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La filosofía ajusta cuentas El lecho de Procusto
ОглавлениеEl primero de enero de 1801, el astrónomo Giuseppe Piazzi, mientras estudiaba la constelación de Tauro en el observatorio astronómico de Palermo, descubrió un astro no conocido cuyo desplazamiento se dedicó a seguir durante días. Sus cuidadosas notas sobre el nuevo cuerpo celeste fueron enviadas a Carl Friedrich Gauss, conocido como el «príncipe de las matemáticas», que ese mismo año había predicho la órbita de Ceres; este planeta, que toma el nombre de la diosa romana de la cosecha y la fertilidad, es el más pequeño de la órbita solar y se ubica entre Marte y Júpiter.
Aunque el descubrimiento de Ceres se debiera al azar, las especulaciones sobre la existencia de un planeta con las características de Ceres, y situado precisamente en ese punto, venían de lejos. Avanzada por Johann Elert Bode en 1768, la hipótesis había ganado adeptos con el descubrimiento de Urano en 1781. En suma, la existencia o no de un nuevo cuerpo planetario ubicado ente Marte y Júpiter era objeto de debate entre astrónomos y matemáticos de varios países a finales del siglo XVIII, un debate que el hallazgo de Piazzi zanjó, al menos en el registro de la ciencia positiva…
La ciudad alemana de Jena había sido el núcleo de la ortodoxia luterana y su universidad gozaba de un gran reconocimiento desde el siglo XVI (a principios del XVIII llegó a ser la más grande de Alemania). Tras un cierto período de decadencia, renació bajo el impulso de Goethe, ministro entonces del monarca ilustrado Carlos Augusto. En 1789 se incorporó Friedrich Schiller; en 1794, Johann Gottlieb Fichte; en 1798, Friedrich Schelling, y en 1801, Georg Wilhelm Friedrich Hegel, conocido hasta entonces como discípulo del anterior, con quien había compartido escolaridad en el seminario protestante de Tubinga.
A Hegel lo habían contratado como docente asociado con un sueldo muy bajo, y dio su primer curso en octubre de ese mismo año, 1801. Antes había publicado su primera obra, Diferencia entre los sistemas filosóficos de Fichte y Schelling, y presentado su tesis de habilitación. Bajo el título De orbitis planetarum, Hegel sostenía, en el marco de una formidable diatriba antinewtoniana, que entre Marte y Júpiter no había un tercer planeta…
¿Estamos ante dos conjeturas científicas diferentes, una de las cuales, eventualmente sustentada en una mejor información, coincidía con los hechos experimentales, mientras que la otra reconocía que, por desgracia, estos hechos no le habían dado la razón? ¿Supuso tal desdichada circunstancia que esa tesis de habilitación del candidato fuera repudiada por la comunidad universitaria, y el «habilitado», destituido de sus funciones? ¿O quizá este, aceptando humildemente su error, pidió que se le diera una nueva oportunidad, que le fue concedida, a fin de realizar investigaciones sometidas en su mayoría a una confrontación empírica y a un criterio racional? Nada de eso.
En De orbitis planetarum, Hegel sostenía que no había ningún planeta entre Júpiter y Marte, basándose en que la lista de distancias entre planetas que él había establecido a priori hacía imposible que se diera el caso. Para Hegel, la serie numérica de carácter semiempírico conocida como la ley de Bode-Titus, que había conducido a la previsión confirmada por los hechos, no podía ponerse a idéntica altura que la serie numérica que él mismo avanzaba y que respondía a las exigencias de una racionalidad pura.
Dotado de buena voluntad más que de un deseo de defensa a ultranza, algún intérprete ha llegado a sugerir que un hecho nunca puede servir de argumento para desmantelar una teoría que establece precisamente qué es un hecho y qué tiene derecho a ser calificado como tal: «¿Qué hechos inscritos en la historia de las ciencias, de las culturas, de los pueblos, pueden ser contrapuestos a una teoría —a un orden fundado del discurso— que establece precisamente aquello que tiene derecho a ser considerado como un hecho?».2
No será este el único ejemplo que desde ahora puede llevar al lector a preguntarse: ¿en razón de qué voy a ocuparme de alguien así? ¿Qué interés tiene un tipo que mide los avances de la ciencia en función de si se adecuan o no a sus propias construcciones?
El hijo de Poseidón, Damastes, convertido en posadero de la ciudad de Eleusis, fue apodado «el estirador» (Procusto) a raíz del curioso método que tenía para conseguir que, fuera cual fuese el tamaño de su huésped, se ajustara exactamente a las medidas de su lecho de hierro: si su estatura era baja, le estiraba las piernas hasta deformárselas, y si era demasiado alto, le cortaba desde los pies la parte que sobresaliese. Si, además, añadimos que el tamaño del lecho estaba trucado, para que nadie se ajustara exactamente al mismo, tenemos la característica del sistema hegeliano: ningún dato concuerda con el sistema, y, sin embargo, se lo fuerza a fin de que acabe encajando.
En su Historia de la filosofía occidental,3 Bertrand Russell nos presenta a un Hegel que, entre otras cosas, habría cometido el pecado no ya de apartarse del empirismo, sino de dejar de lado (cuando no, pura y simplemente, despreciar) el sentido común, eso de lo que todos seríamos partícipes, según Descartes;4 un sentido común que el pensador francés valoraba (menos, probablemente, de lo que podría parecer de entrada), pero que Hegel consideraba no solo insuficiente, sino incluso nocivo si se trata de… filosofía, es decir, algo que exige un esfuerzo extenuante.
Además de oscuro, para Russell, Hegel sería casi el paradigma de una suerte de ebriedad conceptual que se jalea a sí misma; un delirio constructivo que carece de todo arraigo en la empiria, de toda confrontación real con los fenómenos y, en consecuencia, en las antípodas de la sobria contención que sería la marca de la ciencia. En boca de Russell, la denuncia no deja sin embargo de ser ambigua, cuando escribe que Hegel sería «el más difícil de entender de entre los grandes filósofos», aunque ciertamente la oscuridad prime sobre la grandeza. Russell parecía considerar como un período de adolescencia filosófica los años en que cabría empatizar con la filosofía hegeliana.