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Vivian a los dos años de edad. La Habana, Cuba, 1956.

La Cuba de mi infancia

Llegué al mundo un 5 de marzo. Fui una niña alegre e inquieta. Nací en el antiguo hospital «Quinta La Covadonga» en La Habana. También allí nació mi hermano. Tuve un problema en el píloro: devolvía la leche cada vez que me alimentaban; de no ser por la oportuna opinión de un médico que identificó la causa de los síntomas como espasmo nervioso, habría necesitado una cirugía. Pero unas gotas de un medicamento antes del biberón, me sanaron totalmente. Lo cierto es que en los primeros meses lloré mucho, tanto, que no dejaba dormir a mamá. El paso de los días y el agua bautismal que el Padre roció por mi cabeza en la iglesia del Sagrado Corazón de Jesús, aplacaron mi llanto. Me bautizaron como Vivian, porque cuando mamá estaba soltera la gente en la calle le preguntaba si era ella Vivian Leigh, la protagonista de la película Lo que el viento se llevó, para entonces muy de moda. Tanta insistencia con la pregunta la llevó a decidir que el día que tuviera una hija, ese sería su nombre; mi madre cumplió su sueño: me llamó Vivian.


Lydia García de Fernández, madre de Vivian. La Habana, Cuba, ca. 1935.

A los tres años ingresé al kínder; según mamá, aprendí muy rápido. Allí recibí las primeras clases de ballet. Esta fue mi primera aproximación a la danza, esa pasión que me acompañaría toda la vida y me rescataría en los momentos más difíciles de mi existencia.

En nuestra casa de Santa Ana, en el nuevo Vedado, en la Habana, crecí junto a mi hermano Alejandro, quien era dos años mayor que yo. Rodeada de la sencillez y el bienestar que nos proporcionaron nuestros padres y abuelos, además de la ternura y cariño que nunca nos faltaron, llevaba una vida inmensamente feliz.

En aquella época maravillosa de mi niñez no existían miedos. Sólo recuerdo lo mucho que me apasionaba montar en bicicleta, y viene a mi mente la escena mágica del momento en que la encontré escondida en el closet de mis abuelos, echando a perder la sorpresa que me tenían preparada mis padres para el día de los «Reyes Magos».


Abuela paterna de Vivian, doña Turiana de la Torre. La Habana, Cuba, 1954.

Mi abuelo Manuel, con su infinita bondad y desmesurada alegría, se convirtió en la persona más importante de mi infancia; era mi mejor aliado y mi mayor cómplice. Me motivaba siempre; su imagen era mi inspiración y modelo. Sentada en sus piernas no sólo me enseñó a llevar el timón del carro, también aprendí a colocar las fichas de dominó en las frescas noches de reunión con sus amigos, en el garaje de nuestra casa. Fue él quien me enseñó a montar en bicicleta y a saborear las frutas; y las horas compartidas con mi abuelo se quedaron como los recuerdos más entrañables de ese tiempo dorado. Por eso me dolió tanto dejar a mis abuelos cuando tuvimos que salir de Cuba. Allí se quedó parte de mi alma.

Cumplí cinco años cuando Cuba era estremecida por una conmoción política. El gobierno de Fulgencio Batista era fuertemente criticado por corrupto, lo que precipitó su derrocamiento, impulsado por la guerra de guerrillas. El primero de enero de 1959, a las 3:00 am, Batista huía en un avión, desde Cuba a Santo Domingo, ante el triunfo de la Revolución Cubana dirigida por Fidel Castro. Se exilió primero en República Dominicana, luego en la Isla de Madeira (Portugal), y por último en Marbella, España, hasta su muerte en 1973, a causa de un infarto.


Vivian y su mamá. La Habana, Cuba, 1955.

Sin conciencia de lo que pasaba, sentía vibrar en mí las angustias de mis abuelos y mis padres. La zozobra no era para menos. Las noticias de los vencedores proclamando su victoria y la venganza hacia sus derrotados enemigos, resultaban alarmantes. La palabra socialismo empezó a ser para algunos, sinónimo de caos, terror y muerte, y para otros, libertad y justicia. Las ilegales confiscaciones de los bienes privados de todos los ciudadanos fue el desengaño, que como bien dicen los cubanos, «le puso la tapa al pomo» y acabó con la esperanza. La vida y la libertad, como la conocíamos, quedaba confiscada. Comenzó el éxodo y la división de la familia cubana. Una absoluta pesadilla. De repente todo se perdía de un solo golpe. Los sueños que con tanto sacrificio y esfuerzo mis abuelos habían alcanzado, desaparecían de la noche a la mañana. Todos se preguntaban: ¿por qué? ¿Qué hicimos? ¿A quién o a quiénes perjudicamos?


Vivian en su primer cumpleaños, con su hermano Alejandro y sus padres. La Habana, Cuba, 1955.

Por esos días, mi mayor acto de independencia era poder montar en bicicleta por las calles próximas a casa, o cuando me escapaba hasta el cementerio de los chinos que quedaba un poco más retirado. Pero recuerdo claramente aquella tarde en que, al dar vuelta a la manzana, tuve que detenerme porque un enorme carro blanco salía de una de aquellas mansiones y mi sorpresa fue ver que los ocupantes eran el Che Guevara y Camilo Cienfuegos. Me quedé observándolos atemorizada y, justo en ese instante, ellos me devolvieron una mirada intimidante. Los dos eran imponentes. Como ya eran famosos los reconocí de inmediato; Camilo Cienfuegos me atraía mucho. Reaccioné y salí volando en mi bicicleta, del miedo que me produjo ese encuentro.


Vivian en su fiesta de cumpleaños, con familia y amigos. La Habana, Cuba, 1959.

Para ese momento ya había entrado la revolución en Cuba. Poco tiempo después de este episodio «desaparecieron» a Camilo Cienfuegos.

Mi papá, y muchos cubanos, se resistían a creer lo que veían con sus propios ojos. Junto a un grupo de amigos, con pleno conocimiento de sus principios de libertad, emprendieron una lucha para protestar por los atropellos, uniéndose al Movimiento Revolucionario 30 de noviembre, creado en 1960. Este fue el único movimiento al que papá perteneció durante toda su vida. Su participación se redujo a acciones políticas de protesta. Manifestaba que siempre fue un gran individualista con miedo total a la colectividad.

El espíritu emprendedor de papá lo heredó de mi abuelo Manuel, quien por su gran capacidad y visión pasó de vendedor en el Café Pilón a jefe de ventas, hasta convertirse en vicepresidente de la compañía y luego en socio.


Vivian a los cinco años, en su fiesta de cumpleaños. La Habana, Cuba, 1959.


Vivian a los cinco años. La Habana, Cuba, 1959.

El Café Pilón llegó a ser el café más famoso en Cuba y los EE.UU. Se exportaba desde La Habana hacia Miami. Su eslogan publicitario lo recuerdan miles de cubanos.

Mi abuelo era experto en pregonar este pegajoso comercial que cantaba Celia Cruz, realizado en el fulgor de la televisión cubana: «Café Pilón sabroso hasta el último buchito».

Lo cierto es que la Cuba que conocimos, aquella que mis abuelos creyeron la tierra prometida y a donde llegaron desde Gijón y Bilbao, España, cargados de ilusiones, cambiaría para siempre.

Lo que vivíamos apenas era el comienzo; lo peor aún estaba por venir.

Vivian Pellas Convirtiendo lágrimas en sonrisas

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