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PRÓLOGO

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Desde el primer día que empecé la investigación para este libro supe que este sería mucho más amplio que la crónica de dos chilenos condenados a la horca por el homicidio de una transgénero en Malasia.

Esta era una historia que transcurría en un país musulmán, en una tierra de verdugos y sultanes. Pero además, en una nación donde los códigos de vida en común y las reglas de convivencia resultaban ajenas para una periodista occidental.

Por eso, para construir el relato había que imbuirse en ese contexto religioso, en aquella fusión de tres razas que conforman ese país asiático y la influencia que el islam tiene en su día a día, su cultura y su sistema penal.

Llegué a Kuala Lumpur en octubre del 2018. Iba llena de preguntas y sin una sola fuente que pudiera facilitar el trabajo de documentación para el caso. El juicio recién había empezado y, por lo tanto, había otros periodistas que cubrían la historia. Desde ese primer momento fueron generosos compañeros de ruta. Mientras ellos debían ceñirse a la contingencia y a la noticia dura, yo tenía el tiempo para ir golpeando puertas, para ir desenvolviendo las capas de una historia que corría veloz, amenazante y hermética.

Ni abogados ni parientes ni policías ni testigos querían abrir el abanico. Los primeros, por temor a que cualquier dato o declaración perjudicara el proceso judicial de los chilenos; y en el caso de los agentes de la ley lo que primaba era el miedo. Sin exagerar, hablar con la prensa podría significarles también ir a parar a la cárcel o, en el mejor de los casos, ver su carrera terminada.

Lo primero fue encontrar un hilo desde donde jalar, un testigo, una voz secreta que se animara a romper el cerco informativo impuesto por las familias de los involucrados, alguien que forzara el cerrojo y contara lo que había visto, lo que sabía, lo que creía. Hubo que ser muy paciente y actuar con discreción, a ratos intentar hacerse invisible en una trama donde la inocencia y la culpabilidad transitaban por un angosto desfiladero, críptico y sinuoso, con más preguntas que certezas, donde la muerte de una persona en extrañas circunstancias interpelaba como un eco cercano y punzante.

Fue durante una noche, luego de una ardua jornada de reporteo, y en un peligroso barrio de la periferia de Kuala Lumpur, cuando se produjo el “golpe de suerte”, ese momento mágico y adrenalínico para cualquier periodista: había logrado conseguir el primer testimonio de una persona que se atrevió a compartir lo que sabía. A partir de ahí, de los entresijos de aquel relato, las piezas de la historia que quería escribir empezaron a unirse, a tomar forma, como si un destello lúcido iluminase espacios hasta ese momento oscuros, inasibles. Luego vino todo lo demás.

Pero esta era, además, una historia no exenta de dificultades adicionales, como el factor idiomático. Malasia es un país donde fluye un mosaico lingüístico que incluye la lengua oficial, el bahasa Melayu, pero además el inglés y también el chino y el hindi. Por tanto, se necesitaba echar mano a todos los recursos emocionales y cognitivos para que eso que se decía en otro idioma pudiese ser traducido y explicado con precisión y así evitar errores. Hubo traductores profesionales y también personas comprometidas que regalaron su tiempo con el único propósito de que a través de este libro se conociera el lado más oscuro de las cárceles de Malasia y de la persecución que vive la comunidad LGTB en ese país.

En una obsesiva búsqueda —que no estuvo exenta de miedos y peligros— viajé innumerables veces a esa nación. En los primeros meses había momentos en los que el sentimiento era el de estar dando vueltas en redondo, sin rumbo, con la sensación de estar hurgando en las entrañas de un relato por momentos inescrutable. Las audiencias del juicio contra Fernando Candia y Felipe Osiadacz se postergaban y el nombre de la persona muerta en el lobby de un hotel de Kuala Lumpur era hasta ese momento solo eso, un conjunto de letras que no decían nada acerca de su vida, de su historia. Eso terminó el día que obtuve la dirección de su familia, el nombre de los parientes y por primera vez la imagen de su rostro. Con esa fotografía impresa inicié la búsqueda de sus amigos, de las personas que lo habían conocido, y también de sus compañeras de la noche, en su mayoría trans que ejercían la prostitución. Yusaini Bin Ishak era su nombre legal, pero en este texto será Tasha, apodo que eligió años antes de morir, cuando asumió su identidad de género.

Recorrí decenas de veces la misma ruta que Fernando y Felipe dicen haber tomado de regreso al hotel donde se alojaban la madrugada de ese fatal 4 de agosto, pero que hicieron por separado. Realicé también tres viajes al pueblo de la víctima. En esa pequeña localidad rural, a ciento treinta kilómetros de Kuala Lumpur, encontré a sus amigos de infancia, me conecté con sus rutinas diarias y también logré interiorizarme, a través de los testimonios de quienes la conocieron, con sus heridas internas debido a la discriminación sufrida por el solo hecho de ser transgénero en un lugar con profundas raíces religiosas.

En la construcción de esta historia entrevisté a policías corruptos, pero también a gendarmes amables que accedieron a contar su propia experiencia como custodios de una cárcel inhumana, la de Sungai Buloh, donde estuvieron recluidos los chilenos durante dieciséis meses. También me encontré con antiguos presos, cuyo paso por ese infernal agujero los dejó con marcas indelebles en su cuerpo y en su espíritu pero que, a pesar de ello o quizás por eso mismo, continuaron con su vida delictual luego de recobrar la libertad.

Asimismo, hablé con otros presos en los días de visita de la prisión, rostros macilentos y curtidos por la experiencia carcelaria, cuyo dolor, sin embargo, podía palpar a pesar del grueso vidrio que nos separaba. Esas imágenes no las olvidaré jamás.

Aparecieron en el camino activistas de ONG y abogados de derechos humanos que luchaban por los presos y sus aberrantes condiciones carcelarias, labor que hacían con miedo pero con enorme convicción, y que aplacaban rezando y actuando siempre con sigilo. Y pude también entrar en contacto con parte de la mafia local que trafica personas y que además facilita la logística para la fuga de quienes quieren cruzar las fronteras con papeles o sellos migratorios adulterados.

Por último, decir que esta historia tuvo para mí dos epílogos: el primero, cuando Candia y Osiadacz salieron en libertad, y el segundo cuando —con meses de diferencia— se fugaron de Malasia y, tras algunas apariciones en la prensa, desaparecieron del radar público. Eso hasta hoy, hasta estas páginas que contienen y relatan la historia de un caso que impactó a la opinión pública de nuestro país y que movilizó a ministros, parlamentarios y alcaldes para traerlos de regreso a Chile.

Este libro cuenta, en síntesis, el caso de dos compatriotas y de una ciudadana malasia unidos en una tragedia que terminó con una vida y afectó para siempre la de otros. Como tantas veces ocurre en la vida de los seres humanos, el destino y sus azarosos designios terminó por imponer su ley.

Agonía en Malasia

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