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Capítulo 4

Rumbo a América

Cuando subieron a bordo del Aurigny, un buque de transporte de pasajeros de la Compagnie de Charguers Reunis, un gélido viento decidió despedir a los viajeros que subían en el gran barco de bandera francesa en silencio. Nadie miraba atrás, no había familiares despidiéndolos, ni pañuelos agitándose en el viento. Solo algunos curiosos se habían apostado en el puerto, para observar a aquellos hombres y mujeres expulsados de la tierra que los había visto nacer y los había cobijado hasta el ascenso de los tiranos al poder.

No solo había judíos, sino también españoles, franceses, alemanes, austríacos, polacos y de muchas otras nacionalidades que huían de la persecución nazi y del franquismo español. Huían de la intolerancia y de la irracionalidad, de la muerte y del sufrimiento.

Un pañuelo oscuro cubría la cabeza de Leena pues trataba de proteger su rostro del frío y de posibles espías nazis. Vestía la blusa blanca y la falda negra que había encontrado en la mansión y para evitar la cruda ventisca que la congelaba inmisericorde, la chaqueta de amazona de la condesa Westrap y su chal negro con flores de brillantes colores. Junto a ella, un hombre que vestía de terno gris sobre un chaleco oscuro, camisa blanca y sombrero del mismo color, la tomaba del brazo y avanzaban juntos al puesto de control migratorio.

Junto a los encargados de revisar los pasaportes y demás documentos de los pasajeros, había un par de hombres que se paseaban fumando y conversando cerca de los pasajeros. Eran hombres de la Gestapo, la policía secreta de Hitler, indagando, analizando, observando a los hombres y mujeres decididos a abandonar Europa, entre ellos, buscaban a una pareja bastante singular.

Pero no todos los que viajaban lo hacían en calidad de refugiados. Había gente acaudalada que viajaba en primera clase y se dirigía a América por motivos de negocios o placer y para los cuales había más comodidades comparadas con la mayoría de gente que realizaba la travesía en segunda y tercera clase. El boleto de viaje hacía la diferencia entre una entrevista exhaustiva por parte de los funcionarios de migración o el simple sellado de un pasaporte.

—Documentos de viaje por favor —le solicitó uno de los funcionarios de migración a la joven que inútilmente trataba de ocultar su rostro del álgido viento costero.

—Evangeline Berthier, Montpellier, 20 de mayo de 1925 —leyó lentamente en sus documentos, escudriñando la foto del pasaporte y el rostro de la joven mujer parada frente a él—. ¿Motivo de su viaje?

—Turismo —respondió cortante en francés, mientras el funcionario, la miraba una vez más y estampaba un sello el mismo.

—Señor, ¿me permite sus documentos? —se dirigía al hombre que acompañaba a la joven del pañuelo. Mientras le extendía sus papeles, el espía nazi se había parado muy cerca de él pero a sus espaldas, tratando de escuchar la conversación con el funcionario.

—Etienne Berthier, Paris, 2 de diciembre de 1920 —nuevamente, efectuó el mismo ritual: comparar la foto del documento y el rostro del hombre. Durante unos segundos, guardó silencio. Esta vez no le preguntó el motivo de su viaje pero se disponía a estampar su sello en el documento, cuando escucharon una voz.

—¡Alto! ¡Estas personas son enemigas de Alemania, no pueden abandonar el continente! —el otro agente se acercó y entre los dos apartaron al hombre con rudeza, pero fue grande su sorpresa al ver a un joven que en nada se parecía a la descripción de Andrei Ardelean; ojos azules, barba y cabello castaño largo, aunque tenían la misma estatura y contextura física, sus características eran disímiles.

Este hombre tenía ojos negros y bajo su sombrero, un cabello negro intenso que le llegaba hasta los hombros. Su rostro no denotaba asombro pero sus labios dibujaban una sonrisa irónica. Algunas arrugas se asomaban en medio de sus cejas y apretaba su quijada tratando de disimular su rabia. Habló pausadamente, mirando a los agentes alemanes y fijó sus ojos en el funcionario de aduanas.

—Me parece que los señores están confundidos, mi nombre es Etienne Berthier y vivo y trabajo aquí desde hace mucho tiempo. No creo ser enemigo de Alemania —respondió tratando de disimular su molestia.

Quienes hacían fila para ingresar al barco se quedaron atónitos. Casi todos huían de los nazis y en consecuencia también eran enemigos de Alemania. Un murmullo se extendió entre la concurrencia. Los agentes intercambiaron miradas, comprendiendo que habían cometido un error, o por lo menos, que ese hombre no era el individuo que buscaban. Permanecieron en silencio por breves minutos.

Leena miraba la escena paralizada del miedo, sintiendo que su corazón latía a mil y un fuerte dolor le martilleaba la cabeza. Por su mente pasaron los recuerdos de los nazis asesinando a su padre, a su familia, asesinando a los otros gitanos, solo por el hecho de ser diferentes. Sentía que sus piernas empezaban a flaquear y un desvanecimiento de su cuerpo empezaba a apoderarse de ella. Serge, se dio cuenta de que Leena no estaba bien. Su rostro tenía un semblante blanquecino y parecía que de un momento a otro se desmayaría.

Por su parte, el funcionario de aduanas blandía el sello en el aire, sin saber si estampar o no en el documento de viaje, el permiso de salida del país. Pero al mirar que la fila de personas pugnando por ingresar se hacía interminable, miraba tanto a los agentes de la Gestapo como al hombre parado frente a sí en busca de una respuesta.

—La chica, ¿seguro es francesa? —el agente recordó brevemente su descripción, una gitana joven y bonita.

—¡Es mi esposa, y claro que es francesa! —respondió Serge iracundo, cuando se percató de que el espía nazi la tomaba del brazo.

—Soy francesa y viajo con mi esposo a América, ¿o hay algún problema con mi pasaporte señor delegado? —exclamó Leena en francés, tomando la mano de Serge, quien la miraba atónito.

—Los documentos de los dos están en regla —anunció el hombre mientras esperaba el beneplácito de los nazis para sellar el pasaporte de Etienne Berthier y proceder con la fila interminable de hombres, mujeres y niños que deseaban partir en el barco. La mayoría, ataviados con gruesos abrigos en su mayoría de tonos oscuros, gorras, pañuelos, bufandas y sombreros para protegerse del frío, mientras acarreaban cajas de madera o maletas de cuero con las pocas pertenencias que podían llevar. Sus miradas eran tristes pero algunas estaban cargadas de esperanza, pensando en que escapaban de la muerte hacia un futuro diferente.

—Adelante —pronunció molesto uno de ellos mientras se alejaba indignado y el otro se le acercaba para iniciar una discusión.

Mientras el delegado del gobierno francés, sellaba el pasaporte de Serge y la pareja entregaba los boletos para poder abordar el barco, los agentes de la Gestapo discutían, sobre la imposibilidad de encontrar al dichoso conde en el puerto, que era casi como buscar una aguja en un pajar, ya que en el barco habían cientos de migrantes y aún faltaba por registrarse y abordar, una fila interminable de personas.

Leena asió fuertemente el brazo del joven, ya que presentía que en cualquier momento sus piernas no podrían sostenerla. Una pesadez del cuerpo le invadía y sus pensamientos empezaban a disiparse como imágenes que aparecían y se desvanecían sin alguna lógica.

—¡Resiste un poco más! —le susurró al oído, ya que sabía que los agentes aún los tenían en la mira y al interior del barco, doctores vestidos de civil observaban con atención a los pasajeros que presentasen la mínima señal de enfermedad para bajarlos del barco o restringirles la entrada a puertos americanos. Pero una vez en el navío, el panorama no era nada alentador; la cantidad de viajeros hacía que luciera atestado, y cualquier intento de acceder a los camarotes por los estrechos pasillos del gran buque, era imposible.

—¡No puedo más, necesito descansar! —le rogó ella con su semblante pálido y ojeroso, a punto de desmayarse. Tomó las valijas en donde habían guardado algunas pertenencias necesarias para su travesía y la sentó. Él permaneció de pie sosteniéndola por la espalda, simulando un abrazo cariñoso, situación común para una pareja de esposos. Sabía que los agentes abordarían el barco y escudriñarían el último agujero en busca de Andrei.

La sola sospecha de su presencia en el navío, ponía en riesgo la vida de todos los pasajeros que buscaban escapar de la guerra; muchos barcos de inmigrantes habían sido hundidos por los aviones de combate alemanes como una advertencia a los enemigos del Reich.

El joven reconoció a un mozo del barco y le preguntó por la ubicación de los camarotes de segunda clase. El muchacho ya estaba cargado de maletas, así que se limitó a pedirle que lo siguiera si quería su ubicación exacta, pero él no quería dejar sola a Leena en ese estado.

—Ve con él —respondió ella tratando de recuperar sus fuerzas y añadió—, yo te esperaré aquí, lo prometo —continuó, tratando de sonreír para no preocuparlo más.

El mozo estaba impaciente y Serge se perdió entre la multitud, tras el joven que cargaba el equipaje de afortunados hombres de negocios, herederos de grandes fortunas, políticos importantes o gente con suerte que podía costearse un boleto en primera clase.

Transcurrido algún tiempo, Leena sintiéndose completamente recuperada del desvanecimiento, trató de buscar a Serge o por lo menos mirar el puerto francés por última vez, antes de abandonar la tierra que la había cobijado y que ahora debía dejar atrás si quería seguir con vida. Pero cuando se incorporó y pudo admirar el puerto desde otra perspectiva, se conmovió.

El barco estaba lleno y aún mucha gente hacía fila para abordarlo, la tarde caía y con ella los tibios destellos de luz del sol se perdían en el horizonte. Una marea de gente caminaba de un lado para otro, esperando que se le asigne un lugar para descansar, para convertir un espacio pequeñísimo en su hogar por lo menos por una semana, si todo marchaba bien.

—¿Cómo van a alimentar a tanta gente? —se cuestionaba mientras trataba de que no la lastimaran con las maletas, aunque la mayoría viajaba con tan pocas pertenencias que era una incógnita cómo podrían sobrevivir a las condiciones precarias en las que se llevaría a cabo el viaje.

Un niño de escasos seis años con el cabello cortísimo y el rostro sucio, al igual que sus ropas, la miraba desconcertado preguntándole si había visto a su mamá. Su corazón le dio un vuelco al ver a aquella pobre criatura con los enormes ojos negros llenos de lágrimas, buscando a su madre. Se incorporó para atraerlo hacía sí y reconfortarlo, pero bruscamente una mujer salió de la nada y agarró al muchachito del brazo perdiéndose en la multitud. La joven solo pudo hacerle un ademán de despedida con la mano y retomó su asiento, en espera de su compañero de viaje.

Cuando los últimos rayos del sol se desvanecieron, la imponente figura de Serge se abría paso entre los viajeros. Muchos aún esperaban un lugar para acomodarse y poder pasar la noche, la misma que se presentaba fría y miserable, en la cubierta del inmenso barco que debía atravesar el Atlántico. Leena había escuchado a algunos tripulantes indicar que el Aurigny debía partir con la luz del alba y eso significaba que Andrei tendría tiempo suficiente para abordar el barco. ¿Cómo lo haría? Era algo que no podía entender ya que los últimos pasajeros habían ingresado y no se permitía a nadie abordar el navío; caso contrario corría el riesgo de hundirse. Sólo un pájaro podría acceder al buque y eso si los guardias se lo permitían. ¿Volvería a ver a Andrei? ¿Podría abordar el Aurigny?—se preguntaba inquieta.

—¡Leena, ven, sígueme! —Serge, disipó sus pensamientos y avanzó con las maletas hacia el camarote, al cual llegaron tras un largo peregrinaje. El espacio para circular era tan reducido y únicamente disponían de una cama, como corresponde a una pareja. La joven se sentó tímidamente en el filo de la misma, tratando de recobrar sus fuerzas, pensando también en lo que les depararía el viaje.

—¿Crees que Andrei tenga problemas para subir? —preguntó consternada.

—No te preocupes por él, lo importante es que los alemanes crean que ustedes no están en este barco y lo dejen llegar a un puerto seguro, solo así todos estaremos a salvo.

Las palabras de Serge, lejos de tranquilizarla la asustaron y se sentía aún más incómoda debido a su mirada inquisidora.

—¿Cómo es que hablas francés? —la interrogó con perspicacia, tratando de conocer un poco más de ella.

—Soy gitana —respondió ella levantando sus ojos hacia donde se encontraba él, apoyado junto a la puerta del camarote—. He vivido en muchos lugares aunque a ninguno lo siento como propio. Mi tierra es en dónde está mi gente, mi familia, mis tradiciones.

Leena se entristeció y tragó en seco al darse cuenta de que sus palabras solo reafirmaban lo que había perdido y que parecía que no recuperaría jamás. Su mirada estaba fija en sus manos, en especial en su anillo y jugaba con el dándole vueltas como si estuviera hipnotizada por el fulgor de la plata.

—¿Por qué tú y Andrei estaban distanciados? —indagó la joven con timidez sin atreverse a mirarlo.

—Me opuse a que revela sus conocimientos a los alemanes —contestó él tajante.

—¿Sus conocimientos?

—¿Andrei no te habló de nuestros antepasados?

—Ah sí, creo que habló de seres oscuros y maldiciones…pero no entendí muy bien a qué se refería.

—Guardamos saberes que no están al alcance de la mayoría de personas, primero porque se asustarían y segundo porque no sabrían qué hacer con ellos. Andrei reveló algunos de estos secretos a Hitler y a los miembros de la Sociedad Thule aunque le exigí que no lo hiciera.

—Me parece lógico —señaló ella con preocupación—. ¿Cómo es que él no lo vio venir?

—Hay algo que no conoces de mi hermano, ¡el gran princi!… —cortó en seco y aclaró su garganta—. Andrei es bastante terco y tiene un ego del tamaño del mundo. Pero es mi hermano y haría cualquier cosa en el mundo por verlo feliz.

Nuevamente tenía esa mirada en el rostro, cómo tratando de descubrir en Leena, sus más profundos sentimientos.

—¿Puedo preguntar qué sientes por él? —le espetó sin más.

Leena entendió que la sutilidad no era una de sus fortalezas. Permaneció en silencio por unos minutos, tratando de ordenar sus ideas, ya que ni ella mismo estaba segura de las emociones que la embargaban.

—Gratitud —dijo sin levantar su mirada—. Me salvó la vida…

Serge la observaba detenidamente, de todos los sentimientos que la unían con su hermano, el que ella había nombrado, era el que menos se le había cruzado por la cabeza. ¿Cómo podía ser que se pareciera tanto a aquella joven? ¿En realidad era la misma gitana?, se preguntaba sin dejar de mirarla.

Leena no se sentía a gusto con Serge; su constante observación la incomodaba. Parecía estar escuchando los comentarios del joven pero en realidad pensaba en Andrei. Habían pasado tan poco tiempo juntos, sin embargo sentía su ausencia como un vacío en el alma, experimentaba una ansiedad y un deseo de verlo tan fuerte, como si extrañara su vida misma.

Un ruido sonó y Leena se sintió avergonzada, era su estómago. No había comido nada en todo el día, y Serge, la miró divertido.

—Bueno, creo que tengo algo por aquí para ti —dijo, mientras sacaba una manzana de su bolsillo. Leena se abalanzó y se la quitó de las manos.

—¡Gracias! —exclamó emocionada mientras la devoraba a grandes bocados—. ¿No quieres un poco? —le preguntó ante la mirada del joven, un poco repulsiva y a la vez anhelando la fruta y la sensación que parecía causar en Leena, el comerla.

—No tengo hambre —contestó él sin dejar de observarla, frunciendo su ceño, provocando que pronunciadas arrugas cubrieran su frente.

—¿Por lo menos puedes sentarte? —le cuestionó ella, no tanto preocupada por su bienestar, sino porque su penetrante observación le causaba molestia.

—No estoy cansado —volvió a contestar de forma seca y cortante, sin apartar su mirada de la manzana y la boca de Leena, como si tratara de aprender el arte de alimentarse.

—Es extraño —dijo ella, mientras saboreaba la fruta— no te he visto comer y no estoy segura de que hayas descansado desde que llegamos a tu casa. A Andrei tampoco lo he visto alimentarse o descansar. No sientes hambre, ni cansancio. ¿Acaso sientes miedo? —le preguntó divertida, pero su respuesta le causó sorpresa.

—Todo el tiempo —expresó con una voz triste y seria a la vez. En ese momento sintió que ya no podía disfrutar el sabor de la fruta y lo miró con asombro. El silencio y la expresión de gravedad en la cara del joven, la obligaron a callar. Acabó lentamente su manzana y pensó que le esperaba un largo viaje a América.

En la casa de Serge, Andrei estaba desesperado por emprender aquella arriesgada empresa que lo introduciría en el Aurigny. Recordó los instantes que habían compartido antes de la partida de Leena, ella negándose a abordar el barco con Serge; confesándole que no se sentía a gusto con su hermano.

Él por su parte, estaba hechizado recordando la pequeña abertura en su camisa de dormir que le permitía apreciar las redondeadas formas de sus senos y tragó en seco recordando su cuerpo desnudo, frágil y el roce casi imperceptible de sus manos en la piel húmeda de la joven gitana, cuando parecía que la vida se le escapaba inmisericorde.

Cuando la tarde había caído y el último resquicio del día moría, tomó de la cama el camisón de dormir que hora antes había abrigado el cuerpo de Leena. Delicadamente lo acercó a su rostro, el aroma de su cuerpo se había impregnado en la suave tela. Aspiró profundamente y por minutos sintió que ella estaba con él, en la misma habitación, anhelando su presencia, llenando con su recuerdo su corazón vacío.

Abandonó la casa sigilosamente, vestía ropas oscuras para poder perderse en la oscuridad. Había que flanquear una distancia considerable de la casa de Serge al puerto de El Havre, pero no mucha gente se atrevía a transitar por la calle debido al toque de queda. A partir de las seis de la tarde, nadie podía abandonar su hogar, caso contrario corrían el riesgo de ser arrestado o peor aún, de morir a manos de los soldados nazis.

Dos jóvenes de las juventudes hitlerianas, un comando de adolescentes al servicio del régimen nazi, hacían una ronda cerca de donde se encontraba Andrei. La noche era fría y transcurría sin contratiempos, cuando uno de ellos se sobresaltó al ver un lobo enorme en una esquina; con sus ojos destellantes y los afilados dientes, de pelo oscuro brillante y de gran contextura. Pensó que sus sentidos le jugaban una mala pasada y prefirió no decir a su compañero de guardia nada sobre el incidente.

Cuando habían cubierto las cinco manzanas que les habían sido asignadas por su superior, una bestia se abalanzó sobre ellos. El más joven se aturdió y no pudo rastrillar su fusil; un grito de horror se ahogó en su garganta al ser testigo del macabro espectáculo de la bestia, desgarrando con violencia el cuello de su compañero. Cuando trató de correr, el lobo se acercó a él dando grandes zancadas hasta que lo atacó por la espalda, despedazando su nuca y arrojándolo al suelo. Una vez saciado su deseo de sangre, el animal se alejó lentamente del lugar, rodeado por una espesa neblina que se extendía hasta el puerto.

Los marineros se admiraron de que una noche clara y estrellada de pronto se cubriera con el manto gris de la bruma. Lo que desconocían era que este fenómeno, lejos de ser natural, era provocado por un ente que tenía poder sobre los elementos de la naturaleza; la tormenta, la lluvia, los truenos. También podía convertirse en un ser de la noche como un lobo, murciélago, rata y de igual forma, tenía control sobre ellos como un líder con su manada.

Era la madrugada cuando una figura fantasmal se había parado sobre el mástil del Aurigny para admirar, desde un lugar privilegiado, a la que sería su residencia durante una semana o más, según como se presentasen los acontecimientos. Su rostro era el de un murciélago con facciones humanas, con pelo cubriéndole el cuerpo monstruoso cuyos brazos extendidos dejaban ver sus alas como membranas de tono rojizo. El espectáculo que veía era de hombres, mujeres y niños tratando de cobijarse entre ellos para hacer frente al gélido viento del alba. Miró a su alrededor buscando un escondite seguro, pues sabía que lo buscaban. En segundos su cuerpo se transformó en cientos de ratas que deslizándose silenciosamente, se ocultaron en uno de los botes salvavidas.

Mientras, en el camarote, Leena dormía profundamente cuando le despertó el aullido lastimero de un animal. Se sobresaltó y tratando de acostumbrar sus ojos a la débil luz de una pequeña lámpara, miró a su alrededor para preguntar a Serge si lo había escuchado, pero él no estaba. Debía ser la madrugada porque el frío calaba los huesos y el silencio y la oscuridad rodeaban el barco. Leena se acurrucó en la cama, pensando en los acontecimientos que habían cambiado su vida repentinamente en tan poco tiempo. En lo que le depararía el viaje y el futuro con Andrei en América. La presencia de Serge que la incomodaba y tantas cosas que le daban vueltas en su cabeza y ahora, nuevamente, el sonido perturbador del lobo. En el bosque era comprensible, pero ¿en altamar?

Algo no estaba bien, pero no podía decir qué era o si ganaría algo con descubrirlo. ¿Serge habría ido a buscar a su hermano? Ese había sido su plan original; de alguna manera abordaría el barco en la madrugada para evitar ser visto por la tripulación. Pero para la gitana eso no parecía posible, solo un fantasma podría meterse en este barco sin que lo vean, pensó la joven, sin embargo, aquella idea no era del todo descabellada, porque tanto Serge como Andrei no eran seres comunes y eso Leena lo descubriría, quizá demasiado tarde.

—¡Él está aquí! —una voz conocida sonó desde la puerta.

—¿Andrei? —preguntó ella emocionada.

—¡Sí, lo he visto! —respondió complacido mientras se sentaba a su lado.

—¿En dónde está? ¡Quiero verlo! —exclamó Leena con genuino entusiasmo.

—Debes ser paciente, el barco ha emprendido el viaje y aún hay gente en los pasillos. Esperaremos hasta que los hayan acomodado.

—Claro… y hasta mientras ¿qué haremos? —le cuestionó la joven.

—Evitar que los de la Gestapo sepan quienes somos…

—¿La Gestapo?

—La policía secreta de Hitler. Los hombres que no querían que abordáramos.

—¿Es decir?

—Es decir que no debes salir de aquí, ni interactuar con otros pasajeros. Debemos tratar de pasar inadvertidos, solo así no intentarán regresar el barco o peor aún bombardearlo —le señaló el joven con dureza.

—Entiendo —vaciló.

—¿Estás segura de que entiendes lo que digo? —le cuestionó nuevamente.

—¡Sí, no tienes que hablarme en ese tono! —expresó ella indignada, mirándolo con asombro.

Serge estaba a punto de perder la cabeza. Se sentía responsable por ella y por todos los pasajeros del Aurigny. Leena por su parte, se preguntaba porqué había accedido a subir al barco con aquel insoportable y de lo único que estaba segura, era de que no podría permanecer escondida en el camarote durante todo el viaje.

En la mañana, con el barco en movimiento, la joven se preguntaba si los iban a alimentar o los dejarían morir de hambre. Le parecía imposible poder alimentar a tanta gente, pero por lo menos podía tratar de conseguir algo caliente para llevarse al estómago, además tenía otras necesidades como ir al baño, estirar las piernas, respirar algo de aire, y si era posible, ver el sol y sentir la brisa del mar en su rostro.

Serge había desaparecido nuevamente y Leena no pudo evitar salir del camarote. Nunca había estado en un barco y quería conocer su funcionamiento. Avanzó lentamente, tratando de abrirse paso entre la muchedumbre que se había acomodado en los pasillos del navío, ya que no tenían cabida en tercera clase. Había caminado unos cuantos pasos, cuando escuchó que servirían sopa y pan a los viajeros, y no podía perder la oportunidad de llevarse algo a su estómago.

Pero la misma idea la tuvieron madres con pequeños en brazos, hombres de familia que quería alimentar a los suyos, y casi se produjo una estampida que la dejó adolorida y desconcertada. Cuando había perdido la esperanza de procurarse un mendrugo de pan, un rostro familiar pasó frente a ella y sus ojos se encontraron por segundos con los de aquel hombre.

—¿Dante? —pronunció el nombre en voz baja, pero no obtuvo respuesta—. No, no era él, se dijo mirando al piso perturbada.

Pero el hombre la había escuchado y regresó para observarla bien. Se paró frente a ella, la observó detenidamente y cuando la reconoció la abrazó muy fuerte. Fue un momento muy emotivo para Leena.

—¿Niña, qué haces aquí? —le preguntó con una amplia sonrisa.

—¡Es, es una larga historia! —balbuceó emocionada. Había encontrado al padre de Kilian.

—¿Estás bien? —le preguntó, porque su semblante no era el mejor. Leena solo sonreía, aún estaba pálida y débil pero verlo le alegró el corazón. Las palabras se negaban a salir de su boca, solo algunas lágrimas de felicidad resbalaron por sus mejillas.

—!Vas a América! ¿Y tu familia? —la joven se entristeció, pero no pudo hablar ni contarle lo sucedido, un nudo en la garganta le impedía narrar los dolorosos sucesos y prefirió callar—. ¡Ven conmigo Leena! —le dijo sin darle tiempo a responder— ¡Sé de alguien que se alegrará de verte!

Ella se quedó paralizada, sin saber qué hacer pues le había prometido a Serge que no abandonaría el camarote y que no conversaría con los pasajeros y había hecho exactamente lo contrario.

—No puedo —murmuró tímida, casi imperceptiblemente.

—¡Vendrás conmigo! —respondió él sin darle tiempo a nada. La tomó del brazo y se la llevó por una serie de intrincados pasillos y puertas, abriéndose paso entre la multitud. Mientras seguía a Dante, quien se paraba de cuando en cuando para constatar que no los estuvieran siguiendo, el corazón de la chiquilla latía a mil por hora, quería hacerle muchas preguntas pero no se atrevía.

Cuando llegaron a un lugar apartado del barco, cercano al cuarto de máquinas en donde el calor era insoportable, Leena pudo ver a un grupo de gitanos congregados en torno a una figura que no podía distinguir. Ellos, al verlos, se fueron apartando poco a poco hasta que tuvo frente a si a una mujer de edad avanzada. Leena se arrojó a sus brazos sin darle tiempo a mirarla bien. La anciana se sintió desconcertada. Cuando logró apartar un poco a la joven que la abrazaba y al ver su cabello castaño oscuro, supo de quién se trataba. Sintió en su alma, tanto felicidad como tristeza infinita.

—¡Monshé! —gritó mientras la abrazaba y besaba pronunciando bendiciones en idioma romaní—. ¿Y tu familia?—inquirió sonriendo con angustia.

Leena permaneció en silencio y sus ojos turquesa se llenaron de lágrimas, despejando las dudas sobre la suerte que habían corrido.

—¡Estás viva! —le dijo mientras la bendecía y limpiaba sus lágrimas con una amarga sonrisa. La abrazó fuertemente y de inmediato sintió una extraña presencia cerca, una opresión en su pecho que no la dejaba respirar con tranquilidad.

—¡No creí que volvería a verte, aunque mi corazón lo anhelaba tanto!—confió con emoción Leena a su abuela— ¿Cómo llegaron aquí? —preguntó en referencia al grupo de gitanos que acompañaban a la mujer.

—Pedimos refugio en este barco porque nuestras vidas corrían peligro y gracias a Dios, nos permitieron subir. Dante conoció al jefe de máquinas en su juventud y el abogó por nosotros ante el capitán.

El padre de Kilian se acercó a la joven y acarició su cabello.

—¡Cuando esta locura termine, buscaremos a mi hijo para que puedan casarse! —exclamó decidido—. ¡Ahora nosotros seremos tu familia! —añadió el hombre alto y delgado de ojos pardos y largo cabello oscuro, que terminaba en una cola. Vestía ropas muy modestas pero no aparentaba ser gitano. Él la miraba con dulzura, recordando a Kilian y rogando en su interior que su hijo estuviera a salvo.

En aquel momento, Leena se sintió feliz porque había encontrado a Rajna y ya no estaba sola si tenía a otros gitanos a su lado. Podría rehacer su vida en el interior de un clan y eso la llenó de emoción, pero súbitamente un escalofrío recorrió su cuerpo al recordar a Andrei y su promesa de lealtad. Su semblante se ensombreció y Rajna pudo percibir su vacilación, intuyendo que algo no estaba bien con su joven nieta.

—¿Y tú, monshé? ¡Cuéntame qué pasó con tus padres y hermanas, debo saber! —le cuestionó, pues había visto a muchos de los suyos ser llevados como prisioneros y a otros, morir a manos de los soldados franquistas en España. Verla viva a pesar de todo el horror que se vivía en Alemania, era un verdadero milagro.

—Es una larga historia… —titubeó Leena sin saber cómo comenzar.

—Tenemos mucho tiempo hasta llegar a América —le dijo mientras la tomaba de la mano y se la llevaba a un lugar apartado, lejos de la mirada curiosa de los otros gitanos.

—Abuela y ¿Kilian? —preguntó con inocencia.

—Está en la resistencia española hija, luchando contra Franco. No hemos sabido nada de él, solo Dios sabe si está vivo, pero Dante siente que sí, y eso es suficiente. Yo tenía la misma sensación respecto a ti, y no me equivoqué —le señaló con ternura.

—Últimamente me he preguntado qué habría pasado si mi padre nos hubiera permitido casarnos… —le confió Leena con tristeza.

—Kilian es un buen muchacho y siempre te recordaba y hablaba de ti, pero no está en tu destino —dijo la anciana con seguridad. La joven se quedó mirándola atónita pero no dijo nada—. ¿Me contarás como has subido en este barco? —le averiguó una vez que estaban alejadas del resto.

Leena estaba indecisa por dónde empezar. Con la cabeza baja, mirando el piso empezó a narrar sin prisa los episodios que había vivido hace poco.

—Sabíamos que los nazis vendrían pero nunca imaginé que asesinarían a papá frente a nosotras, sin motivo alguno. Los soldados nos llevaron a un lugar en donde había demasiadas personas; niños, adultos, ancianos. Todos nos mirábamos atemorizados porque no era difícil saber qué harían con nosotros. Pensé que moriría, pero de la nada, un hombre me escogió y me apartaron del grupo —sentía un nudo doloroso en la garganta y sus ojos se humedecieron pero continuó hablando con voz entrecortada— entonces dispararon a mamá, a las pequeñas y los demás.

Hizo una larga pausa que le permitió ordenar sus ideas, secar sus lágrimas y continuó hablando sin mirarla.

—Él me llevó a su casa. Dijo que yo descendía de un pueblo que había sido fiel a un antepasado suyo. Tuvimos que huir porque los nazis querían matarlo. En Francia nos encontramos con su hermano y él y yo subimos al barco como esposos. Andrei también está aquí, escondido para que los nazis no lo encuentren.

Rajna la miraba consternada, se llevó una mano a la frente y otra descansaba en su cintura, mientras trataba de analizar las palabras de Leena.

—¿Conoces esa historia abuela? ¿Es cierto que los nuestros fueron esclavos en un país lejano y le prometieron fidelidad a un noble? —en su voz había ambigüedad, como si una parte de ella quería creer en las palabras de Andrei y otra quería verse liberada de su promesa.

La anciana calló, estaba indecisa, no lograba recordar, su memoria era frágil y había escuchado tantas historias y vivido muchas otras, que no podía distinguir lo real de la fantasía. Tomó el rostro de Leena entre sus manos arrugadas y manchadas por el paso del tiempo y con sus ojos húmedos y brillantes, le dijo suavemente:

—¡No importa cómo has llegado aquí! ¡Ni quién te ha traído! ¡Por fin estamos juntas monshé! —exclamó con su voz ahogada por la emoción y la apretó fuertemente entre sus delgados brazos.

Por un momento la soledad y la tristeza la habían abandonado. Estaba en paz, en su hogar. Permanecieron así, abrazadas por mucho tiempo. No pronunciaron palabra alguna; no era necesario.

El espacio en donde estaban escondidos los gitanos era muy reducido y el calor agobiante. Parecía ser un cuarto en donde guardaban herramientas, aceite y objetos para el mantenimiento de los motores del barco, habían acomodado un catre para la anciana y el resto se había ubicado en el piso. Tres niños, cuatro mujeres y dos hombres más el padre de Kilian, conformaban el grupo. Las condiciones de vida en el lugar eran precarias pero no estaban atestados de gente como ocurría en tercera clase, en donde el hacinamiento era terrible, las condiciones de higiene casi nulas y los lugares destinados para dormir eran literas que estaban ocupados por familias enteras, si era el caso, pero ninguna de ellas albergaba a una persona, pese sus medidas limitadas.

La anciana de largo cabello blanco oculto bajo un pañuelo de seda de vivos colores y complicados diseños, aparentaba tener unos setenta años. Tanto ella como los otros, vestían ropas oscuras y si alguien los hubiera visto, no podrían haber pensado que se trataba de gitanos. El paso de los años no había mermado la gracia y belleza de Rajna. Tenía ojos color miel y piel tostada. Largas y profundas arrugas surcaban su delgado rostro. Sus labios eran delgados y de color rosa, pero lo que más llamaba la atención de ella, eran sus manos; gráciles, expresivas que hablaban por sí mismas y le conferían a todo su aspecto, un toque dramático.

Desde muy joven había aprendido el arte de la adivinación. Las cartas, la bola de cristal, la mano, el café; decía que podía leer el futuro en aquellos objetos pero siempre le dejaba al interesado en conocer qué le deparaba el destino la última opción: “El futuro no es sino lo que tú haces por él” les decía con una sonrisa a quienes acudían desesperados a ella en busca de un consejo sobre el trabajo, el amor o el dinero y ella lograba tranquilizarlos.“Mira el as de espadas, éste es el de la suerte” explicaba siempre tratando de ver el lado positivo que los arcanos le ponían frente a sí, aunque muchas veces cuando veía la carta que simbolizaba la muerte les decía: “Ándate con cuidado que la vida es muy corta”.

Cuando leyó en la mano de Leena que el “Ángel de la muerte” estaba en su destino, permaneció muchos días consternada, tratando de entender aquel mensaje. No era del todo claro, puesto que se trataba de una antigua leyenda sobre un ser que no era de este mundo. Un ente cuya maldad sobrepasaba los límites del entendimiento humano, pero ¿cómo podía afectarle a Leena? No lograba comprender. Cuando llegó la guerra pensó que se trataba de Hitler y su amenaza pero ahora que la tenía frente a sí, supo que la joven había escapado de la muerte, no así su familia, aunque todavía no era seguro que podrían arribar a un puerto en América.

Mientras acariciaba el cabello de la joven sentía inquietud en su alma. Su corazón no era ya el de una niña sino el de una mujer que latía con fuerza y pasión. El hombre del que le había hablado su nieta, ¿tendría algo que ver con este nuevo ímpetu que sentía en ella? ¿Sería una persona en la cual podían confiar? Se preguntaba una y mil veces pero no encontraba una respuesta.

Desde que había visto a Leena, le embargaba una sensación contradictoria de felicidad y temor, pero no por ella, eso era claro, sino por lo que estaba a su alrededor. Había una presencia cercana que no era “natural”, por así decirlo. Tenía que desentrañar el misterio que se tejía en torno a su nieta y al hombre que la había salvado. Buscaba los indicios de aquella historia en su cabeza, pero le era difícil recordar, necesitaba un poco de tiempo y valor pues si era lo que ella presentía, nada podría salvar a Leena de la desgracia.

—¡Abuela! —exclamó la joven separándose despacio del abrazo de la matriarca.

—Dime monshé —respondió la mujer con voz cariñosa y ojos llenos de ternura.

—¡No puedo quedarme; ellos me esperan, ni siquiera debía salir del camarote! Deben estar preocupados. Tengo que contarles que te he visto, ¡seguro se alegrarán por mí! —dijo con entusiasmo, como si lo creyera posible.

—Está bien, vete hija. Pero prométeme que regresarás —respondió sonriendo, para tratar de ocultar la tristeza por su partida.

—¡Lo haré! —exclamó mientras volvía a abrazarla muy fuerte. Estaba segura que solo sería un alejamiento temporal.

Al ver que Leena se marchaba, Dante se incorporó del piso en donde descansaba con los otros gitanos y trató de detenerla. Pero Rajna le indicó que debía dejarla ir. ¡Es su destino!, murmuró dolorosamente, mientras elevaba una plegaria al cielo para que la protegiera de todo mal.

Sombras

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