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I CÓMO SE GESTA LA REBELIÓN

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LOS BLOQUES DE FUERZAS EN OPOSICIÓN

A medida que la República legisla y actúa; a medida que se aprovechan episodios minúsculos, intrascendentes, obra del populacho, pero corregidos por los gobiernos; a medida que las discusiones teoréticas, mezquinas, aviesas, van excitando las pasiones en el Parlamento; a medida que la tolerancia de los legisladores y del poder ejecutivo deja actuar «in crescendo» a los propagandistas que usan la tribuna parlamentaria y la de la prensa para sembrar aquel veneno del odio y el sentimiento de venganza; a medida que la actividad intelectual y legislativa en todos los campos de la acción gubernamental y social se va haciendo caer en el descrédito, y se realza cuanto pudo haber de malo y se oculta o desfigura cuanto hay de beneficioso en orden al bienestar social; en suma, a medida que el sectarismo partidario se convierte en el móvil de la acción ciega e irresponsable... De una manera natural los personajes y personajillos, los grupos sociales, los clanes, las clases, los testaferros de «intereses creados» que encarnan el espíritu de reacción, la iracundia y el rencor incontenibles se convierten en inconscientes inspiradores o actores de la persecución y del crimen.

Por esa causa se formaban los bloques de acción, fundiéndose al calor de un estado de moral sobreexcitada por las pasiones que degradan y envilecen la calidad humana; y eso sucedía, lo mismo en los políticos partidarios del viejo régimen depuesto que en las instituciones y empresas que veían mermados o amenazados sus fueros y privilegios, y que en algunos acólitos de los gobernantes que no habían tenido oportunidad u ocasión de medrar y que les seguían más o menos servilmente, pues no lo harían por idealismos ni convicciones doctrinarias, sino simplemente por eso, por medrar, pues los tocados de incultura política simplemente ven en la nobilísima función de la política eso, la posibilidad de medrar. De aquí que, tanto desde los organismos públicos como desde los focos de agitación secretos, como desde la tribuna y la prensa, se fueran destruyendo los sentimientos y ambiciones honradas de muchas gentes. Digamos más bien de la mayor parte de la masa social, en la cual podía haber descontento por el rumbo incierto de la política, pero nada más. Basta sumar los activistas, propagandistas, agitadores, afiliados a todos los extremismos que venían manteniendo viva la anarquía social, para comprobar que en un país de 28 millones de habitantes no sumaban 200.000, es decir, menos del 1%.

El apasionamiento de que eran víctimas por obra de su propia propaganda daba a los partidos políticos opositores una coherencia morbosa y una voluntad de acción sobreexcitada por la urgencia de recobrar una presa que ya habían creído tener en la mano antes de las elecciones. Ese fenómeno reactivo que se produce en cualquier régimen democrático en que la masa social, en vez de estar controlada desde arriba, se halla a merced de los agitadores, en la República española se veía agravado por obra de las influencias foráneas que operaban en la sombra, y que contribuían con sus prédicas y consignas a corroer a la masa social y encauzarla por derroteros que no tenían nada de españoles ni representaban así inspiraciones nacionales de ninguna especie.

De ese modo las logias masónicas, los directorios de la acción capitalista internacional, los cerebros rectores en el mundo exterior del catolicismo como fuerza atávica y de las tres convulsiones ideológicas que bullían en Europa venían a multiplicar la obra demagógica en el ambiente español. La llevaban a cabo: la Falange y las JONS, la UME y la UMRA,1 las agrupaciones religiosas de acción política, las milicias socialistas, comunistas, tradicionalistas, monárquicas..., los ateneos libertarios, los comités rectores de los sindicatos y las casas del pueblo, los clubs aristocráticos, los centros culturales de filiación política diversa y las agrupaciones de intelectuales (profesionales y estudiantes), en fin, desde todos los focos donde alumbraban los extremismos revolucionarios de derechas y de izquierdas.

Todos habían nacido y vivido al amparo de la ley. Todos pudieron desenvolverse en el cauce de sus respectivos credos, que una sociedad democrática sabía respetar, aunque no compartiese muchos de ellos, porque la vida de los seres civilizados puede y debe ser así. El hombre aún no sabe dónde está la verdad aunque eternamente esté en Dios, y no se le debe cerrar ningún camino que le permita llegar a ella por las vías de la acción, del pensamiento y del trabajo. No obstante, al envilecerse con el juego de las bajas pasiones, la vida de la relación democrática que podía ser vivero de fecundidad, se convirtió en foco de corrupción, y el instinto animal, hermanado al poder de la razón (conjunción aparentemente absurda, pero realísima en todas las convulsiones de tonos ideológicos y sociales) tendería a la integración de bloques por la reunión de tendencias afines, cuya idea primaria de acción era imposible, pero haría sobrevivir por la fuerza lo que no se había sabido o podido alcanzar noble y equilibradamente por el imperio de la razón y en el marco de la Ley.

Aunque en las elecciones de 1936 las derechas habían quedado en minoría, ésta era realmente de mucho mayor «rango social» y «poder económico» del que habían revelado tales fuerzas minoritarias en las primeras Cortes Constituyentes de la República, por cuya causa la fricción entre derechas e izquierdas se mostraba ahora mucho más encendida y belicosa, lo mismo en el Parlamento que en las relaciones sociales. No obstante, como el apasionamiento cegaba por igual a los gobernantes y a sus opositores, en los primeros se desorbitaba, en más, el peligro de rebelión que intuían, y en los segundos, en menos, la resistencia que podían hallar si adoptaban una resuelta actitud rebelde. Envenenados por su propia prédica no percibían que la masa social aún se hallaba enardecida por su triunfo. Por ello cualquier acto de rebelión violenta sólo podría triunfar allí donde el poder social fuese débil o donde se hallase desorganizado, o donde predominase el rancio caciquismo español. Y tal realidad también se comprobaría que tendría inmediata réplica en el hecho de que por efecto de esta crisis se precipitara y adquiriera extraordinario volumen la intervención extranjera de los gobiernos ideológicamente afines a las derechas, y no solamente el que había suscitado el Acta de Roma.

Muchos de los focos de agitación antes citados tenían su prensa o sus libelos; casi todos cotizaban para sus fines de acción subversiva: unos a las salidas de las fábricas; otros en las colectas de las iglesias; otros recabando dádivas de los poderosos; otros organizando suscripciones, y otros repartiéndose a prorrateo los gastos que las diversas actividades requerían. En otro orden, otros se dedicaban a la captación de adeptos en las tertulias, en los cafés, en las universidades, en las calles y a domicilio. Por todos los caminos se lograban fondos económicos para la acción, se afiliaban prosélitos y se minaban las instituciones del Estado: el ejército, el clero, las casas del pueblo, los organismos sindicales; se tendían redes, se establecían y rompían alianzas, y sobre la sociedad española se desplegaban poderosas mallas de cuyos nudos, como focos de fuerza, brotaban esporádicamente, procediendo de todas las direcciones y sectores y de todos los planos sociales, los actos de rebeldía, las provocaciones y los desmanes. Era aquello en todas sus despiadadas manifestaciones, lo que en nuestros tiempos ha tomado el nombre de «guerra fría». Realmente se trataba de una lucha implacable en las fronteras indefinidas del espíritu y de los intereses, como lo es hoy.

Porque fue ésa la realidad nacional de aquel período en que fraguó nuestro drama, estimo errónea —por ser interesada y tratar de deformar el suceso—, la inclinación de los derechistas y los izquierdistas a culpar en exclusiva o principalmente al marxismo, a la aristocracia, al socialismo, a la monarquía, a la masonería, al clero, al comunismo, al anarquismo, al nazifascismo o a cualquiera otra tendencia política o ideológica. Porque lo cierto es que a todos alcanza la responsabilidad (a todos menos a 27 millones y medio de españoles). España era pieza de un mundo en convulsión ideológica y social, y en la sociedad española, como en cualquier sociedad europea, se superponían en fortísimas fricciones todas las corrientes de fuerza económica, política, económica y social que provenían de aquellas agrupaciones o tendencias. Muchas tenían su foco o matriz fuera de la Península y en ésta sus derivados. Algunos, con grandes o pequeños afanes de imitación, bullían en España con caracteres propios y con aspiraciones netamente patrióticas. Mas, como el pueblo español no se hallaba políticamente forjado ni naturalmente maduro, los intereses y las ideas inspiradoras de aquella actuación tendrían significado y reacciones más simplistas y disparatadas que en el exterior. Por ello, el comunismo, o el fascismo, que en sus tres lustros de historia y en su patria de origen ya habían entrado en sus crisoles, en fase de depuración, en nuestro país aún se revelaban en su prístina acción bárbara.

En la sociedad española se tenía además otra experiencia: se vio oportunamente que la huelga revolucionaria de 1917, el golpe de Estado de Primo de Rivera, la sublevación de los artilleros, la rebeldía catalanista, la sedición de Jaca, la caída de la monarquía e instauración de la República, y en general, todos los movimientos convulsivos provocados por las derechas o las izquierdas políticas, aun desenvueltos en el canal de la ley pero que hacían inestable la vida de la sociedad española, tuvieron muy diversa y tímida repercusión de sentido revolucionario en la masa social, y cuando triunfaron corrigieron muy pocos de nuestros males o los corrigieron levemente; en cambio, todos acentuaron el desconcierto y la discordia en la masa social. Ahora, al llegar a este momento español de 1936, que era como una culminación de aquel desconcierto, los efectos serían más vastos y profundos porque aquel maremágnum de agrupaciones político-sociales actuantes fraguó definiendo dos fuertes conglomerados o bloques:

—Uno, tildado de reaccionario, agrupaba a los opositores de derechas, encubierto alguno de ellos en el credo republicano. De este bloque serían expresión los gestores y dirigentes de la rebelión. Para actuar esgrimían como arma justificativa la existencia de un caos o anarquía que ellos mismos habían contribuido a crear (...).

—Otro, tildado de revolucionario, que reunía a las minorías que aspiraban a llevar la obra de la República a sus más extremas consecuencias. De este bloque sería expresión el Comité de Frente Popular.

Habíase llegado a la persuasión de que se tramaba una conspiración para derrocar a la República; sin embargo, algunos extremistas que integraban aquel Comité y los políticos cuya pugna partidaria interna entorpecía la obra de gobierno y provocaba su desprestigio, no percibían que su conducta era un estimulante para que aquella conspiración se (realizara/llevara a cabo).

ACTIVIDADES SUBVERSIVAS PRECURSORAS Y SIGNIFICADO DE LA REBELIÓN

Al revisar los relatos que se han hecho de aquel período histórico se comprueba que muchos de los que han escrito sobre las actividades precursoras de la rebelión han enfocado o desenvuelto sus observaciones siguiendo el cauce ideológico del sector político o agrupación en que personalmente militaban o en el que vieron una acción más sobresaliente o decisiva; y alguna vez, para eludir posibles responsabilidades derivadas de su actuación anterior al levantamiento o en éste, han realzado la conducta de los que eran o podían ser y han sido sus protectores. Pese a esa variedad de orientación, que naturalmente conduce a interpretaciones muy distintamente matizadas, se halla de común en ellas primero, el categórico significado político-social de aquellos dos bloques que, al enfrentarse, darían esa misma trascendencia o significado a la rebelión; y segundo, la unanimidad con que el hecho de la rebelión de 1936 se muestra y cataloga como suceso militar.

Evidentemente, el hecho de fuerza sería de índole estrictamente militar. Por mi parte, a través del análisis hecho de las conductas mejor o peor conocidas que dieron vida a la acción antes de que ésta estallase en hechos consumados, y de mi personal experiencia, pienso que a esa interpretación, para ser correcta, no debe dársele valor absoluto. Porque hubo otras muchas actividades paralelas y precursoras de la puramente castrense, sin las cuales ésta no habría podido llegar a la fuerza, sin riesgo de caer en el vacío. Ni siquiera de todas esas actividades podía ser en sus orígenes la militar la más sobresaliente, y si así se la estima es porque ha podido ser, en sus preliminares, la conocida más detalladamente, y después, la más categórica, pública y decisiva como tal, la más meritoria para los vencedores.

En verdad, el ejército, o dicho con mayor generalidad, las instituciones armadas, sólo podían entrar en juego cuando el complot estuviese concebido y creada la voluntad de acción de las fuerzas que hubiesen de aportar al mismo las necesarias garantías para darle vida, pues las Armas por sí solas, en problemas de esta naturaleza, no pueden hacer cabal el triunfo mas que si actúan por sorpresa y fulminantemente; de otro modo, han de procurarse garantías como: el apoyo interior y exterior en toda clase de cooperaciones (acción política y diplomática); la financiación interior y exterior (acción económica); la actividad social interna y externa concomitante con el hecho antes, durante y después de su desarrollo (acción social, intelectual y religiosa); y la definición de fines a alcanzar para asegurar la unidad de acción. Para que esto fuera posible concurrían a la acción conjugando sus posibilidades con las de los partidos políticos opositores: los capitalistas, terratenientes e industriales, el clero y la milicia arcaicos y las fuerzas internas que por alguna razón política, estratégica, económica..., les interesaba derrocar a la República española.

Y si es cierto que todo eso puede planteárselo y buscarlo la institución armada cuando arranca de ella la idea de la rebelión o el levantamiento, la conducta que la institución había adoptado, rigurosamente leal a la República en 1932 y en 1934, cuando ya actuaban contra el régimen rebeliones en las derechas y en las izquierdas, es bastante para admitir que no germinó la rebelión de 1936 en el ejército, sino en algunas minorías de los cuadros de mando descontentos por cualesquiera circunstancias, y que si cuajó en forma subversiva se debió a la obra disolvente de «intereses creados» ajenos a la Milicia, que habían concebido políticamente la subversión y que vieron en el ejército el instrumento secularmente utilizado para llevarla a cabo.

La historia española de los pronunciamientos se repetía aunque con rasgos más confusos y complejos. En el completo montaje de la rebelión, el ejército sólo juega un papel activo como brazo ejecutor que va a ser. Simplemente obran por su cuenta, y ni por mandato de la institución, ni como representantes de ella, algunos viejos militares y algunos militares jóvenes de sobresaliente relieve, de cuyo prestigio esperan los organizadores políticos de la rebelión una voluminosa captación de la voluntad militar cuando el momento llegue. Los hechos han comprobado que aquellas figuras fueron el general Sanjurjo, reforzado por los generales Franco, Mola y Goded. En ellos se reunieron los hilos de la trama militar, pero derivadamente de otras tramas: política (básica, primera y principal), financiera, ideológica, exterior e interior, que se entregarían al empeño de hacer fraguar el complot hasta que llegara el instante de la rebelión.

Los antecedentes examinados en el período republicano nos han permitido ver cómo ha podido ir germinando y creciendo (...) el proceso revolucionario, y cómo pudo ser pacientemente desenvuelto por unas minorías políticas de derechas a espaldas de la voluntad nacional y contra ella, y para abrogarse por la fuerza la función rectora del país que no lograban merecer por las urnas; de igual modo se han podido estimar las circunstancias que motivarían que tal suceso pudiera ser resueltamente afrontado por una masa social que, por la vía legal, aspiraba a gobernarse y a progresar por obra de su propio poder. Puede ya aceptarse que el brazo ejecutor iba a ser la parte del ejército que se hallaba en manos (o bajo el mando) del grupo de militares de alta graduación comprometido para la acción de fuerza, y que el fin general y primario que con la revuelta se debía alcanzar, por razones políticas, era derrocar el Gobierno y adueñarse del poder. Lo demás vendría de rechazo. Y lo demás era el total control del Estado, del país, de su geografía, de su riqueza y de sus hombres.

¿Cómo se preparó la actuación del ejército? Para justificar el suceso con el carácter de rebelión militar, es decir, con exclusiva o principal significación castrense, se han llevado al primer plano los motivos y razones que la institución tenía o podía alegar contra la República para justificar su rebeldía. Se ha dicho que el ejército reaccionaba por haber sido «deshecho» y «triturado». Los adjetivos tienen poder suficiente para deformar la verdad. Esta, escuetamente, fue así:2 Evidentemente, había descontento en algunos sectores de la opinión castrense, que se debía, más que a la obra renovadora del régimen nuevo, a la acción desmoralizadora de algunos militares inquietistas (?),3 que creyeron llegada su hora de dar satisfacción a sus resentimientos personales o para medrar como no habían podido hacerlo en las situaciones precedentes; o bien de otros militares que se consideraban con razón o sin ella víctimas de la República, por el solo hecho de que no habían visto satisfechas con el nuevo régimen sus ambiciones personales, o, en fin, de quienes considerándose militares republicanos purísimos, dieron vida a personajillos «indispensables».

No se sabe cuál de esos minúsculos grupos hizo más daño a la República y a la institución armada, ni quienes estimularon más intensamente la actitud de rebeldía de los opositores al régimen. En todo caso, era notorio que unos y otros anteponían al deber estrictamente militar las miras políticas o las personales, con daño para la moral castrense. Los descontentos se agruparon en tendencias contrapuestas dentro de la institución. Por obra de las camarillas se arrinconaba a quienes habían destacado en puestos de relieve durante la dictadura y a quienes no ocultaban su simpatía por el régimen monárquico, pues ni unos ni otros inspiraban «confianza» a aquellas camarillas autoerigidas en guardianas fieles al credo republicano. Tal conducta es reprobable; pero es sabido que desde los tiempos anteriores a Espartero hasta nuestros días todas las camarillas habidas y por haber han hecho lo mismo. El nuevo régimen no era autor del sistema y tuvo el acierto de irse purgando poco a poco de algunos arribistas que se habían amparado al comienzo en aquellas camarillas.

Digamos también que el Gobierno no maltrató ni persiguió ni enjuició siquiera a ninguno de los militares de relieve que podían infundir sospechas; ni siquiera les derivó del ejercicio del mando, que ejercieron incluso en los puestos de más alta responsabilidad: casi todos los que después aparecerían a la cabeza del movimiento rebelde habían ocupado durante la República puestos de relieve mientras la subversión se fue montando. Prueba evidente de que la República, si pecó de algo, fue de ingenua, benigna y tolerante. Quienes desde la oposición montaron y financiaron lo que pronto sería un drama nacional fueron sin duda más hábiles ya aviesos que quienes por el imperio de la razón y de la ley pretendían que el país viera satisfechas sus aspiraciones, que habían sido libre y legítimamente expresadas. Así, desde los orígenes de la acción subversiva se fue rompiendo la unidad del ejército por obra de los adictos y los opositores, es decir, por los que con razón o sin ella se habían aupado al carro del poder y pretendían actuar con visos de legalismo, y por los que desde la oposición operaban sobre el cuerpo militar por canales secretos.

La República, como la monarquía y la dictadura, no había podido curarse de tal lacra y sería víctima de ella. Esas injerencias de grupos disolventes que padeció la República eran rigurosamente similares a las del siglo XIX, como rigurosamente igual estaban manejadas por intereses políticos que, so pretexto de corregir un estado de corrupción caían en la peor de las corrupciones que puede haber en el medio castrense: la que ataca la disciplina y deforma el concepto del deber. En esa obra demagógica sobresalieron militarmente dos agrupaciones: una de ellas, la UME, se había creado reuniendo a los profesionales desafectos que existían dentro o fuera de la institución, algunos de ellos monárquicos o vinculados a partidos políticos de derechas. Otra, la UMRA, estaba capitaneada por militares políticamente fanatizados, muchos de los cuales militaban en partidos políticos de izquierdas.

Ambas socavarían los cimientos de la institución, ya agrietados espiritualmente por las perturbaciones habidas desde comienzos de siglo; y lo lograban provocando incidentes donde se enfrentaban componentes de ambas agrupaciones; incidentes que luego se difundían abultados y deformados a gusto de los agitadores de una u otra tendencia. Siempre sucedió lo mismo, pero, en todo caso, la disciplina no ganaba nada, y no sólo se acentuaba la división ya latente en los cuadros de mando, sino que se imbuían en las facciones en pugna sentimientos de desconfianza y discordia. No obstante es justo afirmar la manera rotunda en que la masa de oficiales, siendo totalmente ajena a esas actividades, se convirtió en víctima de ellas. Por esto pudimos decir anteriormente que no fue la República la que pulverizó al ejército, sino los agitadores altos y bajos (algunos de los cuales aún pregonan escandalosamente aquella «trituración») que actuaban sobre las minorías de militares descontentos de derechas y de izquierdas y estimulaban la reaparición de militares-políticos: el clan más nocivo y perturbador de cuantos la institución ha podido tener en su seno. El militar puede y debe tener creencias y convicciones políticas, pero en ningún caso debe anteponerlas al deber castrense a que le liga su juramento. En todos los regímenes políticos hubo esa clase de militares-políticos, y los hay en todos los países.

[...]4 La preparación de ésta en el seno del ejército tuvo así inicialmente este resultado demoledor: romper, «triturándola de verdad», la cohesión espiritual de las instituciones armadas. Esa cohesión ya estaba minada, pero no rota. Empezó a resquebrajarse cuando se infiltró en los cuadros de mando la «desconfianza» de que se ha hablado; y se agravó cuando la propaganda y los agentes de la conspiración empezaron a buscar secretamente adeptos, porque fue entonces cuando se creó en el seno del ejército un espíritu de beligerancia intestina, con significado político, social y religioso, arbitrariamente convertidos en módulos de patriotismo.

La labor de captación siempre la han orientado en ejército las conspiraciones políticas sobre los jefes de mayor prestigio, porque se fía que en razón de ese prestigio serán más los subalternos que les secunden; otras veces recae sobre los más audaces ya ambiciosos, ofreciéndoles un camino para prosperar.5 Los que hacen tal labor, a veces personas tildadas de «respetables», no piensan en el daño que ocasionan a la unidad y a la disciplina de la institución. Pero para ellos esto no cuenta. Tampoco cuenta la sangre, si se llega a la lucha. Lo que cuenta a quienes están acostumbrados a negociar en el río revuelto de las conspiraciones es sumar fuerzas, poder, garantías de triunfo, sin discriminaciones de tipo moral. Iturralde dice, en su libro ya citado,6 que las presiones para la captación del general Franco ya se hicieron en el año 1932 y que se encargó de ellas el periodista Pujol,7 conspirador de derechas y furibundo propagandista totalitario.

En cuanto al patriotismo, es cuestión que siempre está presente en las conspiraciones. Es vicio inveterado en las fuerzas españolas de la política de derechas fundir la idea de patria a la de monarquía, o a la de nobleza, o a la de aristocracia, o a la de Iglesia o a la de Milicia; si a alguna de tales instituciones corresponde esa entrañable vinculación es al ejército, por ser el patriotismo la verdadera substancia de lo que la institución armada tiene de religión, con un sentido místico que es propio de todos los hombres de armas, según se comprueba en todos los pueblos y en toda la historia, en cuanto se dé a cada etapa de ésta el particular significado que tuvo la idea de patria aún sin darle ese nombre. Pero no es justo negar el sentimiento patriótico o el ideal patriótico —y, por supuesto, el culto de las virtudes y principios derivados del patriotismo— a los que por su función laboral, intelectual o científica se mantienen fuera de aquellos estamentos y ni siquiera de los que repudian los fueros y privilegios que algunos de ellos retienen por herencia.

Según algunos hombres tocados de sectarismo reaccionario, una conspiración de derechas es siempre patriótica y se resisten a que pueda tener ese significado una conspiración de izquierdas: como si la Revolución francesa no hubiera puesto en la primera estrofa de su himno «allons enfants de la patrie», y como si la batalla de Moscú no la hubiera ganado Stalin recordando a sus hombres el deber supremo de defender la patria hasta perder la vida.

En ese sector derechista yo he oído pronunciar despectivamente: ¿Qué saben esas gentes de patriotismo? ¿Qué patriotismo puede haber en esos descamisados que nada tienen? ¿Qué grandeza podrá hallarse en las obras de esos desdichados que ni siquiera saben leer?

Evidentemente, las gentes sencillas no saben pensar en la idea de patria pero la sienten, tanto o más y mejor que los que la piensan. Éstos, cuando hacen de la patria una propiedad, se la roban a los otros porque patria es patrimonio común. Sin duda, la patria está espiritualmente en los museos y los palacios, en la tradición y en la historia. Pero sin duda también la patria es esa gente sencilla. No será por ello extraño que en el momento de una rebelión, abanderada en la idea de patria y presentando al adversario como la «antipatria», su adversario defienda desesperadamente el derecho a conservar su patria, como él entienda en toda su simplicidad que es suya. En aquella obra disolvente a que al principio nos referimos, se podía ver actuar a los «agentes» de todas las tendencias. Todos hacían propaganda capciosa para ganar adheridos y, desdichadamente para la institución, fueron bastantes los militares que tomaron partido. Así, espiritualmente e ideológicamente, la unidad quedó rota y esa unidad que, además de ser la base de la disciplina es el soporte de la lealtad y el compañerismo, sólo se mantendría ficticiamente.

TESTIMONIOS DE LA ACTIVIDAD SUBVERSIVA

1. El Acta de Roma:8 (véase el documento número 4).9 Constituye el documento capital de la acción subversiva en todos sus significados, por lo que no dudo en atribuir a este documento valor sobresaliente. En él se revela la amplitud y alcance que tenía el complot, tanto por la calidad de las fuerzas que los firmantes representan, como porque descubre el apoyo que iban a recibir de un Estado europeo. Representan aquéllos todas las fuerzas interesadas en la desaparición de la República, pues tal es la finalidad del pacto; más si cabe dar a éste tan absoluto significado por lo que a los monárquicos y tradicionalistas se refiere, no puede decirse lo mismo en el orden militar, pues la institución estaba en aquel tiempo cumpliendo lealmente su deber militar junto al Gobierno; tal vez por esta circunstancia algún general lo suscribiera a título estrictamente personal. Los anteriores o posteriores acuerdos que entre esas fuerzas políticas comprometidas pudiera haber, aún permanecen en el misterio, pero las manifestaciones reales de sus planes quedaban al descubierto y se confirmarían a través de la actuación de los rebeldes.

Los españoles políticos conjurados, tuvieran o no tuvieran razón, que esto ya lo veremos a través de sus conductas, conspiraban, como se ha conspirado en todos los tiempos, en todos los países y por todas las tendencias ideológicas; y conspiraban moral o inmoralmente, a sabiendas de que si triunfaba su conspiración, a despecho de las vidas que costara, sería una de tantas calificada de «gloriosa», y ellos catalogados como «salvadores»; y si fracasaban el suceso se inscribiría en la historia como una «monstruosidad», y ellos quedarían catalogados como «criminales».

Pero el Signore Mussolini, ¿qué gaita tocaba en este concierto? ¿Qué representaba o quería representar en un conflicto español de política internacional en el que se iba a disputar vulgarmente el poder? Dejemos la palabra a un compatriota suyo, ciertamente también adversario suyo, Pietro Nenni, transcribiendo unos párrafos de su libro,10 ya citado en estas páginas:

La tensión entre España e Italia que siguió al advenimiento de la República del 14 de abril, refleja las dos concepciones que han dividido a Europa desde la paz imperialista de 1919 hasta la guerra de 1939. Por una parte, la voluntad y el esfuerzo de las masas populares, para crear entre las naciones nuevas condiciones de colaboración económica y política. Por otra parte, el esfuerzo militar del pangermanismo hitleriano y del fascismo mussoliniano para transformar en su provecho el orden territorial y económico salido de la paz de 1919 y para imponer a Europa su propia hegemonía. Entre esas dos concepciones, el bloque estático de franceses e ingleses defensores del statu quo, bloque al cual habían faltado, ya sea la voluntad de llevar a cabo una revisión del Tratado de Versalles o ya sea la de asumir su defensa a toda costa. Al menos se debe reconocer una cualidad al fascismo: hace lo que dice que quiere hacer y va recto a su objetivo. La oposición del fascismo italiano a la República española, uno de los aspectos más graves de la lucha entre fascismo y democracia en Europa, no se reduce a vanas manifestaciones verbales; es movilizando todos sus medios como Roma se lanza a la lucha contra la democracia ibérica.11

...La victoria de los partidos de derechas en las elecciones de 1933 no había satisfecho enteramente a los conservadores en el interior, ni a sus aliados en el exterior.12

...El «duce» italiano y el «führer» alemán querían asegurar, al mismo tiempo, la libre disposición de las bases navales españolas en el Mediterráneo y en el Atlántico, y hacer pesar en las espaldas de Francia una amenaza sobre los Pirineos.13

El hecho de haberse establecido aquel acuerdo dos años antes del estallido de la rebelión y en un período en que eran las derechas republicanas las que gobernaban el país, prueba que el propósito de los rebeldes estaba muy meditado y que representaba una obra a realizar independientemente de los sucesos de tipo político y social que pudieran producirse en España. Sin embargo, para llegar al estallido que pudiera dar vida real y justificada a aquel pacto era necesario crear el clima o ambiente social anárquico o de desmoralización, de ahí que desde 1934 se multiplicaran los desmanes, se constituyese una Quinta Columna, organizada a base de focos y elementos de acción subversiva en las instituciones y en todo el ámbito español. Fueron esos tiempos de desarrollo de la Falange, de agudización de la lucha social, de elaboración de las listas negras formadas con catalogados como posibles opositores activos de organización, de organización e instrucción de milicias, de incitación a la agresividad y de recíproca aplicación callejera de la (...) pistolera. Tal sistema, de esencia puramente totalitaria, jamás se había empleado con tal volumen y (¿envenenamiento?) en los pronunciamientos españoles; ahora, al ser incorporadas a España las discordias intestinas, se llevarían las perversiones a tal extremo que en las puertas o fachadas de las casas donde habitaban algunas de las presuntas víctimas serían pintados los símbolos acusatorios para que a la hora de la revuelta no hubiera dudas de quienes eran y dónde estaban los adversarios. Tal táctica era idénticamente practicada desde ambos bloques, así se vería envuelta España de punta a punta por una red de (...) de la que habrían de avergonzarse los dirigentes de derechas y de izquierdas, es decir, cuantos la montaron y dirigieron, porque fue la base del signo más (...) que tendría el drama español: la criminalidad. Su macabra eficiencia saldría a flote (...) en cuantas ocasiones el ejercicio de la autoridad quedó, por obra de las circunstancias, en manos criminales.

Las directivas dictadas por el general Mola lo revelaban como director del Movimiento. No cabe dudar que el autor de esos escritos pensaba, al redactarlos, que se produjese un levantamiento nacional, con un respaldo total y absoluto a sus propósitos como trece años antes había sucedido con el golpe de Estado de Primo de Rivera. En esta equivocada estimación se hallaba su yerro. El ambiente social en 1936 era completamente distinto. El año 1923 respaldaron al general Primo de Rivera todas las clases sociales y las instituciones sin que hubiera precedido una obra demagógica ni propagandística y mucho menos actividades militares subversivas de cualquier especie que se hubieran desenvuelto al margen de la disciplina. En aquel tiempo había socialmente indisciplina en Cataluña, con la lucha entre los sindicatos Libre y Único y la intervención autoritaria de Martínez Anido y Arlegui; también había lenidad en la actuación del Gobierno, como había descontento en el medio castrense por el rumbo que se daba a la resolución del expediente Picasso (responsabilidades por el desastre de Annual de 1921); pero de ningún modo pensaba en 1923 el futuro dictador que su pronunciamiento, uno más en un largo siglo, se iniciara con sacrificios humanos ni con la deposición, llevada a la máxima violencia, de las autoridades legítimas que se le opusieran.

Primo de Rivera, tomando el pulso con clara visión de la realidad a la sociedad de su tiempo, pensó que bastaba un llamamiento a la nación para saber si tenía o no el apoyo de todas las fuerzas vivas del Estado y de la masa social; y lo tuvo, desde la Corona hasta el pueblo humilde y sencillo, porque el Gobierno estaba solo y moralmente desautorizado por sus electores y realmente divorciado de ellos. Pero en 1936 no concurrían esas circunstancias. Se iba a producir un hecho contrario a la voluntad nacional claramente expresada cinco meses antes en las elecciones generales.

Ciertamente, el país iba a vivir por obra de los agitadores un período de relativa anarquía, pero al montarse la subversión no podía preverse cuál podría ser la reacción del Gobierno y de la masa social estrechamente vinculada al mismo. Realmente, esa masa social veía y sabía que quiénes creaban aquella anarquía porque palmariamente lo revelaban los sucesos públicos. Por ello podía repudiar por igual los desmanes de unos y otros y sólo aspiraba a que se le restituyese al cauce legal en que dentro del régimen que ella había creado en uso de un legítimo derecho pudiera darse satisfacción a sus justas aspiraciones. En esa aspiración no había egoísmo; pero las minorías revolucionarias pensaban de muy distinto modo, atentas a sus privilegios o ambiciones de poder. Y así como en el caso de Primo de Rivera bastaron unas horas —como más tarde, cuando cayó la monarquía— para que los poderes depuestos reconociesen el alcance nacional del hecho y la razón y la justicia que presidía la mutación, en 1936 la reacción de la masa social ante el suceso se mostraría resueltamente opuesta al mismo, cualquiera que fuera el tono lírico o sentimental de los demagogos, y eso sucedería incluso en algunas ciudades en las que inicialmente y por sorpresa lograron imponerse los sublevados.

La literatura y la propaganda capciosa por voluminosa y sabihonda que sea no podrá destruir esa verdad que aún está en la mente de quienes sin apetencias políticas ni vinculaciones revolucionarias vivieron aquellos días trágicos del levantamiento: la verdad verdadera era que la masa social española condenaba por igual los excesos y desmanes de los extremismos en pugna y renunciaba atemorizada a mezclarse en ellos; por eso pudo ser víctima de los de ambos bandos, y por esa misma razón el significado nacional que el director del Movimiento quiso dar a su obra no fraguaría ni antes ni después del hecho.14

4. El Doc. nº 10,15 tomado de la prensa de la Comunión Tradicionalista que se ha difundido en España estos últimos años por el sector de dicha Comunión, opositor al régimen actual,16 es una expresión sintética que no necesita comentario de las raíces que en aquella agrupación política tuvo la preparación del movimiento subversivo y de las concomitancias que existieron con los jefes políticos y militares que preparaban la rebelión en otros campos de actividad política de derechas.

LA UNIDAD DE ACCIÓN: CÓMO CRISTALIZA

Digamos ahora que las fuerzas que según los documentos básicos citados, uno civil y político, y otro militar, iban a conjurarse, estaban hermanadas espiritualmente por una mística religiosa y patriótica, pero exclusivista, intolerante; como también lo estaban materialmente por el instinto de conservación de sus intereses, que las impulsaba ciegamente a luchar contra un daño que intuían más que padecían. La razón y el bien colectivo quedaban pospuestos a la idea de supervivencia de sus particulares concepciones ideológicas y de sus intereses. Si al montarse la empresa hubiera actuado la razón más que el sentimiento de temor y la intolerancia, aquellas fuerzas de derechas, antes de adoptar una actitud de rebeldía, pudieron lograr el entendimiento para actuar conjugadamente en el período preelectoral de 1936. Entonces no supieron hermanarse para lograr el bien común, el suyo y el del país. Fue después de las elecciones cuando sus propios errores despertaron el temor al peligro, y no dudaron entonces en fundirse en una sola voluntad para una rebeldía que necesariamente habría de ocasionar al país enormes daños en razón de la amplitud y de las colaboraciones internas y externas que iban a aportar a la rebelión. Se fundían y unificaban las voluntades, los dineros y las ambiciones para la lucha contra la República. Se sumaban a la empresa todos los «intereses creados» que se consideraban amenazados por los «males del siglo», el socialismo y el liberalismo; pero real y verdaderamente lo hacían contra una legislación republicaba que restringía o anulaba privilegios, y no se unían para defenderse, sino para atacar y destruir los avances sociales ya logrados. Se trataba de fuerzas reaccionariamente conservadoras... Conservadoras de todo, hasta de analfabetismo y miseria seculares de su pueblo. Por su obra, tan amañadamente cacareada como fecunda y ejemplar, España, según los últimos datos publicados por la Unesco a los veinte años de su victoria, aún arroja estos bajos índices: penúltimo país en número de autos particulares en proporción de habitantes; antepenúltimo en los países que tienen televisor y en número de teléfonos.17

Para fortalecer la unidad, el principal punto de apoyo que encontró el general Mola en la preparación del Movimiento fue el tradicionalismo. Una vez logrado el entendimiento para la acción, de él saldrían las primeras fuerzas del más alto espíritu combativo, que perduraría toda la guerra. Las personalidades que lo alentaron y las que se convertirían en activas colaboradoras de Mola son conocidas por su actuación en el conflicto, y oportunamente aparecerán en escena. Al general Mola, director según comprobaron los hechos, le secundaban numerosos colaboradores que operaban, unos, junto a él en tareas de organización, como García Escámez, Beorlegui, Ortiz de Zárate, Solchaga..., otros en las juntas locales de Madrid y provincias, y otros como agentes de enlace. Entre éstos jugaba, según sus propias declaraciones, una función sobresaliente el general Kindelán, que provocó y presidió reuniones en Madrid en las que tomaron parte Fanjul, Muñoz Grandes, Salamanca, Paco Herrera, Álvarez de Rementería, Villegas, Galarza... y elementos activos del primer plano de la Falange; contaba además con unos cincuenta colaboradores secundarios de ambos sexos. En sus últimas declaraciones de prensa afirma que fue de su iniciativa, en Cáceres, proponer a los demás generales el mando único y que fuera designado el general Franco. Estaba pues, la red tendida sobre toda España. La eficacia que pudiera tener tal obra lo dirían los hechos de la rebelión. Lo esencial era que el mecanismo estaba montado y que trabajaba, intensamente.

Quienes crean en la necesidad de las conspiraciones y en la eficacia que éstas puedan tener, es natural que admiren la intensa actividad y el talento y rigor que los conjurados pusieron en la empresa. Quienes las consideramos innecesarias e inmorales y vemos en ellas una acción nociva y condenable, cualesquiera que sean las causas que las provoquen, las personas que lo lleven a cabo y los fines que persigan, admitimos que la vida de las sociedades civilizadas es la de la Ley. Mientras esto no se reconozca así, absolutamente, terminantemente, los pueblos conocerán un constante destino histórico de anarquía. La historia de la anarquía inveterada en que vivimos hace ciento cincuenta años los españoles es la historia de los pronunciamientos. Se puede aceptar no sólo que algunos han tenido inspiraciones y afanes eminentemente patrióticos, sino muchos, casi todos; pero la historia muestra que todos, incluso los que se llevaron a cabo sin daño ni sangre y fueron respaldados noblemente por la masa social, constituyeron un freno para el progreso social, porque todos fueron regidos por intereses minoritarios. Para desdicha nuestra, tenemos la experiencia de esos largos e infecundos años que tantas vidas y trastornos han ocasionado al país, sin que importe la talla política o militar de quienes montaron tales sucesos, llámense Cánovas, Prim, O’Donnell, Narváez, Elío, Salamanca, Martínez Campos, Riego, Torrijos, Topete o Primo de Rivera. Y cuando surge un nuevo brote de ese tipo hay que pensar en la magnitud del daño que realmente va a hacer, tanto o más que en los bienes que hipotéticamente quiere proporcionar. El propio general Kindelán ha relatado que no pudieron vencer la oposición a la rebelión de algunos jefes de unidad de la guarnición de Madrid, de los cuales hubieron de conformarse con la promesa —ciertamente cumplida— de no delatar a los presuntos rebeldes.

LA CAPITANÍA DE LA REBELIÓN Y SU TRAMA

La acción a realizar, antes y después del hecho de la rebelión, necesitaba una capitanía, un jefe, un caudillo. ¿Era Franco? Franco no, porque Franco fue designado como tal el 18 de octubre de 1936 cuando la lucha ya se hallaba en pleno desarrollo, y con anterioridad sólo había ejercido un mando local en el teatro del sur. Se le puede atribuir la jefatura por ser él quien lanza el primer Manifiesto el 18 de julio. Pero Franco no lo firma como jefe de (¿?) sino como capitán general de la (¿?).18 Además Franco no forma parte de la primera Junta de Defensa Nacional, y será de ésta de la que posteriormente reciba los poderes como jefe. En realidad, Franco simplemente mandaría al comienzo al Ejército de África. ¿Lo era Mola, cuyas directivas en la preparación de la rebelión firmaba como «Director»? Tampoco, porque le habrían respetado esa jerarquía y en ningún momento llegó a ejercer el mando del conjunto de la fuerza más que en el teatro norte. De cuantos textos se han publicado en el bando victorioso se desprende, sin lugar a dudas, que el jefe era el general Sanjurjo, y así hemos de aceptarlo, aunque fuese el general Mola quien en la preparación del levantamiento firmase como Director, y aunque fuese Franco quien lanzase el primer manifiesto. Lo confirma el hecho de que, al estallar el Movimiento, se tenía previsto su desplazamiento a España para tomar el mando. El hecho de que Sanjurjo pereciese antes de llegar a España dejaría sin jefatura al conjunto del levantamiento.

En el orden político, y por cuanto era política la finalidad esencial del Movimiento, y políticas las principales organizaciones sociales conspiradoras, y políticos los firmantes del pacto de Roma, se hacía necesaria una cabeza rectora de ese mismo significado, tanto si actuaba con rango superior como inferior al jefe militar. Ateniéndonos también a lo que ya es público, esa jefatura quedó vinculada a don José Calvo Sotelo, máxima autoridad política en el campo de la oposición al Gobierno, aunque no siguiese al partido más fuerte de esa oposición. Gil-Robles, el jefe del partido que, enfrentado con la coalición popular, había obtenido el mayor número de votos, era resistido por algunos grupos políticos conjurados en razón de la colaboración que como gobernante había prestado a la República que se trataba de derribar; Primo de Rivera, si bien encabezaba la fuerza política de choque que venía sosteniendo la más intensa acción de rebeldía contra el régimen, se mostraba en su actuación con un sentido tan revolucionario que era igualmente rechazado por ciertos grupos políticos del bloque; en fin, el señor Goicoechea, que aunque representaba en la masa de opositores la fuerza conservadora más ponderada y el poder económico más fuerte, su personalidad carecía de arraigo y popularidad en la masa social. Por razones similares y porque su autoridad y prestigio se desarrollaban en ámbitos más restringidos, las personalidades de relieve que encabezaban las demás fuerzas opositoras (conde de Rodezno, el conde-duque de Alba, Luca de Tena, Sainz Rodríguez...) estaban igualmente descartadas en el caudillaje del conjunto.

La muerte de Calvo Sotelo, como la de Sanjurjo, crearía una crisis eventual en la dirección política; pero el impulso de rebeldía, como la unidad de acción, cristalizarían vigorosamente con el crimen cometido al asesinar a Calvo Sotelo. La rebelión ya estaba montada, y establecido el plazo para desencadenarla.19 Lo que quiere decir que no fue ese crimen la causa de la rebelión, sino la chispa que la haría estallar. Ha sido ése uno de los crímenes políticos de más trágicas consecuencias en la vida política española de todos los tiempos. Sus autores o inspiradores, cualesquiera que fuesen, es posible que no le atribuyesen tal trascendencia y que sólo trataran de vengar la muerte de los tenientes Faraud y Castillo, víctimas de los pistoleros de derechas, caídos pocos días antes. Pero yendo más lejos y considerando el grado de sobreexcitación a que las pasiones ya habían llegado, si los inspiradores del crimen consideraron que era aquella personalidad la cabeza del complot revolucionario en gestación, es posible que las fuerzas secretas que actuaban en el campo republicano trataran de abatirle con la pueril pretensión de conjurar de ese modo el conflicto. Aquella pretensión, funesto error, no podía ser más grave ni más burda. Cuando las bajas pasiones han hecho presa en los rectores de los conflictos sociales, y las raíces de éstos son hondas (como estamos comprobando que sucedía en aquellos momentos de envenenamiento colectivo de los dirigentes de derechas y de izquierdas), una persona, por representativa que sea, sólo es una pieza en la maraña de intereses conjurados. Su desaparición puede complicar el problema, pero no lo resuelve. Porque en los conflictos de esa índole política las voluntades que rigen la acción revolucionaria son muchas, son secretas y proliferan por obra de la propia pasión, y con mayor saña si se elimina a los ídolos.

En el caso español, el fenómeno se presentaba con mayor gravedad, porque ya se habían involucrado al problema intereses extranjeros que anidaban en Roma, en Londres, en Hamburgo, en Moscú, en Berlín, en Estoril y en el Vaticano. Se habían desplazado a España en aquellos momentos agitadores de todas las tendencias totalitarias, y los órganos de prensa de mayor difusión en España y el extranjero, como las baterías que preparan el ataque de los infantes, ya venían lanzando andanadas de verdades y calumnias sobre sus respectivos adversarios. Ya se sabía que el drama español, por las cooperaciones buscadas, por las convenciones políticas del Gobierno con otros regímenes de significado popular, y por las ideologías en pugna, era una cuestión de repercusiones internacionales. Naturalmente, los elementos y órganos llamados a actuar inicialmente en la empresa eran minorías nacionales de choque, pero bastaría una semana para que aquella trascendencia quedase al descubierto, cuando a la acción de las ideas y del dinero que manejaban los fantasmas que tejían la trama se sumase la de la fuerza. Porque, independientemente de los formulismos con que se ornamentase y desfigurase el fondo del suceso y su gestación, ni los ríos de gasolina que eran necesarios a la lucha podían correr al conjuro de un manifiesto, ni los aviones de otros países podían acudir solícitos al estallido del ciclón africano, ni los camiones, víveres y equipos podían improvisarse ni hacerse brotar de parques provincianos donde se acumulan normalmente materiales de desecho, ni los dineros precisos para los ingentes gastos que la empresa requería podían llegar como el maná... Todo esto podía no ser necesario si al llamamiento a la rebeldía respondía unánimemente la nación; pero todo sería fatalmente necesario si la voluntad nacional lo rechazaba. Por eso la obra de los fantasmas tenía que ser más interna y profunda que la de los hombres que daban la cara al convertirse en brazo ejecutivo.20

INTERÉS DEL PROCESO DE GESTACIÓN

Llegados a este punto de crisis hagamos una revisión de lo acontecido. De los documentos conocidos y de las actividades de los principales personajes que tejen la trama de gestación del complot se desprende:

1. Que la acción subversiva tuvo inicialmente una finalidad eminentemente política, tendente a la restauración de la monarquía. Tal finalidad ya se había revelado en la rebelión de 1932 y persistía categóricamente en 1934 (Acta de Roma). Era ése el tiempo en que el ejército, a pesar del bienio de izquierda, se mantenía leal al régimen, y los agitadores políticos se conformaban con hacer una labor de captación en el medio militar, y de obstrucción en otras instituciones (Judicatura, universidades...).

2. En un segundo tiempo, que coincide con el bienio de derechas republicanas, la acción subversiva penetra en el mismo campo republicano, adoptando fórmulas evolutivas con las que se trata de hacer la revolución desde arriba, conteniendo la tendencia a la izquierda que ya había fracasado en el primer bienio y había sido repudiada en las elecciones de 1933. Entonces actuaban conjugadamente las derechas republicanas con las jerarquías superiores del ejército, incluso con la Iglesia, por la pública conexión que con el elemento religioso —concretamente los jesuitas— se atribuía en el ambiente social al partido de Gil-Robles. La acción evolutiva podía desembocar en una República conservadora, más o menos aristocrática, que corrigiese los desvíos o los yerros de la Constitución, o en una Restauración. Una u otra de esas soluciones dependerían del respaldo que pudiera obtenerse electoralmente. Pero antes de que esto pudiera suceder tal línea de conducta se vería frustrada por la descomposición política de las derechas republicanas, motivadas por la corrupción interna y por las disidencias habidas en el Partido Radical, y en otro orden por la acción revolucionaria que llevaban a la calle la Falange y las JONS con su credo totalitario, a la que se sumaba su contraria por la sistemática actividad también revolucionaria de comunistas y anarquistas.

En algunos libros y colaboraciones de prensa, al exponerse la gestación del movimiento subversivo, se hace referencia a unas maniobras del Ejército de África que culminaron en el llamado «llano Amarillo», donde se dice que en reunión de los jefes que tomaron parte en aquellas fraguó la idea de la rebelión. Algún jefe muy significado de los que allí estuvieron me ha asegurado que no hubo tal conjura, ni siquiera acuerdo expreso. Pudo haber críticas, censuras, signos de descontento por la situación del país, pero nada más podía haber por tratarse de jefes y oficiales de diferentes convicciones políticas. Si algunos estuvieron de acuerdo para alentar aquella idea lo hicieron minoritariamente y en secreto. En este período la actitud de rebeldía política se manifestaba a través de los extremismos, y la conexión política-milicia se mantenía en el plano superior, alentando una acción evolutiva y reprimiendo las acciones demagógicas de izquierdas y derechas.

3. Así se llega, con un régimen político desequilibrado, a las elecciones de 1936, en las cuales los republicanos de derechas mantienen la misma orientación; pero la oposición política de las derechas antirrepublicanas se desvincula de esa tendencia, como también lo hace la oposición de las derechas revolucionarias de Primo de Rivera; circunstancias que, unidas al repudio que merece a la masa social la obra de significado totalitario de la Falange, daría el triunfo, como se ha visto, a las fuerzas políticas de izquierdas.

4. Pero inmediatamente después de las elecciones, entre el proceso de agitación, se aglutinan las fuerzas de derechas olvidando diferencias anteriores, y algunos jefes militares comienzan a actuar, influidos por los extremistas políticos de esa ala. Entonces, el significado de la subversión cambia totalmente. Ya no se trata de restaurar la monarquía, ni de provocar desde arriba o desde abajo una evolución de tipo republicano, sino de instaurar un Directorio con poderes absolutos, en manos militares y con colaboraciones técnicas. Se imponen los militares a los civiles, o éstos, en vista de sus desavenencias y por consejo del exterior, declinan en los militares la acción rectora. Los hechos harían luz. Lo positivamente cierto es que fue el temor a la inclinación hacia la izquierda, definida en el resultado electoral, lo que provocó aquella mutación, y posiblemente con la idea de ganar a la masa popular con la promesa de que sería respetada la República. Así se entra en el período de agitación intensa en el que actúan la prensa, los agitadores y todos los focos de actividad política, para crear el ambiente propicio al golpe de fuerza, no obstante la constitución estrictamente republicana que tuvo el Gobierno que siguió a las elecciones. Fue el período más activo por la multiplicación de colaboraciones de todos los sectores que se consideran amenazados; entonces surgieron en todos ellos las cabezas que asumirían la responsabilidad del Alzamiento, mientras los fantasmas echaban en la balanza del mismo todo el peso de su fuerza espiritual, diplomática y económica, tendían la trama de agentes internos y externos con la que se montaría una extensa red de espionaje, captación, delaciones, etc., y fijaban las normas para llevar a cabo una represión de puro estilo totalitario.

LOS PLANES

Desde entonces la acción política, financiera y propagandística quedaba en manos de jefes políticos tipo Goicoechea y Primo de Rivera, de financieros tipo March, de periodistas tipo Luca de Tena, de aristócratas tipo Vallellano, de tradicionalistas tipo Rodezno, de intelectuales tipo Ramiro de Maeztu... y la acción militar en manos de Mola, de Franco, de Goded, de Orgaz, de Kindelán... Les secundarían agentes y juntas locales y la malla se iría extendiendo y espesando sobre el territorio nacional y tendiendo tentáculos a las capitales europeas de los países de que se esperaba colaboración.

El plan de acción abarcaba todos los sectores y actividades, según quedaría al descubierto en las primeras horas de la rebelión, comprendiendo:

1. Una acción de fuerza realizada desde diferentes focos de actividad en África, Madrid y provincias.

2. Una acción de propaganda, que debía salir a superficie desde el instante que se proclamara el estado de guerra, y que se llevaría a cabo en la prensa y radio de las diversas localidades que se hallaban totalmente captadas para la rebelión. Se dirigiría desde Salamanca y sería colaborada desde el mismo día 18 por las radios y prensa portuguesa, inglesa, francesa, alemana e italiana, igualmente comprometidas en la empresa.

3. Una acción de colaboración religiosa dirigida desde Salamanca, Pamplona y Roma.

4. Una acción social que debía poner en juego diversas instituciones estatales: banca, Judicatura, industrias y grupos políticos de milicias organizadas a tal fin y que servirían de base a las Quintas Columnas.

5. Una acción rectora del conjunto que habría de manejar todos los resortes conectando la ayuda diplomática, financiera, de abastecimiento, de prestación de armamentos y personal voluntario, ya situados en los focos de rebelión de la Península o preparados en el extranjero para desplazarse a ésta y, en fin, para unificar las tendencias político-sociales captadas para el levantamiento.

Si los fines a alcanzar en el desarrollo de ese plan no estaban completamente ni claramente expuestos, según podremos comprobar, las finalidades particulares a alcanzar por cada uno de los grupos que integraban la coalición revolucionaria sí podían especificarse categóricamente, aun mostrando discrepancias: para la aristocracia, la conservación del rango social y los privilegios; para el capitalismo, la libertad de explotación del factor humano y la defensa a ultranza de la propiedad; para los religiosos, la anulación de las disposiciones que habían mermado los fueros de la Iglesia; para los terratenientes e industriales, impedir la reforma agraria y la intervención obrera de las empresas; para los profesionales, burócratas y burgueses, la restauración de un orden rígido y autoritario que respetase el escalafón, la jerarquía, la antigüedad y las prebendas; para los árbitros de la prensa, el derecho a crear la opinión y a defender el negocio; y para la masa social incorporada a la rebelión, la conservación de los eternos ideales jamás alcanzados y que se sintetizan en la justicia social. Ésta sería la realidad aunque las promesas de los manifiestos fueran diferentes.

Realidades comprobadas por el desarrollo que el plan tuvo fueron:

a) Desplazamiento del general Sanjurjo a España (frustrado) para dirigir el conjunto de la acción; del general Franco a Marruecos para tomar el mando del Ejército de África y del general Goded a Barcelona para dirigir la acción desde el Levante español (Baleares y regiones III y IV).

b) Dirección del levantamiento en el norte de España por el General Mola, actuando con las fuerzas de las regiones Vª, VIª, VIIª y VIIIª, y contando con la colaboración de los generales Cavalcanti, Cabanellas, Ponte, Dávila y Saliquet.

c) Dirección de la rebeldía en el centro por el general Villegas, con la colaboración de los generales Fanjul y García de la Herrán.

d) Dirección del levantamiento en el sur por el general Queipo, con la colaboración de los generales Varela y Orgaz.

e) En la junta de generales celebrada en Madrid, según Comín,21 a la que asistieron los generales Rodríguez del Barrio, Villegas y Fanjul, cabe admitir que la jefatura se atribuyese al primero por su mayor jerarquía; su no actuación por razones de enfermedad pudo contribuir a la desarticulación del movimiento rebelde en la capital.

f) Organización en Madrid de la Quinta Columna, a cargo de algún jefe que aún no ha sido identificado, manteniéndola infiltrada en los organismos y en la masa social, ya fuese para actuar desde los primeros momentos, si la situación se ofrecía favorable a los sublevados, o bien posteriormente cuando culminase la amenaza a Madrid desde el exterior, con las columnas que debían ser lanzadas sobre la capital.

g) Actuación permanente de activistas y agentes de enlace para mantener la estructura del mecanismo de la subversión y sus proyecciones en el exterior, de cuya red formaban parte Kindelán, Orgaz, Ansaldo, Beigbeder, Gallostra, Pujol, Ruiseñada, Luca de Tena, Vallellano, Garrido, Salamanca, March, Alba, Sainz Rodríguez...

h) Finalmente, del hecho de que la primera reunión de las más relevantes personalidades militares, políticas, financieras y religiosas que patrocinaron el levantamiento se celebrase en Salamanca, puede colegirse que fue ésa la sede elegida para asiento de la Junta o comité rector de la sublevación, incluso de Cuartel General Militar. En realidad en dicha ciudad, y en aquella reunión, quedaría definitivamente planteada la Guerra Civil, contadas sus consecuencias, pues cuando dicha reunión se llevó a cabo,22 el levantamiento, como acontecimiento de tipo nacional a favor de los rebeldes, ya estaba comprobado que no era secundado por la masa social. Sólo se había llegado a un caos. Lo que quiere decir que en Salamanca se enterraría el plan de un complot que no había alcanzado sus fines, para transformarse en otro plan, el de la Guerra Civil.23

En suma, acción de «intereses creados», defensa de «intereses creados», restauración de «intereses creados»..., encubiertos en unos ideales religiosos, sociales, políticos, siempre en tonos elevados. Los mismos que sirvieron de argumento a todas las conspiraciones de derechas y similares a las que precedieron las rebeliones de izquierdas, cargadas ambas de promesas. Sobre la masa abrumada se esgrimía físicamente el miedo, y místicamente el peso de la tradición. Sin decirlo se trataba de restablecer el régimen de castas y privilegios, el control del Estado y del hombre mediante el absolutismo, el autoritarismo, el totalitarismo en la acción de mando y de gobierno, amparándose el poder en un sistema rigurosamente policíaco, dando a la estructura social un régimen de vasallaje y sumisión al poder seductor del oro y de temor al poder de la fuerza. Así había de ser, cualesquiera que fueran las promesas, porque eso era lo que representaban los conjurados. En tal sombría perspectiva había mucho del rancio españolismo de nuestras derechas políticas; pero, lo que aún era peor, había mucho de influencia externa en lo ideológico y en lo orgánico. Se había impuesto el espíritu de imitación, que por entonces triunfaba en otros pueblos, y en los órdenes político y social quedaba al descubierto la ambición sin freno de lograr el poder autoritariamente y con la urgencia requerida de llevar a cabo radicalismos improvisados unos e impremeditados otros. Las derechas españolas trataron de justificar el extremismo totalitario con que montaron e iban a desarrollar su obra, alegando el deber nacional de extirpar otras influencias externas infiltradas en la sociedad española mediante el marxismo (o más bien de las Internacionales I, II y III) y la masonería; pero en verdad ni estas tendencias socializantes y extremadamente laicas estaban infiltradas en la masa social, ni había razón para que, para extirparlas, se incorporasen otras más dañinas. No existía país europeo que no conociera aquellas influencias; con ellas habían montado algunos de ellos el camino de sus progresos y bienestar, y eran envidiados por los demás. Y aunque fuese cierto que aquellos radicalismos no concordaban con la idiosincrasia española y que era necesario corregir un estado de corrupción ideológica, esto no autorizaba a dar un salto atrás en las estructura de la sociedad, en el camino de su liberación que venía siguiendo el pueblo español. El triunfo podría ser de y para los «intereses creados», pero no para el pueblo; y el pueblo era España.

Sin embargo, algo había de nuevo en ese drama español. Se percibía antes de que el telón se alzase: se descubrían en él, por una parte, las sombras de los mismos personajes, fantasmas o intereses que sacrificaron a Prim, a Diego de León, a Riego, a Torrijos, al Empecinado, a Canalejas, a Dato, a Cánovas, a los caídos en las revoluciones de la sexta década y del cantonalismo de la Primera República; las sombras de los Esparteros y los Narváez, de los apostólicos, de los Elíos, los Sartorius, los librepensadores, los masones, los clericales, testaferros todos obedientes a fuerzas secretas o a los mandatos de minorías de izquierdas y de derechas, ausentes, muchos, de España.

A unos podía parecer el panorama similar al de tiempos pasados; pero no, no era el mismo. En España el pueblo aún no había sido educado cabalmente en el respeto a la Ley, en el culto a la disciplina, ni en el cumplimiento de los deberes nacionales y sociales en su forma más simplista. Sin embargo había progresado algo culturalmente, políticamente y socialmente. La República le había querido educar demasiado deprisa, aunque también demasiado sectariamente, y por haberlo hecho así muchos hombres de derecha y de izquierda no se hicieron más cultos, sino más cerriles y fanáticos. Sobre esta nueva calidad del hombre español, más abierto a la vida y más vigorizado para la lucha, también se había injertado algo nuevo, que daría igualmente caracteres nuevos a sus obras: los credos totalitarios incrustados en minorías españolas después de la Primera Guerra Mundial. Tres credos de esa índole habían venido a sumarse a las tendencias internacionales y antimilitaristas que ya se habían acentuado en Europa y en España antes de dicha conflagración. Por eso nuestro drama en sus manifestaciones crueles ya no expresaría solamente la maldad de un populacho inculto, ni tampoco un golpe descargado por las ciegas pasiones políticas nacionales, sino que jugarían en él preponderantemente ideas mal digeridas por los españoles y pasiones ruines estúpidamente importadas por gentes tildadas de renovadoras y audaces.

Comoquiera que fuese, al estallar la rebelión el Estado tenía el deber de defenderse, defendiendo lo que los comicios habían revelado como voluntad nacional. La defensa es legítima. El ataque contra la razón y la ley, no. El ataque sólo es justo y se legitima cuando expresa una reacción del hombre o de la sociedad contra las tiranías y los tiranos, y el Gobierno de la República y sus gobernantes no lo habían sido ni lo eran. Podían gobernar con torpeza, pero no lo hacían con maldad, y si ciertamente había una situación de desorden, de lucha social, de desequilibrio estatal, se debía a toda clase de extremismos, que la República se esforzaba por corregir, lo mismo cuando se producían en la derecha que en la izquierda, los hechos lo habían testimoniado. La República se defendía. Esta actitud es la más noble y justa, porque nada quiere quitar ni imponer, porque sólo destruye, castiga y reprime en la medida y proporción que exige la conducta del adversario, y hasta alcanzar la victoria sobre la injusticia que el ataque representa. Esa conducta defensiva la habían observado los gobiernos antes del levantamiento; la observarían en el suceso de la rebelión y la seguirían observando en todo el curso de la guerra, pues comprobaremos que cuantas veces las circunstancias militares la inclinaron a tomar la iniciativa ofensiva (Brunete, Belchite, Teruel, Ebro) lo hizo para defender indirectamente otros teatros o regiones peligrosamente amenazadas por las ofensivas del enemigo.

Digamos ahora que al fraguar la rebelión quedarían en España frente a frente dos grandes agrupaciones nacionales, las mismas que habían revelado su voluntad en las elecciones de febrero, que serían bautizadas como Azul y Roja, la totalitaria y la democrática. Representaban dos culturas de distinta orientación, que arbitrariamente se tildarían de tradicionalistas y librepensadores; dos tipos de hombres, arbitrariamente clasificados como señoritos y proletarios; dos tipos de familias, arbitrariamente catalogadas como representativas del señorío y de la miseria; dos criterios políticos, el del privilegio y el de la sumisión; dos tipos de moral, extremadamente adjetivados por el bien y el mal; y también dos tipos de fuerzas armadas, de credos económicos, de sistemas de educación social e intelectual; de concepciones de la libertad, del orden, del deber y del patriotismo absolutamente diferentes. En suma, dos vidas cabales y distintas de dos agrupaciones humanas que iban a chocar implacablemente porque entraban en juego las creencias, los sentimientos, los ideales, las ambiciones y las voluntades, sin que la razón y la luz de la verdad de España fuesen comprendidas. Sobraba pasión y faltaba sentido común. La obra de ciento cincuenta años de desgobierno y demagogia no podía tener otro fruto. La guerra de España, como otras muchas veces y en otras muchas guerras, sería la fórmula drástica con que se quiere «poner remedio a los males sin remedio».24

Después de cuanto acabo de escribir es de interés anotar un testimonio de cómo se desorienta a la opinión pública en cuanto al montaje de la rebelión atañe. Son muchos los autores que han tratado el problema de la guerra de España y los documentos que se han hecho públicos revelando la forma y el rigor con que durante los cinco años que duró el régimen republicano se preparó el levantamiento y se le dio vida interna y externamente acumulando medios y ayudas de toda índole para que culminara con éxito. Sin embargo, todavía se repite a los 25 años, al pueblo español, como si se tratara de papanatas, y a sabiendas de la impunidad con que se escribe en razón de que dentro de España nadie puede replicar, lo siguiente:

Si de algo puede decirse que adoleció el Alzamiento del 18 de julio fue de falta de preparación, cosa explicable conocidas las circunstancias de la época y el frenesí de las izquierdas contra cualquier intento de organización de las fuerzas contrarias, aun dentro de los cauces legales. Desde la llegada del Frente Popular quedó instaurado el terror y paralizados todos los propósitos de reacción de los elementos disconformes con la política sovietizante administrada desde el Poder [...] nuestro Alzamiento sorprendió a Alemania y con ella a todos los países del mundo. No hubo por parte de los dirigentes del Movimiento relación, pactos secretos, ni siquiera información anticipada e interesada a los gobernantes de ningún país. El Alzamiento se produjo como una deflagración espontánea y heroica de los españoles, dispuestos a defender la independencia de su patria con el coraje y el valor que guarda España, como dijo Macaulay, para las horas de la desesperación.25

Lo único cierto es lo escrito en cursiva. Pero eso fue lo que hicieron los defensores de la Ley española para impedir la instauración de leyes importadas y defender su derecho a seguir siendo un pueblo soberano, libre y rector de su propio destino.

Historia de la guerra civil española

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