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El perro muerto
ОглавлениеNo obstante, los enemigos de Hegel no solo se cuentan entre los adversarios del apriorismo. Cuando hace medio siglo el hegelianismo tenía ilustres defensores en Francia y en Alemania (en este caso, a veces por contagio desde el país vecino), la filosofía conocida bajo la denominación algo reduccionista de «positivismo lógico», más o menos inspirada en el filósofo Rudolf Carnap, abominaba de todo discurso con pretensiones de conocimiento que no luchara contra los equívocos que forman parte del lenguaje natural, y que obviamente (tratándose de conocer) pueden dar margen a multitud de confusiones. En consecuencia, habría que repudiar el hegelianismo, pues, como veremos, la obra central del sistema de Hegel, la llamada Ciencia de la lógica, lejos de huir de la equivocidad, hace de esta la expresión misma del motor de la razón, su engranaje intrínseco, que consiste en que todo lo que se afirma está llamado a diversificarse, oponerse a sí mismo y, finalmente, entrar en contradicción.
Si nos remontamos en el tiempo, aun asumiendo la paternidad hegeliana de su método dialéctico, y contando su Ciencia de la lógica con fervientes admiradores entre sus filas (tal era el caso de Lenin), el marxismo ponía el énfasis más bien en el carácter idealista de la filosofía hegeliana y, en consecuencia, proclamaba la imperiosa necesidad de realizar una inversión materialista que pondría las cosas en su sitio.
En cuanto al pensamiento que se reclama de Nietzsche, filósofo implacable con las actitudes genuflexas ante las convenciones establecidas, y quien, desde hace al menos medio siglo, parece encarnar al moralizador que marcaría todo espíritu inconformista, se complacía en presentar a Hegel como el artífice de una suerte de muralla, que protege precisamente los valores asentados, frente a la tentativa de demolición que se concreta en textos como la Genealogía de la moral.
Schopenhauer no solo se mostraba atónito ante la influencia de la filosofía hegeliana (de la que se declaraba enemigo), sino que además atribuía al propio Hegel una voluntad de mistificación. Por así decirlo, Hegel sería un corruptor del pensamiento, plenamente consciente de lo que estaba realizando.
Kierkegaard, por el contrario, parecía estimar que nuestro filósofo se encontraba realmente confundido con sus reflexiones (una suerte de Sancho Panza gobernador de la Barataria del concepto); por tanto, en lugar de sentimiento de impostura, la figura de Hegel generaría más bien hilaridad. «Todo cuanto se necesita para leer a Hegel es un sólido sentido común, una brizna de humor y algo de ataraxia griega», llegó a escribir el pensador danés.
No menos corrosivos se muestran algunos críticos respecto al relente de religiosidad que escondería este radicalismo idealista. Así, aunque Hegel afirme en sus Lecciones sobre la historia universal que el «Espíritu del mundo» nada tiene que ver con la idea de Dios, Roger Kimball5 cita párrafos de esa obra en los que la razón como substancia y poder infinito de toda vida espiritual y material se presenta como «la Verdad, lo Eterno, el Poder absoluto, cuya gloria y majestad se manifiestan para sí misma en el mundo», para luego concluir socarronamente: «Amén».
Las críticas más sarcásticas contra la filosofía hegeliana las ha provocado su exacerbado idealismo. Convencidos de que la filosofía nunca debe separarse del sentido común, ciertos autores han considerado que la lucha contra la deriva idealista constituye casi un imperativo. En esta idea confluyen posiciones no solo diversas sino a veces antitéticas, desde cierto marxismo que en la expresión «materialismo dialéctico» hace hincapié sobre todo en el peso del primer término, hasta un pragmatismo que, de alguna manera, más que oponerse al idealismo, se opone en general a la disposición filosófica. En este punto, el ataque a Hegel a veces es una especie de pretexto para arremeter contra la corriente filosófica llamada «neokantismo».
En un ensayo que lleva el significativo título de Idealism: A Victorian Horror, David Sove presenta de forma caricaturesca la posición hegeliana. Esta consistiría en incitar al lector a poner entre paréntesis su juicio fiel al sentido común para, a continuación, convencerle de que las cosas no serían sin el pensamiento de las cosas, y, por último, conferir grandilocuencia a esta posición, aseverando que este pensamiento no se reduciría a la mera subjetividad sino que se trataría del pensamiento común, coral, colectivo, absoluto.
En vista de lo anterior, no es de extrañar que cuando el filósofo catalán Ramón Valls Plana iniciaba una conferencia en un congreso filosófico-científico en torno a la evolución del concepto de naturaleza, al anunciar que su intervención se apoyaría en Hegel, añadiera: «Hoy, el perro muerto de la filosofía». Tremenda metáfora en boca de alguien a quien debemos el más claro e incisivo libro que se haya escrito sobre la hegeliana Fenomenología del espíritu, el que algunos consideraban «Aristóteles de los nuevos tiempos», quedaba homologado a un despojo en la cuneta que los viandantes evitan por los olores fétidos que desprende o que acabará desprendiendo. La anécdota data de hace quince años y el llorado intérprete de Hegel sabía perfectamente que, en un contexto donde participaban no solo filósofos de la ciencia sino también eminentes científicos, evocar la filosofía de la naturaleza del idealista alemán constituía casi una provocación.