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COMENZANDO A TROPEZAR

Tropezó al intentar salvar el pequeño escalón de acceso. El traspié le hizo hincar su frente con fuerza en el marco de la puerta abierta con un golpe seco. Levantó los ojos aguados y el espejo del fondo le devolvió la patética imagen de sí mismo. Un viejo sentado a la mesa del fondo fue el único testigo del delicado incidente. Un pequeño hilillo rojo recorría su sien y bajaba hasta la comisura de los labios marcando una raya desoladora a la que no quiso prestar demasiada atención.

Se pasó la mano por la frente con un gesto casi reflejo, se limpió la mordedura de la herida y, recomponiéndose, siguió vacilante hacia la barra donde su viejo amigo y confidente lo miraba con gesto de reproche. Pidió un «lo de siempre» y Mariano se volvió para alcanzar la botella y servirle.

Sus labios no se abrieron, pero sus ojos eran los suficientemente elocuentes. Mariano y Luis se habían conocido hace ya varios años, cuando Luis entraba en su garito algún viernes a tomar una copa. Siempre limpio; impecable, bien vestido y con una agradable conversación con la que, muy zalamero, conquistaba al hombre del otro lado de la barra. Recordar esa descripción en la actualidad era como un golpe bajo. No había por dónde cogerlo en este momento: las uñas sucias, sus ojos aguados y enrojecidos, las petequias que empezaban a aparecer en su cara y el desaliño en el vestir, mostraban a Mariano la situación exacta en la que Luis se encontraba. El camarero le sirvió la copa haciendo caso omiso del gesto de Luis, que le indicaba que siguiera añadiendo vodka al vaso de tubo que había puesto encima de la barra con mala gana y mucho reproche en su gesto. El platillo de al lado mostraban los frutos secos, que siempre permanecían intactos.

* * *

Era tarde aquella mañana cuando se despertó y sintió la mordedura del dolor de cabeza, la confusión y la sequedad de la garganta, pero todo aquello quedó en un segundo plano cuando reparó en el temblor imparable de sus manos. Era imposible detenerlas. Se inquietó enormemente e intentó pararlas, pero fue inútil. Solo lo consiguió uniéndolas en un gesto de pequeña y disimulada súplica.

Él mismo se quedó sorprendido. No lo esperaba. Al menos no tan pronto. Empezó a sentirse mal y, sin saber muy bien qué hacer a continuación, su confusa cabeza le dijo que necesitaba una copa para poder dejar de temblar. Empezó la búsqueda en ese momento. Abrió las puertas y cajones de los lugares habituales en la cocina, en el salón… Buscó debajo de la cama a ver si encontraba algún resto de botella de las madrugadas más duras, pero allí no había nada.

En ese momento decidió vestirse rápidamente y salir a la calle. Necesitaba una copa. Necesitaba parar ese temblor. En la puerta se encontró con un vecino esperando el ascensor y decidió bajar la escalera a toda prisa. No quería que nadie lo viera. Musitó un buenos días y echó a correr escaleras abajo. Estaba desesperado.

El sol del medio día le golpeó en los ojos con fiereza e intentó ponerse las manos a modo de visera para atenuar el latigazo. Por la acera una madre paseaba a su hijo y tuvo que esquivar el tropiezo de Luis, que casi se abalanza contra el carrito del bebé. La mujer empezó a insultarlo y Luis no se atrevió a farfullar palabra alguna.

Llegaría al bar de siempre y pediría un coñac. Sería lo más rápido. Con un par de copas tendría suficiente por el momento. Podría volver a casa y recomponerse. Con las dos copas se le quitarían los temblores y podría tomar una ducha y ponerse algo de ropa limpia si es que aún le quedaba alguna.

Estaba llegando. Ya podía leer el cartel del bar de la plaza del barrio, el mismo bar de siempre donde solía esperar a su mujer algunas tardes al salir del trabajo y donde iban juntos los domingos por la mañana al vermú. Sin embargo, no pudo esquivar el camión de reparto que se le vino encima. El conductor iba distraído comprobando la dirección y el volantazo no fue suficiente para evitar el tropiezo de Luis contra el parachoques delantero.

Relatos indisciplinados

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