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La paloma y el zopilote No' kuwis b'oj no' usmij

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Ésta es la historia de un zopilote muy sagaz que a una hermosa paloma blanca su divino amor quiso declarar. Cierto es que lo tuvo que meditar mucho a causa de su poca favorecida condición, pero pensando que el amor no tiene fronteras y que la necesidad tiene cara de perro, el enamorado se arregló como pudo y esa misma tarde, muy gallardo, a la paloma se fue a presentar.

La paloma aparece de pronto, muy bella; y el zopilote se queda extasiado al verla pasar. Quiere correr a hablarle pero se detiene y duda; y por fin se decide:

—¡Oh tú, divina princesa, oh tú, blanca luz del día, oh tú, paloma de castilla! Dígnate escuchar, te lo pido, el dolor, el llanto, las querellas de este humilde vasallo tuyo que hoy viene con mucho orgullo a declararte su tierno amor.

La paloma, sorprendida por tan repentina alabanza, contestó:

—¿Que qué decías tú, loco atrevido? Nunca de tus chiflados compañeros semejantes cosa había oído. ¿Y se puede saber con qué derecho me pretendes tú, a mí; vil amo del desecho?

El zopilote, sin inmutarse ante el aire de superioridad de su interlocutora, con toda la reverencia de un tipo cortés respondió:

—Si la ofendo, perdóneme preciosa, pero hace mucho tiempo que no vivo en paz y sólo pensando en usted me mantengo; por eso mi doncella, téngame compasión que a sus divinos pies a postrarme vengo y a pedirle con mucho amor y sumisión, casarse conmigo, cristianamente, nada más.

Pero la paloma, no tolerando tal imprudencia, con enérgica voz y sin clemencia, contestó:

—No cabe duda que estás demente o borracho tú, zope asqueroso, y para que sepas de una vez, antes de acabarme la paciencia, te digo cien mil veces que te odio y que ya no me molestes jamás.

El joven enamorado quiso continuar con su mensaje amoroso, pero la paloma de Castilla le había dado la espalda para no seguir escuchando sus necedades. Y así el zopilote, mudo y cabizbajo ya sin fuerzas, sin esperanzas de conseguir su objetivo, murmurando con quejas al cielo le decía:

—¡Que me lleve la que me trajo! Si en este mundo soy el más desgraciado; para eso, prefiero morir joven llevando conmigo mi claro pensamiento, que vivir triste, pobre y despreciado.

Poco tiempo pasó y el zopilote no lograba olvidar su gran romance. Nuevamente comenzó a florecer en su corazón de zope enamorado, el ferviente deseo de amar y amar a aquella princesa orgullosa y altiva que era el cruel motivo de su perdición.

Convencido pues, que lo más preciado se logra a fuerza de sacrificios y tenacidad, presuroso se arregló otra vez con mil galas, y con paso lento y ritmado se dirigió rumbo al palomar. Pensaba que esta vez no le fallaba la suerte, y que su obligación era luchar por su ideal hasta la muerte; aunque sea ridículo luchar por lo imposible.

La paloma estaba descuidada cuando el pretendiente llegó a entregar su nueva inspiración. Y así, cual si fuera un elocuente orador, con muy fina cortesía se dirigió:

—Señorita paloma, perdone su merced, mi necedad; pues siguiendo los impulsos de mi sufrido corazón, enamorado acudo nuevamente a su suma bondad.

Pero la paloma, orgullosa de su celestial belleza, interrumpió el discurso y con infinito desprecio y gran vileza, furiosa pronunció estas groseras palabras de remate, que hirieron profundamente los sentimientos del zopilote.

—¡Ah, tú otra vez, estúpido animal! ¡Chish, puerco! Ya te dije que no te quiero; aléjate de mi presencia que tu olor me ofende; pues verte de luto a mi me conmueve y espanta, y de ribete, tu andado mal equilibrado hacen de ti, un tipo abominable y feo.

¡Qué pena, qué tristeza! El zopilote, defendiéndose a capa y espada, ya con la voz temblorosa y los ojos llorosos, y sacando fuerzas de su conmovedora flaqueza, de ésta forma quiso explicar a su bien amada la triste y lamentable situación en que se encontraba.

—Hermosa palomita no me justifique mal, este olor que despido es de un valioso perfume; esta ropa que yo visto, es mi uniforme de gala; el marcado paso que llevo me lo enseñaron en el cuartel; como ve, no soy tan cualquiera como aparento ser, sino alguien que muy pronto se recibe de teniente y coronel.

Le causó gracia a la paloma las explicaciones del enamorado, y se rió:

—¡Ji, ji, ji! ¿Perfume llamas tú al hedor insoportable de tu pico? ¿Y uniforme de gala al nauseabundo color de tus alas?

—Señorita, no interesa tanto el traje como el valor mismo de la persona, y si usted es de otro linaje, sírvase no tomar en broma mis palabras ni el color de mi plumaje.

La paloma volvió a reírse:

—¡Ji, ji, ji! Me da risa tu discurso. ¿Y qué me dices de tus blancuzcas patas? ¿O acaso son también polainas que se han gastado tanto por el uso?

Al escuchar esto, el zopilote respondió:

—Gentil señorita, no creí que fuera usted tan inconsciente al discriminarme de tal manera; pero sea mi condición cual fuera yo tengo mi dignidad que me alienta; y juro, que si fui su pretendiente, fue porque no la vi tan violenta.

Así se pasó la paloma, enumerándole infinidad de defectos al pretendiente; hasta que cansada le dijo, despidiéndole:

—¡Basta, te recomiendo meterte con los de tu clase y no conmigo, bruto, insolente!

El zopilote se alejó pensativo para dar paso a las autoridades que se acercaban en esos momentos a realizar una de sus ya rutinarias actividades: condecorar a uno de los suyos por su esforzado trabajo por el medio ambiente y en bien de la humanidad. El frustrado zopilote detuvo sus pasos y limpiándose sus ojos llorosos, dispuso curiosear lo que en esos momentos se iniciaba.

Uno de los funcionarios principales pidió la presencia de la paloma y con un flamante discurso, exaltando cualidades que posiblemente sus ojos nunca habían visto, habló:

—Yo, el promotor de la campaña contra la contaminación, hago entrega de este significativo galardón a la señorita paloma de Castilla, por su valiosa participación en el plan regional de limpieza ambiental.

El zopilote, que en uno de los oscuros rincones observaba la ceremonia, quiso opinar, pero sabía de antemano que no sería escuchado. Se vio las uñas y se tocó el pico. ¡Cuánto había trabajo en limpiar el medio ambiente y contra la contaminación; y jamás le habían reconocido sus méritos! En cambio, quien jamás se manchó el pico y el plumaje, era quien se llevaba los galardones. ¡Qué injusticia, caray! Y así, el zopilote se alejó sin resentimientos. Mientras tanto, la condecorada ascendía una por una las ramas altas de aquel árbol, para que todos la vieran, para que todos le aplaudieran. Fue entonces, que entre las peladas ramas se escuchó un ruido repentino. Un gavilán se había lanzado de pique y arrebatado entre sus garras a la hermosa paloma de Castilla.

Todo esto fue tan rápido, velozmente, que lo único que vieron los allí presentes, fueron varias plumas blancas que cayeron como diciéndole adiós al sentido pretendiente. Entonces, viendo que todo estaba concluido, el desdichado zopilote alzó lentamente el vuelo y se fue por los aires dudando, pensando y llorando:

—¡Tonto de mí, permanecer cautivo en este gran valle de dolores, lágrimas y discriminación! ¿Por qué no vivir como antaño, alejado de odios y rencores y libre de tristes desengaños?

Hermosa reflexión la del zope, que nos ha dejado en estos renglones su preclaro pensamiento: «Triste fin tendrá el mundo presente si prevalece así la corrupción y el engaño, porque donde no hay amor ni comprensión lo único que triunfa y con pesar, es la discriminación, el odio y la muerte.»

El pájaro que limpia el mundo

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