Fegeo se le anticipa, atacándole con su pesada jabalina, pero el escudo rechazó el golpe, desviando el hierro que se clavó en tierra. Sin demora, el Tidida arroja con todas sus fuerzas una enorme lanza y atraviesa el pecho del guerrero: un extremo de la jabalina sobresale por delante y el otro asoma [410] por la espalda traspasada. Cuando su hermano le vió arrojando un caliente río de sangre de su pecho, mientras sus ojos giran en las órbitas y vomita el alma por la boca, vuela raudo, empuñando la espada, ansiando convertirse en vengador de la fatal suerte de su hermano; y aunque no puede [415] resistir el ataque ni las poderosas armas del Tidida, aún así trata de defenderle de él: como el ave que, viendo cómo el gavilán desgarra el cuerpo destrozado de su cría, no puede [420] atacarle, angustiada, ni prestar socorro a su polluelo, y —es todo lo que puede hacer— bate contra su pecho las ligeras alas, así Ideo contempla, feroz, al enemigo arrogante por la muerte de su hermano, pero no puede socorrer al desdichado; y, de no haber retrocedido, habría muerto él también por la misma mano.
Con no menor saña, lucha contra los teucros 93 uno de [425] los Atridas 94 , y persigue a sus tropas, sembrando la muerte con su espada; a su encuentro sale, empujado por hados adversos, el infeliz Odio, a quien, con un golpe de su larga jabalina, derriba, atravesándole la clavícula con el enorme astil. Ahora Idomeneo acomete, cuando se lanzaba de frente [430] sobre él, al meónida Festo 95 ; y ufano tras la muerte de éste, también envía a las sombras estigías 96 al hijo de Estrofio. Meríones, lanzando la jabalina, alcanza a Fereclo, y Meges a Pedeo. Entonces, pavoroso con sus grandes armas, Eurípilo mata con la espada a Hipsenor cuando éste le acometía, [435] despojando al joven, al tiempo, de la vida y de las armas. En el otro flanco, Pándaro va y viene con su curvado arco, buscando al Tidida con la mirada por los inmensos batallones; y cuando le vió derribando guerreros troyanos, tensando el [440] arco, le disparó con él una aguda flecha que le rozó con la punta la parte alta del hombro. Entonces sí que se enfurece el joven calidonio que, con el coraje de un león, se lanza en medio del ejército enemigo y mata a Astínoo y también al gran Hipirón: a éste le hiere de cerca con la espada, a aquél, de lejos, con un venablo; luego derriba, con su potente jabalina, [445] a Poliído y a Abante, y a Janto, famoso en el combate, y al corpulento Toón; tras estos, abate con violencia, a Cromio y a Equemón 97 , con una veloz saeta, y les envía, al tiempo, al Tártaro 98 . Tú también, Pándaro, abatido por la diestra del Tidida, mueres, infeliz, tras recibir una mortal herida [450] en el punto en que el lado derecho de la nariz se une a la base de la frente; la espada del Tidida hace saltar su cerebro, arrancándoselo con una parte del yelmo y esparciendo sus huesos horadados.
Y ya Eneas y el héroe calidonio habían trabado combate, [455] después de arrojarse mutuamente las lanzas. Por todas partes buscaban llegar al cuerpo del otro con el hierro amenazante, y unas veces retrocedían y otras se aproximaban. Cuando llevaban ya tiempo uno frente al otro, no viendo el gran Tidida un punto por donde inferirle una herida con la mortal espada, levantó una enorme piedra que estaba en [460] medio del campo, que apenas podrían mover del suelo doce jóvenes, y con un gran impulso la envió contra su adversario. Aquel cayó rodando por tierra con sus pesadas armas, y su madre Venus, que llegó deslizándose por las etéreas brisas, le levanta y oculta su cuerpo con una niebla oscura. No [465] lo sufrió en su ánimo el Enida que, atravesando la niebla misma, se lanza sobre Venus con sus armas centelleantes, y, al no ver en los campos a quien poder alcanzar con la espada, fuera de sí, hiere con su lanza mortal la mano de la diosa. Alcanzada, Citerea se refugia en el cielo, abandonando [470] la tierra, y allí se queja de sus heridas a su madre celestial 99 . Al dardanio Eneas le protege el troyano Apolo 100 , que le infunde ánimo y le conduce de nuevo al combate.
En todas partes, vuelven a levantarse los ejércitos, el polvo [475] oculta el cielo y el aire resuena con espantosos gritos. Aquí uno cae a tierra, despedido de su veloz carro, y es aplastado por él y pisoteado por los cascos de los caballos; otro, con su cuerpo atravesado por un veloz venablo, cae de bruces sobre el lomo del caballo 101 : la espada de aquel otro [480] le arranca de un tajo la cabeza que rueda separada del tronco; aquí yace sin vida uno, con el cerebro esparcido sobre las armas: la sangre inunda la tierra, los campos se empapan con el sudor.
Y entretanto, cruza veloz el hermosísimo vástago de Venus, [485] que hostiga a las apretadas huestes de los griegos, siega con la espada sus desprotegidas espaldas y entabla combates mortales. El valerosísimo Héctor, única esperanza de los frigios, no descansa hiriendo mortalmente hombres y desbaratando las filas de los griegos. Como el lobo, cuando ha visto en campo abierto unas reses —no le asusta ni el pastor [490] del rebaño ni la feroz jauría de perros que lo acompaña—, ruge hambriento y, sin cuidarse de nadie, se lanza ávido en medio de la grey, no de otro modo Héctor acomete a los dánaos y los espanta con su espada ensangrentada. Retrocede el ejército de los griegos, los frigios atacan con más ímpetu [495] y levantan el ánimo: la victoria redobla sus fuerzas. El rey, de los dánaos 102 , cuando ve ceder a sus compañeros con Marte en contra, vuela a caballo entre las formaciones, exhorta a los capitanes y reconforta sus ánimos para la lucha. Luego, él mismo se lanza valientemente en medio de los enemigos y, empuñando la espada, fustiga las líneas contrarias. Como el león libio, cuando ha visto a lo lejos un rebaño [500] lozano de vacas vagar desperdigado por la verde hierba, eriza la melena de su cerviz y, sediento de sangre, con el pecho erguido, salta en medio de la manada; así el fiero Atrida se arroja de frente contra los enemigos y desbarata [505] con la lanza las hostiles escuadras de los frigios. El manifiesto valor de su caudillo inflama las fuerzas de los aqueos y la esperanza reanima los desfallecidos batallones de soldados: los teucros son desbaratados y los dánaos celebran alegres su triunfo.
Entonces, finalmente, el Atrida ve venir a Eneas en su carro, a rienda suelta; se dispone a encontrarse con él, empuñando [510] su espada, y, con todo el impulso que le daba la misma furia, arroja un venablo que el fallido lanzamiento desvió de aquel hacia el pecho del auriga, clavándosele hasta el fondo del estómago; éste, cayendo del carro por efecto [515] del golpe, es arrastrado entre las riendas y las ruedas, y junto con la sangre caliente pierde la vida. Lanza un gemido Eneas y, saltando con coraje de lo alto del carro, de un potente golpe hiere de frente a Cretón y también a Orsíloco. Tras la muerte de éstos, cae, vencido por las armas de Menelao, [520] el caudillo de los paflagones 103 , y Midón, por las de Antíloco. Tras ellos, el ínclito vástago de Júpiter, Sarpedón, aviva la guerra, suscitando combates mortales: con él se enfrenta, en una lucha desigual, el desdichado Tlepólemo, hijo del gran Hércules, pero ni las fuerzas de su padre ni sus muchos [525] trabajos pudieron protegerle, ni impedir que cayera y exhalara de su cuerpo el tenue soplo de la vida. Herido, Sarpedón se retira del medio de la contienda y entra Ulises, urdidor de engaños, que mata a siete jóvenes muy fuertes. De un lado lucha el combativo Héctor, fírme pilar de su patria, [530] de otro, el Tidida: en ambos bandos yacen esparcidos por los campos los cuerpos de los guerreros y los prados se inundan de sangre. Marte, señor de la guerra, lucha con la casta Palas, y mueve su enorme escudo; la sagrada Guerrera le acosa y le hiere de un golpe con el extremo de la lanza, [535] obligándole al punto a refugiarse aturdido en el cielo 104 . Allí, maltrecho, se queja de sus heridas al rey celestial y escucha las recriminaciones de su gran progenitor.
[LIBRO VI (vv. 538-563) 105 : Siguen los combates singulares. Ante el empuje de los griegos, las mujeres troyanas hacen ofrendas a Palas. Cuando se disponen a combatir, Glauco y Diomedes descubren que están unidos por antiguos lazos de hospitalidad.]
Entretanto Áyax, con su gran fuerza, mata a Acamante, y Menelao captura al corpulento Adrasto y se lo lleva hasta [540] las naves con las manos atadas a la espalda, buscando obtener con su fuerza un jubiloso triunfo sobre el enemigo. Cargan los dánaos, la juventud troyana se retira y cubre sus espaldas desprotegidas. Comprendió el combativo Héctor que los dioses luchaban a favor de los dánaos, y que las vigorosas fuerzas de los suyos eran mermadas por el poder de la [545] virgen Armígera; al momento va hasta las murallas, manda llamar a Hécuba 106 y le aconseja que aplaque los poderes de la diosa. Al punto, las mujeres de Ilio ascienden a la ciudadela fortificada de la virginal Palas: adornan con guirnaldas solemnes los altares e inmolan víctimas de dos años 107 , según [550] el ritual. Y mientras en los templos de Minerva 108 Hécuba, en actitud suplicante, ruega por sus queridos hijos como madre y por su esposo, Glauco 109 , empuñando la espada, se dispone a combatir con Diomedes, y mientras éste le pregunta cuál es su nombre y adónde hace remontar su linaje, [555] él intentaba arrojarle una lanza con gran fuerza; y cuando está en ese intento, le grita el héroe etolio 110 : «¿Adónde te precipitas? ¿qué pensamiento te empuja, impío, a enfrentarte en tu locura conmigo, en una lucha desigual? Estás [560] viendo las armas de tu huésped, que ha herido la diestra de Venus, y que en el último combate ha alcanzado también a Marte. Depón tus crueles intenciones y guarda las armas hostiles». Tras estas palabras, poniendo fin a su enfrentamiento con las armas, intercambian sus escudos y abandonan la enconada lucha.
[LIBRO VII (vv. 564-649): Andrómaca sale a despedir a Héctor, con su hijo Astianacte en brazos. Héctor desafía a los caudillos griegos. Todos aceptan el reto, y es la suerte la que decide que sea Áyax Telamonio quien se enfrente al héroe troyano. Después de que Apolo haya librado a Héctor del mortal acoso de su enemigo, la llegada de la noche pone fin al duelo. Antes de retirarse, los combatientes descubren que les unen lazos de familia, por lo que deponen las armas e intercambian regalos. En la jomada siguiente, los troyanos, convencidos por Héctor, proponen a los griegos la devolución de Helena, pero Menelao rechaza el ofrecimiento.]
Entretanto la fidelísima esposa de Héctor, Andrómaca, [565] se dirige a su encuentro para hablarle, llevando junto a su pecho a su pequeño hijo Astianacte; pero cuando el magnífico héroe busca sus tiernos besos, el niño, súbitamente asustado, vuelve su cara atemorizada, escondiéndose en el regazo de su madre, huyendo del yelmo terrible y del penacho [570] de espesas crines. En cuanto el héroe, quitándose el casco, dejó al descubierto su cabeza, toma en seguida al niño, rodeándolo con sus brazos, y alzando las manos al cielo, exclama: «Te suplico, oh padre soberano, que este hijo mío, por quien venero tu divinidad, emule desde sus primeros años las virtudes de su padre». Esto dijo y, por las puertas [575] abiertas, se dirige con ímpetu a la batalla 111 , y tras él, marcha Paris. En cuanto llegó el momento del combate, el magnífico Héctor se adelanta y reta con sus armas invictas a los capitanes de los griegos. Sin demora, se adelantan al punto Ulises, urdidor de engaños, y el fiero Idomeneo y Meríones, [580] famoso por su linaje paterno 112 , y con ellos el impetuoso Atrida, caudillo de los griegos, y los dos Áyax 113 y, hermoso con sus brillantes armas, Eurípilo, y Toante hijo del gran Andremón, y el que había profanado con funesta herida la mano de Venus 114 ; pues seguía apartado de la guerra Aquiles, [585] terror de los troyanos, que apaciguaba con la dulce cítara el tormento del amor.
Así pues, cuando echaron las suertes en el yelmo dorado del rey Atrida, y salió la del gran Áyax, avanzó éste hasta el centro: entablan combate, primero, arrojándose las lanzas; luego, desenvainan las recias espadas y luchan con las pesadas [590] armas, buscando con la mirada algún punto vulnerable en el adversario; y ya intentan alcanzarse en el costado, ya rechazan los duros golpes con los resistentes escudos; un enorme clamor sube hasta las estrellas y el aire se llena de fuertes gritos. No es tanto el ardor con que, extremando su [595] furia, los hirsutos jabalíes se atacan con su fuerte pecho, bien mordiéndose con sus retorcidos colmillos los duros lomos, o bien echando espuma por la boca: nubes de humo [600] y un denso resplandor levantan, saltan chispas y los bosques se llenan con un gran estruendo. Semejantes a ellos en el combate, el Priamida y el fogoso Áyax blanden alternativamente la espada e intercambian heridas. Por fin, Áyax Telamonio, no conteniendo su ánimo ni su espada, acomete a Héctor, insigne en el combate, y endereza el refulgente hierro hacia un punto donde el cuello del guerrero quedaba al [605] descubierto. Él, anticipándose astutamente al golpe con rápida habilidad, inclinó su cuerpo y repele con el escudo la estocada. Pero la espada se desliza ligera por el borde del escudo y roza su cuello con una pequeña herida; levantándose, [610] con mayor ímpetu se va de nuevo el Priamida contra su enemigo, y acomete al hijo de Telamón, no ya con el hierro, sino arrojándole una gran piedra. Mas el fiero Áyax rechazó el tremendo golpe con su escudo de siete capas, y derriba al joven golpeándolo con la misma piedra. Apolo, [615] enemigo de los griegos, lo levanta, sujetándolo, y le infunde nuevos ánimos.
Y ya iban a combatir de nuevo y otra vez empuñaban las espadas, cuando, agotado, el Titán empezó a sumergir en el mar su carro de fuego, mientras la noche ascendía hasta la bóveda celeste. Al punto salen unos emisarios a apartar de [620] la lucha a los dos héroes, y, sin tardanza, ellos deponen su violencia. Y Héctor, magnífico en el combate, dice: «¿Qué tierra y qué padres te engendraron tan valeroso? Por tu arrojo se ve que eres de estirpe principal e ilustre». Y Áyax Telamonio se dispone a responder con orgullo: «Tienes ante [625] ti al hijo que Telamón engendró en Hesíona, mi madre; noble es mi casa y principal por su fama mi linaje». Héctor, al recordar el nombre y la historia de Hesíona, dice: «Dejemos de combatir, pues los dos tenemos una misma sangre» 115 . Y, adelantándose, regala al Eácida 116 su espada dorada y recibe, a cambio, el cinturón con que se había ceñido Áyax para [630] la lucha, bellamente adornado con variada labor de taracea. Tras esto, de inmediato se separan las huestes de griegos y troyanos, y la negra noche cubre el cielo de sombras. Se sacian con abundantes manjares y con el licor de Baco y, de buena gana, entregan sus cuerpos al apacible sueño.
Tan pronto como la Aurora siguiente hubo dispersado [635] las estrellas, los frigios se reunieron en asamblea. Entonces el magnífico Héctor, recordando con sus compañeros las muertes de la batalla de la víspera, les convence de que Helena sea devuelta a los aqueos invictos, y con ella un botín que aplaque la violenta cólera de Menelao: todos se muestran [640] conformes. A continuación envían a Ideo para que le transmita al cruel Atrida la decisión de los troyanos; pero él no presta atención a los regalos, ni oídos a las palabras, e incluso obliga a Ideo a abandonar el campamento. Obedeció [645] éste la orden y volvió de nuevo a los reales de Troya, rechazado por el enemigo implacable. Entretanto los dánaos, consternados por la mortandad de los suyos, levantaron por doquier enormes piras y, apilándolos en ellas, entregaron a las llamas los cuerpos de sus valerosos compañeros.
A continuación rehacen los fosos y refuerzan la empalizada con troncos.
[LIBRO VIII (vv. 650-685): Empieza el libro, al inicio de un nuevo día, con una asamblea de los dioses para decidir el destino de troyanos y griegos; Júpiter contempla los ejércitos desde el monte Ida. Siguen los combates que protagonizan ahora Diomedes y Héctor; participación destacada de Teucro, hijo de Telamón y hermano de Áyax. El libro se cierra con el final del día y el descanso de los combatientes.]
[650] Cuando el Titán hubo iluminado el orbe con sus rayos, Júpiter convoca a los dioses celestiales a una asamblea y les advierte que no pretenda ninguno intervenir en la lucha, desoyendo sus órdenes. Él se desliza por las etéreas brisas del [655] cielo y se detiene sobre las umbrías cimas del Ida. Desde allí contempla los ejércitos de Ilio y con su diestra poderosa sostiene los platillos dorados, equilibrando la balanza; pesa los crueles hados de los frigios y el destino de los aqueos: la perdición de los griegos inclina la balanza, bajo el peso de las armas 117 .
Entretanto, el Priamida, única gloria de Frigia, hostiga a los dánaos, empujado por una ira inmensa, y les acosa con [660] el peso de todo el ejército. Los aqueos son derrotados y el campamento dórico se llena de una enorme confusión. El Atrida, encerrado tras los muros, exhorta a sus compañeros y fortalece para la lucha los abatidos ánimos de los jóvenes. El primero, el Tidida, resplandeciente con el brillo de sus [665] armas, se lanza en medio de los enemigos con ímpetu extraordinario; entonces Agelao, empujado por un destino adverso, le sale al encuentro, blandiendo en la mano un enorme venablo; el héroe magnífico se le adelanta y le atraviesa por el medio con la recia espada. Desde la otra parte, Teuero, [670] protegido por las grandes armas de Áyax, acosa a los frigios, sembrando en sus espaldas una lluvia de ligeras saetas 118 : derriba con una herida mortal al fiero Gorgitión 119 , luego ataca el otro flanco del ejército y mata al auriga del altivo Héctor; el héroe troyano le alcanza con una piedra, cuando estaba desprevenido, y le derriba, haciéndole soltar [675] el arco; pero sus leales compañeros le libran de la muerte, levantándolo cuando yace en tierra. Héctor corre de un lado a otro, furibundo, y, lanza en ristre, aterroriza a las escuadras enemigas. De nuevo los dánaos, consternados por la mortandad de los suyos, se repliegan y, por segunda vez, [680] sus tropas se refugian veloces en el campamento, y refuerzan las puertas con contrafuertes de madera. Los frigios sitian a los griegos, encerrados tras el terraplén, ocupan los muros con puestos de guardia y encienden hogueras en lo alto 120 . El resto de los combatientes recuesta sus cuerpos [685] por la llanura, se entregan al vino y alivian de preocupaciones su ánimo.
[LIBRO IX (vv. 686-695): Los aqueos envían una embajada a Aquiles, con el ruego de que intervenga de nuevo en la guerra, para salvar al ejército griego de la difícil situación en que se encuentra. Aunque le prometen devolverle a Briseida, Aquiles no cede.]
Desconcertados los príncipes de los dánaos ante tan gran peligro, no pueden aliviar su ánimo ni reconfortar sus cuerpos con la comida, sino que, afligidos, lamentan su destino. Entonces, aconsejados por Néstor, envían una embajada a [690] Aquiles para pedirle la ayuda de su brazo y que les socorra en su desgracia. El héroe tetideo 121 no presta oídos a las súplicas de los dánaos ni quiere recibir ningún presente del rey; no le doblega siquiera que le devuelva a su amada, a Briseida, sin haber tocado su cuerpo. Los enviados transmiten [695] la respuesta negativa a los pelasgos y reconfortan su ánimo con la comida y con el agradable sueño.
[LIBRO X (vv. 696-740): Diomedes y Ulises hacen una salida nocturna para averiguar los planes de los enemigos; en el camino se encuentran con Dolón, al que los troyanos habían enviado al campamento griego con el mismo propósito; tras averiguar lo que quieren, le dan muerte; a continuación, entran en el campamento de los tracios, matando a su rey Reso y robando sus caballos de extraordinaria hermosura.]
Mientras las constelaciones de la segunda parte de la noche desaparecían lentamente, *** 122 aún quedaba la tercera parte de la callada noche, cuando el héroe etolio, obedeciendo una orden de los dánaos, abandona el campamento y elige a Ulises como compañero, para, con él, en la oscuridad [700] débilmente iluminada de la callada noche, averiguar con exactitud en qué fundan su confianza los troyanos, cuáles son sus planes y cuántas fuerzas preparan para el combate. Y mientras recorrían el camino pavoroso, atemorizados por esos lugares constantemente vigilados de noche, he aquí que se acerca Dolón, a quien el ejército troyano había enviado [705] para que, con sigilo, espiara las fuerzas de los dánaos, y les llevara noticias de las opiniones de sus jefes y de la tropa. Cuando Ulises, compañero de Diomedes, le vió a lo lejos, se escondieron, ocultando sus cuerpos furtivamente tras unos espesos matorrales, aguardando a que el troyano Eumedíada 123 , [710] empujado por una vana esperanza, pasara delante de ellos corriendo, y, atrapándolo sin dificultad, no pudiera volver sus pasos a su campamento.
En cuanto éste hubo pasado a su lado, confiado en su valor y en su brazo, los dos héroes saltaron sobre él, apresando al joven que intenta escapar a la carrera, y lo amenazan [715] con la espada y los puños. Él, presa del pánico: «Perdonadme la vida» —les dice— «con esto solo me conformo. Si persistís en vuestra ira, ¿qué glorioso trofeo ganaréis con mi muerte? Pero si queréis saber por qué ando en las calladas sombras, os lo diré: la poderosa Troya me ha prometido [720] el carro de Aquiles si consigue conquistar vuestras riquezas; buscando esta recompensa, me he puesto, ¡infeliz de mí!, en el difícil trance en que vosotros mismos me véis. Ahora, por la majestad de los dioses, por el mar, y por las ondas del oscuro Dite 124 , os imploro que no me arrebatéis la vida con [725] una cruel muerte. Y si me concedéis salvarla, a cambio obtendréis esta recompensa: os revelaré con todo detalle los planes del rey Príamo y los recursos del pueblo frigio». Cuando los dos héroes averiguaron lo que Troya preparaba, desenvainando la espada, decapitan al joven, cortándole la garganta.
[730] Luego entran en el campamento de Reso, al que encuentran bajo los efectos del sueño y del vino: le degüellan y le despojan; matan además a sus compañeros, que estaban tendidos por la hierba; perpetrada la funesta matanza, se cargan a hombros el botín y roban los caballos tracios, de resplandeciente blancura, a los que ni podía dejar atrás el Euro 125 [735] ni adelantar una saeta en su veloz carrera. Luego, con las primeras luces del alba, vuelven a las naves argólicas; el anciano Néstor les oye llegar y les recibe en las puertas. Cuando están ya dentro del campamento, dan cuenta de sus hazañas [740] al rey: el héroe Pelopeo 126 les felicita; y así entregan sus miembros cansados al placentero reposo.
[LIBRO XI (vv. 741-757): Con el nuevo día, se reanudan los combates; Agamenón hace estragos en las filas troyanas, y Héctor y Paris, en las griegas.]
La llegada del día envió a los guerreros a reanudar los combates de la víspera; los caudillos de los dardánidas y de los dánaos devuelven el ánimo de lucha a la tropa, ya recuperada; de todas partes vuela una nube de dardos y el hierro resuena con el hierro; por todas partes, al cruzarse, chirrían [745] las espadas; en uno y otro bando, luchan sin descanso las apretadas filas y el sudor corre mezclado con la sangre. Por fin, el rey de los dánaos, empujado por una vehemente ira, mata a Ántifo, derribándolo de una enorme herida, y con él a Pisandro, y a su hermano Hipóloco, cuando se lanzaba a la [750] pelea; después de estos, acomete con la espada a Ifidamante. Entonces el hermano de éste le hiere en la mano derecha con un venablo; él, más violento por el dolor recibido, persigue al hijo de Anténor 127 , que huye, y ferozmente se tomó venganza con su muerte. Entonces entra en la batalla, empujado por una violenta ira, el Priamida Héctor y por todas [755] partes acosa a los griegos bajo sus golpes; tampoco descansa Paris abatiendo las escuadras enemigas, y, disparando con su arco, hiere en el muslo a Eurípilo.
[LIBRO XII (vv. 758-771): La situación del ejército aqueo es crítica: los troyanos les persiguen hasta su mismo campamento que toman al asalto, obligándoles a refugiarse en las naves.]
Cargan los troyanos, los pelasgos se refugian en el campamento, con sus fuerzas exhaustas, y refuerzan por todas [760] partes los muros con gruesos contrafuertes. Entonces el belicoso Héctor, con una roca, derriba las puertas y hace saltar los troncos unidos con hierro. Los frigios se abalanzan por los accesos y derriban en la entrada a los griegos que resisten allí, y desbaratan junto a la empalizada sus batallones; otros [765] piden escalas para subir por la muralla y arrojan teas encendidas: la victoria acrecienta sus fuerzas. Los dánaos combaten desde los muros y en las elevadas torres. Vuelan las piedras, los troyanos se aproximan en formación de tortuga 128 , ocupan la rampa de entrada y atacan con fuerza en las puertas. Ya todos los pelasgos abandonan en desorden el [770] campamento y suben a las naves. Les persigue de cerca el ejército troyano, lanzando sobre ellos una lluvia de dardos; el aire resuena con el griterío.
[LIBRO XIII (vv. 772-778): Con la ayuda de Neptuno, los griegos logran alejar a los troyanos de las naves; nuevos combates cuerpo a cuerpo, esta vez protagonizados por Idomeneo, rey de los cretenses.]
Neptuno proporciona fuerzas y coraje a los dánaos. Se produce un gran combate; en ambos bandos el enemigo pelea con furia. Cae Asio bajo la diestra de Idomeneo; Héctor [775] decapita al terrible Anfímaco y sucumbe también en la lucha el yerno de Anquises, Alcátoo, al que mata con su espada el magnánimo caudillo ritieo 129 . Entonces, enfurecido, Deífobo hiere con su lanza a Ascálafo y lo sumerge en las ondas 130 .
[LIBRO XIV (vv. 779-789) 131 : Enfrentamiento entre Héctor y Áyax que hiere gravemente al primero, obligándole a abandonar el campo de batalla.]
El fiero Héctor se ensaña aquí y allá, con violento pecho; con el golpe de una enorme roca le alcanzó el magnánimo [780] Áyax, y le derriba haciéndole caer por tierra con todo su cuerpo. Corre en su auxilio un grupo de troyanos y lavan, en la corriente del Janto, al héroe que vomitaba ríos de sangre. Luego vuelven de nuevo a la lucha. Se produce una grandísima matanza en ambos bandos y la tierra rezuma [785] empapada de sangre. Polidamante hiere con un potente golpe a Protenor, Áyax Telamonio al Antenórida Arquéloco, y Acamante al beocio Prómaco, pero a él lo derriba la diestra del terrible Penéleo. Ahora cae la juventud priamea 132 .
[LIBRO XV (vv. 792-804): Ante el acoso de los griegos, los troyanos huyen aterrorizados; pero la reincorporación de Héctor al combate les devuelve el valor y ponen en fuga a los aqueos, que, de nuevo, tienen que refugiarse en las naves; Héctor trata de incendiarlas, y lo hubiera conseguido, si Áyax no lo impide.]
[790] […] 133 Empujados por el miedo, saltan la empalizada y los muros formados por el terraplén, otros se arrojan dentro de los mismos fosos. Entretanto llega veloz el infatigable [795] Héctor, terror de los dánaos: huyen de nuevo hacia las naves las tropas de Agamenón, y desde allí rechazan al enemigo, oponiéndole su fuerza. Se inicia un combate delante de las naves; el belicoso Héctor se ensaña y pide una antorcha con la que se dispone a incendiar toda la flota. Áyax le hace [800] frente con sus grandes fuerzas, firme en la popa de la primera nave, mantiene alejada con su escudo la amenaza del fuego, y él solo defiende mil embarcaciones. De una parte, los dánaos arrojan lanzas de fuerte punta, de otra, los frigios lanzan aquí y allá teas encendidas; el sudor corre por los fornidos cuerpos de los combatientes.
[LIBRO XVI (vv. 805-835): Ante el desastre del ejército aqueo, Patroclo, el compañero de Aquiles, decide incorporarse al combate, revestido con las armas de Aquiles; los troyanos son presa del pánico y Patroclo hace una carnicería entre ellos; finalmente Héctor se enfrenta a él, descubre el engaño y le mata, despojándole de las armas.]
No puede Patroclo contemplar por más tiempo la destrucción [805] de los suyos y, protegido con las armas de Aquiles, súbitamente se lanza al frente, espantando a los troyanos con su falsa apariencia. Los que hace un momento sembraban la confusión entre los dánaos y bramaban de cólera, ahora huyen despavoridos: él los acosa en su huida y deshace, [810] ferozmente, sus líneas, haciendo estragos por todo su ejército: de un terrible golpe, mata a Sarpedón y, furioso, da alcance a la carrera ahora a unos, ahora a otros, y combate sin descanso bajo la apariencia del terrorífico Aquiles. Cuando el furibundo Héctor le vió sembrando la muerte en las escuadras de sus compañeros y deshaciendo sus líneas, se [815] enfurece terriblemente y, descomunal con sus grandes armas, le sale al encuentro y le increpa así, con grandes voces: «¡Eh, aquí, vuelve aquí tus pasos, valerosísimo Aquiles! En seguida conocerás el poder de la diestra vengadora de Troya, y cuánto vale en la guerra el valerosísimo Héctor. Pues [820] aunque te proteja el mismo Marte con sus armas, incluso contra la voluntad de Marte te dará muerte mi diestra». Aquel permanece en silencio, despreciando sus amenazas y altaneras palabras, para que le siga creyendo el verdadero [825] Aquiles por quien se hace pasar. Entonces, el Dardánida, el primero, haciendo acopio de todas sus fuerzas, arroja su lanza; con un rápido golpe la rechaza, desviándola, Patroclo, y le devuelve a su vez el golpe y, en correspondencia, le arroja una enorme piedra lanzada con todo su peso, que, rebotando en el escudo, cayó sobre la verde llanura. A continuación [830] desenvainan las recias espadas y, empuñando las armas, luchan cuerpo a cuerpo hasta que el troyano Apolo pone al descubierto la fingida apariencia del supuesto Aquiles y desenmascara al guerrero: Héctor, magnífico en el combate, al sorprenderle luchando con armas ajenas, se abalanza contra el joven, atravesándole con la espada el pecho desprotegido, [835] y, victorioso, le despoja de las vulcanias armas 134 .
[LIBRO XVII (vv. 836-838) 135 : Áyax recupera el cadáver de Patroclo. Alegría de los troyanos, dolor entre los griegos.]
Áyax Telamonio rescata el cuerpo del muerto y lo protege cubriéndolo con su escudo. La juventud priamea se regocija alegre, los dánaos lamentan sus pérdidas.
[LIBRO XVIII (vv. 839-891): Aquiles llora amargamente la muerte de su amigo, y sobre su cadáver promete vengarle; al oir sus lamentos, acude desde las profundidades del mar su divina madre, Tetis, que le pide a Vulcano que fabrique nuevas armas para su hijo; el canto se cierra con la descripción de las armas fabricadas por el dios.]
Entretanto, el joven Nestórida 136 , con la apenada compañía de sus iguales, lleva al campamento el llorado cuerpo. [840] Cuando la terrible noticia golpeó los oídos del Pelida, el desdichado héroe empalideció y el calor abandonó sus huesos; con su llanto el Eácida cubre su cuerpo con el manto materno 137 , lamentando la triste muerte de su amigo; se araña [845] el rostro con las uñas y ensucia sus hermosos cabellos con el polvo, rasga su túnica a lo largo de su fuerte pecho y, echado sobre el cuerpo del amigo muerto, pronuncia amargas quejas, mientras le cubre de besos. Luego, cuando se acallaron los gemidos y cesaron las lágrimas 138 : «No te alegrarás [850] impunemente con la muerte de mi amigo, Héctor» —dice—; «recibirás, violento, el castigo que exige mi gran dolor y con esas mismas armas con las que, victorioso, te jactas, morirás derramando tu sangre». Tras estas palabras, [855] inflamado por la furia, corre hacia el mar y, suplicante, le pide a Tetis armas poderosas: ella, dejando las olas, al momento solicita la ayuda de Vulcano. El Mulcíbero aviva los fuegos del Etna 139 en los calientes hornos y con potentes golpes doma el rubio oro. Luego le entrega las armas fabricadas por su arte divina.
[860] Se aleja de allí volando Tetis. Cuando el gran Aquiles se vistió con ellas, volvió su terrible mirada hacia el escudo 140 . En él, el Ignipotente había cincelado la bóveda del cielo, los astros y las tierras, rodeadas completamente por las líquidas ninfas [...] 141 del Océano; y a Nereo ciñéndolo todo alrededor, y las fases de los astros y las partes en que se divide la [865] noche, y las cuatro regiones del firmamento, cuánto dista la Osa del Austro y cuánto el ocaso del rosado orto; y por dónde surge con sus caballos Lucífero, por dónde Héspero con los suyos, ambos uno mismo 142 ; y qué distancia recorre [870] en su órbita la curvada Luna, mientras ilumina el cielo con la claridad de su luz 143 . A los mares les había añadido sus divinidades: el gran Nereo y el anciano Océano, y Proteo siempre distinto 144 , los salvajes Tritones 145 y Dóride, amante de las olas; había representado también a las acuáticas Nereidas 146 con arte admirable.
[875] La tierra ofrece bosques y fieras de terrible apariencia, ríos y montes y ciudades con elevadas murallas, en las que los habitantes en disputa recurren a las leyes y al derecho ancestral: está allí sentado el juez imparcial para unos y [880] otros que, con rostro sereno, dirime los litigios. En otra parte, las castas doncellas repiten en su canto el nombre de Peán 147 y ejecutan delicadas danzas, mientras su mano golpea los panderos; él tañe con el pulgar extendido las delgadas cuerdas de la lira y modula los siete tonos con la flauta de cañas: forman un canto que reproduce el movimiento del [885] universo 148 . Otros cultivan los campos, los novillos aran los duros labrantíos y el robusto segador cosecha las mieses maduras, mientras el vendimiador, manchado de mosto, se complace pisando las uvas; los rebaños trasquilan los prados, y las cabrillas cuelgan de lo alto de una roca. Y en el centro se erguía Marte, cincelado en oro, en medio de sus armas, y en torno a él se sentaban, afligidas, †la diosa Átropo [890] y las restantes hermanas† 149 , Cloto y Láquesis, con los cabellos ensangrentados.
[LIBRO XIX (vv. 892-910) 150 : Vestido con sus nuevas armas, Aquiles se incorpora al combate. Le sale al encuentro un impulsivo Eneas, al que salva Neptuno, reservándolo para su providencial destino. Ansioso por vengar la muerte de Patroclo, Aquiles empuja a los troyanos hasta el río Janto, cuya corriente es el escenario de una sangrienta batalla.]
Adornado con tales dones, el héroe Tetideo se lanza en medio de los ejércitos, en un inmenso remolino; le proporciona fuerzas Juno junto con la casta Palas, e infunden coraje [895] en el joven. Le ve el héroe Citereo 151 y va al encuentro del guerrero, y aunque no poseía ni iguales fuerzas ni †el cuerpo† 152 del Eácida, aún así la ira empuja al joven a medir sus armas con unas fuerzas invencibles. Y si no le hubiera [900] protegido el que gobierna las inmensas aguas 153 , para que, prófugo, refundase Troya en campos fértiles y añadiese a los brillantes astros el linaje de Augusto, no hubiera llegado hasta nosotros el fundador de esa ilustre estirpe 154 . A continuación el Eácida, lanza en ristre, acosa a los teucros y [905] abate de muerte a un ingente número de guerreros, sediento de la sangre de Héctor. La juventud dárdana huye aterrorizada hasta la rápida corriente del Janto 155 , buscando el auxilio del divino río; él les persigue y se entabla el combate en medio de los remolinos del agua; la cólera aumentaba sus [910] fuerzas; la sangre amenaza con desbordar las orillas y los cuerpos esparcidos son arrastrados a lo largo de la corriente.
[LIBRO XX (vv. 911-930): El río Janto lucha con Aquiles, y, cuando está a punto de acabar con el héroe, Juno lo salva; Aquiles persigue a los troyanos que se refugian dentro de las murallas de Troya.]
Entonces Venus y Apolo, protector del pueblo frigio, ordenan a las olas del Janto encresparse contra los dánaos, para así hundir al Eácida, que entabla feroces combates con su diestra terrible; súbitamente el río se desborda con todo su [915] caudal y gira vertiginosamente en un gran remolino, trabando al guerrero con el torrente de sus olas e impidiendo su avance. Él lucha con todo su cuerpo contra la violencia de las aguas, rompe el empuje de la corriente y rechaza el oleaje, abriéndose paso a través de él ya con los hombros, ya con su poderoso pecho. Juno, que vigilaba a lo lejos, lo [920] salvó con el fuego 156 , pues ya cedía a la rápida corriente, y lucharon entre sí los sagrados poderes de los dioses. De nuevo el Eácida, pavoroso, acosa a las huestes frigias, haciendo enormes estragos, y, recobrando el ardor de la lucha, siembra la muerte en las escuadras, entablando terribles combates; [925] no hay fuerza capaz de moverlo ni fiereza humana capaz de cansarlo en la lucha: el triunfo aumenta sus fuerzas. Los troyanos flaquean, sacudidos por la inquietud y el pánico y, agotada casi por completo toda esperanza de salvación, se refugian dentro de las murallas y refuerzan las [930] puertas con contrafuertes de madera.
[LIBRO XXI (vv. 931-943) 157 : Tras refugiarse los troyanos en la ciudad, sólo Héctor permanece fuera, dispuesto a enfrentarse con Aquiles; cuando lo ve, el terror le hace huir y comienza una persecución en torno de las murallas.]
Sólo comparece Héctor, el único en quien residía toda esperanza de salvación para Troya; y ni el temor a la muerte cruel, que amenazaba por todas partes, ni los ruegos paternos pudieron impedi que marchara al encuentro, dispuesto [935] a enfrentarse con el gran Aquiles. Cuando lo vio a lo lejos, cubierto con las celestiales armas, […] 158 tuvo miedo y, estando cerradas las puertas, empezó a correr, infeliz, alrededor de las murallas de su ciudad, mientras el héroe Nereo 159 le persigue; e igual que en sueños, cuando el furor del enemigo [940] aterroriza el ánimo, y en la persecución uno está a punto de alcanzar al otro, y el otro parece escapar, y los dos quieren correr más, pero el mismo esfuerzo retrasa el avance; así podían ellos continuar, con alterna suerte, la carrera emprendida, sin que hubiera un momento de descanso, pues el temor aumenta la furia de ambos.
[LIBRO XXII (vv. 944-1003): Mientras desde lo alto de las murallas los padres de Héctor contemplan la escena, se entabla un terrible combate en el que Héctor, engañado por la diosa Palas, sucumbe a manos de Aquiles. Antes de morir, el héroe troyano suplica a su vencedor que devuelva a sus padres su cuerpo sin vida. Aquiles, inmisericorde, desprecia los ruegos y arrastra el cadáver de Héctor atado a su carro, alrededor de las murallas de Troya, antes de llevárselo a los griegos: estos se alegran, los troyanos lloran su triste destino.]
Los desdichados padres contemplan desde las murallas su propio destino 160 y ven palidecer en la hora suprema a su [945] hijo, sobre el que se cernía ya el día final con la última luz. De pronto la Tritonia, poniéndose ante su vista bajo la apariencia de su hermano 161 , engañó al joven con su fingido aspecto; pues, una vez que se confió, protegido por las armas de Deífobo, Palas puso de nuevo su poder al lado de los [950] dánaos. Los héroes invictos, tras arrojarse mutuamente las lanzas, traban combate cuerpo a cuerpo: uno retumba con sus grandes armas, el otro trata en vano de rechazar a su fuerte enemigo con el escudo, y devuelve, ferozmente, los golpes atacando a su vez. El sudor les corre a raudales, la [955] espada terrible desgasta el filo de la espada, permanecen trabados, pie con pie y brazo con brazo. Y ya el fiero Aquiles blandía en sus manos la lanza, que arrojó con gran fuerza dirigida contra el héroe; pero Héctor la esquivó hábilmente y la lanza pasó de largo. Gritan los dánaos. El héroe [960] Priameo, a su vez, blande un venablo y lo lanza contra las armas vulcanias; pero no le acompaña el éxito, y la hoja se dobla sobre el duro oro, saltando en pedazos. Gimieron las huestes troyanas. Se lanzan de nuevo al ataque, haciendo chocar con fuerza sus armas, y, en lucha cuerpo a cuerpo, [965] esquivan alternativamente las duras espadas.
Pero Héctor, abandonándole las fuerzas, no puede resistir por más tiempo ni a su destino último ni al Eácida que se mantiene firme frente a él. Y mientras retrocede y, buscando en el momento de peligro la ayuda fraterna, ve que no hay [970] esperanza de salvación, se da cuenta de que todo ha sido un engaño. ¿Qué puede hacer? ¿A qué divinidades invocará, suplicante? 162 Se debilitan las fuerzas de todo su cuerpo y le niegan auxilio; apenas su diestra puede sostener la espada, la noche enemiga cubre sus ojos y no le llega ningún socorro en su desfallecimiento; sigue luchando, cerca ya de la [975] muerte, y ahoga un gemido en el fondo de su corazón. Le acosa el héroe Nereo y, en su turbación, le hostiga a distancia desde todas partes; por fin le arroja la lanza que, con la rígida punta, le atravesó por medio de la garganta. Se regocijan los dánaos, los troyanos lloran sus pérdidas. Entonces, abandonándole ya las fuerzas, el infeliz Héctor le dice así: [980] «Entrega, te lo ruego, a mis desdichados padres mi cuerpo, que mi desgraciado padre te comprará con oro en abundancia: obtendrás, vencedor, regalos de Príamo. Ahora te suplica el hijo de Príamo, que fue caudillo de caudillos, el único al que temió Grecia; y si no te vencen ruegos ni obsequios [985] ni te conmueven las lágrimas de un desdichado ni su ilustre linaje, compadécete de mi afligido padre: que Peleo mueva tu corazón a compadecerse de Príamo, y de mi cuerpo, Pirro» 163 . Esto dijo el Priamida, y Aquiles le respondió con dureza: «¿Por qué tratas de ablandar con palabras suplicantes mi corazón, tú a quien podría desgarrar a la manera de [990] las fieras y devorar con mis mandíbulas, si la naturaleza lo permitiera? Pero te desgarrarán las alimañas carroñeras y todas las aves, y los perros hambrientos comerán tus entrañas. Esta satisfacción tomarán de ti los manes 164 de Patroclo, si las sombras pueden sentir algo». Mientras el gran [995] Aquiles pronuncia estas palabras con expresión cruel, el desdichado Héctor entregó la vida. Aquiles, insaciable, lo ata al carro por los pies y, victorioso, arrastra los miembros exangües tres veces en torno de las murallas; el triunfo de su [1000] dueño hace andar más erguidos a los propios caballos. Luego el héroe magnífico llevó hasta los dánaos el cadáver manchado con el polvo. Se regocijan los dánaos, se duelen por sus pérdidas los troyanos y lloran al mismo tiempo su muerte y la conquista de sus murallas 165 .
[LIBRO XXIII (vv. 1004-1014) 166 : Aquiles celebra las honras fúnebres de Patroclo y organiza competiciones deportivas en su honor, en las que intervienen los más destacados héroes griegos.]
Entretanto, el victorioso Eácida rinde las honras fúnebres [1005] a su llorado amigo y encabeza el cortejo fúnebre hasta el lugar de la ceremonia. A continuación arrastra en torno de la pira los desdichados despojos de Héctor y decreta los juegos en honor de las cenizas humeantes. El Tidida †***† vence, en la carrera pedestre 167 , al arrogante Meríones; en la [1010] lucha, Áyax es derrotado por la astucia del Laercio 168 , que burla su fuerza; en el pugilato, Epeo superó a todos, y Polipetes con el pesado disco y Meríones con el arco eliminaron a los demás. Finalmente, concluida la competición, Aquiles vuelve al campamento, acompañado de la multitud de los suyos.
[LIBRO XXIV (vv. 1015-1070): Estando Troya en duelo por la muerte de Héctor, Príamo se dirige al campamento de los griegos a suplicar a Aquiles que le devuelva el cadáver de su hijo, ofreciéndole a cambio muchos regalos; Aquiles acaba cediendo a las súplicas del anciano y Príamo vuelve con el cuerpo de Héctor a Troya, donde se celebran las exequias del héroe muerto.]
Lloran los desdichados frigios la pérdida de Héctor y [1015] Troya entera resuena con el triste duelo; lanza sus lastimeras quejas la infeliz Hécuba, y con sus uñas surca cruelmente su rostro; Andrómaca, despojada, ¡ay!, de tan gran marido, se rasga la túnica a lo largo del pecho. Con la sola caída de [1020] Héctor, se derrumba todo el futuro de los frigios, se derrumba la vejez lastimosa de su afligido padre, que aquél defendía; y ni su esposa ni la multitud de sus hijos 169 ni la gloria de su gran reino impidieron que, despreciando su vida, marchara desarmado y se presentara solo en el campamento del enemigo invicto 170 . Se admiran los caudillos de [1025] los dánaos, se admira también el mismo Eácida del valor del desdichado anciano; él, hincado de rodillas y levantando sus manos temblorosas a las estrellas, dice así: «Oh, Aquiles, el más valiente del pueblo griego, tú, enemigo de mis reinos, el único ante el que tiembla, vencida, la juventud dárdana, y [1030] cuya desmedida crueldad ha probado mi vejez: te ruego que ahora seas el más clemente y te apiades de un padre afligido que te suplica de rodillas, y que aceptes los regalos que traigo a cambio del cuerpo de mi desdichado hijo; y si no te dejas conmover por las súplicas ni por el oro, que tu diestra [1035] se ensañe con los últimos años de un viejo: al menos, la muerte del padre se unirá a los crueles funerales del hijo; y †no me concedas† la vida ni grandes honores, sino el cruel cadáver de mi hijo 171 ; compadécete de un padre y aprende a [1040] ser un padre compasivo en mi persona. Con la muerte de Héctor has vencido a los reinos dárdanos, has vencido a Príamo: acuérdate en la victoria del destino de los hombres y observa la mudanza de la suerte de los reyes». Conmovido, al fin, por estas súplicas, Aquiles levanta al anciano del [1045] suelo y devuelve al padre el cuerpo exsangüe de Héctor. A continuación, Príamo se vuelve llevándose a su patria su regalo 172 y prepara, según la costumbre de los suyos, las tristes exequias y preside las últimas honras.
Se construye, entonces, una pira a la que son arrojados los cadáveres de doce griegos, y veloces caballos y carros, [1050] trompetas, escudos, cóncavos yelmos y silbantes dardos 173 . Encima colocan, en medio de un inmenso gemido, el cuerpo de Héctor; alrededor están las mujeres de Ilio, que con las manos se arrancan los hermosos cabellos y golpean sus pechos lacerados: pues en aquella hoguera ven también las [1055] exequias de sus hijos. Con un gran murmullo se alza el grito de dolor de los jóvenes: pues en aquel fuego ardía también Ilio. En medio de los gemidos, su esposa Andrómaca, con el pecho lacerado, se adelanta veloz, con Astianacte en los brazos, queriendo arrojarse en medio de las llamas, pero la apartan de allí, a una orden, el séquito de sus esclavas 174 . [1060] Aun así, ella se resiste a todas, hasta que languideció la fuerza de las llamas y se extinguió el fuego y aquel héroe extraordinario quedó reducido a ligeras cenizas 175 .
Pero detén ya tu paso y pon fin a la tarea, Calíope 176 ; guía la nave de tu poeta al que ves acercarse a la orilla con [1065] suave impulso, y que ya toca puerto y llega a la meta del poderoso Homero. Vosotras, Piérides, séquito que le acompañáis, arriad las velas, y tú misma, diosa, con tus cabellos virginales ceñidos de laurel, deja descansar la lira. Asísteme, ínclita Palas, y tú, Febo, da tu aprobación, ahora que la [1070] travesía de tu poeta ha llegado a su fin 177 .