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Prefacio

En algún lugar de Europa, septiembre de 2021

Jonathan Savage estaba escribiendo en su diario.

Lo hacía iluminado por la clara luz del sol que entraba por el cristal levemente entintado de la ventana blindada y caía sobre el escritorio al cual estaba sentado escuchando los relajantes sonidos del exterior que llegaban a él.

Sonrió torcidamente al pensar en lo bucólica e idiota que resultaba la escena, dado que en el resto del mundo el clima seguía volviéndose cada vez más caótico, duro y despiadado. Bueno, el ser humano fue el que comenzó a ser despiadado con el planeta.

«Todo se revierte», concluyó una vez más.

Pero sinceramente agradecía que la actividad lo mantuviera ocupado. Al menos hasta que se le cansaba la mano. Ya hacía mucho que había dejado de refunfuñar por el hecho de que no le hubiesen proporcionado una holocomputadora aduciendo que el escribir al viejo estilo era terapéutico.

—Y un carajo —susurró por enésima vez al recordar el hecho.

El escritorio y el cómodo sillón que ocupaba, al igual que el resto del mobiliario de la amplia y confortable habitación en que había vivido las últimas semanas, eran sencillos y elegantes. Seguían el estilo que él mismo había impuesto en la organización que había dirigido hasta hacía unos pocos meses. Ahora la idea era que su entorno inmediato, al igual que el sereno y verde panorama que contemplaba a través de la ventana —frondosos árboles, un hermoso y cuidado césped y un par de macizos de flores que eran toda una explosión de colores—, contribuyesen a su recuperación.

En realidad, a Jonathan Savage todo eso le importaba un rábano.

Al ver lo que seguía azotando a una desconcertada y temerosa humanidad, a Savage a veces le parecía que el estar inmerso en su propia tragedia personal parecía egoísta. Pero ese sentimiento duraba poco: era un ser humano que había perdido a su único hijo, un fantástico jovencito de apenas trece años de edad.

Y entonces Jonathan Savage, el joven científico, se había quedado completamente solo.

Guerras, pandemias, crisis ecológicas y económicas, fenómenos naturales nunca antes vistos, enfrentamientos raciales y surgimientos y caídas de líderes casi locos habían desfilado por el planeta mientras él, como director de una poderosa organización idealista, pretendía cambiar las cosas. Un líder que ahora, con el corazón destrozado y la otrora poderosa mente entumecida, pasaba los días en una niebla de dolor, remordimiento y deseos de que el sufrimiento terminara para él de una buena y maldita vez. Pero sus supuestos amigos se lo habían impedido.

Había vivido muy rápido, pero aún tenía mucho que hacer. Era una explicación que le repetían hasta el cansancio.

—A toda velocidad, compadre. —Samuel solía burlarse de él.

Savage se había casado y se había convertido en padre a los dieciocho años, y pese a las negativas predicciones de algunos de sus familiares y amigos, había concluido una carrera y varios posgrados, además de crearse rápidamente un sólido prestigio en la comunidad científica.

Por supuesto, todo lo había conseguido gracias al firme y constante apoyo de Loren, su siempre optimista esposa, que además de trabajar y cuidar al hijo de ambos, lo respaldaba incondicionalmente en todos sus proyectos.

Gracias a ella se había convertido en un reconocido investigador y jefe de proyectos científicos civiles y gubernamentales antes de cumplir treinta años. Al mismo tiempo, ambos habían educado a Steve, una joven e inteligente promesa que se había unido a su equipo de guerreros, como solía llamar Loren a la familia Savage.

Juntos lo habían vencido todo.

Y cuando la vida parecía de un inmejorable color rosa, apareció primero un grupo de científicos y luego un loco tipo místico que les dio a conocer un nuevo mundo. Un mundo al que él, el prodigio científico, había entrado encantado. Un jodido mundo que finalmente le había quitado todo lo que amaba. Un mundo que lo había orillado a intentar matarse.

El mundo que ahora lo obligaba a seguir con vida.

Suspiró profundamente mientras seguía viendo distraídamente por la ventana.

Tenía una vaga idea de dónde estaba. La posición del sol, el tipo de vegetación y el clima eran buenas pistas. Desde su llegada a ese lugar, poco a poco su mente, demasiado acostumbrada al trabajo constante como para desconectarse del todo, había estado analizando el asunto.

Al menos hasta que el «asunto» perdió interés para él.

Siguiendo el consejo de uno de sus amigables «carceleros», que era como los denominaba a ratos, escribía cuando menos un par de horas diarias. Además de ser una excelente forma de terapia (tenía que admitirlo), le ayudaba mucho a hacer que las horas de su encierro fuesen menos interminables, ya que ver noticieros y programas insulsos estaba descartado.

Aunque le habían dicho que podía salir a pasear, el científico sabía, por supuesto, que sería vigilado con la misma atención que en sus habitaciones. De cualquier manera, ya sus mejores amigos (en el fondo sabía que eso eran realmente), que siempre parecían estar ahí cuando era necesario, le habían dicho con amable firmeza que tenía que volver a trabajar. Y pronto. Que mucho, si no es que todo, seguía dependiendo de él. Y que no había otro candidato para el puesto de jefe.

Que debía de ser él: Jonathan Savage.

—Menuda cosa —susurró suavemente mientras se recargaba en el cómodo sillón contemplando con un poco más de atención el bello paisaje.

A pesar de haber publicado diversos libros e incontables artículos en su relativamente corta vida académica, en esos momentos no consideraba que su labor literaria fuese muy relevante. Honestamente pensaba que en esos momentos el registrar sus pensamientos más profundos tenía solamente fines terapéuticos. No buscaba dejar un legado para la posteridad.

«Si es que hay alguna posteridad», pensó meneando la cabeza con suavidad mientras se quitaba distraídamente los lentes.

Usarlos era más un sello de su personalidad que una necesidad, ya que era una operación muy sencilla la que requería para corregir su leve defecto visual, pero nunca la había considerado.

—Te hace ver mayor, Johnny. —Loren solía regañarlo cariñosamente. Era la única que tenía permitido llamarlo así.

—Esa es la idea, pequeña —contestaba él guiñándole un ojo.

Los extrañaba demasiado. Y era consciente de que ni siquiera en sus peores momentos se consideraba capaz de relatar cómo había sido responsable de la muerte de su esposa y de su hijo.

A esos terribles fantasmas procuraba desterrarlos no solo del papel, sino de su mente, al menos hasta que comenzaban a acosarlo en los escasos momentos en que lograba conciliar un agitado sueño.

Con otro profundo suspiro y una casi siempre presente amargura, recordó por enésima vez los tiempos en que, cuando estaba despierto, el constante y sordo dolor que lo destrozaba por dentro solo lograba atenuarse gracias al siempre fiel alcohol.

Pero eso había sido antes.

Sus «amigos» se lo habían quitado desde que lo tenían encerrado. «Por su propio bien».

Y seguían repitiéndole que el futuro de mundo y el destino de la raza humana dependían de su recuperación.

Rio suavemente al reflexionar nuevamente en lo loco y estúpido que sonaba esto. Se preguntó también, por enésima vez desde que estaba ahí, qué era lo que él, Jonathan Savage, realmente deseaba en ese oscuro momento de su vida.

—Al menos nunca me incliné por las drogas, sean clásicas o modernas —se dijo con sarcasmo.

No deseaba pensar. No deseaba trabajar. No deseaba hablar con nadie. No deseaba seguir adelante con planes que ahora le parecían solamente alucinantes fantasías. Mucho menos deseaba dirigir una organización que ya era demasiado grande complicada para su gusto. Y por si fuera poco, con una misión inmensamente difícil por delante.

Una misión que él no había pedido emprender.

Al menos así había sido hasta el día anterior. Aunque fuese a regañadientes, tenía que admitir que la última visita de Hermann había logrado encender una chispa en su interior. Y ese hombre sí tenía derecho a hablarle con dureza.

Tras volver a colocarse sus lentes con un gesto automático, se inclinó para leer lo que acaba de escribir:

Si los seres humanos realmente pudiésemos saber qué nos depara el futuro, ¿podríamos elegir más sabiamente? Es posible. O tal vez no. La historia muestra claramente que aun sabiendo con certeza las terribles consecuencias de nuestros actos, los seres humanos muchas veces, contra toda lógica y razón, elegimos la peor de las opciones: destruir. Destruirnos los unos a los otros, destruir lo que hemos construido a lo largo de años, décadas y siglos. Incluso llegando hasta el más loco extremo: destruir el planeta que habitamos.

Suspiró suavemente al tiempo de seguir leyendo.

Y esa es, simplemente, la suprema prueba de nuestra inmensa estupidez. La demostración de que casi seguramente no somos dignos de seguir adelante como raza. Que nuestro destino no es salir al universo, y mucho menos conquistar otros mundos. No importa lo que se supone que se ha vaticinado al respecto y lo que ya hayamos avanzado en ese sentido. Los buenos no somos suficientes.

Meneó amargamente la cabeza. Siendo honestos de nuevo, él tampoco era precisamente un muy buen ser humano, ¿verdad? Y a final de cuentas, todo ese asunto de la dichosa profecía ya no era algo que le correspondiera resolver a él.

Que Dios, si es que existía, se hiciera cargo del problema. Finalmente, había sido su idea, ¿o no? Él, Jonathan Savage, renunciaba a todo: a dirigir Humanidad, a llevar adelante el proyecto, a impulsar el cumplimiento de lo que decía la profecía, a su destino y al futuro. Él solo deseaba reunirse con su familia, si es que se le concedía esa gracia.

Tomó el bolígrafo y escribió las últimas líneas de ese día:

A final de cuentas, sin querer parecer demasiado arrogante, es muy posible que el papel de Humanidad en la historia cercana cambie con mi muerte. Y que finalmente sea mucho menos espectacular. Nadie es imprescindible. Y yo, simple y sencillamente, he llegado al final de la línea.

Como prueba de que el destino tiene un extraño sentido del humor, en ese preciso instante se abrió suavemente la puerta.

—¿Cómo estás, jefe? —lo saludó Samuel con su humor habitual.

—Jodido. Como todos los días, matasanos —respondió Savage a su mejor amigo con una sonrisa torcida.

Samuel Rivers cambió su expresión al momento de sentarse en un sillón cercano al escritorio.

—Son ellas y ellos, los que nacieron hace tres a seis años, Jonathan. Ya lo confirmamos.

—¿De veras? Pues aún es tiempo para repartir cigarros, amigo —intentó burlarse Savage.

Rivers, que raramente hablaba totalmente en serio, ahora habló con toda firmeza a su compañero de años de lucha, con el que había logrado muchos triunfos.

—Es hora de que honres las palabras y acciones de Steve, Jonathan.

Fue como si hubiera dado una bofetada a su amigo, que se levantó como un resorte.

—¡No te atrevas a hablar de mi hijo! ¡No tienes derecho! —gritó Savage indignado.

Rivers se levantó con la misma presteza, ya que solo era pocos años mayor que su amigo, y le contestó en el mismo tono.

—¡Era mi ahijado! ¡Lo amaba! ¡Su muerte me dolió tanto como a ti! ¡Y debo de honrar su memoria y sus deseos, maldito cobarde!

Por un instante pareció que Savage se lanzaría sobre él para golpearlo, pero el médico no se arredró y siguió mirando al científico con fijeza.

Tras unos largos segundos de apretar los puños y respirar profundamente, Jonathan Savage sintió que la mayor parte de su furia lo abandonaba de repente. Era como si por fin dejara caer un inmenso peso de su corazón.

—¿Y qué carajos se supone que debo de hacer, maldito sabelotodo? —susurró Savage por fin, con un resoplido y ya en tono de resignación.

Rivers, viendo por fin lo que deseaba, pero procurando no demostrar su inmenso alivio, repuso con su habitual sonrisa sarcástica:

—Ponerte de nuevo las pelotas y meterte de lleno en el trabajo que tienes que hacer, jefe. Por cierto —añadió ampliando la sonrisa—, no cuentes conmigo para sostenerte las susodichas pelotas en lo que las ajustas. Eres mi mejor amigo y mi jefe, pero mi dedicación no llega a tanto.

—Hijo de perra —rio secamente Savage al momento de menear la cabeza y dejarse caer en su sillón.

—Y también debes resignarte a estar muerto, por supuesto —añadió Rivers mientras también tomaba asiento con un profundo suspiro.

—¿Ya lo organizaron todo? —preguntó Savage repentinamente interesado.

—Con todo y ceremonia, jefe. —Rivers lo miró con una chispa de diversión en los ojos—. Creo que hasta el presidente va a decir unas palabras acerca de tus logros y tu breve pero luminosa carrera. —Se encogió levemente de hombros—. Nos informan que incluso mencionará algo de tu explosivo carácter y tus épicas rabietas —informó finalmente Rivers con fingida seriedad.

—¡Cabrón! —rio Savage muy a su pesar, mirando con aprecio a su amigo.

—Bienvenido de nuevo a Humanidad, Jonathan Savage. Es hora de pasar a la completa clandestinidad. Y de trabajar nuevamente con todas tus fuerzas —sonrió Samuel Rivers.

Cetreros I

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