Читать книгу Cetreros I - Víctor Emilio Cortés Moreno - Страница 9

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Capítulo 1.

Evolución

La evolución es tan creativa.

Así es como tenemos jirafas.

Kurt Vonnegut

La evolución ha ido avanzando hacia la cumbre de la complejidad y, tanto si nos gusta como si no, la cumbre en este momento

somos nosotros. De nosotros depende que la evolución continúe produciendo formas más complejas en el futuro. Podemos ayudar

a que este mundo sea un lugar más increíble que nunca o acelerar

su retorno al polvo inorgánico.

Mihály Csíkszentmihályi

No fue el azar.

No fue una casualidad.

Estaba escrito.

Heraldo

Reflexiones

Planeta Tierra, fines del Pérmico, aproximadamente treinta millones antes del surgimiento de los dinosaurios

La superficie y los habitantes del planeta presentaban un aspecto burdo.

De colores elementales e incluso desvaídos, en el aspecto de ambos se notaba que los sencillos programas de desarrollo eran el resultado de los esfuerzos de un mundo joven, aún en proceso de aprender.

Al principio, la cuna de la vida, los mares, estaban saturados. Seres rígidos y no muy sensibles, tales como trilobites y muchas otras formas vitales elementales los llenaban. La vida rebosaba, pero evidentemente los habitantes del planeta no poseían aún un propósito muy definido. Se limitaban a existir.

No podía pedirse más por el momento. Esos seres eran solo un primer esbozo.

En la tierra, los anfibios prosperaban y medraban a sus anchas, y toscos reptiles depredadores eran los reyes en esa tierra que se hallaba apenas fragmentada. Era una gigantesca isla que flotaba en la superficie de un aún más gigantesco mar planetario.

Era un buen principio, pero era necesario dar mayor impulso, velocidad y vigor al proceso evolutivo.

La Tierra (nombre que el planeta ya había adoptado plenamente, y que se sembraría en la mente de algunos de sus futuros habitantes) tras un sondeo general de los parámetros de su programa, aceptó la recomendación implícita en sus instrucciones. Usó su nexo de geotraxis. Emitió un llamado, y recibió respuesta.

Por desgracia para los habitantes del planeta, ninguno de ellos tuvo la más mínima conciencia de este cósmico intercambio de señales. Y un tiempo después tampoco hubo una respuesta a las transmisiones protocolarias del bólido que surgió del espacio.

Y así, un meteoro heraldo chocó por segunda vez con la Tierra.

El impacto fue nuevamente brutal, y ahora también mortal. La luz dorada y cegadora que lo acompañaba se extendió para cubrir una amplia zona alrededor del sitio del impacto, y, a partir de ahí, destruirlo casi todo en una marea de fuego, escombros, humo y muerte.

La extinción resultante fue la más severa que sufriría el planeta. Sin embargo, no sería tan publicitada como otras en el futuro. No obstante, en ese brutal momento, el 95 % de la vida fue extinguida. Ecosistemas que estaban en pleno desarrollo se terminaron totalmente. Dinastías enteras de animales desparecieron en medio del fuego y las tormentas y oscuridad posteriores. Hasta los insectos, persistentes sobrevivientes, se vieron seriamente mermados.

El mar fue aún más afectado que la tierra. Grandes zonas de corales, lirios de mar y hasta los largamente persistentes trilobites fueron arrasados.

Solo zonas cuidadosamente elegidas y aisladas gracias a la energía del geotraxis fueron preservadas de la destrucción. Únicamente los eslabones más fuertes y prometedores de la cadena fueron elegidos y salvados. Todo lo demás era prescindible. Pasarían largos y muy duros millones de años antes de que la vida volviera a desarrollarse en plenitud. Esta vez crecería y se multiplicaría de una forma más especializada. Y lo más importante: iniciaría con los rudimentos de una conciencia.

Habría ajustes más finos y se aplicarían criterios más estrictos en la siguiente evaluación. Definitivamente se esperaban mejores y más rápidos resultados, y como siempre, no habría medias tintas: fallar sería igual a morir.

Pero por el momento había que trabajar mucho.

Planeta Tierra, fines del Mesozoico. Hace sesenta y cinco millones de años

Parecía un día más de los ciento treinta millones de años que los dinosaurios llevaban dominando el planeta.

Durante ese muy largo tiempo, innumerables especies habían surgido y desparecido. Algunas dejaban su huella en la historia planetaria, pero muchas más pasaban desapercibidas y por ello no serían recordadas. Nuevos cambios climáticos importantes se habían iniciado, y la actividad volcánica estaba en aumento.

Desaparecidos los reptiles primitivos, los dinosaurios habían ocupado su lugar; habían llegado a ser inmensamente grandes y poderosos. Dominaban cielo, mar y tierra. Colmaban de vida el planeta. Sus variedades eran tantas que nunca podrían ser completamente clasificadas. Estaban tan perfectamente adaptados a su mundo, y llevaban tanto tiempo prevaleciendo, que habían llegado a una estabilidad peligrosamente parecida al estancamiento.

El pequeño dinosaurio se movía silenciosamente en dirección a su guarida. Avanzando entre la lujuriante vegetación, los juegos de luz y sombra le servían para pasar inadvertido entre la espesura. El nervioso representante de la especie dominante se movía actuando como depredador, y también como el posible almuerzo de algún individuo más grande; situación de lo más común desde que existía la vida.

La Tierra, de ser un lugar seco lleno de bosques de coníferas, había pasado a convertirse en un vergel lleno de plantas con flores que eran una explosión de colores. Por su parte, el sigiloso cazador que lo recorría era un dinosaurio de un sencillo color verdoso, que a primera vista no se diferenciaba en su estructura de otros que rondaban por ahí. Tenía alrededor de metro y medio de altura y pesaba como 50 kilos. Poseía una fuerte cola que, entre otras funciones, lo ayudaba a estabilizar sus movimientos. Se desplazaba sobre sus poderosas patas posteriores, dotadas de unas respetables garras. Sus pequeños brazos le servían tanto como elemento adicional de balance como para otras funciones bastante más especializadas.

Eran esas manos de tres dedos, con una especie de pulgar oponible, junto con una caja craneana proporcionalmente grande en comparación con las de sus más simples congéneres, las que le daban muy importantes posibilidades evolutivas, y que harían discutir largamente a paleontólogos aún por nacer. Sí, definitivamente tenía posibilidades.

Pero solo eran eso: posibilidades.

Sin estar consciente de nada de esto (tenía cosas más importantes en qué pensar), el pequeño dinosaurio se detuvo a olfatear y observar cuidadosamente a su alrededor con unos ojos que desmentían cualquier indicio de estupidez o instinto demasiado rudimentario. La forma de ladear la cabeza y entrecerrar los ojos le daban un alto nivel de expresividad. Parecía casi posible que de un momento a otro soltase alguna palabra bien estructurada.

Podía usar sus manos para tomar ramas lo suficientemente gruesas para usarlas como herramientas, incluso como armas en algunos casos. Para enfrentarse a depredadores mayores que él, lo que usaba era una mayor cantidad de ingenio.

No obstante, para los planes inmediatos del planeta, lo relevante era poseer capacidades mucho más sutiles y poderosas que las del pequeño reptil. A diferencia de la mayoría de sus compañeros de especie, este dinosaurio también era capaz de sentir la energía vital que emanaba del planeta. Y aún más: apoyándose en esto, podía crear un tosco lazo de comunicación con este.

El relativamente pequeño ser podía manipular de manera rudimentaria un nexo de geotraxis.

Aunque elemental, este poder le daba notables ventajas: sabía con cierta anticipación cuándo habría una erupción volcánica, de dónde venía un incendio y hacia dónde debía huir cuando un depredador andaba demasiado cerca, entre otras. Incluso intercambiaba noticias con algunos de los más dotados de sus congéneres a través de largas distancias, sin medios físicos visibles.

Pero a pesar de ser extraordinario, eso podría no ser suficiente.

El pequeño cazador se inclinó para tomar con su garra derecha una gruesa rama que yacía entre un montón de hojas a medio podrir. Después de arrancarle un par de tallos muertos, la sopesó apreciativamente.

Era perfecta para sus planes.

Pretendía golpear con ella a un pequeño mamífero que se le había escapado. Hacía un par de horas, gracias a su habilidad, había ubicado con precisión uno de sus almuerzos preferidos. Sin embargo, este había conseguido escabullirse en el último momento, y el dinosaurio estaba molesto. Su pareja había quedado al cuidado de la nidada, y seguramente estaba hambrienta. De hecho, él mismo sentía las primeras punzadas de un hambre creciente. Ya había tardado mucho en regresar y su pareja le gruñiría no precisamente como bienvenida. Sí, definitivamente serían varios golpes. De todos modos, a su pareja le gustaba la carne ablandada.

Sacudió suavemente la cabeza para alcanzar un nivel más alto de sintonía con su entorno. Miró atentamente al suelo olfateando y descubriendo, gracias a una cuidadosa inspección, pequeños rastros que indicaban la ruta de huida de su peludo adversario.

El calor empezaba a arreciar, y en el horizonte se divisaba la ya familiar nube de cenizas proveniente de la última erupción de un cercano volcán.

El dinocazador se detuvo bajo la sombra de uno de los ya escasos helechos, e inició una especie de rito que, muchas generaciones atrás, habían comenzado a realizar sus ancestros.

Era algo que ningún paleontólogo imaginaría posible ni en sus más alocadas especulaciones. Un proceso que en el futuro sería desconocido al menos por la gran mayoría de los habitantes del planeta.

Cerró sus ojos. Concentrándose al tiempo de respirar pausadamente, empezó a pensar en colores: colores brillantes, colores vivos. Colores sin nombre que eran parte de un mundo más complejo que el simplemente visible. Estos representaban sensaciones, y eran el camino a su comunión básica con el planeta. Los rojos atardeceres volcánicos de los últimos años eran un buen punto de partida. El rojo era fuerza. El rojo era lucha. El rojo era sangre. El rojo era muerte.

Lograr esto era un gran avance, pero el siguiente nivel, entrar en comunión total con el Eje de Fuego de la Tierra era aún demasiado para él y para el resto de los miembros de su especie.

El dinosaurio empezó a sentir plenamente la existencia que vibraba a su alrededor, el supremo poder del juego de la vida y la muerte. De la eterna lucha por vivir o matar. Percibió claramente la mayoría de los seres que lo rodeaban. Ubicaba a los grandes depredadores, que eran fuertes pero básicamente tontos. También sentía con claridad la presencia de los mansos herbívoros: simple ganado para la alimentación de aquellos. Y, por fin, tal como lo deseaba en ese momento, percibió a su asustada presa.

Sintió el miedo y las ansias de vivir del mamífero, pero al dinocazador eso no le importó en absoluto. El humilde y peludo ser era simplemente su alimento, y lo que pensara no era relevante. Los mamíferos eran advenedizos sin importancia; seguramente no iban a durar en el planeta. El pequeño dinosaurio abrió los ojos, sujetó con más fuerza su rama y se dirigió a encontrar su almuerzo con un trote ligero.

Cien millones de años de convivencia no habían hecho que los mamíferos ganaran gran terreno a los dinosaurios. Medraban y parecían diversificarse, pero no muchos habrían apostado por ellos en la carrera evolutiva. Eran débiles, eran asustadizos, no parecían muy listos, y no eran muy numerosos en comparación con los poderosos y antiguos gigantes. Pero definitivamente las apariencias engañan, y los mamíferos, no solo el entonces inexistente león, no son como los pintan.

En el momento en que el dinocazador se acercaba con un balanceo que le permitiría atajar cualquier intento de huida y acorralaba al mamífero contra la base de un muro de granito, enfrentándose a su mirada de desolación con total indiferencia, sintió algo más que la satisfacción del cazador exitoso.

El mamífero, entrecerrando los ojos a pesar de su comprometida situación, trató también de descifrar la repentina sensación que se sobreponía a su miedo.

Parecido a un tejón de regular tamaño, el mamífero, usando suaves gruñidos y sus patas delanteras trató de comunicarle algo a su verdugo. Bajo otras circunstancias, el asunto podría resultar incluso cómico, pero al dinosaurio no le hizo gracia. Titubeó solo un segundo antes de descargar el golpe mortal, y otros más para asegurarse. No obstante, la extraña y repentina sensación, amplificada por el reciente intento de comunión de su ahora muerto almuerzo, lo hizo volver su vista al cielo.

Además de las ya comunes bandadas de aves y las irritantes nubes de insectos que poblaban el cielo, percibió una más nueva y opresiva sensación en el aire. Extrañamente, era algo que no podía definir. Era importante, muy importante; y estaba por suceder. ¿Pero qué era? Volvió su mirada en dirección a la pradera donde pastaban las grandes manadas de los relativamente nuevos herbívoros, presas para la también relativamente nueva dinastía de depredadores, incluido el rey Tyrannosaurus.

Tampoco ahí encontró la respuesta.

Algunos de los herbívoros también comenzaron a inquietarse. Dejaron de comer y elevaron sus cabezas hacia el cielo. Incluso algunas bandadas de aves cambiaron repentinamente la dirección de su vuelo. Se percibía una sensación apremiante, como la que precede al estallido de una tormenta. Y sí, ese día habría una tormenta como nunca habían visto los entonces habitantes del planeta.

El cazador se olvidó momentáneamente de todo, incluso de su reciente presa que permanecía muerta frente a él. El tiempo pareció quedar en suspenso, esperando la siguiente escena de la obra a presentarse en el teatro de la vida, mientras algunos de los actores miraban al cielo.

Millones de pequeños asteroides habían pasado por las cercanías de la Tierra como lejanos y casi invisibles cometas. Miles se quemaban en la atmósfera diariamente, provocando ocasionalmente el espectáculo de bellas lluvias de estrellas en el cielo nocturno, y algunos de mayor tamaño habían hecho impacto en el planeta. Unos en el océano y otros, recientemente, en los nuevos continentes originados por la división de la gran masa primigenia. Pero ninguno había causado mayores problemas a los habitantes del planeta, que en realidad nunca se percataron de esos trascendentales hechos. Solo algunos habían presentido que algo importante había pasado, pero en ninguna de las ocasiones habían podido definir exactamente qué.

El sistema Tierra-habitantes funcionaba relativamente bien. Sin embargo, la Tierra llevaba la mayor parte de la carga. Una rudimentaria estructura global de conciencia parecía estar empezando a formarse, pero los poderosos saurios estaban, salvo insuficientes excepciones, estancados. Los relativamente pequeños ajustes, posteriores a la última depuración masiva, al parecer no habían sido suficientes.

Era el tiempo de un nuevo ajuste. Con la acostumbrada eficiencia.

Con lo que para muchos podría considerarse fría indiferencia, ese día nuevamente los habitantes planetarios serían evaluados. Y del resultado dependería su permanencia en el planeta.

A millones de kilómetros en el espacio, en una región preestablecida y que era aparentemente igual a las demás en esa esquina galáctica, el espacio tembló con una irrealidad semejante a ondas de agua generadas por la caída de una pequeña piedra en un estanque.

Apareció entonces una brillante fractura en la imperturbabilidad del negro vacío que, tras breves instantes de destellar irregularmente, se estabilizó flotando en la nada. Se asemejaba a un dorado tapiz que ondeaba serenamente en el vacío, brillando cada vez con mayor intensidad en medio de una bruma igualmente dorada.

Era el transportal Alfa.

De pronto, en su interior se abrió un gigantesco túnel de forma ovalada, semejando un descomunal ojo en el que no se reflejaban las estrellas. El tiempo pareció congelarse hasta que, rompiendo de manera brutal la tensa espera, surgió del inmenso túnel un meteorito de diez kilómetros de diámetro con una forma extrañamente regular, compuesto casi en su totalidad de iridio. Irrumpiendo en el espacio local a una velocidad descomunal pero controlada, se dirigió a la Tierra.

Tras él, el túnel se cerró con la misma presteza con que se abrió, y la prueba dio inicio. Al parecer, era un viaje solo de ida. El transportal Alfa siguió brillando, inmutable, a la espera de los resultados.

Esta vez, según el programa, se otorgaba mayor tiempo para la respuesta de los habitantes de la Tierra. Pero seguía siendo muy limitado.

Algunos dinosaurios lo supieron. Por supuesto, el pequeño dinocazador estaba entre ellos. La mayoría de los mamíferos lo intuyeron igualmente, pero unos pocos lo supieron con toda certeza. Fueron leves y escasos destellos de conciencia a lo largo y ancho del planeta.

Era hora de jugarse el todo por el todo.

El meteoro heraldo comenzó a emitir señales de una sutileza y complejidad casi etérea. Hablaba con el planeta e intentaba hacerlo con los habitantes que pudieran entenderlo. Lo hacía a un nivel que involucraba información, medición de señales y calibración de resultados a una velocidad alucinante. El dialogo básico podría traducirse como algo similar a:

Meteoro:Voy llegando, Tierra. Inicio la fase de aproximación. ¿Me escuchan?
Tierra:Yo sí, fuerte y claro. Respecto a mis pasajeros, no puedo garantizar su grado de entendimiento. Por eso estás aquí.
Meteoro:¿No fue tiempo suficiente? ¿Nadie puede responder? Sabes que ahora no debes intervenir. Deben hacerlo solos. Estoy evaluando los datos. ¿Candidatos?
Tierra:Lo sé. Estarán solos. Tengo dos probabilidades. Una variedad de los dominantes y varias especies de una nueva estirpe.
Meteoro:¿Te inclinas por alguna? Ya tengo la valoración inicial.
Tierra:No especialmente. Pero creo que los dominantes ya tuvieron tiempo suficiente. Los ajustes de bajo nivel no han funcionado como esperábamos. Los nuevos parecen aceptables. Que entre ellos lo decidan.
Meteoro:De acuerdo, pasa el control a Nexo de Geotraxis, nivel 1.
Tierra:Adelante. Estableciendo nexo de Geotraxis.
Meteoro:Habitantes de la Tierra, ¿tienen heraldos que hablen en nombre de su mundo? ¿Cuál es su misión? —Y luego añadió la pregunta más importante—: ¿Quiénes son ustedes?

El pequeño dinocazador y casi todos sus compañeros de linaje, dispersos en esa región del planeta, fijaron su vista en la estela de luz que empezaba a notarse en el cielo. Cerraron sus ojos e iniciaron un ritual grupal instintivo. Estaban luchando por demostrar su valía.

Pero tenían competencia.

La gran mayoría de los mamíferos poseían una energía nueva y pura. Ya habían creado los primeros nexos con la energía del geotraxis. Era novatos, pero novatos con muchas ganas de aprender.

Muchos de ellos comenzaron también el proceso con ímpetu. Cerraron sus ojos y por vez primera, gracias a un poderoso instinto de supervivencia que surgió con fuerza de su interior, establecieron un nexo grupal de geotraxis con su mundo. Era un nexo tosco, espontáneo y todavía sin pulir. Pero era pujante, fuerte y, sobre todo, con infinitas posibilidades. Fue una demostración de poder que comenzó a captar la energía de más y más especies de mamíferos, que se unieron a la prueba con gregaria decisión.

Por desgracia para los dinocazadores, la gran mayoría de los otros dinosaurios guardaron un silencio total. Habían llegado a su límite. Los dejaron solos.

En el cielo, el bólido estaba entrando en la atmósfera, ahora convertido en una humeante bola de fuego.

Meteoro:Repito. ¿Existe un heraldo que hable en nombre de su mundo?

La primera respuesta tardó lo que parecieron unos eternos segundos en llegar.

Mamíferos:Estamos aquí. No entendemos bien. Pero queremos aprender.

Después, más lenta y menos vital, llegó la segunda respuesta.

Dinocazadores:Llevamos más tiempo aquí. No somos muchos. Pero conocemos el nexo y poder del Geotraxis y llevamos tiempo dominando. Este mundo es nuestro. Somos sus dueños.
Mamíferos:Sentimos ese poder, pero estamos aprendiendo. Queremos aprender más. Queremos ser uno con el mundo.
Dinocazadores:¡Podemos mejorar! Somos lo mejor de este planeta.

Respuesta equivocada. La decisión fue instantánea. Los dinocazadores habían fallado.

Meteoro:Tierra, va por los nuevos. Extiende campos de protección de Geotraxis.
Tierra:De acuerdo, extendiendo campos de protección de Geotraxis.

El meteoro ajustó su trayectoria para orbitar la Tierra a toda velocidad, dándole a esta tiempo suficiente para terminar el proceso. Por unos alucinantes y breves instantes, el planeta se vio envuelto en un anillo de fuego.

Muchos mamíferos de diversas especies se habían agrupado sin causa aparente. Lo hacían porque su instinto y algo más profundo se los había indicado. Entonces, en medio de una serie de destellos repentinos, se vieron rápidamente rodeados de islas de dorada luz que flotaba como niebla. Los ojos de todos ellos reflejaban esas gotas de oro. Estaban totalmente abiertos a esa nueva maravilla que los mantenía como hipnotizados.

La niebla comenzó a tomar consistencia, e inmensas formas regulares se fueron delimitando en el suelo. De las esquinas de cada una de las zonas cuadradas así marcadas surgieron repentinamente, en medio de una nueva explosión de chispas doradas, cuatro brillantes puntales semejantes a columnas de oro, que estaban colocados a distancias milimétricamente iguales. Levemente inclinados hacia dentro, se elevaron raudos hacia el cielo hasta encontrarse y fusionarse, con una nueva explosión de luz, en una cúspide a gran altura.

Después, sin pausa aparente, como telas tejidas por invisibles arañas, comenzaron a surgir de los postes los componentes de gigantescas estructuras geodésicas que, entrelazándose con toda precisión, pasaron a llenar las inmensas superficies laterales de las estructuras, hasta semejar piramidales torres de comunicación de tamaño descomunal.

Los animales atrapados en el interior de las ciclópeas construcciones estaban ahora como congelados. No movían un solo músculo. Adultos, crías, todos estaban como hechizados ante lo que no entendían ni de la manera más remota. Solo sentían una extraña seguridad. Una sensación de estar protegidos ante el inminente y portentoso suceso que estaba por ocurrir.

Estaban en paz.

Finalmente, tras una mínima fracción de tiempo, las áreas se recubrieron con muros translúcidos que surgían como olas brillantes desde el suelo hasta llegar al lejano vértice superior. Desde dentro, los animales veían el mundo exterior como difuminado en una bruma dorada que no dejaba pasar muchos detalles.

Las gigantescas pirámides hábitats fueron finalmente completadas por unas esferas semejantes a estrellas que emergieron del suelo y, como deslumbrantes burbujas, flotaron hasta terminar alojándose en la punta de la pirámide, por su parte interior. Estaban listas para fungir como pequeños soles.

Las estructuras tenían las medidas y proporciones precisas: míticas dimensiones para contener cómodamente su carga de vida, y a la vez, manipular y dosificar la energía requerida para sostener esos hábitats a largo plazo. Todo estaba listo.

Minutos de rápida acción ponían fin a millones de años de lenta evolución.

Pocos fueron los convocados, y menos los elegidos. No fueron muchas, respecto al total, las criaturas adicionales a los mamíferos que sintieron el impulso de dirigirse a estos refugios. Los precursores de los modernos cocodrilos, tortugas, ranas y salamandras fueron igualmente seleccionados. Llegaban a unirse a los que ya estaban dentro cruzando sin problema las paredes color oro brillante de las pirámides.

Era como traspasar un hermoso velo de luz dorada que los cubría totalmente al entrar. Los animales de todos tamaños se iban acomodando, como los mudos espectadores de la función final de la obra denominada La persistencia de la vida, en la cual, como era tradición, el acto final era la muerte de muchos seres.

Las doradas pirámides se habían ubicado en sitios con suficiente agua y vegetación. Pero solo los sanos, solo los aptos, principalmente adultos jóvenes y crías, fueron salvaguardados. El resto era totalmente prescindible.

Sin dudas. Sin retrasos. Sin piedad. El proceso siguió su curso.

También hubo insectos, aves y otras muy específicas formas de vida incluidas en la selección. Con presteza volaron, trotaron y saltaron, atravesaron las paredes y abordaron las doradas arcas. En el caso del mar, primitivos tiburones, futuras ballenas y diversas especies fueron puestos a cubierto. Todos ellos preparándose, sin saberlo, para el impacto.

Meteoro:Tierra, estoy concluyendo la última vuelta en la atmósfera. Punto de impacto seleccionado. Daños calculados. Refuerza nexo de Geotraxis y estabiliza los hábitats.
Tierra:Entendido. Procedo a reforzar vínculos de protección. Hábitats de seguridad establecidos. Especies seleccionadas a salvo.
Meteoro:De acuerdo, ahora procedo a fase de ingreso final e impacto.

El meteoro heraldo, incrementando su velocidad, entró en la atmósfera baja a una velocidad aterradora de treinta kilómetros por segundo. Iluminó el cielo como lo que era: una espada de fuego dispuesta a dar el golpe final. Los dinosaurios que tenían a la vista el fenómeno levantaron aún más sus cabezas. Herbívoros, carnívoros, gigantes y enanos, en la tierra y en el mar, de repente sintieron algo cercano al terror.

Los dinocazadores por fin supieron lo que iba a pasar, y repentinamente conscientes de su destino, se acercaron rápidamente a las pirámides de luz dorada para intentar entrar. Fueron rechazados por un campo de fuerza que les impedía el acceso. Nuestro cazador incluso golpeó inútilmente con su rama la dorada barrera.

Meteoro:Tierra, estoy a cinco segundos del impacto. Te transfiero los nuevos registros. Nos vemos en la siguiente etapa.
Tierra:Entendido. Quedo en espera.

El pequeño dinocazador quedó frente a frente con un joven mamífero de la especie a que pertenecía su reciente víctima. El ser peludo estaba trepado en una fuerte rama de helecho, pegado al fantasmal muro de luz dorada que los separaba. En un eterno segundo, sus miradas se encontraron y ambos aceptaron lo que vendría. El dinosaurio, con dolor expresado en algo parecido a un grito dirigido al cielo. El rudimentario mamífero, con miedo y esperanza reflejados en un inquieto silencio y una rápida mirada al pequeño sol de su refugio.

Un nuevo capítulo de la vida y la muerte en la Tierra dio inicio. Como correspondía, en la voz del meteorito, Dios dijo: «Hágase la muerte».

Y la muerte se hizo.

La descomunal colisión sacudió al planeta. El meteoro heraldo hizo impacto con la energía de cien millones de megatones en lo que alguna vez sería la península de Yucatán, con fuerza suficiente para abrir un cráter de doscientos kilómetros de diámetro y quince kilómetros de profundidad.

Todos los seres vivos a varios kilómetros a la redonda del impacto fueron instantáneamente vaporizados, y la onda de choque barrió un área muchísimo mayor. Al caer en el agua, el impacto del meteorito generó olas gigantescas que arrasaron las costas y entraron muchos kilómetros en tierra firme, devastando todo a su paso. La destrucción inicial fue nuevamente descomunal.

Pero la muerte solo había empezado su trabajo. Muchísimos más morirían lentamente en el oscuro y larguísimo invierno que sobrevendría. Esto sería conocido e investigado por muchos expertos.

Lo del proceso de selección sería descubierto solo por unos cuantos.

En medio de la brutal destrucción, únicamente las gigantescas pirámides doradas resistían inmutables las colosales energías desatadas. Como poderosas y enormes arcas ante un diluvio, protegieron a sus moradores de todo daño, absorbiendo el choque de olas, fuego y rocas, resistiendo los brutales embates tanto en el mar como en la tierra.

Eran botes salvavidas que el planeta madre sostendría durante el tiempo que fuera necesario, a salvo del frío y de las tinieblas que el polvo producto de la bestial explosión provocaría.

Sería un periodo de educación y paz, de adaptación y preparación. Los seres dentro de los hábitats vivieron bajo reglas temporales de convivencia. Las pirámides eran ecosistemas a escala, cerrados y autosustentables con el apoyo del planeta. Cuando todo pasara, cuando se completara la preparación, y tanto planeta como habitantes estuvieran listos, se abrirían para dejar salir su carga de vida y dar inicio a la siguiente etapa.

Una familia de pequeños mamíferos similares a ratones miraba la hecatombe que se desarrollaba afuera. Se sentían tranquilos a pesar de estar junto a otros mamíferos depredadores y varios cocodrilos. El recuerdo de esa convivencia pasaría a su memoria racial, junto con otros que el planeta les daría en ese periodo de adaptación. Algunos se transformarían en conocimiento instintivo. Otros, en un futuro muy lejano, se convertirían en leyendas. Y los principales serían incorporados a las bases de grandes religiones.

Pero no era la única herencia que el planeta legaría a los mamíferos. Instintivamente, estos sabían que habían ganado su nueva oportunidad por un margen muy estrecho. El derecho a presentar en la forma de sus descendientes un nuevo examen no era gratis. Era momento de aprender.

Y rápido.

Tunguska, Siberia Central, 30 de junio de 1908

Eran las primeras horas de una deslumbrante y clara mañana.

Las densas extensiones de árboles parecían hordas de silenciosos y atentos guardianes, firmes en medio del relativamente benigno clima imperante en esos días. Era un espacio mayormente virgen y salvaje, donde los animales se movían con la precisión y cautela propias de su instinto natural de conservación, acostumbrados a ciclos de vida y muerte casi inmutables. La vida llevaba siglos de relativa estabilidad debido a lo aislado e inhóspito de esa inmensa zona.

Pero eso iba a cambiar en un instante.

La recia estirpe de hombres y mujeres que habitaban la región tampoco constituían un foco de atención muy significativo para el resto del mundo que se consideraba a sí mismo como «civilizado». Al igual que otros pocos privilegiados grupos humanos, los tunguses de Siberia, orgullosos descendientes de los mongoles, vivían respetando y valorando su entorno. Fundamentalmente se dedicaban al pastoreo de renos, y no pedían nada a nadie. Solo que los dejaran en paz para vivir según las tradiciones que los regían desde hacía muchas generaciones.

Y de su serena fortaleza y su sintonía con la naturaleza.

Como todas las tierras duras, bellas y antiguas, Siberia estaba llena de leyendas, historias y mitos; algunos con origen más o menos claro, y otros simplemente repetidos de generación en generación, como parte de las inmemoriales tradiciones locales.

Prácticamente todas las comunidades trataban con chamanes de distintos niveles de prestigio, generalmente acorde al poder que demostraban. Entre estos, aunque de manera discreta, destacaba un grupo que no solamente hablaba con los animales, con el viento y con el fuego, como lo hacía la mayoría de los miembros del gremio. Se decía que ellos podían hablar con la Tierra misma.

Y que el planeta les respondía.

Las leyendas florecen en prácticamente todos los rincones de la Tierra y generalmente no pasan de ser parte del folclor local. Pero en ese preciso lugar, a cerca de setecientos kilómetros del lago Baikal, esas leyendas estaban por demostrar ser totalmente ciertas. Y no solo eso.

El destino de la raza humana estaría en manos de los chamanes que intentarían validarlas.

Eran las 7:05 de la mañana, pero el día ya estaba avanzado. En esas latitudes tan septentrionales, el sol de verano se levanta pronto. Ese pequeño claro del bosque a casi sesenta y cinco kilómetros de Vanavara, el asentamiento humano más cercano, sería el escenario de la que podría ser la primera y última oportunidad de la raza humana para demostrar su valía. Y muy pocos humanos lo sabrían.

Hasta que tal vez fuese demasiado tarde.

La espesura se movió casi simultáneamente en varios puntos alrededor del claro, que tenía una forma muy próxima a la circular. Desde hacía unos cuantos días, animales grandes y pequeños, atraídos por algo que no entendían, se habían ido acercando al claro. Estaban llegando a una cita que, contra todos sus instintos básicos, incluía participar en algo junto a los extraños humanos que habían visto ocasionalmente fundirse con el planeta.

De alguna manera, los animales sabían que ahora esos humanos intentarían algo mucho más difícil: tratarían de invocar y dominar la forma más poderosa de energía de geotraxis que existía.

Desde mucho tiempo atrás, esos hombres y mujeres podían realmente hablar con los que consideraban sus hermanos animales. Por ello, esos salvajes seres tendían a considerar a tales humanos, si no amigos, al menos aliados, ya que ambos grupos entendían cómo se movía el todo.

Los chamanes conocían y podían comunicarse básicamente con la madre Tierra. Y lo hacían con el respeto y amor debidos a la madre de todas las cosas, al contrario de las hordas de sus congéneres que estaban arrasando tierra, mar y cielo en la mayoría del resto del planeta.

Eran heraldos que sentían, al igual que los animales, el dolor del planeta madre. Lamentablemente, no tenían el poder para detener la brutal e insensata destrucción.

Solo podían intentar obtener un tiempo adicional para que la raza humana rectificara el camino.

Y eso planteaba un inmenso reto que requeriría de la unión de todo el poder que hombres y animales pudiesen aportar, además de una verdadera confianza mutua.

Entre otros animales, surgiendo de la espesura con su típico bamboleo, apareció un oso. Tras volverse a mirar en todas direcciones y olfatear con interés el viento un breve instante, se sentó a esperar. No hizo caso de liebres, pájaros y otros seres con posibilidades de convertirse en su alimento que se encontraban cerca y relativamente distraídos.

Por el momento, esas pequeñas criaturas estaban relativamente a salvo.

El oso, con el aspecto de un inmenso muñeco de peluche pardo debido a su postura, presentía desde hacía días que algo importante iba a ocurrir, y que debía de ser parte de ello. Por eso, después de un largo viaje, estaba dispuesto a esperar para descubrir exactamente qué era.

Su curiosidad se vería pronto satisfecha.

Entonces, saliendo de un grupo de arbustos a un par de metros de su asiento, se presentó frente a él un hombre vestido con pieles. Era de estatura y complexión media. Sin parecer amenazador, emanaba una seguridad que inmediatamente tranquilizó los instintos naturales del oso. Le provocó una calma que pronto se convirtió en respeto, cuando un hermoso y gigantesco lobo apareció al lado del hombre. El lobo, adoptando una orgullosa pose, lo miró fijamente a los ojos. Estaba claro que era una criatura muy poderosa por derecho propio y el plantígrado lo aceptó.

Cuando el oso despegó sus ojos de los del lobo, se encontró con la mirada del humano, que de inmediato mostró una bondadosa sonrisa que dividió su barbudo rostro.—Sabre es mi amigo, y amigo tuyo también, compañero oso. Venimos a la misma reunión que tú. Gracias por haber acudido a la cita —le dijo con toda seriedad.

El oso se limitó a gruñir suavemente. Jamás los había visto antes, pero sabía perfectamente quién era el humano: era un heraldo que hablaba la lengua del geotraxis y debía ser respetado. Y ese lobo era su complemento animal, aunque fuese algo engreído también debía de ser respetado. No obstante, mantuvo una actitud de serena y algo indiferente expectativa.

Tras un breve asentimiento de cabeza a manera de despedida, el hombre siguió andando hacia el centro del claro. Su lobuno acompañante ignoró al oso, con olímpico desprecio, antes de seguir al humano. Aún entre los animales de diversas especies había jerarquías.

Su compañero humano se detuvo y se inclinó hacia él, murmurando en la lengua que el lobo conocía perfectamente:

—Es hora, viejo amigo —le dijo su hermano con tono de pesar—. Debes esperar aquí. Hemos recorrido un muy largo camino, siempre juntos, siempre luchando lado a lado. Y agradezco inmensamente tu amistad y fidelidad. —El lobo ladeó ligeramente su cabeza con muda atención, y un brillo especial destelló en sus ojos mientras escuchaba a su hermano humano, su mejor amigo—: Has sido un muy digno representante del Pacto, Sabre. Has cumplido con honor, hermano mío —le dijo ahora con verdadero aprecio—. Y ahora es el tiempo en que los heraldos debemos cumplir con nuestra parte. Pero si todo sale bien, un nuevo Sabre llevará tu nombre y honrará nuevamente el Pacto. Adiós, amigo. —El humano se permitió acariciar brevemente la poderosa cabeza del lobo—. Nos veremos pronto en medio del todo que es uno. En el corazón de fuego del eje de la Tierra —le prometió con firmeza al momento de enderezarse.

El hombre se giró y lentamente siguió caminando hacia el centro del claro. No volvió la cabeza para confirmarlo, pero sabía perfectamente que su fiel amigo lobo no despegaba la mirada de su espalda. En verdad se iban a extrañar.

En ese instante, otros seres humanos, igualmente vestidos con trajes de pieles, fueron surgiendo a lo largo del perímetro del claro, acompañados de sus propios compañeros animales. Tanto los hombres como las mujeres se movían silenciosamente y caminaban con serena seguridad hacia su destino. Entre ellos destacaba, si podía decirse así de alguien que ya pertenecía a un grupo bastante destacado, una mujer un poco menos madura que el resto del grupo. Iba ataviada con un hermoso y decorado traje de pieles blancas, con vistosos abalorios y piedras de colores. Llevaba su larga, negra y vistosa cabellera peinada en una perfecta trenza que le llegaba casi a la cintura. Pero ese no era su rasgo más distintivo.

Poseía unos ojos de un color azul muy poco común.

Llegó con una hermosa y orgullosa águila sobre su hombro. La majestuosa ave iba posada en un parche reforzado de cuero endurecido que la mujer había cosido sobre el hombro derecho de su traje. El paso suave pero firme de la mujer prácticamente no dejaba señas en el suelo y generaba un leve movimiento de balanceo al que el ave se adaptaba con lo que evidentemente era fruto de una larga experiencia conjunta.

A medio camino del centro del claro, la mujer se volvió hacia su alada compañera y suavemente le dijo:

—Es la hora, Segreka. Debemos separarnos ahora, querida amiga. —Una triste sonrisa dividió su sereno y moreno rostro—. Fueron muy buenos años, hermana mía, pero ten por seguro que seguiremos juntas. El Geotraxis nos mantendrá unidas —aseguró fijando sus ojos en los de la hermosa ave—. Vuela alto y nunca olvides quién eres, poderosa señora del viento —añadió al realizar el movimiento de brazo con que ordenaba al águila alzar el vuelo.

La inteligente ave sostuvo su mirada en los profundos ojos de la mujer. Se resistía a partir. Eran muchos años de aventuras y compañerismo. Esa mujer era su mundo, su hermana y la razón de su ser. La majestuosa águila había nacido para ser el tótem viviente de esa igualmente poderosa mujer.

Y ahora debía despedirse de ella.

Por fin, tras apretar suavemente con sus garras el hombro de su compañera de aventuras, a modo de renuente despedida, Segreka emitió un potente grito y remontó el vuelo. No se alejó mucho: se posó en un árbol cercano y aguardó con resignada tristeza lo que sabía que iba a pasar. La señora del cielo lo tenía perfectamente claro.

Su hermana humana iba a morir.

La mujer, manteniendo su porte altivo pero suavizando mucho su mirada al ver por última vez el vuelo de su amiga alada, se despidió de ella con una leve inclinación de cabeza y reanudó su suave y silenciosa marcha.

Llegaron en total siete parejas humano-animal. Tras despedirse de sus compañeros, los demás humanos también se dirigieron hacia el centro del claro. Entretanto, los compañeros de los humanos, entre los que había un zorro, dos grandes lobos (incluido Sabre), dos osos, Segreka y un halcón, se unieron a sus parientes salvajes en la periferia del claro, pero se mantuvieron formando un compacto grupo aparte.

Trataban de asumir con valor el destino de sus amigos humanos.

En un instante dado, en mutuo y silencioso acuerdo, los animales compañeros se volvieron a mirar a Segreka, reconocida líder de todos en varias aventuras, antes de volver su atención al centro del claro. Usando la comunicación que todos dominaban, la poderosa ave fortaleció la paz y la resignada aceptación que todos necesitaban. Lo que tenía que ser, simplemente sería. Podía dolerles, pero ellos no podían hacer nada más que apoyar incondicionalmente a sus compañeros humanos.

Como siempre lo habían hecho.

Cada uno de esos humanos era una leyenda para los pueblos con los que tenían contacto en mayor o menor grado. Habían recorrido grandes distancias desde sus territorios habituales para asistir al llamado, convocados por un poder mucho más antiguo que la humanidad misma. Era una llamada largamente anunciada y temida, pero habían respondido a ella con honor y esperanza.

La vida de todas y todos ellos había sido una preparación para ese instante.

Los tres hombres y las tres mujeres, tras saludarse entre sí breve y formalmente, esperaron tranquilamente a que el séptimo elemento, el jefe reconocido de todos los heraldos, se colocara en el preciso centro del claro y los convocara con el rito debido a tan señalada ocasión.

Eran las 7:10 de la mañana.

El compañero de Sabre era un hombre fornido, no demasiado alto ni muy imponente a primera vista. Sin embargo, en su barbado rostro se leían una tranquilidad y una sabiduría sin edad. Había realizado hazañas y hechos que el mundo exterior no conocería más que en parte, y eso solo en forma de historias tribales. Incluso como leyendas. Pero a él eso lo tenía sin cuidado. Su verdadera misión, el motivo principal de su existencia, estaba ahí. En ese preciso instante y lugar. Y el sabio hombre sentía plenamente el enorme peso de esa responsabilidad. Porque ese sería un momento definitivo para la raza humana.

Posiblemente el último.

Los heraldos nunca antes habían logrado hablar de manera completa con la Tierra. Lo aceptaban, ya que sabían que al parecer no era su destino. A pesar de haber enviado mensajes en ocasiones importantes, el planeta nunca les había respondido directa y claramente.

La Profecía así lo marcaba.

Decía que el lenguaje sería el medio usado por los heraldos, pero que el planeta no respondería si no eran las palabras exactas. Y los heraldos no las conocían.

Ellos solo debían conseguir una nueva oportunidad para que la que sería la última estirpe de heraldos, aún por nacer, pudiese intentar salvar a la raza que estaba en un concienzudo proceso de destruir al mundo que le había dado la vida.

Las señales estaban ahí. Desde hacía meses habían ocurrido muchos sucesos fuera de lo normal: luces en el cielo, energía dorada en sitios cargados de poder, extraños comportamientos de grupos animales… Todo estaba ahí.

Los heraldos también sabían de la existencia de los siete quanan yumek, ahora dormidos. Pero tampoco era su destino conocer dónde se hallaban. Mucho menos acceder a su poder.

Solo podían luchar por darles a esos nuevos heraldos la oportunidad de cumplir la Profecía.

Todos estos pensamientos llenaban la mente del primero de ellos.

Una suave brisa rizaba los flecos de su vestimenta de pieles y el sol iluminaba aún más su mirada. De repente, el viento aumentó notablemente de intensidad. Pareció la señal para que, entrecerrando los ojos y emitiendo un leve suspiro, el primer heraldo inclinara la cabeza con gesto formal, convocando así al resto del grupo a tomar sus lugares.

Ajustó su posición para quedar en el centro exacto del círculo formado en ese momento por sus seis compañeros, simétricamente colocados, alternándose un hombre con una mujer. El muro de gigantescos árboles que los rodeaba a su vez era como una hermosa e imponente catedral natural coronada por un cielo claro y brillante bajo un magnífico sol.

Ese era, desde tiempos inmemoriales, el sitio de reunión donde innumerables generaciones de heraldos habían emitido sus plegarias. Y en ese momento, ese grupo celebraría lo que sería su última y más importante ceremonia. Aquella para la que habían nacido.

Todos ceñían su frente con una cinta de cuero trenzado de color azul claro que mostraba en su centro un símbolo, mezcla de letra y dibujo, con un hemisferio planetario como fondo. El rango del denominado primer heraldo solo se ostentaba a través de una barra dorada debajo del hemisferio.

En distintas partes del planeta se encontraban otros grupos de heraldos, aunque ya muy reducidos. A pesar de todos sus esfuerzos, el grupo siberiano no había podido establecer contacto con ellos. Si la Tierra hubiese querido que se apoyaran unos a otros, hubiese facilitado la comunicación. Así que su destino era luchar solos y morir solos.

Y ese grupo de heraldos lo había asumido con valor.

Pero ninguno de ellos podía evitar el dolor que les producía, debido al poderoso proceso que iba iniciando, sentir con mayor profundidad el terrible desperdicio de energía vital que la raza humana estaba haciendo en todo el planeta. Un desperdicio que sería llevado a niveles brutales por las dos terribles guerras que estaban por llegar y que ellos habían visualizado en sueños.

Pero no había nada que los heraldos pudiesen hacer para evitarlo.

Eran las 7:12 de la mañana.

El denominado primer heraldo empezó a entonar con una voz apenas superior a un susurro una antiquísima plegaria en el lenguaje que los heraldos usaban como enlace con diversos niveles. El lenguaje que los hacía uno entre ellos y con el planeta.

El poderoso lenguaje que en un cercano día sería denominado quásar.

Con un rostro que presentaba una mirada limpia y transparente, donde se reflejaban la esperanza y la incertidumbre casi por igual, el heraldo pedía la atención y el apoyo de la Tierra.

En el punto preciso de su plegaria, las otras seis voces se unieron a la suya para entonar el ancestral pedido, ahora como un canto fuerte y decidido. Como contraparte, el bosque pareció guardar entonces un profundo silencio mientras el viento cesaba abruptamente, como si de repente una gigantesca campana de cristal hubiese descendido sobre la zona.

—Madre Tierra, óyenos.

Algunos de los animales salvajes se quedaron como hipnotizados. No movían un solo músculo, mirando fijamente al grupo de humanos. Entretanto, los animales compañeros, obedeciendo a un suave grito de Segreka, se desplazaron lentamente para formar su propio círculo, que envolvía de manera protectora al de sus amigos humanos.

Los seis heraldos extendieron sus brazos hasta casi tocarse unos a otros. Las puntas de sus dedos se hallaban a pocos centímetros de distancia, en perfecta alineación. El primer heraldo dirigió, entonces, el inicio de un nuevo canto que llevaba un ritmo más rápido y urgente que el anterior. Comenzaron a surgir del suelo chispas de energía dorada que se elevaban en el aire y rodeaban a los heraldos. Flotando como copos de luz, explotaban para irse multiplicando exponencialmente. La energía del geotraxis comenzó a acumularse raudamente.

La Tierra respondía a la convocatoria de los heraldos.

El canto aumentó en intensidad mientras, con una dorada explosión de energía, de los dedos de los heraldos surgían tenues hebras de telaraña que se engrosaban rápidamente para unirlos entre ellos en un poderoso círculo ancestral y primigenio.

Entonces, el primer heraldo comenzó a resplandecer mientras una niebla dorada surgida del aire difuminaba su cuerpo.

—Madre Tierra, estamos aquí…

Más espesa y vaporosa neblina, igualmente dorada, comenzó a surgir de todas partes. Salía del suelo, de entre las agujas de los pinos, de debajo de rocas grandes y pequeñas, de entre las ramas de los arbustos y, en mayor cantidad, del área delimitada por el círculo de los animales compañeros.

Como en un hipnótico ballet, las chispas de luz y la neblina interactuaban con movimientos precisos y continuos que de inmediato, acelerando su velocidad, comenzaron a tejer una etérea red en torno a los humanos. Sin apenas una pausa, la red rápidamente se transformó en una semiesfera que empezó a crecer entre explosiones de nuevas chispas de luz.

—Escúchanos, madre, y danos tu fuerza para responder…

La energía del geotraxis comenzó ahora a solidificarse en puntales, travesaños y cubiertas flotantes que parecían bailar un breve instante en el cielo antes de tomar sus posiciones, ajustándose al ritmo de crecimiento de lo que ahora se convertía en un gigantesco domo geodésico. Multiplicando y fortaleciendo sus travesaños —que se alargaban como las ramas mágicas de un árbol de leyenda, cruzándose una y otra vez a toda velocidad—, el domo se elevaba hacia lo alto del azul cielo.

Los animales compañeros comenzaron a brillar con su propia poderosa belleza.

—Déjanos seguir aprendiendo. Somos parte de la naturaleza. Somos parte de ti y de tu ley…

El domo alcanzó alrededor de cien metros de altura por doscientos de diámetro mientras el cielo parecía estallar en luz dorada por todas partes. Los animales salvajes empezaron a retroceder lentamente, sin dejar de mirar hacia la dorada semiesfera que crecía imparable frente a ellos. Sentían mucho miedo. Pero entonces, una amable pero firme instrucción de Segreka resonó en sus mentes y los invitó a entrar al domo. Entonces, tranquilizados, obedecieron y cruzaron la translúcida pared, uniéndose a la fabulosa ceremonia.

Segreka, que había mantenido su elevada posición en el árbol, coordinaba la generación y absorción de la energía de geotraxis que ella y sus compañeros aportaban al esfuerzo humano. Había extendido sus alas como si estuviese surcando el aire mientras remolinos de luz giraban hipnóticamente alrededor de ella y de sus compañeros antes de unirse a la creciente estructura en un río imparable de poder que el águila canalizaba con firmeza. En un momento de suprema magia, los ojos de la poderosa ave y de los restantes animales compañeros, se convirtieron en esferas doradas.

Entonces, Segreka tuvo un atisbo de duda.

Empezó a mover sus alas con la intención de ir al hombro de su amada compañera, pero la voz de esta resonó clara y firme en su mente:

—Tú no, querida amiga. Te necesitan aquí. Nos reuniremos muy pronto, en medio de la luz del todo. En el centro del eterno fuego del eje de la tierra.

Renuentemente, el águila mantuvo su posición al igual al igual que los otros compañeros animales.

Estaban haciendo pleno honor al Pacto.

En ese preciso instante, en la fría soledad del espacio exterior, repitiendo el antiguo proceso una vez más, el transportal Alfa surgió y se abrió. Y un nuevo meteorito inició su carrera tomando rumbo hacia la hermosa esfera azul, blanca y café que esperó su llegada con incertidumbre.

La Tierra no estaba segura de qué tanto apoyar a los seres humanos en la prueba, ya que su comportamiento había resultado ser una desagradable sorpresa. Los ajustes que habían permitido que la raza humana alcanzara su actual nivel de evolución al parecer habían fallado en otros aspectos fundamentales.

Los humanos eran la primera especie que destruía su propio ambiente de manera consciente.

En lo que para el planeta era un muy breve espacio de tiempo, la raza que la Tierra había elegido para liderar la siguiente etapa conjunta de evolución planetaria había traicionado su confianza y se había vuelto contra aquellos seres que debía de proteger. Estaba depredando y acabando con recursos y ambientes a una velocidad asombrosa.

Y el planeta, lamentando mucho tener que hacerlo, lanzó un llamado para una nueva depuración.

Pero entonces, mientras trataba de balancear su dañado sistema para enfrentar la nueva visita de un cometa heraldo, el planeta Tierra descubrió que las capacidades que esperaba de esta raza habían alcanzado un nuevo nivel. El pequeño grupo de humanos que se comunicaba con ella esporádicamente era capaz de lo que se esperaba de ellos: manejar la energía de geotraxis.

Pudo dominar el manejo de la energía de geotraxis.

Además, otros grupos, siguiendo lo que al parecer era su propio plan de respuesta, estaban haciendo esfuerzos para que una nueva generación de humanos alcanzara el máximo nivel de interacción con ella, su planeta madre. Y tenían buenas probabilidades de lograrlo.

¿Pero que podía hacer ahora?

Su solicitud de depuración no podía ser cancelada. Como bien se especificaba en sus instrucciones, las cosas no funcionaban así: Akraron no permitía errores graves de apreciación. Pero tal vez sería posible obtener un poco de tiempo adicional y un relativamente leve ajuste en la prueba. Así fue como el planeta lanzó una nueva solicitud.

Y fue escuchada.

El meteoro heraldo que llegaría no sería tan poderoso. Sería una prueba parcial, y, si la actuación de los humanos lo ameritaba, tendrían una segunda y última oportunidad.

La prueba final.

Pero este ajuste tendría un costo, como todo en los procesos evolutivos del universo. El planeta estaba arriesgándolo todo por esa raza que aún no terminaba de definirse, pero que él había elegido. Para el planeta Tierra, tanto la parcial como la siguiente prueba, si es que se daban, también serían las últimas oportunidades.

Si los humanos fallaban, el joven planeta moriría con ellos.

Y el resto de las reglas para el proceso de la prueba seguían vigentes. Había un límite para lo que el planeta podía ofrecer como apoyo a los humanos en ese momento.

El resto estaba en manos de los heraldos.

—Somos solamente una esperanza…

El meteoro heraldo, surcando a toda velocidad el negro vacío, comenzó a emitir su mensaje ritual. Sometió a evaluación los resultados obtenidos por el planeta y sus elegidos hasta ese momento.

No eran demasiado alentadores.

Pero a pesar de ello, siguió sus órdenes y pidió su opinión al planeta. Y la Tierra validó nuevamente su voto de confianza y les dio a los heraldos acceso al fuego de su eje.

Los valientes humanos sintieron como su corazón se llenaba de esperanza y sus cuerpos se inundaban de la poderosa energía que ya conocían, pero a un nivel con que solo se habían atrevido a soñar.

Con sus esperanzas renovadas y sus poderes inmensamente amplificados, los heraldos se lanzaron al siguiente nivel de la prueba. También los animales compañeros sintieron y aprovecharon al máximo la nueva y descomunal descarga de energía vital.

Y siguieron luchando al lado de sus hermanos humanos.

El domo decuplicó rápidamente su tamaño, sobresaliendo mucho por encima de las copas de los gigantescos árboles. Brillando poderosamente en medio de chispas y luz doradas, parecía un nuevo sol saliendo de un mar de verdor.

Eran las 7:14 de la mañana.

—Para llegar a ser una sola voz. Tu voz…

El meteoro heraldo ajustó su velocidad y trayectoria. Con toda precisión, se dirigió a la dorada diana que surgía en esa hermosa y remota región. Respondiendo a la solicitud de la Tierra, impactaría en una zona prácticamente deshabitada. Ahí pedían los humanos el golpe, y ahí lo recibirían.

El resto dependía de ellos.

En ese preciso instante, el planeta permitió que de su eje de fuego, situado en su ígneo corazón planetario, surgiera un poderoso rayo de energía que salió del círculo que formaban los heraldos. Estalló en oleadas concéntricas de fuego líquido que impactaron en la parte interior del domo y se fundieron instantáneamente con él, reforzándolo así con una inmensa cantidad adicional de energía de geotraxis.

Los heraldos agradecieron de corazón a la Tierra, sabiendo su planeta madre les estaba otorgando todo el apoyo posible. Pero que había un límite.

No hubo palabras. No hubo sonidos. No hubo mensajes.

La Tierra no podía romper las reglas: ellos no eran los heraldos destinados a hablar con ella.

Ese pleno conocimiento, obtenido gracias a su contacto con el eje de fuego, les dolió mucho a los siete humanos. Pero su determinación no flaqueó en lo más mínimo. Sabían que la humanidad no se merecía más de lo que estaba recibiendo en ese momento.

—Perdónanos, madre —susurraron a coro, a manera de despedida.

La plegaria terminó.

Los heraldos, con sus figuras ya casi indistinguibles en medio de la deslumbrante luz dorada que estallaba en chispas de energía rebosante, sintieron con plena claridad la cercanía del inminente impacto.

Era el momento final.

El primer heraldo, comenzando a girar lentamente, con los brazos firmemente extendidos a sus costados, se unió a los demás por medio de una espiral de luz que brotó de él como un deslumbrante tornado de fuego. Al mismo tiempo, los fue mirando uno a uno agradeciéndoles su próximo sacrificio. Con una valiente sonrisa, ya casi fundidos en la potente y dorada luz, los demás inclinaron la cabeza y, acercándose, se tomaron de las manos cerrando el círculo con un soberbio estallido final de luz.

Con las miradas convertidas en soles, los siete heraldos se fundieron en un solo ser y se disolvieron en una esfera de poderosa energía que se expandió hacia la superficie del domo para fundirse también con él. Dotaron a este de un nuevo tono de luz que incluía vetas azules y verdes: los colores del espíritu humano.

El domo de protección de energía de geotraxis estaba listo.

Pero la conciencia de los heraldos siguió existiendo un instante más. Su último pensamiento antes de disolverse en el todo fue para sus compañeros animales, que junto con los animales silvestres, estaban a salvo. Inculcarles ese conocimiento fue el último regalo de los humanos a sus fieles amigos: esa memoria persistiría en los descendientes de los animales compañeros.

Eran las 7:15 de la mañana.

El primer heraldo hizo un pedido final, ya con voz etérea:

—Van a nacer en tu nombre, madre Tierra. No los dejes solos, por favor.

La gigantesca bola de hierro, hielo y fuego golpeó en el centro del domo. Este, como esperaban con miedo y esperanza los heraldos, absorbió la mayor parte del impacto. Aun así, la enorme explosión resultante arrasó dos mil kilómetros cuadrados de bosque con una descomunal ola de energía, e incendió con una ráfaga de fuego miles de árboles cercanos al lugar del impacto. En un radio de treinta kilómetros se fundieron objetos metálicos, se incendiaron algunas construcciones y se vaporizaron varios renos. Sin embargo, a pesar de esa destrucción, no hubo pérdidas humanas inmediatas.

El domo de protección cumplió su misión. Incluso ocasionó que en el futuro se concluyese que el meteorito era menos poderoso de lo que había sido en realidad.

Y lo más importante: gracias a los heraldos la humanidad obtuvo una nueva y última oportunidad.

La onda de choque que se generó tuvo la fuerza necesaria para recorrer la atmósfera, dando dos vueltas a la Tierra. El brillante polvo que flotaba en el aire permitiría leer de noche a miles de kilómetros de distancia.

Fue todo un espectáculo.

La poca información disponible sobre el acontecimiento —que fue denominado Tunguska— estuvo olvidada durante trece años en la redacción de los diarios locales. Rusia y el resto del mundo tenían otras cosas en qué pensar. Fue tiempo después, en un periodo de paz, cuando el suceso se convirtió en fuente de las más diversas especulaciones.

Todas equivocadas.

Segreka y sus compañeros, lo mismo que el resto de los animales, permanecieron a salvo dentro de una cúpula remanente que los protegió hasta que pudieron alejarse sin riesgo de la zona. Todos los compañeros llevaban tristeza en el corazón. Deseaban haberse ido con sus amigos humanos. Ninguno olvidaría ese supremo momento, principalmente la poderosa águila y el gigantesco lobo. La descendencia de ambos estaría lista para responder si era convocada. Y entretanto, Segreka cumpliría cabalmente con el encargo de su amiga: volaría muy alto y nunca olvidaría quién era ella.

Y quiénes eran los heraldos.

El planeta comenzó a sumirse nuevamente en el letargo que le permitiría recuperarse y estar preparado para lo que se avecinaba. No había vuelta atrás. El tiempo había llegado. Esa raza también debía de prepararse para la inminente prueba final. La Tierra confiaba en que valorando plenamente lo que acababa de pasar, sus elegidos ralentizaran sus instintos destructivos y se concentrarían en lo que debían de ser, unidos. Se equivocó totalmente.

La humanidad se enzarzó en la Primera Guerra Mundial.

Cetreros I

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