Читать книгу Hegel - Víctor Gómez Pin - Страница 9

El perro muerto abre un ojo…

Оглавление

Hace medio siglo, René Cresson, excelente profesor de filosofía en un instituto francés, describía a un viajero que, fascinado, percibe en la lejanía las torres simétricas de una catedral gótica y que, al aproximarse, descubre con tristeza que los sólidos muros eran tan solo decorados ensamblados con ingeniosos recursos de teatro de ópera. Al igual que la víctima de este espejismo de la catedral, tantos lectores de Hegel —en su día deslumbrados por su sistema— acabarían siendo alérgicos al nombre mismo del pensador. De ahí la metáfora del animal contaminante al que conviene no aproximarse.

Desde la perspectiva de sus detractores, las únicas razones para incitar a la lectura de Hegel serían casi profilácticas: leer a Hegel, viene a indicar Bertrand Russell, podría constituir una suerte de vacuna para inmunizarse contra una determinada práctica de la filosofía. La auténtica ascesis que supone la inmersión en la Fenomenología del espíritu y, sobre todo, en la Ciencia de la lógica, supone apostar realmente por encontrar allí el absoluto desplegándose; sin embargo, tras la inevitable decepción, el espíritu quedará prevenido para siempre y jamás abrazará aquello que no haya pasado antes la prueba de la confrontación, ya sea con la realidad empírica o con postulados y axiomas lógicos compartidos por la comunidad filosófica y científica. «Al igual que los médicos aprenden cantidad de cosas sobre la salud estudiando enfermedades, así podemos también nosotros aprender mucho en cuestión de salud filosófica estudiando a Hegel», escribe un comentarista particularmente ácido,6 quien se complace en citar a Santayana, para quien Hegel sería el caso paradigmático de egotismo, que consiste en conciliar las cosas a las palabras y no al revés («making things conform to words, no words to things» véase el recuadro siguiente).

El solemne sofista

Cuando hablamos de egotismo, ¿es necesario referirse a Hegel? El tono de este filósofo, especialmente en sus escritos finales, estaba lleno de desprecio por todo lo que pareciera subjetivo: el punto de vista del individuo, sus opiniones y deseos, eran considerados irrelevantes, salvo que hubieran sido en concordancia con la marca providencial de acontecimientos e ideas en el mundo con peso. Este realismo pleno de acritud era sin embargo idealista en el sentido de que la substancia del mundo era concebida no como algo material sino conceptual, una ley de la lógica que animaba los fenómenos. El mundo era como un enigma o la proclama de un confuso oráculo; y la solución del puzzle residiría en la romántica idea de la inestabilidad o contradicción interna de cada finita forma de ser, inestabilidad que la obligaría a convertirse en una cosa diferente. La dirección de este movimiento podría ser comprendida en virtud de una suerte de dialéctica vital o de dramática necesidad inherente a nuestra propia reflexión. Hegel era un solemne sofista: hacía del discurso la clave de la realidad.7

Este perro muerto tiene, sin embargo, una rara característica, a saber, que su entierro entre pestilencias se repite cíclicamente. Pues, en efecto, nuestra víctima de la peste ha tenido múltiples renacimientos, sin excluir que el momento que vivimos sea uno de ellos.

Ciertamente, la forzada respuesta del hegeliano al penoso episodio del planeta Ceres (un hecho no puede quitar legitimidad a una teoría que fija precisamente en qué consiste ese hecho), la pretensión misma de forjar un armazón especulativo sin tener en cuenta la presión de los fenómenos, los cuales después, solo después, son insertados con o sin calzador, hará sonreír a todo espíritu respetuoso no ya de la ciencia sino de la sensatez.

Pero un abogado no dogmático de Hegel podría sostener, con algún atisbo de razón, que un caso exagerado de construcción apriorística no deslegitima la idea general de que una hipótesis científica no se mide nunca a un hecho natural puro, sino a algo ya empapado por una red de conceptos que lo identifican como planeta, molécula o silla. De tal manera que la presencia de Ceres invalida sin duda el De orbitis planetarum, pero no debe impedir a Hegel sostener que todo lo que se muestra al hombre supone —sea o no consciente el propio sujeto— un cúmulo de conceptos, categorías y principios reguladores de los mismos. Y si este entramado que empapa los objetos no pudiera reducirse a experiencia (aunque, por decirlo como Kant, solo se active en ocasión de la experiencia), si hubiera ahí algo de innato al espíritu humano, entonces no está claro que la legitimidad de una teoría resida en su adecuación a una realidad puramente exterior al pensamiento.

El abogado de Hegel tampoco mantendría un resignado silencio ante la objeción del positivismo lógico relativa a las concesiones de nuestro filósofo a la equivocidad intrínseca del lenguaje natural, cuando no el uso complaciente de esta. Por tanto, cabe preguntarse: si el conocimiento supusiera en sí mismo una explícita exclusión de la equivocidad, ¿por qué malvado designio (o, si se quiere, calamidad evolutiva) pudo el lenguaje humano erigirse en matriz de toda forma de conocimiento, incluido aquel (el matemático) que repudia toda sombra de ambigüedad?

La lucha denodada por evitar la equivocidad, oculta incluso tras las intuiciones aparentemente claras, llevó a ciertos matemáticos a mediados del siglo pasado a erigir un proyecto, conocido como Bourbaki, en el que toda proposición debía ser rigurosamente deducida. Proyecto vano, pues el equívoco se infiltraba en mayor o menor magnitud. Y de esta forma, no solo la promesa de absoluta univocidad de los conceptos quedaba diferida, sino que la consecución de un resultado elemental requería cautelas tales, que la mera ley de composición numérica conocida como suma solo se alcanzaba tras un largo proceso y era considerada como un inmenso logro. Y es que la equivocidad en realidad no es sorteable, precisamente porque el lenguaje mismo la lleva inscrita en su esencia. El matemático bourbakiano arranca con el lenguaje natural, y es con ayuda de este lenguaje que establece sus primeras definiciones, principios e, incluso, los parapetos con los que pretende protegerse de su infiltración.

En una reflexión hacia el final de la Arqueología del saber,8 Michel Foucault, evocando las razones del interés por Hegel del traductor al francés de la Fenomenología, Jean Hyppolite, se pregunta si acaso es concebible una filosofía que no responda de una u otra manera a la disposición de espíritu de Hegel. La afirmación es tanto más sorprendente cuanto que Foucault era un crítico acérrimo del sistema hegeliano, plenamente en concordancia con el entusiasmo que en muchos filósofos de su generación producía la corrosiva moral de Nietzsche. En cualquier caso, evocando el hecho de que su propia filosofía no era ajena a la filosofía hegeliana, sino que suponía una suerte de superación crítica de ella, Foucault se pregunta si esta superación es segura, y avanza la hipótesis de que quizá cuando crees haberlo dejado atrás, te encuentras a Hegel en una esquina de la calle…

Hegel

Подняться наверх