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Introducción

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Este libro surge del asombro que suscita la clínica intercultural con niños, en nuestro caso, cuando nos interpela en el cuerpo y el bagaje teórico se ve conmovido.

Desde hace un tiempo nos preguntamos acerca del porqué de tantas derivaciones escolares de niños nacidos en nuestro país, cuyos padres son descendientes de aymaras provenientes de Bolivia, que llegan a la consulta de un hospital1 desde barrios periféricos y villas de emergencia aledañas.

Padres e hijos que ingresan al hospital bajo dicho motivo de consulta atraviesan el itinerario que los hace pasar por pediatría, luego por neurología para, una vez descartado un posible déficit orgánico, ser finalmente derivados al servicio de salud mental, con un diagnóstico presuntivo de dificultades en el lenguaje y problemas de integración.

Decididas a no cerrar ningún diagnóstico, de entrada comenzamos a abrir el espacio lúdico junto con el niño, ofreciendo el juguete que teníamos a disposición en ese momento y la posibilidad también de dibujar. Paralelamente permitimos alojar el relato de los padres en el transcurso de las entrevistas con ellos.

De esta manera, a medida que comenzábamos a escuchar sus historias, nos iban surgiendo más interrogantes que certezas: ¿por qué los niños argentinos descendientes de padres aymaras migrantes bolivianos eran derivados con un diagnóstico de dificultades en el lenguaje y problemas de integración? ¿Era verdaderamente una dificultad del niño? ¿Cómo es posible que sus padres relataran que sus hijos no hablaban en la escuela ni jugaban con otros niños en los recreos, pero sí lo hacían en sus hogares, fuera con familiares, parientes o vecinos?

Sorpresivamente, al escuchar las historias de los padres, empezamos a vivir la experiencia de nuestra propia dificultad en la compresión idiomática de su lengua (aymara, en su mayoría). Entonces nos surgió un nuevo interrogante: ¿cómo hacíamos para atravesar la frontera de la lengua? Si nuestra función en la dirección de la cura nos des-supone saber, en estos casos se requería, como una de las condiciones del tratamiento, solicitar el saber explícito de los pacientes de modo aclaratorio respecto de su lengua, que denota una cultura diferente. Ello, por el hecho de mostrar nuestra ignorancia al respecto, permite alojar su discurso. A partir del reconocimiento de nuestra falta de información acerca de la cultura que aquellos padres nos mostraban en sus relatos, empezamos a trascender nuestra propia formación para “hacer hablar” otras disciplinas como la filosofía, la antropología, la sociología y la lingüística, en un intento de abrir el juego al diálogo con la complejidad, de una forma transdisciplinaria.

Partimos entonces de la hipótesis de un entrecruzamiento de lenguas que interfiere en la vertiente comunicacional de la escucha y la intervención, ya que si bien compartimos el basamento del idioma castellano, “no existe un umbral para la lengua, no se la puede detener; en el límite se puede cerrar, aislar la gramática (y por lo tanto enseñarla canónicamente), pero no el léxico, menos aún el campo asociativo, connotativo”, como señala Roland Barthes (2005: 105).

De esta manera, dado el desconocimiento del sentido de algunas palabras que dicha comunidad empleaba al hablar, en su uso corriente y diferente al nuestro, incluida la musicalidad de su pronunciación, nos vimos en la necesidad de preguntar por ciertos significados de algún vocablo particular del relato de los padres, o también solicitar que nos repitieran alguna frase a fin de acceder a su discurso, de tal manera de no incurrir en la patologización cuando de nuestra ignorancia se trataba.

Nos resultaba de importancia considerar, entre otras, esta peculiar característica que nos adentraba en la lengua y en la cultura de la población a la que asistíamos, por considerarlo inherente a la ética de la práctica clínica en lo que respecta a la escucha e intervención, confrontadas al desafío de trabajar con la interculturalidad en el hospital.

Muchas veces el relato se vio interferido por la necesidad de contextualizar, como cuando una mamá nos relatara: “Mi hija se rasca” (que significa para nosotros una acción como respuesta a una picazón epidérmica), a la vez que la señora realizaba un gesto por el que pudimos inferir que se arañaba, es decir, hundía sus uñas en la piel, cambiando de esta manera y radicalmente el sentido de una conducta descripta hacia una actitud autopunitiva. Citas aclaratorias de la lengua que, de no solicitarlas y permitir con ello una explicación, nos dejan en la frontera del lazo transferencial, inhabilitando cualquier intervención o violentando el universo simbólico del que consulta.

Así, nos embarcamos en la búsqueda de nuevos horizontes y, orillando por distintos lugares del saber, fuimos realizando un recorrido bibliográfico del concepto de cultura, del lugar que tiene en ella el niño en Latinoamérica, acerca del padre en la infancia y el lugar del psicólogo en este contexto cultural.

Nuestra inquietud fue más allá de las fronteras del hospital y nos llevó a viajar a Bolivia, en la aventura de surcar territorios, en ese desafío que, en palabras de Claude Lévi-Strauss, invita a que cada sociedad no crea que sus instituciones, costumbres y creencias son las únicas posibles.

Allí, en el país de origen de nuestros pacientes, entre sus palabras y su cultura, estábamos nosotras convocadas a dejarnos atraer por la trama narrativa de sus pobladores, en un intento de hilvanar parte de la historia que no se dejaba atrapar en el pequeño espacio de nuestra escucha en el hospital.

Esos relatos acerca del sentido de las palabras que desconocíamos y parte de la historia suspendida son las hebras cortadas de la cultura de los padres que empezamos a recuperar. Por eso, antes de avanzar en el desarrollo del libro, queremos dedicar unas breves líneas acerca del contacto que tuvimos con tierras bolivianas. De esa experiencia surge nuestro desarrollo teórico posterior. Quisimos respetar ese recorrido de la forma más fidedigna posible.

Bolivia nos recibió con esa calidez que encierra su cultura y su enigmática indianidad. En el marco del Primer Congreso Internacional de Psicología, celebrado en la ciudad de Tarija en septiembre de 2015, fuimos invitadas a participar para desarrollar nuestra temática acerca de la interculturalidad en la clínica con migrantes, presentando lo que sería tiempo después parte de este libro.

Siguiendo con nuestro camino, arribamos hacia el lugar donde los padres de nuestros pacientes residían antes de migrar hacia la Argentina en búsqueda de nuevas oportunidades: El Alto, en la ciudad de La Paz.

En este apasionante recorrido cada lugar encerraba un saber ancestral. Desde la experiencia de pisar suelo en Tiwanaku, con sus enigmas, hasta caminar en la inmensidad de las calles pobladas de La Paz, Copacabana, el lago Titicaca y sus islas del Sol y de la Luna fueron algunos de los recorridos en los que nos detuvimos.

Con nuevos interrogantes y varias respuestas, nuestro recorrido iba llegando a su fin. Pero, antes de emprender la partida, en un viaje ancestral a través de los sentidos, llegamos al Tata Benjo y asistimos por primera vez a la experiencia inaugural de lectura de las hojas de coca. Allí, en ese intersticio entre “el alma de la planta” y nosotras, la pregunta fue simplemente por los protagonistas de esta aventura: los niños, pacientes del hospital. En ese maravilloso acontecimiento, por un momento el tiempo se detuvo en la imagen del Tata, sus manos ajadas y su voz tenue que en aymara anunciaba la respuesta: “Mira el camino” (mientras su mano seguía la línea del recorrido de hojas de coca sobre el suelo que parecía no llegar al final) y sentenció: “Ellos van a estar bien”.

La conjunción del relato de las historias de los padres junto con la experiencia cultural de nuestro viaje a Bolivia nos posibilitó el deslizamiento de la pregunta por las palabras a la pregunta por el origen, ese interrogante nodal de la constitución subjetiva que en las entrevistas con padres se presentaba como aquello indecible.

Las tímidas narraciones acerca de sus vidas en el país donde nacieron, sus sufrimientos e incertidumbres, parecían haber sufrido, como ellos, el mismo destino del destierro.

Sabe lo que pasa, es difícil migrar… cuando uno saca su registro de conducir figura extranjero, el DNI [documento nacional de identidad argentino] dice extranjero… y uno no está en ningún lado.

Con esas palabras refería este papá su sentimiento de no pertenecer a ningún lugar, como definiera Pierre Bourdieu (1998: 11) la condición migrante:

Ni ciudadano ni extranjero, ni totalmente del lado de lo Mismo, ni totalmente del lado de lo Otro, el “inmigrante” se sitúa en ese lugar “bastardo” del que Platón también habla, en la frontera entre el ser y no ser social.

Si la pregunta por el origen no podía formularse, ¿qué era entonces lo transmitido de forma generacional de padres a hijos? El rechazo por el origen.

En El arte de reducir cabezas. Sobre la servidumbre del hombre liberado en la era del capitalismo total el filósofo francés Dany-Robert Dufour (2007) plantea las dificultades actuales de Occidente en la conformación de la subjetividad, debido a que, en palabras del autor, estamos asistiendo a una desimbolización del mundo:

Antes el sujeto era sujeto con referencia a tal Dios, a tal tierra o a tal sangre. Lo que le confería su ser de sujeto era un ser exterior a él […] Ahora el sujeto mismo se ha convertido en su propio origen […] Tal vez para el hombre fuera doloroso descubrir que solo podía ser sujeto estando sujeto a una ficción, pero probablemente sea más penoso aun encontrarse sin ficción: el riesgo que se corre es el de dejar de ser sujeto. (83)

Hallamos un común denominador en los padres que han inmigrado en cuanto a su posición en la cultura: una posición fronteriza entre la caída de su cultura de origen y el intento de acceder a una nueva configuración cultural.

De esta manera, la pregunta por el origen marcaba un nuevo rumbo en la dirección de la cura: la posibilidad de recuperar la historia de los padres, recuperar la ficción, que en palabras de Dufour implica nada menos que ser Sujeto, dado que de lo contrario el hombre se convertiría en su propio mito.

Cuando era niño, para no dar a entender que éramos del campo mis padres no hablaban aymara porque era mal visto y se burlaban…

Yo hablo aymara pero mis hijos no quieren aprender. Cuando lo hago me dicen: “¿En qué hablas?”.

De esta manera, el trabajo en sesión fue centrándose no solo en el juego con el niño sino a la vez en las entrevistas con los padres, donde les pedimos que nos hablen acerca de sus orígenes.

La dolorosa experiencia de migrar, el sentimiento de no pertenecer a ningún lugar, la sensación de la propia extranjeridad y la interrupción de la historia junto con la dificultad de acceder a otra lengua nos ubicaban frente al sufrimiento actual de una subjetividad arrasada. En su libro El grano de la voz, Roland Barthes (2005) señala aquello que sin duda será el gran desafío, no solo para psicólogos, antropólogos y sociólogos sino para la propia humanidad:

Si tuviera que imaginar un nuevo Robinson, no lo colocaría en una isla desierta, sino en una ciudad de doce millones de habitantes, donde no sabría descifrar ni las palabras ni la escritura. Esto sería una forma moderna del mito, creo. (106)

Las siguientes páginas dan cuenta del desafío con que nos confronta día a día en nuestro trabajo la clínica intercultural de niños y padres migrantes.

1. El Hospital General de Agudos Parmenio Piñero es uno de los hospitales públicos metropolitanos de la Ciudad de Buenos Aires. Atiende una población que cubre aproximadamente el 52% de las villas de emergencia de la capital, donde la inmigración limítrofe representa la mitad de su población. Su principal característica y especificidad es que se asiste a una población multicultural de padres provenientes de diferentes países limítrofes (Bolivia, Perú, Paraguay) que han migrado hacia nuestro país conformando nuevas familias con hijos nacidos en territorio argentino.

Los desencuentros de la lengua

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