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Prólogo

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Un importante filósofo español explicaba con cierta guasa su desconcierto cuando, al inicio de unos estudios de filosofía tan brillantes como iconoclastas, decidió con un compañero leer al alimón la obra más conocida de Hegel, la Fenomenología del espíritu. Al cabo de unas horas de lucha con la primera página, ambos pidieron auxilio, en razón no ya de la dificultad para seguir la argumentación, sino para enterarse de qué diablos hablaba el autor en esas primeras líneas de su obra.

Hegel es ciertamente arduo, y su estilo, desde luego, poco cartesiano. Sin embargo, la dificultad mayor a la hora de tratar con él —y no solo de iniciarse en su lectura— es una inevitable escisión interna. No cabe leer a Hegel de una manera distanciada o fría, como quien simplemente desea enterarse de qué dice un autor, postergando hasta entonces su juicio sobre el mismo. Sin una disposición favorable y, me atrevería a decir, entusiasta, los textos de Hegel (sobre todo el texto central llamado Ciencia de la lógica) creo que son literalmente imposibles de soportar. Pero al mismo tiempo, la lectura se ve constantemente perturbada por una sombra de sospecha sobre la legitimidad no ya de algunas de las proposiciones que el autor va avanzando, sino del tortuoso camino que nos conduce hasta ellas. En el primer capítulo de este pequeño libro veremos que, en esta disposición ambivalente, la desconfianza ha acabado muchas veces por imponerse, de tal manera que algunos de los más distinguidos lectores de Hegel llegaron a convertirse en sus más acerbos críticos.

Pero entonces, simplemente, ¿por qué Hegel? ¿Qué capacidad tiene una reflexión sobre Hegel de incidir en el pensamiento de nuestro tiempo? ¿Qué capacidad tiene Hegel, por otro lado, de transformar a la persona que reflexiona sobre su pensamiento? Ambos interrogantes son preliminares inevitables de toda propuesta de aproximación a un filósofo. Pues no hay filosofía que no tenga que vérselas ante esta suerte de tribunal. Todo aquel que se abre a la filosofía abriga unas expectativas que el propio discurso filosófico puede, eventualmente, ser el primero en defraudar.

Este libro, cuyo objetivo es animar a introducirse en el pensamiento de Hegel, o al menos a provocar una cierta curiosidad por el autor, no está escrito por un «hegeliano», ni tampoco por un detractor del pensamiento hegeliano, sino simplemente por alguien que pasó por Hegel y atravesó la obra fundamental de su sistema, la llamada Ciencia de la lógica. Pasó por Hegel casi sin poder evitarlo, me atrevería a decir, y con la misma necesidad se distanció de él (en este caso, sin acritud). Un alejamiento que quizá fue inducido por el mismo Hegel, respondiendo a la exigencia de adentrarse en filosofías no solo diferentes de la hegeliana, sino opuestas a esta, e incluso en contradicción con ella, pero casi nunca meramente indiferentes al problema que el hegelianismo plantea.


Retrato de Hegel realizado por Jacob Schlesinger en 1831, el año de la muerte del filósofo.

Los dos jóvenes filósofos a los que antes me refería, se hallaron descorazonados por la dificultad de saber de qué hablaba el pensador, pero se esforzaron por intentar saberlo, en razón sin duda del prestigio del que gozaba la filosofía hegeliana medio siglo atrás; un prestigio proporcional a la evocada irritación que ya entonces generaba. Hoy, quizá, ni lo uno ni lo otro. Muchas cosas han pasado, tanto en el terreno del pensamiento filosófico y científico, como en el terreno económico y político. Ahora relegado al armario de los pensadores calificados de «oscuros», y objeto de la erudición académica, veremos sin embargo que es propio de Hegel esperarte en la esquina de lo que creías que era ya camino propio.

Fuera del estricto marco de la filosofía, hay hechos nuevos y relevantes que podrían contribuir a un nuevo renacer del filósofo alemán. Entre ellos, sin duda, la agudización de las contradicciones sociales en los países europeos y, en consecuencia, el retorno del pensamiento de Karl Marx, tan directamente marcado en aspectos esenciales por Hegel (su método «dialéctico» posiblemente sea de nuevo una referencia para quien intenta reflexionar sobre las polaridades y las contradicciones de la sociedad en la que vivimos).

Pero a la par, y quizá como razón principal de su interés político, Hegel sigue siendo un reto propiamente filosófico. Es cierto que nunca le han faltado apologistas que lo erigen en un pensador nuclear e imprescindible, y desde luego Hegel nunca ha dejado de estar presente en la manera misma de iniciar en la filosofía a los estudiantes, o al menos en la historia de la disciplina: las opiniones de un pensador son presentadas frente a las de otro que parece superarlas, pero no privarlas de legitimidad, lo cual, como veremos, es la esencia de la dialéctica hegeliana. No obstante, el interés filosófico de Hegel va desde luego más allá del estricto marco de la filosofía académica y la docencia de la disciplina.

Ante todo, la filosofía es una determinada actitud en relación con el entorno natural y con el ser de razón que es testigo del mismo. Esta actitud no puede mantenerse largo tiempo sin una profunda convicción sobre la grandeza de la propia disciplina, en la que se vería la mayor expresión de una suerte de potencia redentora de la razón y la palabra. Pues bien, Hegel representa un momento álgido en esta convicción y en esta apuesta.

El problema para nuestro filósofo hoy es que el hegelianismo no es la infancia de la filosofía, sino que más bien se autoproclama como el destino final de la misma. Pero al igual que se loa en el adolescente el entusiasmo vital que uno ya siente perdido en su interior, se repudia tal entusiasmo en quien, hombre asentado y maduro, se considera que habría de dar muestras de ataraxia.

El tan racional Hegel nunca respondió a la imagen de quien aleja su pensamiento de las pasiones. No lo hizo en la noche que precedía la batalla de Jena cuando, al tiempo que se jugaba el destino político de Europa, escribía las líneas finales de la Fenomenología, las que abrían paso a lo que a su juicio sería el saber absoluto (aunque Pinkard, autor de una biografía de Hegel, sugiere que quizá no fuera exacta la fecha de finalización del libro).1 No lo hizo tampoco en su exaltado discurso sobre el papel de la filosofía cuando tomó posesión de su cátedra en Berlín. Y ni siquiera cuando, días antes de ser víctima del cólera que asolaba la capital de Prusia, dio sus lecciones en la universidad y preparó un nuevo prólogo para su obra más abstracta y en la que reside la clave de su sistema.

Guardar una fidelidad exclusiva a un filósofo es quizá traicionar el espíritu mismo de la filosofía. Esto es especialmente cierto si se trata de un filósofo que se considera forjador de un sistema que daría cuenta exhaustiva del mundo y del papel del hombre en él, lo cual puede parecer hoy una idea que roza el disparate. Y, no obstante, hay al menos un aspecto en Hegel al que la disposición filosófica no puede nunca renunciar, a saber, precisamente, la tendencia del pensador a no disociar la filosofía de las circunstancias sociales y políticas que harían de ella algo más que una práctica de sujetos individuales, la cual en última instancia solo les concerniría a ellos. La filosofía, una disciplina que concierne a todos, es para Hegel el mayor indicio de que se ha alcanzado colectivamente un alto grado de realización de los objetivos más genuinos de los seres de razón. Que así sea o no, será precisamente objeto de reflexión en las siguientes páginas, lo cual dará ocasión de volver sobre las líneas con las que cierro este prólogo: «Circunstancias nuevas han aparecido gracias a las cuales cabe esperar que la filosofía, ciencia casi condenada al silencio, alce de nuevo su voz».

Hegel

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