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Capítulo 0.

Nacida en el corazón de la oscuridad

Y llamó Dios a la expansión: Cielos.

«Libro del Génesis», en la Biblia

El azar no existe, Dios no juega a los dados.

Albert Einstein

Descubrir el camino que Él nos ha trazado siempre es difícil.

Incluso puede implicar adentrarnos profundamente en la oscuridad.

Heraldo

Reflexiones

En el inicio del tiempo

Es en la oscuridad donde todos los seres vivos, planetas incluidos, demuestran su temple. Y lo hacen comenzando por aprender dos duras lecciones: que antes de existir la luz, debe existir la oscuridad, y que para alcanzar el destino que tenemos marcado, a veces es necesario que también nosotros lancemos los dados, ya que aún en el desarrollo de los más cuidadosos y grandiosos planes, como aquellos que implican el destino de un mundo, interviene una necesaria porción de azar. Puede que esto sea lo que hace interesantes las cosas.

Ese pedazo de oscuridad galáctica era una mesa de juego en donde existían planes, estrategias y reglas para participar en la partida, partida en la cual, no importando el número que mostraran los dados, el resultado final dependía principalmente de la voluntad y el coraje de los jugadores. Además, como era de esperarse, no había segundas oportunidades, consideraciones ni piedad.

Y la asignación de tal o cual número conllevaba diferentes condiciones, algunas muy duras, algunas menos estrictas que otras, todo dependiendo del mundo. Pero siempre había una constante: el juego era un camino lleno de sangre, dolor y muerte. Todos ellos, finalmente, elementos de un simple y frío proceso de selección que dejaba de lado los sentimentalismos. Se nacía, se luchaba, se sobrevivía o se moría antes de tiempo. Así de sencillo.

Pero también era un camino de esperanza.

Un camino que innumerables razas, en otros igualmente innumerables sitios del infinito universo, habían recorrido, recorrían y recorrerían en el futuro. Todas ellas, llegado el momento, si tenían algo de suerte y mucho empuje, podrían aspirar al logro máximo: preguntarle directamente a su creador por qué habían surgido a la vida y la consciencia.

Y luego averiguar si se les otorgaba más camino por recorrer.

Definitivamente, esas razas eran las más afortunadas y capaces. Unas cuantas entre los millones que quedarían tendidas entre las cenizas de sus esfuerzos, esperanzas y sueños. Porque eran muchas más las razas cuya historia y legado nunca serían conocidos. Razas que habían jugado y habían perdido.

Esta es la historia de una raza que fue elegida para participar en el juego.

Es una epopeya de oscuridad y de luz. De dudas y miedo, esperanza y coraje. De vida y muerte. Y también es la crónica de un pequeño y aislado mundo que obtuvo en los dados el número siete. Un mundo que arriesgaría todo para apoyar a la raza elegida a encontrar su propia y única respuesta a la pregunta final.

Esta es la saga de la humanidad.

Vistas desde la superficie del planeta, las espesas y negras nubes de ceniza y materia flotante eran una capa ininterrumpida que oscurecía el cielo. El inestable terreno era frecuentemente iluminado por enormes fogonazos provenientes de relámpagos descomunales.

Gigantescas tormentas eléctricas iluminaban con terrible intensidad la castigada y cambiante superficie planetaria, como si nunca fuese a existir otra cosa que esas brutales y muertas demostraciones de poder. Y es que a pesar de la inmensa energía que se veía explotar por todas partes en tierra y cielo, este era un planeta muerto. Más correctamente: un planeta que nunca había vivido.

Hasta ese momento.

La oscuridad se partió en dos. De entre las tormentosas nubes surgió un gigantesco proyectil envuelto en un dorado y poderoso brillo. Una recta línea de luz marcaba firmemente el camino que iba recorriendo por el negro cielo. El inmenso poder que portaba refulgía como el oro y abría su camino primero entre las tinieblas y luego, sin que las otras poderosas energías reinantes en la atmósfera planetaria alteraran en lo más mínimo su trayectoria, se dirigía a una velocidad descomunal hacia la superficie del mundo que en un futuro muy, muy distante, sería llamado Tierra por sus habitantes.

El punto de impacto, al igual que el proceso que seguiría a continuación, había sido cuidadosamente elegido. Era un lugar que en ese distante futuro, ya con una geografía planetaria perfectamente discernible, sería parte de un hermoso y salvaje continente llamado África.

El meteorito, por increíble que pareciera, ajustó levemente su trayectoria para finalmente impactar con una fuerza descomunal en el lugar designado.

Gigantescos trozos de dorado material incandescente se desprendieron del aerolito con elegante e inesperada simetría. En medio de una nube, chispas doradas e incandescentes se elevaron en el aire girando con energía y dirección propias, envueltas en una poderosa capa de luz que ondulaba con vida propia y destrozaba la oscuridad.

La energía del geotraxis había llegado a un nuevo mundo.

Simultáneamente surgieron del sitio del impacto chorros de luz igualmente dorada, e iluminaron poderosamente el escenario de lo que algún día sería el escenario para el teatro de la vida.

Así quedó marcado el lugar para el primero y más importante de los denominados quanan yumek: ‘ejes de fuego de la Tierra’.

El choque entre el meteorito y la superficie planetaria no solamente liberó los seis ordenados fragmentos principales del bólido, sino que también insufló la chispa de vida a ese pequeño mundo.

Imparable, el meteorito siguió con el proceso a su cargo: con descomunal fuerza, su núcleo penetró en el suelo. Con alucinante facilidad atravesó capa tras capa de materia sólida y de magma, de tierra y fuego, como en una mítica, salvaje y poderosa fecundación.

Tras un breve y a la vez eterno instante, llegó a su meta: se fundió con el fuego del corazón de la masa planetaria en el soberbio estallido de luz y poder de una cita largamente esperada.

El planeta recibió así un fragmento minúsculo de la inmensa energía esencial procedente del sitio que era el origen de todas las cosas. Era el toque divino que no solo le daba la vida. Le estaba entregando una identidad y una misión.

La estaba dotando de un espíritu.

Un milagro muchas veces repetido, inmensamente singular e importante para cada mundo, estaba ocurriendo en ese rincón de una de innumerables galaxias.

Los seis fragmentos más grandes, con formas extrañamente regulares y perfectamente diferenciadas entre sí, que contenían energía e información muy específicas, volaron hacia los puntos que les habían sido asignados. Siempre envueltos en la dorada luz, penetraron a diferentes profundidades con deliberada lentitud, ajustando paso a paso y de la manera prevista, todos sus parámetros. Con la precisión de células dividiéndose para formar los órganos básicos de un nuevo ser, los fragmentos sentaron las bases de la naciente estructura vital del planeta. Y posteriormente, lo habilitarían para enfrentar un lejanísimo reto.

Así quedaron establecidos los siete quanan yumek.

Visto desde el aire, el espectáculo era algo increíblemente bello, deslumbrante e hipnótico. Cual burbujas de oro, los otros fragmentos, mucho más pequeños pero igualmente vitales, tras desplazarse en el aire por sobre toda la superficie del planeta, se hundieron a profundidades menores y luego se detuvieron a esperar el momento de iniciar sus complejas tareas.

Lo harían en lapsos que eran segundos para el universo y millones de años para el planeta. En ese instante cumplieron su misión inicial: liberaron y distribuyeron la energía del geotraxis.

La dorada sangre del mundo recorrió por vez primera su interior en forma de vivos ríos de luz.

Entonces, tras un instante, comenzó el poderoso acto final: del corazón del planeta, y canalizada por los siete puntos, salió a la superficie parte de esa nueva y vital energía, que permaneció unos segundos suspendida como una especie de neblina dorada antes de elevarse a gran altura en el cielo, atravesando sin problemas la negra capa de nubes.

Después, sin apenas pausa, un nuevo envío de energía surgió a través de los siete quanan yumek en forma de poderosos rayos que, tras volar en dirección al cielo, estallaron simultáneamente en medio de la dorada niebla. Y la transformaron en un instante, como si de agua congelada súbitamente se tratase, en una sólida cubierta; una esfera geodésica que, brillando titilante en la oscuridad del espacio, envolvió completamente el planeta.

Entonces, también por primera vez en esa parte de la galaxia, se escuchó una hermosa y ancestral música que acompañó el proceso de dar vida a un mundo.

El planeta se había convertido en una inmensa joya dorada que flotaba en el negro vacío del espacio. Una joya que vibraría y viviría al compás de su propia música, siguiendo las pautas que su número le indicaba. Un mundo que dormitaría esperando el momento de ser despertado completamente por el poder y el amor de sus heraldos.

Después de un instante cargado de una inmensa tensión, como si esa parte del universo contuviera el aliento, el planeta entero tembló levemente. Procesos inmensamente complejos se estaban desarrollando en su interior a velocidades inimaginables. Desde el espacio pareció que el planeta se desdibujaba aún más entre la áurea bruma de luz. A escala planetaria fue un terremoto en toda regla; un movimiento que, al sacudirlo por completo, fue el preámbulo al milagro definitivo.

Se hizo la luz.

En una final e inmensa explosión de energía, que surgió en forma de una serie de ondas expansivas, una marea de dorada luz salió del planeta al espacio, agrietando poco a poco la esfera geodésica a su paso, para finalmente romperla en inmensos pedazos que tras unos pocos segundos se difuminaron en el espacio como si fueran hielo fundiéndose.

Saliendo de su dorado e inmenso cascarón, el planeta despertó. Despertó a la vida. Despertó a la conciencia. Despertó al ser.

Y gritó lleno de miedo ante la oscuridad que lo rodeaba.

El anuncio de su nacimiento no fue escuchado por nadie del espacio local. Era un planeta solitario, flotando en el oscuro vacío, sin hermanos mayores o primos cercanos que estuviesen igualmente vivos. Pero su despertar quedó fielmente registrado en ese instante en una memoria inmensamente poderosa, situada a una inconmensurable distancia. Desde ahí, gracias a las detalladas instrucciones contenidas en el corazón del meteorito que terminaba de fundirse con su centro, recibió un vínculo.

Recibió su nexo geotraxis.

A través de este indestructible y místico enlace, primero fue tranquilizado y, luego, detalladamente informado de quién era y lo que se esperaba que hiciera. Recibió un nombre provisional y las primeras instrucciones a seguir en su recién iniciada vida. Por el momento eran muy simples: esperar, confiar y aprender.

Pasarían incontables eras antes de que el joven planeta tuviese interlocutores propios suficientemente dignos, primero capaces de oírlo y luego de hablar con él. Millones de años que serían espacios de tiempo infinitesimales para el cosmos, pero extremadamente largos para los habitantes planetarios que surgirían, algunos perdurando y muchos otros cayendo rápida y definitivamente en el olvido.

Un nuevo camino para la vida y la evolución había comenzado a recorrerse. Y en el caso de este planeta específicamente, su aislamiento era parte de un plan mucho más amplio. Pero llegar a ese punto dependería de que aquellos seres que llegarían a considerarse a sí mismos como el pináculo de la evolución lograsen entender muchas cosas que otras razas similares ya habían entendido.

Miles de millones de ellos lo llamarían plan divino. Otros millones dirían que simplemente era algo llamado casualidad. Millones más dirían que sencillamente era parte de un orden natural.

Pero otros, aquellos pocos miles que serían los encargados de llevar esta raza a su destino lo interpretarían de otra manera.

Y lo llamarían Profecía.

Cetreros I

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