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CAPÍTULO II . SOCIALIZACIÓN. OBSERVACIÓN Y CONFIGURACIONES.
ОглавлениеVolví a la ciudad obsesionada con encontrar aquella anhelada verdad que conectara todas las piezas animadas que se revolvían confusas en la civilización.
Humanos de todos los colores, olores, tamaños, texturas y sabores. Unos despiertos, otros dormidos. Algunos ágiles, otros entumecidos. Unos brillantes, otros se apagaban fuliginosos, escurriéndose entre las opresoras horas construidas.
Sentada en un viejo banco de madera descorchada por el sol, observaba, pensaba y repensaba. Viendo correr y pelear a luces y ruidos. Ansiando entender cómo funcionaba aquello. Planeando diez mil destinos donde ubicar mi forma.
Absorta en mis pensamientos, de pronto, advertí a uno de ellos dirigiéndose a mí:
–Hola, ¿eres de aquí? No te había visto antes.
–No...
–¿Y de dónde vienes? ¿Te gusta esto? ¿Acabas de llegar? ¿Qué miras con tanto ahínco? ¿Da miedo, eh? Esta ciudad...
Y fue aquí, cuando aquel desconocido, desató de pasión. Dando giros en su discurso, riendo y masticando fuerte las palabras antes de hablar. Serio, mirándome a los ojos, estirando su cuello y dejando entrever la sangre bombeando intensamente en la yugular.
Al rato, sonriendo en sus ojos, haciéndolos mágicos al brillar, aquel humano se transformó en intérprete de poemas y comenzó a recitar:
“Al principio asusta, pero luego te enamora...
Como al conocer el amor por primera vez,
al principio te paraliza, pero luego no puedes vivir sin él.
Y al tiempo, algo pasa...
Algo que te golpea dentro y te vuelves loco de dolor y rabia. ¡Igualito que al vivir aquí, en la ciudad!
Te echa a patadas para que te vayas lejos, pero luego,
la necesitas.
Y cuando vuelves tembloroso entre sus brazos para, de nuevo, poder sentirla,
te asusta revivir el sufrir que el pasado selló.
Y lo primero que nace dentro de tus entrañas, cuando vuelves a sentirla,
es salir corriendo, huyendo lejos a alguna isla desierta donde se evaporen los humanos y no exista el dolor...”
Yo le observaba y escuchaba sonriendo mientras él hablaba emocionado, gesticulando, casi sin respirar. Sus ojos hablaban tan desde adentro que hizo de su discurso una obra, una interpretación.
–Pero bueno, eso es otra cosa, no te quiero aburrir. Luego tienes muchas tiendas, que si necesitas algo, siempre hay dónde encontrar. Y si no, te vas al bar o cualquier sitio. Vamos, que hay de todo y se vive tranquilo y bla, bla, blu, bla, blu, glu, glu, pluf.
Después de esto, lanzó alguna que otra pregunta hacia mí. E intentando saciar su afán de curiosidad, probé alguna intervención que rebotó inocua contra su cháchara. Ahora ya, se deshizo la magia y millones de palabras huecas, automatizadas pendían como pompas de jabón que desde hacía rato explotaban y se evaporaban inocentes frente a mí. Mis ojos le veían, pero no miraban ya. Mis oídos sentían, pero no escuchaban más. Y mi mente, inquieta, ya hacía rato que revoloteaba y saltaba alto y lejos, fuera de ese lugar.
Me escurrí despacio entre los tablones de aquel anciano banco sin que el inocente sabio parlanchín se diera cuenta de que ya ni un ápice de mi materia pululaba por allí.
Observé cómo las palabras se entremezclaban, se enlazaban, se enmarañaban... como serpentinas amontonadas después de una fiesta, ocultando la volatilidad de su ser.
Y mientras caminaba, solo una cosa daba vueltas e inquietaba mis pensamientos, que se revolvían nerviosos dentro mi cavilar: ¿había dicho “enamorar”?
¿Acaso alguien aquí sabía
lo que significaba
amar?