Читать книгу Cetreros I - Víctor Emilio Cortés Moreno - Страница 10

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Capítulo 2.

Convocatoria

La unidad es la variedad,

y la variedad en la unidad,

es la ley suprema del universo.

Isaac Newton

Hemos aprendido a volar como los pájaros,

a nadar como los peces, pero no hemos

aprendido el sencillo arte de vivir como hermanos.

Martín Luther King

No eliges dónde y cómo nacer.

No eliges quiénes serán tus padres.

No eliges todas tus batallas iniciales.

Pero puedes elegir con quién luchar las principales.

Y si tienes suerte, puedes elegir dónde y cuándo morir luchando.

Comandante Allison

Memorias de combate

Seattle, Estados Unidos, 5 de diciembre de 2035

El futuro había traído autos voladores (aunque no en la cantidad mostrada en viejas películas), nuevas y revolucionarias tecnologías para generar energía limpia, hoteles orbitales, maravillas médicas y otros avances alucinantes, especialmente en medios de comunicación masiva. Definitivamente parecía un gran avance para la raza humana. Pero, como contraparte, los efectos de las pandemias, un brutal descontrol climático, crisis económicas y nuevas revoluciones sociales habían hecho mucho daño.

La humanidad se había fragmentado más, la desconfianza entre países había crecido y la competencia por los recursos naturales se había vuelto más feroz, y peor aún, la depredación ambiental en amplias regiones del planeta estaba todavía más descontrolada.

Afortunadamente también existía una respetable cantidad de personas que seguía trabajando y viviendo en la búsqueda de la necesaria estabilidad para que las sociedades siguieran funcionando y el planeta durara un día más. Unas abiertamente y otras de manera mucho más discreta.

En todos los casos eso incluía levantarse temprano para ir a trabajar, mantener una rutina familiar y apoyar a los hijos. En casos especiales, para mantener una necesaria apariencia.

***

La casa parecía una hermosa obra de tejados de pizarra a dos aguas, que en realidad eran microceldas solares de alta capacidad. La construcción contaba también con un amplio porche frontal que permitía apreciar amplias ventanas de los nuevos cristales de adaptación inteligente. Pintada en tonos pastel de variación instantánea, que por el momento eran azules y brillaban pálidamente a la luz del naciente sol, no resaltaba especialmente en el tranquilo vecindario suburbano situado en la periferia de la hermosa y muy moderna ciudad de Seattle.

La señora de la casa, una mujer menuda y rubia, cercana a los cuarenta y cinco años, que gracias a un constante ejercicio mostraba una figura y apariencia más jóvenes, se movía ágilmente ejecutando su acostumbrado ballet matinal y procurando salir con su elegante traje sastre indemne. Era su rutina diaria desde hacía años. Y le gustaba hacerla como una muestra de amor hacia su familia.

Sin embargo, ese día sería muy diferente.

A pesar de saberlo desde hacía muchos años, le costaba aceptar lo que estaba por suceder y que trastornaría a su familia de una manera inimaginable, lo que incluiría dar a su esposo una explicación largamente demorada por ella.

Pero no había otra alternativa, las señales era inequívocas y validaban lo que ella había creído desde que era una adolescente.

Dejó listo un desayuno fuerte para su esposo, Joe, quien el día anterior había llegado muy tarde del negocio familiar. Se había acostando sin cenar y por ello seguramente comería por dos. Con la misma previsión, dejó algo más ligero para su hijo Mitchell, que ya tenía clases irregulares por el inminente período vacacional, pero que a pesar de esto no dejaba de hacer ejercicio con toda puntualidad (digno hijo de su madre).

—Será el último desayuno que te dejaré en mucho tiempo, Mitch —susurró sin poder evitar un leve estremecimiento.

Entonces estuvo lista para partir. Su hijo menor, Jake, estaba en un campamento, y eso aliviaba un poco la carga. Pero su inquietud no menguaba.

Se dirigía a apagar el holotelevisor, al cual no prestaba demasiada atención regularmente (y ese día menos), salvo por los noticieros, que además, si uno lo prefería así, podían simplemente oírse, (bueno, menos cuando salía el tipo moreno y atlético del noticiero de media mañana. Que la disculpara Joe, pero a ese tipo sí había que verlo así, de bulto).

Su mano quedó inmóvil cuando el comentarista del noticiero matutino informó:

Siguen recibiéndose comunicados cada vez más insistentes acerca de los objetos voladores, aparentemente artificiales y no identificados, que se han venido observando en el océano Pacífico, en el Atlántico y el Caribe. Muchos testigos, tanto tripulantes y pasajeros de barcos como pilotos privados y comerciales de todo tipo de aviones, aseguran haber avistado dichos objetos a lo largo de períodos de tiempo no mayores a un par de minutos. Se mencionan como rasgos comunes una velocidad descomunal, el hecho de aparecer repentinamente y evolucionar en formas aerodinámicamente imposibles. Todo esto es materia clásica —indicó el hombre alzando una ceja—. Sin embargo, algo que llama la atención de los sucesos ocurridos en estas últimas semanas son los informes acerca de la forma y actividades de dichas naves. Algunas personas, que las han visto más de cerca, afirman que son hermosos aviones negros o plateados, de un modernísimo diseño y sin rasgos distintivos. Incluso hay quien asegura haberlos visto sumergirse en el océano —añadió alzando nuevamente una incrédula ceja.

Las autoridades de Defensa, tanto de nuestro país, como de otras naciones, se niegan a proporcionar cualquier tipo de información; cosa común desde hace años —sonrió leve y torcidamente —. Solamente aseguran que no son naves de guerra. —Nuevo alzamiento de ceja—. Sin embargo, un empleado de la NASA, que pidió no se citara su nombre, mencionó que no existen muchos datos disponibles, solo que los objetos aparecen y desaparecen sin ser rastreados de forma alguna. Lo de siempre —añadió ahora con un leve tono de burla.

A continuación —indicó mirando hacia su derecha— presentaremos una holofoto tomada por un turista japonés con su holocámara de alta velocidad cuando estaba en la cubierta del Storm II, uno de los nuevos megacruceros turísticos en viaje por el Caribe. La imagen ha sido retocada por nuestros técnicos y, según la opinión de algunos de nuestros asesores expertos, esto es un avión —indicó con sorna—. Lo dejamos a su criterio, estimado holovidente.

Lisse Scott contempló absorta una hermosa imagen tridimensional, no muy clara a pesar del mencionado retoque, de lo que parecía un elegante y ultramoderno avión negro. Parecía algo incongruente en su luminosa y blanca cocina, que literalmente resplandecía esa mañana. Destacaba como un negro halcón en el cielo azul del cubo de imagen. No sabía mucho de aeronaves, pero su hijo Mitchell sí, y según recordaba, ese se parecía a un avión espía del cual no recordaba el nombre, pero que había motivado una larga, muy larga, conferencia por parte del muchacho. Miró la hora en la pantalla y al ver luego su reloj, comprobó lo que temía: ya se le había hecho tarde.

Con un suave suspiro, marcó la función de grabado y apagó el holotelevisor. La silueta de la misteriosa nave desapareció y ella murmuró:

—Para que te entretengas un rato, hijo. —Y suspiró mirando hacia el piso superior de la casa. No imaginaba que Mitchell nunca vería esa imagen.

Sonrió levemente al pensar que su hijo estaba destinado a algo aún más maravilloso e increíble. Algo que no tenía que ver con aviones de guerra.

Luego se dirigió a la puerta y salió rápidamente. Había poca nieve, pero no le gustaba arriesgarse manejando deprisa en el pesado tráfico de la mañana.

Además, su auto no era de los que volaban.

Cielo de Canadá, 5 de diciembre de 2035

El avión, un enorme y moderno modelo híbrido en vuelo hacia Toronto, acababa de reportarse a la torre de control. Los pilotos no habían tenido novedades hasta ese momento y el último tramo del viaje prometía ser igualmente tranquilo, tal vez hasta tedioso. Aunque nadie se quejaba de esto. En realidad era el deseo de cualquier tripulación. Como decía un veterano capitán de la línea: «Con las señoras embarazadas, los estornudos y los niños, ya hay suficiente emoción a bordo».

En la cabina reinaba un cómodo y familiar silencio fruto de la confianza mutua entre la tripulación, tras años de volar junta. Después de varias horas ante los modernísimos controles, el piloto, un experimentado hombre de mediana edad, se desperezó y preguntó a sus compañeros:

—¿Alguien quiere café? Voy a encargar una taza para mí.

—Te la acepto, gracias —repuso el copiloto bostezando.

—No, gracias —contestó el ingeniero de vuelo—. Sin embargo, uno de esos nuevos menús de almuerzo no me vendría mal. —Sonrió convencido.

—Bueno —asintió riendo por lo bajo el capitán al momento de atusarse su recortado bigote entrecano—. Supongo que a todos nos vendría bien algo de comer —añadió con una suave risa.

Sin embargo, ni las tazas de café ni los almuerzos fueron solicitados ya que, en el instante en que el capitán se inclinaba para tomar el intercomunicador, percibió algo con el rabillo del ojo.

—¡Dios mío! ¿Qué diablos es eso? —exclamó a media voz mientras miraba al frente de su nave a través del impecable cristal.

En la repentinamente silenciosa cabina, sus compañeros no repararon en los extremos místicoverbales y dirigieron su mirada hacia donde observaba el capitán: hacia lo que en el cielo los pilotos denominan las nueve. Podrían haber entrado en la larga lista de observadores de platillos volantes si no fuera por el hecho de que las naves que estaban contemplando en esos momentos no tenían forma de plato. Parecían un escuadrón de tres cuervos negros que volaban en perfecta formación, aunque sin hacer travesuras aéreas.

Todos habían visto alguno de los reportajes recientes, similares al que la señora Scott había grabado. Sin embargo, verlo en pantalla no era lo mismo que contemplarlo en vivo. El vistazo fue breve y no alcanzaron a distinguir claramente nada más antes de que los objetos salieran de su vista. El radar del avión no detectó actividad alguna. Además, los tripulantes habían visto algo distinto: una de las naves era bastante más grande que las otras dos.

—¿Notificamos a la torre de control? —preguntó inseguro el copiloto, rompiendo el silencio.

—No, compañero —repuso el capitán con seguridad—. No tengo ganas de ser tomado por chiflado. Viene mi revisión médica y ya tengo problemas con el peso. —Meneó la cabeza—. De todas formas, no existen registros electrónicos. Si ustedes desean ser entrevistados, adelante. Yo no estorbaré. Diré que estaba en el baño. —Se encogió de hombros—. Pueden tener sus cinco minutos de gloria. —Miró a sus compañeros esbozando una leve sonrisa.

—O un retiro anticipado —repuso el ingeniero de vuelo meneando la cabeza—. Ya ven que últimamente no se necesitan muchos pretextos.

—¿También estabas en el baño? —bromeó el copiloto.

—Sí, pero en OTRO baño. Si no, serían más de cinco los minutos de gloria. Además de varias portadas de revistas y reportajes en redes sociales. —Su compañero sonrió torcidamente.

Todos se miraron entre sí antes de romper a reír y se pusieron de acuerdo con un simple asentimiento de cabeza. Mejor pedirían chocolate.

El café les alteraba los nervios.

Ciudad de México, 5 de diciembre de 2035

La espesa y grisácea neblina que flotaba tercamente en el ambiente hacía que el sol tuviese aún más problemas que los habituales para iluminar la fría mañana. Unida a la permanente capa de contaminación que desde décadas atrás era considerada un triste elemento distintivo de la ciudad, hacía que la mañana, además de fría, fuera obscura. Incluso algo tenebrosa.

Los pocos esfuerzos de usar energías limpias en transportes y servicios habían sido evidentemente insuficientes y debido a la precaria economía reinante no era probable que se diera una mejora sustancial en el futuro cercano.

El triste ambiente afectaba aún más el ánimo matutino de gente ya bastante estresada al vivir en una de las ciudades más peligrosas y conflictivas del mundo, azotada además por el ya impredecible y cruel clima. Un estado de ánimo que lamentablemente era compartido en muchas otras ciudades del mundo debido al repetido impacto de crisis económicas, pandemias y, de manera más reciente, de lo que incluso expertos ambientales habían clasificado como «fenómenos naturales inexplicables».

Pero la esperanza persistía tanto en grupos de seres humanos que buscaban soluciones con acciones específicas, como en otros muchos que llevaban sintiendo que «algo» estaba por pasar, aunque no pudiesen definir qué era.

Pero esto no estaba ahora en la mente del delgado joven de cabello castaño que corría por la calle, al parecer llegando tarde a alguna cita. Usaba los intemporales pantalones de mezclilla y una camiseta que pregonaba que el frío no le afectaba, pese a lo que sus padres pudiesen decirle.

Amaba y respetaba a sus padres, era un excelente estudiante y participante activo en diversas campañas ecológicas, y en general no tenía problemas con acatar las normas. Por ello finalmente su padre (venciendo la leve resistencia de su madre) respaldaba que saliera a la calle «como si estuviera en la playa».

—De cualquier manera nunca se enferma, amor —señalaba su padre con justa razón.

Pero en ese momento, como pasa con muchos siempre optimistas jóvenes, la mayoría de los pensamientos del muchacho estaban dirigidos a una hermosa vecina nueva, recién mudada a su barrio. Sus curvas hacían juego con una deslumbrante cabellera negra y una sonrisa que tiraba de espaldas.

—Es un forro —susurró por enésima vez esa mañana.

Estaba valorando diversos planes para conseguir que su padre le prestara el auto familiar por si corría con suerte. Lo del dinero ya casi lo tenía resuelto. Y la excusa para hacerse el encontradizo e invitar a la chica a «conocer el barrio» ya estaba lista.

—Todo listo, soldado —se dijo convencido.

Nunca llevaría a cabo esos planes.

Pero en ese preciso momento, regresando al presente, volvió a refunfuñar por ir retrasado a la escuela. En realidad, solo iba a presentar un examen, pero tenía el tiempo justo y por ello alargaba su zancada todo lo que podía.

Era bueno para correr, aunque su habilidad para esquivar obstáculos estaba en discusión. Solía tropezarse con las cosas con cierta frecuencia. «Parece que tienes tres piernas, hijo», solía decirle su madre tras cada tropezón, con diversos grados de consecuencias. «Y por favor, fíjate en quienes te rodean», solía decirle también.

Y el joven normalmente lo hacía. Pero en esos momentos, sumido en sus importantes planes de ataque, no prestó atención al hecho de que detrás del él, a corta distancia y sin perderlo de vista, un hombre vestido con un traje deportivo azul lo seguía trotando desde que había salido de su casa. El corredor mantenía el paso mesurado y constante de los expertos. Y él sí esquivaba con elegancia los charcos demasiado profundos u otro tipo de obstáculos.

—¡Carajo! Creo que voy a llegar tarde a ese examen. Solo al necio de Espinoza se le ocurre hacernos un examen adicional a estas alturas. —El muchacho sacudió levemente la cabeza—. Deja ya de hablar solo Edmundo, recuerda que tu madre dice que pareces loco.

Y sí, si era honesto consigo mismo, debía de reconocer que se veía algo extraño cuando abordaba esos a veces largos monólogos. Esto lo llevó a recordar lo ocurrido hacía un rato.

Esa mañana, su madre, una reconocida doctora en un gran hospital del sector público, se había despedido de él con especial cariño, lo cual resultaba un poco inquietante.

—Te quiero, Edmundo Escalante. Nunca lo olvides —le dijo mirándolo fijamente antes de ponerse de puntillas para besarlo en la frente—. Y por favor, cuídate allá fuera —añadió en su tono habitual de advertencia.

El muchacho había asentido con una sonrisa un poco confusa. Su madre siempre había sido muy buena con él y con su hermano menor, dándose de una manera u otra, a pesar de su pesada carga de trabajo, el tiempo para estar al tanto de lo que hacían (o lo que no hacían). Pero tendía a ser distante (seca, dirían algunos) y definitivamente, ese impulso emotivo era raro en ella.

Edmundo la amaba sin reservas, al igual que aceptaba y amaba el carácter festivo y algo rebelde de su padre. Aunque seguía sin comprender por qué, siendo tan distintos, sus padres se habían enamorado. Pero a final de cuentas, que era lo que contaba. Habían hecho un buen matrimonio que perduraba en un mundo cada vez más confuso e inestable.

—Yo también te quiero, mamá —había respondido antes de darse la vuelta y salir trotando hacia la puerta de la casa.

Su madre meneó la cabeza al verlo chocar levemente con una silla del comedor, sin mayores consecuencias.

—Y no corras, ya ves que siempre te caes —dijo al espacio vacío que su hijo había dejado.

Tras sentarse en un sillón de la sala, en la soledad de su casa, ya que tanto su esposo como su hijo menor ya habían partido a sus propios asuntos, la menuda mujer suspiró profundamente antes de susurrar con verdadero fervor:

—Por favor, Señor, cuida a mi hijo en el reto que va a emprender.

Un reto al que Edmundo, sin saberlo, había estado destinado desde su nacimiento. Y que ella debía de dar a conocer a su familia ese día, lo que era un motivo adicional de preocupación.

Por un momento deseó hablar con su madre, que siempre había estado muy unida a sus nietos, especialmente a Edmundo. Picolín, como solía decirle cariñosamente. Pero finalmente desistió de hacerlo. Suspiró suavemente al pensar que con que ella se preocupase era más que suficiente. De cualquier manera, mamá Lupe no podía enterarse de lo que iba a pasar.

En ese momento, su hijo empezó a recorrer una calle que siempre le había parecido demasiado larga, sobre todo si era tarde, como en ese momento. Al oír el silbato de una fábrica cercana, se dio cuenta de que era más tarde de lo que pensaba. Simultáneamente, descubrió que un muy anticuado autobús del servicio urbano tomaba posición de salida en la terminal situada al final de la calle.

—Metamos el turbo, patas mías —susurró acelerando el paso.

Cambió su paquete de libros y carpeta de brazo (se sentía ridículo usando portafolios), y esquivando personas, puestos ambulantes y charcos con diversos grados de éxito, llegó a un cruce peatonal que marcaba alto en el semáforo en ese instante.

Mientras esperaba y recuperaba el aire, vio el estado en que se encontraba un pequeño árbol cercano que él había «adoptado» no oficialmente. Nuevamente estaba casi totalmente cubierto de basura.

Meneando la cabeza, se dirigió hacia el pequeño prado y se inclinó a recoger los envases de cartón, un par de botellas de cerveza y papeles diversos que amenazaban con ahogar al valiente retoño que intentaba crecer en medio de tan hostil medio.

Vio de reojo que una pareja de niños de primaria lo observaba con una mirada de leve burla, y estuvo a punto de dejar el asunto por la paz, pero recordó una frase de mamá Lupe: «Solo los verdaderos valientes sostienen sus principios frente a una horda de necios, hijo».

Terminó su labor con el tiempo justo pensando que, en esos tristes momentos, la horda era realmente grande y que casi siempre los que hacían lo correcto no parecían valientes, sino simplemente locos o estúpidos.

—Bueno —se animó al depositar la última botella en un basurero cercano, lleno ya a rebosar—, al menos esto le parece atractivo a ciertas chicas. Espero que esto incluya a la vecina. —Rio suavemente—. Ahora, a correr con más ganas, Ed —dijo al ver que el autobús empezaba su recorrido. Salió disparado, corriendo un momento en paralelo al autobús, que avanzaba indiferente a sus gritos, tomando cada vez más velocidad y dejándolo finalmente atrás.

De pie al final de la calle, calculó que si atravesaba la amplia avenida a su izquierda a toda velocidad, podría interceptar al autobús en la esquina opuesta, ya que el humeante vehículo debía de dar una vuelta en U para tomar su ruta.

—No te me vas a escapar, cabrón —susurró al lanzarse a la avenida.

Logró pasar la primera mitad sin novedad. Pero no tuvo la misma suerte en la segunda. Al llevar la vista fija en el autobús que se acercaba cada vez más deprisa, no se percató del automóvil que se le venía encima. El vehículo, un sedán verde de modelo no muy reciente, no iba a una velocidad excesiva, pero llevaba la suficiente para no darle tiempo al conductor de frenar totalmente al ver frente de sí al muchacho.

Edmundo intentó apartarse, pero eligió ese inoportuno momento para tropezar y caer.

El mundo pareció detenerse en un borrón de luz dorada en el momento en que el auto lo golpeó y lo lanzó a un par de metros de distancia entre el revuelo de libros y carpetas, convirtiéndose luego todo en oscuridad cuando perdió el conocimiento.

El conductor del automóvil bajó precipitadamente para ayudar al muchacho. Creyó haber visto un globo de luz dorada que lo había envuelto en el momento del golpe, pero supuso que había sido su imaginación, desatada por el susto.

—¡Dios mío, que esté vivo, por favor! —susurró con la garganta y la boca secas al inclinarse sobre el joven tirado en el pavimento.

No tuvo tiempo para más, ya que en esos momentos llegó al lugar el hombre del traje deportivo azul, que se inclinó deprisa a auscultar brevemente al accidentado. Sus ojos, detrás de unos lentes de montura metálica redonda, reflejaron alivio tras tomarle el pulso. Sin embargo, su expresión cambió al volverse a hablar con el conductor:

—El chico no está bien —aseguró—. Debe ser atendido de inmediato. En cuanto a usted, está demasiado nervioso para conducir. Así que yo lo llevaré al hospital más cercano —informó—. Mi automóvil no está lejos de aquí. Usted no se preocupe —añadió con cierta amabilidad.

Y diciendo esto, levantó a Edmundo con suma facilidad ante la mirada nerviosa del automovilista y la curiosidad de la gente que ya se había reunido al derredor del accidente.

El hombre se alejaba cargando al muchacho y el conductor estaba aturdido. No sabía qué hacer. Tras un breve instante, se decidió a revisar los libros y carpetas que estaban en el suelo para ver si encontraba la dirección del muchacho y avisar a sus padres de lo sucedido. Era un caso raro de honesta responsabilidad civil. En la portada de una carpeta descubrió que el chico se llamaba Edmundo Escalante, mas no encontró nada que ayudara a su propósito de avisar a los familiares. Supuso que el muchacho llevaría su identificación en la cartera.

Al volver la vista hacia todos lados, ya no pudo ver al desconocido deportista por ninguna parte. Los impacientes cláxones de los automóviles que estaban detenidos detrás del suyo le obligaron a continuar su camino.

El pequeño drama no iba a detener el mundo.

Los observadores de a pie se empezaron a dispersar mientras comentaban los detalles del accidente. Ya tenían material para charlar con sus conocidos por uno o varios días, lo cual también era parte de la forma en que funcionaba el mundo.

Un detalle curioso del que nadie tuvo conciencia en ese momento, ni después, fue que las fotos, los vídeos y mensajes relativos al accidente y enviados a través de los celulares de varios curiosos, simplemente desaparecieron. No quedó constancia alguna de lo sucedido. Pero nadie, en caso de haberse percatado, le dio la menor importancia al asunto.

Aeropuerto de la Ciudad de México, 5 de diciembre de 2035, un par de horas más tarde

—¡Carlos! —exclamó uno de los controladores de tráfico aéreo dirigiéndose a su supervisor—. Ven a ver esto, por favor.

—¿Qué es? —preguntó el aludido sin mucho interés.

Como siempre, todos tenían una importante sobrecarga de trabajo gracias al asqueroso clima. Ya tenían vuelos retrasados en salida y llegada, gente al borde de realizar ataques al personal del aeropuerto y una manifestación bloqueaba uno de los accesos.

Y el día apenas había comenzado.

—Creo que es un ovni —le informó el controlador.

—Creo que estás loco —repuso su compañero con una media sonrisa, acercándose lentamente—. Recuerda la última vez que alguien dijo algo similar —añadió meneando la cabeza.

El citado «avistamiento» había sido la bienvenida justificación para hacer un recorte de personal que incluyó a quienes literalmente «no habían visto nada».

—Lo sé. No pienso reportarlo. Solo quiero que lo veas, por favor.

—Yo no veo nada —repuso su amigo inclinándose sobre la pantalla del radar con un suspiro de resignada molestia—. Y no quiero arriesgar un trabajo ya de por sí en la cuerda floja.

—¡Pero ahí estaba!

—Deja de ver cosas extrañas o acabarás pidiendo limosna en las calles.

—Pero estoy seguro de que vi algo —insistió el controlador.

—Ponte a trabajar, es una orden. —En su carácter de jefe, su amigo cerró el asunto.

Seattle, Estados Unidos de América, 5 de diciembre de 2035

Mitchell se encontraba trotando en un parque cercano a su casa.

Era uno de sus favoritos, ya que las numerosas pendientes le permitían ponerse a prueba. Lo conocía tan bien que casi corría en automático, lo que le permitía ir concentrado en sus pensamientos. Salvo cuando alguna chica atractiva pasaba a su lado. Entonces, giraba su rubia cabeza y buscaba encontrar la mirada de la elegida con sus claros ojos azules, con distinto nivel de resultados.

Era un joven esbelto, de facciones recias, y aunque un poco más bajo que el promedio de sus compañeros de estudio, su índice de conquistas de chicas era sustancialmente más alto. Era simpático, las hacía reír y tenía una veta de fanfarronería que lo hacía casi irresistible. Pero lo que pocas chicas habían atisbado y solo sus compañeros de equipo en varios deportes habían apreciado en mayor medida, era su profundo sentido del honor y un cierto misticismo.

En los últimos tiempos, Mitchell Scott sentía ser una especie en vías de extinción y en ese preciso momento pensaba, no por primera vez, en si realmente tenía amigos en el verdadero sentido de la palabra.

—Los cien mil que tienes en redes no cuentan, Mitch —se dijo con un susurro.

La nieve no influía en su desempeño. En realidad, siempre había preferido el frío porque lo vigorizaba más. Casi había completado su recorrido matutino con total calma, ya que era una delicia no tener la presión de un horario regular. Por ello había dejado para después su desayuno y ver lo que su madre le había dejado grabado en el holotelevisor.

—Seguro alguna nota científica. Mamá insiste en educarme a todas horas —se dijo riendo en un nuevo susurro.

También se dijo que debía de dejar de hablar solo.

Aún sumido en sus pensamientos, pero sin descuidar la vigilancia, comenzó a subir por la empinada calle que lo llevaría de regreso a su casa.

Un leve rechinido de llantas producido por el auto que se había detenido repentinamente junto a él lo sacó de sus reflexiones al tiempo que lo hacía ponerse en guardia. El silencioso motor eléctrico del vehículo producía un agradable ronroneo mientras el conductor bajaba la ventanilla del acompañante, y Mitchell sonrió ampliamente al ver que el conductor era su antiguo profesor de ciencias, que lo saludó con la acostumbrada sonrisa que acompañaba a su imitación de un saludo militar.

Aspiró aire profundamente para luego acercarse a la ventanilla. El profesor era un bonachón hombre de bigote gris, reluciente calva y lentes de montura dorada que le sonrió con igual calidez.

—Buenos días, Mitchell —exclamó con su potente voz de conferencista—. ¿Cómo va la cacería? Ahora que estás de vacaciones, el índice de chicas afectadas se va a incrementar notablemente, no lo dudo. Un comando maternal debería vigilarte de manera constante —añadió con fingida seriedad.

—Buenos días, profesor Brown. ¿Cuál es la prisa? ¿O así se estaciona ahora? —repuso Mitchell recargándose en el marco de la ventanilla del moderno auto—. Le juro que soy inocente. Esa morena empezó todo —aseguró encogiéndose de hombros—. Y modestia aparte, muchas mamás me quieren —añadió con una socarrona sonrisa.

El profesor, divertido, meneó la cabeza, pero no comentó nada más sobre el tema.

—Pasando a algo más serio —continuó hablando Mitchell sin dejar de sonreír—, ¿cómo le fue en su congreso de Filadelfia?

El profesor puso un semblante más serio al responder.

—Estuvo excelente, Mitchell, y me interesaría mucho comentar algunos puntos contigo —añadió mirándolo fijamente.

El muchacho se extrañó un poco ante el tono del hombre, pero no le dio mucha importancia.

—Perfecto, ya sabe que soy materia dispuesta. Nunca descuido la mente —repuso Mitchell con simpática seriedad—. ¿Cuándo nos vemos? Mañana tengo un juego de práctica —indicó—. Podría ser después. De cualquier manera, ya pasó el 2030 y no se acabó el mundo, ¿o sí?

El profesor meditó un poco sobre el último comentario, pero mantuvo la misma actitud. Con una nueva sonrisa amistosa, repuso:

—Debe de ser ahora, Mitchell.

—¿Cuál es la prisa, profesor? —preguntó aún más intrigado el muchacho—. Tengo un examen extraordinario de Francés. Aunque, créame, no me entusiasma la idea de presentarlo —dijo torciendo el gesto, pensando que tampoco los franceses le caían muy bien. Pero esa rubia que lo había invitado…—. Además, la loción que traigo ahora no creo que sea de su agrado —rio alzando una ceja.

—He olido cosas peores, te lo puedo asegurar —repuso el profesor riendo—. Y no te preocupes por el examen —aseguró—. Puedo ayudarte a justificar la falta. Además, la profesora Ducret es amiga mía. Podrás presentarlo posteriormente.

«Aunque sea muy posteriormente», añadió mentalmente para sí mismo el profesor.

Mitchell no lo pensó mucho. El profesor Brown era buen amigo de la familia. Había cenado frecuentemente en su casa, su madre lo conocía desde hacía años y lo consideraba una persona de toda confianza. Por otro lado, si el tipo decía que era urgente, es porque era urgente. Y si podía hacer esperar el examen, ¿cuál era el problema? Dando la vuelta al trote y subiendo al coche con un ágil movimiento, exclamó:

—¡Le debo una, profesor!

—Ten por seguro que es al contrario, muchacho. —El profesor sonrió un poco enigmáticamente al arrancar y enfilar por una avenida cercana.

En un congreso de aeronáutica que se llevaba a cabo en las afueras de la misma Seattle, en las instalaciones de un elegante hotel, el ambiente era festivo debido al tamaño e importancia del evento, que había sido pospuesto hasta salir de un nuevo periodo de precauciones sanitarias.

Una nutrida asistencia deambulaba entusiasmada para ver y ser vista. Se habían dado cita aficionados, expertos, fanáticos y curiosos. Además de oír conferencias, conocer nuevos modelos de aviones comerciales y militares, algunos de ellos en vivo, podían conseguir autógrafos y ver la carrera aérea de clausura. Por supuesto, también disfrutaban de las bebidas de cortesía si es que conseguían el gafete adecuado.

En los ratos libres entre las conferencias, y desperdigados por todas las áreas comunes del hotel, los asistentes comentaban exhaustivamente los últimos y tan manoseados informes de avistamientos extraños, recibidos a través de distintos medios tanto oficiales como civiles.

Un trío de expertos en diseño aeronáutico conversaba cómodamente sentado en las butacas imitación piel del jardín posterior del hotel, bajo con un hermoso invernadero de cristal. Una pequeña mesa de servicio estaba entre ellos y un cigarro olvidado se terminaba de consumir en un cenicero casi lleno. Cada uno tenía su bebida favorita en la mano y estaban totalmente relajados ya que sus ponencias ya habían pasado y disfrutaban tranquilamente del resto del evento.

En esos momentos hablaba uno de ellos: un hombre alto y delgado, con más pinta de vaquero que de ingeniero aeronáutico:

—Ya afiné las imágenes. Son naves hermosas —aseguró—. Pero definitivamente las clasificaría como aviones. Unos hermosos aviones negros y plateados.

—Entonces —contestó uno de sus interlocutores, de modernos lentes oscuros y elegante ropa informal— descartas que esas observaciones correspondan a naves no terrestres. ¿No puedes aceptar que alguien fuera del planeta haya diseñado algo así? —preguntó seriamente.

—No sé qué fumaste, amigo —repuso el larguirucho experto—, pero a lo que más llegaría yo es a aceptar que sean militares.

—Además, son demasiadas zonas del mundo en donde se han dado los avistamientos. ¿Y por qué casi siempre sobre el mar? —intervino un hombre maduro, el decano del grupo, al tiempo de acomodar su anticuada corbata de pajarita por enésima vez en el día. Entre eso y mesar constantemente su escaso cabello, ya tenía exasperados a sus más jóvenes compañeros. Aunque debido al respeto que le profesaban, no hacían comentario alguno al respecto.

—Porque ahí no hay gente, profesor —repuso el vaquero con cierta deferencia. El hombre maduro era una leyenda en el ramo aeronáutico.

—Entonces ¿por qué se han dejado ver? —inquirió el de lentes oscuros—. ¿Presunción? ¿Llévenme con su jefe en cuanto llegue?

—No lo sé, tal vez tuvieron alguna falla de operación. No sería la primera vez —replicó el decano.

—Por fin, ¿son o no son producto de una tecnología muy avanzada? Aunque el alto número de fallas apoyaría la teoría de aviones militares —se burló el vaquero.

—Creo que lo que necesitamos es una cerveza —contestó el de los lentes, levantándose—. Vamos, yo invito.

Los tres se alejaron riendo en dirección al bar. Solo el decano llevaba una curiosa mirada de impaciencia. Y al no ser observado por sus compañeros, a los que había dejado caminar un poco más adelante, sus nerviosas maneras desaparecieron instantáneamente y dieron paso a movimientos desenvueltos y seguros al leer un mensaje de texto que acababa de llegar a su teléfono celular de última generación.

Un modelo muy poco común, por cierto.

—Perfecto, pasemos a lo que sigue —susurró en un lenguaje que nadie cercano, en caso de haberlo escuchado, hubiese entendido. Y su mirada se endureció, aunque solo fue un instante, mientras digitaba su informe de respuesta a toda velocidad.

Cuando alcanzó a sus compañeros, era el mismo maniático profesor de siempre.

Cetreros I

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