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1 ANTINOMIAS EN EL TRATAMIENTO DE LAS PSICOSIS

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En su tesis doctoral, De la psicosis paranoica en su relación con la personalidad, Lacan dio cuenta en 1932 del interés de los pioneros del psicoanálisis por la psicosis, de cómo se instruían en ella tomando al psicótico como objeto de cuestionamiento y llegaban a someter su práctica a la prueba de la psicosis hasta el punto en que esa práctica parecía renunciar. Sobre este punto de renuncia nos quedan aún las marcas que ellos nos dejaron en los caminos abiertos.

Es conocida la posición de Freud en el Compendio del psicoanálisis (1938) cuando declara «la necesidad de renunciar a la aplicación de nuestro plan terapéutico en el psicótico, renuncia que quizá sea definitiva, o quizá solo transitoria, hasta que hayamos encontrado otro plan más apropiado para este propósito».1 La posición de Freud respondía al hecho de que el psicótico, o bien no tiene otro objeto que sí mismo, o bien, cuando hay una restauración de la relación de objeto, la trasferencia se efectúa bajo un modo persecutorio.

Seis años antes, un Lacan joven se expresaba en un sentido que no era de renuncia, que mostraba una confianza, no exenta de prudencia, al escribir sobre las posibilidades de una acción psicoterapéutica eficaz en los casos de psicosis.2

Sobre «las indicaciones que se pueden proponer para el tratamiento de la psicosis», Lacan señala lo siguiente: «Desde luego, es el psicoanálisis el que nos parece que viene en primer lugar. Sin embargo, observemos la prudencia extrema con que proceden los psicoanalistas mismos, particularmente en el estadio de psicosis confirmada. De acuerdo con la confesión de los maestros, la técnica psicoanalítica conveniente para estos casos no está madura aún. Es este el problema más actual del psicoanálisis, y es de esperar que encuentre pronto su solución, pues un estancamiento de los resultados técnicos en su alcance actual no tardaría en acarrear consigo el decaimiento de la doctrina. Algunos casos, sin embargo, sí han sido analizados. Se han obtenido resultados netamente favorables, y algunos de los análisis se han publicado con detalles. Subrayemos con elogio la extremada reserva que expresan los autores mismos acerca de los resultados felices. No dejan de atribuirlos a coyunturas particularmente propicias, y siempre hacen persistir grandes reservas en cuanto al porvenir».3

A renglón seguido, Lacan cita varios casos de psicosis analizados y donde se habían obtenido resultados favorables, entre otros el caso de «paranoia crónica», de Poul Bjerre (1912), y el análisis de un delirio paranoico de celos, de Ruth Mack-Brunswick (1928);4 por otro lado, observa que el problema más espinoso planteado por la técnica psicoanalítica es el de «la absoluta necesidad de corregir las tendencias narcisistas del sujeto mediante una transferencia tan prolongada como sea posible». Esta sería la primera antinomia, es decir, la primera contradicción a resolver.

Lacan señala una segunda antinomia: «La transferencia sobre el analista, al despertar la pulsión homosexual, tiende a producir en estos sujetos una represión en la cual la doctrina misma nos hace ver el mecanismo más importante de la eclosión de la psicosis. Este hecho puede poner al psicoanalista en una posición delicada. Lo menos que puede ocurrir es el abandono rápido del tratamiento por parte del paciente».5 Puede ocurrir, también, que «la reacción agresiva se oriente con mucha frecuencia contra el psicoanalista mismo, y persista durante largo tiempo, incluso después de la reducción de síntomas importantes, y con gran asombro del enfermo mismo».

Lacan observa también que algunos psicoanalistas proponen, como condición primera, la cura de estos casos en clínicas cerradas, como hacen Ernst Simmel, en la clínica Schloss-Tegel, a las afueras de Berlín,6 o Istvan Hollós en la «Casa Amarilla» de Budapest.7 En suma, esta antinomia implica que «la acción del tratamiento debe implicar la buena voluntad de los enfermos como primera condición».

Una tercera antinomia, consecuencia de lo que Lacan define como una propiedad del inconsciente, es que «el delirio mismo expresa a veces de manera tan adivinatoria la realidad inconsciente, que el enfermo puede integrarle de golpe, como otras tantas armas nuevas, las revelaciones que el psicoanalista aporta sobre esta realidad». Cita, a continuación, un párrafo de «Algunos mecanismos neuróticos en los celos, la paranoia y la homosexualidad»,8 en el que se refiere a los apoyos que un paciente celoso hallaba en cada una de las interpretaciones del psicoanalista.

Resulta llamativo el empleo del término «adivinatorio» en este contexto. Lacan piensa en el inconsciente como un sistema formal en el que se alojaría un saber que sobrepasa cualquier cálculo. Efectivamente, el término «adivinatorio» se encuentra en algunas tradiciones religiosas donde la adivinación constituye un medio para obtener un signo de Dios. En otras palabras, Lacan entiende que el inconsciente produce un cierto tipo de certeza, y que en la psicosis el inconsciente advertiría al sujeto anticipando una certeza, o mejor dicho, produciendo una respuesta o una solución prematura que se anticiparía a la pregunta.9

Por todo esto, Lacan concluye que «el problema terapéutico de las psicosis hace más necesario un psicoanálisis del yo que un psicoanálisis del inconsciente, lo cual significa que habría que encontrar soluciones técnicas en un mejor estudio de las resistencias del sujeto y en una experiencia nueva de su modo de operar», observación que no estaba muy alejada de las posiciones de Paul Federn y otros psicoanalistas que se enfrentaban con casos de psicosis.10

EVITAR EL MAL ENCUENTRO CON LA INTERPRETACIÓN

Las tres antinomias mencionadas tienen la virtud de poner de relieve aquellos puntos donde la «renuncia» freudiana al tratamiento de la psicosis abría una brecha en el saber analítico, y cuya no resolución —como señalaba Lacan— supondría un decaimiento de la doctrina.

Robert Wälder se interesa por las razones de la estabilización de Schreber e indicará que las consecuencias de los procesos curativos espontáneos abren una posibilidad ahí donde parecen presentarse límites a la aplicación terapéutica del psicoanálisis a la psicosis.11 Wälder cuestiona la premisa de Freud según la cual la transferencia es imposible en la psicosis presentando el caso de un matemático esquizoide en el que se había obtenido un éxito razonable por medio de la sublimación de la libido narcisista. Wälder tiene la impresión de que podía existir una articulación entre la libido narcisista y la libido objetal que haría posible la transferencia en la psicosis. Seguramente Freud había leído el artículo de Wälder, porque, en un párrafo de «Neurosis y psicosis», en 1924, es decir, el mismo año en que Wälder publicó su artículo, decía escribir «en conexión con una línea de pensamiento surgida de otras procedencias concerniente al origen y prevención de la psicosis».12

Era mucho lo que los discípulos de Freud esperaban aprender de los mecanismos en juego en los procesos espontáneos de recuperación y las diversas formas de estabilización, pero ¿cómo hacer entrar a la psicosis en el tipo de vínculo social de discurso que implica el tratamiento analítico? ¿Cómo puede el Otro perseguidor del paranoico ser compatible con el psicoanálisis? Si el Otro es transparente, si lo sabe ya todo, ¿no puede ser este el síntoma que prepare el terreno para su transformación en la certeza de que «el psicoanalista lo sabe ya todo»?

La cuestión es saber qué dirección dar al tratamiento una vez se toma al psicótico en análisis. ¿Qué puede producir dicha aceptación? Es la cuestión formulada por Edoardo Weiss en el momento de abordar el problema del diagnóstico temprano de la psicosis,13 así como por Paul Federn al dedicar varios trabajos a esta cuestión.

Veremos cómo, pasado el entusiasmo interpretativo de la «Escuela de Zúrich», el problema se centrará fundamentalmente en el manejo de la interpretación en la psicosis. Karl Landauer, un especialista en la esquizofrenia, lo señala de un modo destacado. También lo encontramos en una carta de Freud a Herbert Binswanger, en 1935,14 en la que declaraba haberse tenido que abstener de introducir una confesión del paciente en el curso del tratamiento debido a que se trataba de una psicosis. Con enorme lucidez, Freud evita el encuentro con la interpretación que hubiera podido desencadenar un episodio psicótico. En resumen, la operatividad de la interpretación depende del mecanismo de la represión, y en la psicosis esta no está presente.

EL ANALISTA-BRICOLEUR

Algunos casos de psicosis que se hallaban más allá de la influencia terapéutica hacían que la ubicación de Freud en el tratamiento de sujetos psicóticos se asemejase a esa forma de «autohacer» propia de la figura del bricoleur, a la cual Claude Lévi-Strauss hacía referencia.15 ¿Cómo definir este tipo de operación que no tiene ni la forma reflexiva, ni la expresión formalizada, ni la progresividad rigurosa de los saberes transmisibles? Para definirla, Lévi-Strauss introdujo la imagen del pensador «primitivo» como artista-bricoleur que utiliza lo que tiene a mano para realizar todo tipo de odd-jobs, es decir, de apaños dentro de un inventario determinado de materiales o enseres domésticos.

El bricolaje no procede ni de un proyecto coherente —para el bricoleur se trata siempre de una intervención puntual y ocasional—, ni de un saber específico —el bricoleur reutiliza los materiales que encuentra y que estaban destinados a otros empleos: los resultados son inciertos, nunca son idénticos y, por lo tanto, son difícilmente reproducibles. Lo esencial es que los objetos que poseen un significado en el lenguaje normalizado pueden obtener un nuevo significado, ser objeto de nuevos usos—. Por todo ello, la posición de Freud en el tratamiento del delirio sugiere al bricoleur y siempre en la lógica del caso por caso. Un ejemplo paradigmático lo podemos ver en uno de los casos que Sandor Ferenczi controla con Freud, el «caso Marton». Freud se muestra pesimista porque la paciente se situaba más allá de los límites de la influencia del dispositivo analítico y señala que, a pesar de todo, se podía hacer un tratamiento discrecional, indicando que el caso podía instruir al psicoanálisis: «Para hospitalizarla convendría utilizar de nuevo la ficción que ya fue puesta en funcionamiento: el enfermo es el marido que ella también observa. Al cabo de dos meses se le podría anunciar que su marido ha sido transferido y proseguir el tiempo que fuera posible la experiencia, situándose en el terreno del delirio. La influencia no es posible más que a partir de aquí, jamás a partir de la lógica».16

Una indicación así pone de relieve los límites del procedimiento que Freud había adoptado al escribir su trabajo sobre la Gradiva de Jensen. Recordemos que la fábula imaginada por Jensen encontraba un mentís en la dura realidad. En el «caso Marton», Freud propone a Ferenczi crear una ficción que situaba a Ferenczi en el terreno del delirio, de un modo que, como veremos, no era muy distinto al lugar que Jung ocupará en el caso de Otto Gross.17

Por su parte, de sus controles con Freud, Ferenczi supo extraer algunas enseñanzas:18

Primero: no discutir de análisis con el paranoico.

Segundo: aceptar con precauciones sus ideas delirantes, es decir, tratarlas como posibilidades.

Tercero: se puede lograr una cierta transferencia haciendo uso de alguna cualidad del paciente.

Cuarto: estos enfermos realizan siempre la mejor interpretación de sus sueños. En general los interpretan muy bien (por carecer de censura).

Quinto: es difícil conducirlo mediante la discusión a más de lo que él mismo quiere. No obstante, si está de buen humor es condescendiente a hablar de ideas que se le ocurren (así es como conciben el análisis). Lo más importante se averigua en el transcurso de estos intentos, pero no es fácil saber a qué atribuirlo. Si se advierte que empieza a sentirse herido, se le debe dejar asociar según su método.

Sexto: el paranoico no soporta que se le cite su «inconsciente», él no tendría nada «inconsciente», porque se conoce perfectamente. En realidad se conoce mejor que los no paranoicos; lo que no proyecta le es perfectamente accesible.

KARL LANDAUER: LA TÉCNICA «PASIVA»

Si bien la función de la palabra era para Freud dominante en la psiconeurosis, se verá llevado a tener en cuenta muy pronto el manejo de la letra en el tratamiento de la psicosis, como ocurre en el caso de la señora P, publicado en «Nuevas observaciones sobre las psiconeurosis de defensa».19

Este caso se presenta como un «texto desgarrado»:20 Freud se da cuenta del lugar que una novela de Otto Ludwig, Die Heitherei,21 tiene en el delirio de la paciente. El título de esta novela, que carece de género en alemán, vuelve en las alucinaciones de la paciente.22 Freud usa este texto para situar en la sintaxis del delirio los comentarios de las voces que la persiguen.

Apuntar a una práctica de la letra en la psicosis supone tener en cuenta la posición del analista como «secretario del alienado»,23 posición que hemos encontrado en los trabajos publicados de Karl Landauer.

En 1913, Landauer había disertado, en Viena, sobre la psicología de la esquizofrenia, declarando que estos pacientes podían beneficiarse del tratamiento psicoanalítico. En 1924 escribiría un artículo sobre «La técnica pasiva»,24 en el que señalaba que mediante esa técnica había llevado a una feliz recuperación varios análisis de depresión que había tomado a su cargo (se trataba de casos de depresiones «endógenas», melancolías e hipocondrías). Landauer argumenta que en los casos de esquizofrenia resultaba también adecuada la aplicación de la «técnica pasiva». ¿En qué consiste esa «técnica pasiva»? Precisamente, «en omitir temporalmente la transferencia de objeto, positiva o negativa, lo que permitía ir directamente a la identificación y a la proyección».25 Landauer señala que esto es lo que ocurre en psicosis con alucinaciones auditivas donde podemos servirnos del ardid de expresarnos en «términos alucinatorios», es decir, hablar del paciente y del médico en la tercera persona, o bien impersonalmente, más que en la primera o la segunda persona. Así se hace posible llevar a la palabra el carácter compulsivo del proceso. Así, por ejemplo, un paciente que se mantenía en silencio cuando nos dirigíamos a él directamente, respondía siempre cuando se le preguntaba: «¿Se tienen que oír voces?» («Muss man Stimme hören?») o «¿Qué se piensa en él?» («Was denkt in ihm?»). Estas cuestiones —prosigue Landauer— no deben ser subestimadas, se trata más bien de una cuestión de difícil comprensión, tanto para quienes están alrededor del paciente como para su propia prueba de realidad, ya que uno tiene constantemente la impresión de que las tendencias que se expresan en sus alucinaciones deben ser disimuladas (como dijo uno de sus pacientes: «No se tienen que oír voces» («Stimmen hören darf man nicht»).

Landauer señala que no hace otra cosa que «llevar a la realidad las pulsiones que se vieron forzadas a entrar en el dominio fantasmático para inscribirse desde la realidad externa en la irrealidad: así le garantizamos al paciente una ganancia de placer, apartando el objeto odiado por medio de la identificación, nos sustraemos a ella y le permitimos reforzar la débil transferencia positiva evitando que siga siendo ignorada en el dominio de lo fantasmático. De lo contrario, podría defenderse de la transferencia de objeto positiva a través de la proyección, expresada clínicamente por medio del bloqueo».26 En esta técnica, sucintamente definida, «en lugar de trabajar con la Übertragung (transferencia) trabajamos con la Eintragung (inscripción)».

Con este procedimiento, Landauer sostenía haber logrado curar dos enfermos de hebefrenia, así como influir favorablemente en varios casos institucionales crónicamente severos: «Por ejemplo, con un catatónico que había permanecido en cama casi mudo durante veintiséis años pudo, en tres meses, empezar a hablar, a salir de la cama y trabajar. En dicho periodo, perdió su miedo al contacto, una fobia que le había impedido darle la mano a nadie, tocar las manijas de las puertas, etcétera. Otra paciente que se había abstenido de comer durante cinco años y que tenía que ser alimentada por sonda, empezó a comer después de solo dos meses de tratamiento. Hasta hoy, he probado mi técnica casi exclusivamente en los casos más severos; sin embargo, incluso en estos, una gran cantidad —al menos en aspectos sociales— mejoraron en un periodo de tiempo corto».27

Landauer relata la génesis de la técnica «pasiva» en el contexto de una contribución al debate sobre la técnica: «Mis primeros análisis fueron intentos de tratar psicosis siguiendo la orientación de la Escuela de Zúrich, es decir, mediante traducciones del lenguaje psicótico al discurso normal. Este era un trabajo exclusivamente del lado del médico; para decirlo de un modo más descriptivo: si uno tenía suficiente suerte de descubrir una interpretación, se la ponía en la boca del paciente. Con este procedimiento, casi regularmente el estado del paciente empeoraba: bloqueo, estupor, aparecían estados de alucinación confusional, etcétera [...] Para evitar estos escollos técnicos había que transformar la técnica clásica infructuosa con las esquizofrenias».28

Varias fueron las claves que le abrieron el camino a Landauer:

1. El hecho de que los bloqueos pueden ser vencidos evitando la actividad interpretativa. A este respecto, tanto la pasividad como la reserva se convierten en el precepto o la regla.29

2. La suerte hizo que pudiera entender el mecanismo operante en la recuperación espontánea en un caso de estupor catatónico.30 En dicho caso, la importancia central de la identificación, hacia la cual se dirigía la proyección, se había hecho evidente. La tarea fue entonces poner estos mecanismos de la elección de objeto narcisista al servicio de la cura.

3. Fue decisiva la experiencia de un análisis que fracasaba debido a una transferencia negativa que se había manifestado ya en la segunda sesión, aunque eso se le había pasado por alto. Como resultado, el problema fue manejarse lo más rápidamente posible con la transferencia negativa y hacer que la transferencia positiva fuera indiscutible y de este modo creciera.

4. Por último, Landauer precisa que tuvo la fortuna de tener muy pronto como paciente a una actriz que era incansable en la realización de actos sintomáticos. «Mi interés se centró en sus “representaciones” —el término se ajustaba a su actividad profesional. La simple constatación de las performances (Darbietungen) o eventualmente la descripción de las mismas lo más exactamente posible, tuvieron un efecto más convincente que todo mi trabajo de interpretación. La paciente era activa, mientras que yo era meramente un espectador pasivo. Ella presentaba ante mí el proceso de recuperación como una pieza de teatro fascinante. En el curso general de las asociaciones estas se transformaron en acciones sintomáticas». La comunicación en palabras se encadenó a una comunicación al menos equivalente por medio de la representación en el sentido de la «Psicopatología de la vida cotidiana» de Freud.

Todas estas observaciones de Landauer sobre el manejo de la transferencia apuntan a ampliar los beneficios relativos de la terapia analítica para la esquizofrenia. Landauer recomienda un tratamiento gradual advirtiendo que el uso de mecanismos proyectivos e interpretativos activa las reacciones de transferencia hostiles. El tratamiento de la psicosis es posible teniendo en cuenta estas condiciones básicas.

Además, llama la atención que Landauer se interesase, por ejemplo, por las modalidades en que el pronombre personal pierde su propiedad en la psicosis. Landauer es sumamente lúcido al señalar que en la psicosis el despersonaliza al perder su propiedad fundamental de distinguir el enunciado y la enunciación: el se convierte en él precisamente porque no apunta a ningún sujeto.

Por último, Landauer hace una interesante aportación al precisar que en lugar de hablar de transferencia (Übertragung) sobre el analista en la psicosis, deberíamos hablar de Eintragung («inscripción»), lo que requiere del analista su abstención de interpretar para evitar la transferencia negativa. El analista debe «inscribirse» como un medio para la transferencia positiva y garantizar la traducción posible de la irrealidad de su mundo pulsional hostil.

Si las observaciones de Landauer pueden interesarnos hoy es porque se centran en saber desde qué lugar puede el analista intervenir en el tratamiento de la psicosis. En efecto, el analista puede operar desde dos parámetros íntimamente articulados entre sí: por un lado, manteniendo la interlocución en un manejo reducido de los conmutadores (shifters)31 y, por otro, sabiendo que la transferencia en la psicosis supone un «registro» en el que el analista puede inscribirse discretamente y ayudar al trabajo del psicótico. Esta perspectiva se abre a toda suerte de tratamientos posibles de los trastornos del lenguaje.

HERMAN NUNBERG

Otro pionero, Herman Nunberg, comenzó su carrera de teórico con dos importantes artículos sobre un caso de esquizofrenia. A diferencia de Paul Schilder, Nunberg no intentaba mediar y reconciliar la psiquiatría con el psicoanálisis, al contrario, quería dar testimonio de una verdadera clínica bajo transferencia de la psicosis.

Nunberg insiste en la vertiente simbólica del tratamiento en el momento en que Victor Tausk, en su trabajo sobre «El aparato de influir en la esquizofrenia», se interesaba más por la vertiente imaginaria de la psicosis.

Tal como señala Michael Turnheim, «nadie había establecido, hasta la Cuestión preliminar de Lacan, un lazo tan estrecho entre el fenómeno psicótico y el fracaso del Edipo».32

Casi olvidados hoy, sus dos extensos artículos: «Sobre el ataque catatónico» y «El curso del conflicto libidinal en un caso de esquizofrenia», son una prueba fehaciente de la existencia de una verdadera «clínica bajo transferencia» de la psicosis en la época de Freud.33

Nunberg consigue mostrar los intentos de un paciente psicótico por recuperar el objeto. Primero, lo hace con la ayuda del discurso; más tarde, con la ayuda de las identificaciones narcisistas, y, por último, mediante el lenguaje de las pulsiones. Nunberg describe los lugares sucesivos que él, como objeto, iría ocupando en el delirio del paciente: objeto homosexual, objeto perseguidor y, finalmente, ideal del yo.

La estabilización del delirio se logrará al pasar Nunberg de la posición del Otro perseguidor al del «ideal del yo», es decir, después de la constitución de un ideal menos persecutorio: «podemos definir el curso de la enfermedad —señala Nunberg— como una búsqueda del ideal del yo». El paciente decía que estaba a la búsqueda de su ideal.

Después de un primer acceso de hipocondría, estando plenamente sumergido por la libido del yo (Ichlibido) y con toda una pléyade de trastornos en sus órganos, empieza a imaginar que pierde su ideal de hombre fuerte y sano. Comienza entonces la búsqueda para recuperarlo mediante ejercicios físicos. A continuación, se produce un ataque catatónico y empieza a pensar que ha recuperado este ideal. Solo al final, después de recuperar el objeto, encuentra un ideal nuevo hasta entonces: él es «un hijo bueno y obediente, que hace sus deberes con prontitud». No obstante —como señala Nunberg— en esta fase el paciente se vuelve menos comunicativo y, también, menos interpretativo («en términos de juegos de palabras compuestas, que él nombraba como la Kabala, es decir, una zona donde era incapaz de distinguir realidad y sueño»). En adelante, no quiere volver a hablar más de su enfermedad. Un nuevo ideal de sí mismo le reconcilia con sus superiores en el trabajo. Nunberg destacará la aparición de una fase de represión en nombre del ideal tras haber establecido una relación entre los síntomas psicóticos y el fracaso de la constitución de la estructura edípica.

Este caso es un verdadero paradigma de una clínica de la psicosis que toma en serio las consecuencias de la introducción de la «libido del yo» (Ichlibido) por Freud en «Introducción al narcisismo».

Nunberg da cuenta de la manera en que el tratamiento de la psicosis puede acentuar la dimensión persecutoria correlativa al «¿Qué me quiere el Otro?», de la transferencia y la importancia de evitar ocupar ese lugar. En realidad, Nunberg se da cuenta de que no se trata de que el analista se borre del lugar del saber, acentuando el «(yo) no pienso» o el «(yo) no gozo» del analista, sino que, al contrario, comprueba que una de las consecuencias inmediatas de borrarse del lugar del saber y de encarnar la barra sobre el Otro, puede igualmente acrecentar la angustia desbordante en el paciente.

DESABONARSE DE LA INTERPRETACIÓN

Lo que hace que estos trabajos sean todavía actuales es su esfuerzo por deducir y definir la estructura de la posición del sujeto psicótico. Su lógica consiste en que el sujeto se ofrece para encarnar el goce que falta en el universo del discurso y, como correlato, se impone tener la Misión de sostener dicho discurso. Se trata de una paradoja bien conocida para quienes trabajan con pacientes psicóticos: por un lado, el sujeto psicótico detenta la posición de saber, «él sabe»; por otro lado, él mismo es el objeto que falta a ese universo de saber. Es justamente esa falta de saber la que abre una posibilidad a la transferencia con el analista. Esta polaridad sería aclarada por Lacan en un breve pero fundamental texto de presentación de la edición francesa de las Memorias de Schreber.34

Volvamos a las cuestiones suscitadas por Nunberg y Landauer. Ambos tienen el mérito de plantear el problema de saber dónde está el sujeto en la transferencia analítica. Hay aquí siempre una paradoja, ya que el sujeto psicótico está en posición de «amo» del saber, lugar desde el cual puede afirmar «yo sé» (Lacan señalaría que «el psicótico es amo [maître] en la ciudad de las palabras»), pero, al mismo tiempo, se sitúa como objeto que falta al Otro, es decir, al universo de discurso. Estas dos posiciones no son excluyentes, por así decirlo, son dos caras de la misma moneda.

Dadas estas coordenadas, la posición más apropiada para el analista en la transferencia con el psicótico es la de sostener el «ser un saber». No hay contradicción entre el hecho de que el psicótico sepa y, al mismo tiempo, el analista esté en el lugar del saber. Esta paradoja la resumía un paciente psicótico que le decía al analista que «buscaba un guía que le siguiera». En otras palabras, lo que se puede esperar del analista en el tratamiento de la psicosis es que sepa ocupar ese lugar. Solo desde ese lugar de «ser un saber» se puede esperar un «desabonamiento» del psicótico de su vocación por la interpretación, es decir, por su empuje a complementar el goce y la significación del Otro.

Gracias a la enseñanza de Jacques Lacan podemos ahora entender que el tratamiento de la psicosis implica construir un síntoma partiendo del goce del Uno sin tener que pasar por el goce del Otro. En los términos empleados por Nunberg, la cuestión era cómo salir de la libido del yo (Ichlibido), del goce narcisista de la propia imagen, sin apoyarse en un goce que interese al Otro perseguidor. La cuestión pasa por resolver estas otras cuestiones: ¿cómo evitar pasar por el goce del Otro? ¿Cómo construir un síntoma que no implique los desórdenes del sentido propios de la psicosis? Schreber lo comenta en sus Memorias al hablar de sus intentos por estructurar el tempo de las voces el día en que se da cuenta de que la cadencia de las voces no era siempre la misma y de que, cuanto más avanzaba en su «reconciliación» con el Dios, señalando a un punto de encuentro con él en el infinito —reconciliación con el goce del Otro imposible de soportar—, más se transformaban las voces, convirtiéndose en puros significantes sin significación. Por lo tanto, el pasaje del goce del Uno —goce puro del significante—, sin tener que pasar por el goce persecutorio del Otro, nos da la clave del modo de desabonarse de la interpretación en la psicosis.

PAUL FEDERN

Un pionero de la psicosis algo olvidado hoy en día, Paul Federn, nos dejó una gran cantidad de trabajos sobre la clínica psicoanalítica de la psicosis.

Federn había empezado a tratar a pacientes psicóticos en 1905 y en más de una ocasión tuvo la oportunidad de comunicarle a Freud su experiencia. Aunque fue de los primeros en abordar el problema de la transferencia con psicóticos, solo en 1943, es decir, cuatro años después de la muerte de Freud, se autorizó a publicar su primer artículo «El psicoanálisis de los psicóticos», un artículo en el que comunica su primera experiencia exitosa con una paciente psicótica.

Federn llevó a cabo el largo tratamiento de esa joven, hospitalizada en dos ocasiones por un estado de catatonia con agitación. La visitaba en el hospital durante semanas y acabó consolidando su transferencia mediante un trato amable. Federn le contaba historias agradables sobre personas a las que ella quería, sin mencionar a las que no quería. Se informó bien sobre sus gustos particulares. Le prometió sacarla del hospital y no omitió recurrir a regalarle chocolate: «Es fácil —escribe— ganarse una buena transferencia en psicóticos aprovechando su regresión al nivel oral».

Federn detalla cómo su mujer colaboró en el tratamiento: «Mi mujer estaba dispuesta a hacer cualquier sacrificio en pro de una tarea importante, de modo que pude acoger a la paciente en mi casa. Los dos soportamos sus arranques emocionales, su negativa a comer cuando temía ser envenenada, sus caminatas interminables por la habitación durante toda la noche, su abuso del tabaco y el relato de sus desgracias alucinatorias. Por nuestra parte, no le pusimos ningún límite, aunque sabíamos que ello significaba correr el riesgo de que se suicidara. Yo conocía su pasado y los conflictos subyacentes, y la ayudaba a dominarlos. En los años que siguieron, acudió a nuestro asilo por periodos cada vez más breves. No le permití volver con su familia; además conseguí, hasta cierto punto, influir en su madre anormal y en sus hermanos, amables aunque neuróticos, y logré que le permitieran vivir sola. Ella prosiguió sus estudios y llegó a ser una buena artista. Le pedí al profesor de la Academia de las Artes que me llamara a mí, y a ningún otro psiquiatra, cuando se pusiera rara y paranoica. A veces ella no necesitaba del entorno concreto de nuestra casa, sino que se pasaba horas paseando en coche con mi mujer, interrumpiendo a menudo el recorrido para comer cantidades ingentes de caramelos. Entonces se calmaba y volvía a su propio estudio. Se volvió normal, se casó dos veces y cumplió con todas sus obligaciones. Acabó cortando toda relación con nosotros, lo cual en aquel entonces me produjo pesar. Nunca le cobré nada, pero creía que todos aquellos servicios merecían alguna devoción y gratitud. Más tarde abandoné este punto de vista narcisista, cuando entendí que tal deserción era justa y necesaria para evitar el miedo a la recaída, puesto que aquello le recordaba su estado psicótico. La combinación de la transferencia con la ayuda psicoanalítica salvó a este ser humano tan notable desde el punto de vista intelectual y desde el punto de vista artístico».35

Entre otros temas, Federn se interesa por el difícil problema de la certeza psicótica. La certeza con que los pacientes paranoides aprecian sus ideas delirantes supone un escollo, aunque no insoluble mediante un abordaje terapéutico.36 En una de las viñetas presentadas en su libro, una mujer joven que padecía de demencia paranoide declaraba, entre otras cosas, que «estaban propalando por la radio noticias acerca de ella y que habían intentado envenenarla». Federn describe un fragmento de este diálogo:

FEDERN: ¿Escuchó usted misma lo que decían en la radio sobre usted?

PACIENTE (tras una breve pausa): No.

F.: ¿Cómo supo que estaban propalando cosas sobre usted?

P.: Todo el mundo lo murmuraba.

F.: ¿Oyó usted lo que murmuraban?

Federn aprovechó para insistir en que admitiese que lo que ella había tomado por cierto era solo una de muchas posibilidades. A la paciente le impresionó que Federn aceptase todo lo que ella le dijo como de extrema seriedad e importancia, merecedor de ser tomado en cuenta junto a otras posibilidades.

F.: ¿Cómo sabe que está siendo envenenada?

P.: Había en mi cama un olor misterioso.

F.: ¿Qué clase de olor?

P.: A lavanda.

F.: ¿La lavanda es un veneno?

P.: En las películas, le ponen en la cama plantas ponzoñosas para envenenarla.

Tras conversar un rato más, la paciente vuelve a admitir que solía tomar como ciertas sus propias explicaciones, cuando ellas solo tenían un escaso grado de probabilidad. Se lamentaba de que otros supiesen lo que ella pensaba, así como ella sabía lo que pensaban los demás. En esta cuestión fue más difícil convencerla de la falsedad de su certeza, pues lo sostenía con gran poder de convicción. No obstante, insistiendo en que diera cuenta de sus breves pensamientos, debió conceder que en un comienzo estos eran únicamente ideas con una probabilidad seductora, y que adquirían certeza solo al ser recordadas y repensadas al día siguiente.

Federn nos muestra cómo en el fondo de la psicosis, tan animada en apariencia por la creencia, predomina la increencia, es decir, un déficit de creencia que es compensado por la certeza, que no pertenece al registro de la creencia.

Si el psicótico no cree, tampoco debería recelar, porque el recelo se acompaña con la creencia. El sujeto no cree en la Cosa que habita en él: suprimida en el interior, retornará desde afuera en forma de certeza. Es lo que Freud había señalado en sus primeros trabajos sobre la psicosis: «Lo que está abolido en el interior en materia de creencia, retorna desde el exterior». En otras palabras, ¡cuanto más inocente es el paranoico, más culpable es el perseguidor!

En la certeza paranoica se instala una especie de transitivismo donde se afirma: «No soy yo, es él». El paranoico nos muestra «a cielo abierto» el fantasma de ser víctima de Otro gozador, y es sobre esta paradoja donde se asienta la dificultad de hablar de «tratamiento psicoanalítico de la psicosis».

Para Federn, el tratamiento de las psicosis apunta al tratamiento del goce («éxtasis libidinal») localizado en las «fronteras del yo», un tratamiento de un goce enigmático que excede o que le falta al sujeto. En ese sentido, la conversación con el psicótico sirve para nombrar aquello que excede o que sobrepasa el campo de la significación.

Pioneros de la psicosis

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