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1. Psicoanálisis, antropología y etnolingüística
ОглавлениеEl verdadero acto de descubrimiento no consiste en encontrar nuevas tierras, sino en ver con otros ojos.
Marcel Proust
Al mirar atrás, en el intento de reconstruir el camino que puso título al libro, se nos hacía evidente una suerte de letargo y confusión que no nos permitía hacernos ninguna pregunta, tan solo proseguíamos tomando en tratamiento a los niños derivados con diagnósticos de dificultades del lenguaje y problemas de integración. El trabajo con los padres comenzó a echar luz al pensamiento, dado que muchos términos empleados por ellos sin duda tenían otro significado en nuestra lengua.
Otra característica de la presentación de estos padres es que hablan en voz tan baja que en muchas ocasiones uno claudica de repreguntar al no entender, por no intimidarlos y por no avergonzarnos de nuestra insistencia. Sumado a esto, una actitud típicamente cabizbaja que en simultáneo coloca al profesional en el estrado, tornando más complicada la situación que exige, por lo tanto, una mayor delicadeza de nuestra parte en la intención de descentrar ese lugar.
El desencuentro se hizo presente y las preguntas no demoraron en surgir, respecto de las diferencias lingüísticas en su extensión, el uso del significante en el discurso o la significación diferente otorgada a la relación con los otros.
Poco y nada sabíamos entonces de su cultura y de la dirección clínica a tomar a la hora de abordar los tratamientos, porque fundamentalmente desconocíamos que “la lengua es infinita (sin fin), y de eso hay que extraer las consecuencias, la lengua comienza antes de la lengua” (Barthes, 2005: 106).
Gracias al desencuentro lingüístico pudimos ampliar la interpretación que nos llevó a comprender que del mismo desencuentro se hallaban afectados los niños, que de no habernos topado con nuestra ignorancia hubiéramos incurrido en interpretaciones no solo descontextualizadas sino también nocivas e invasoras. Similar a lo que Tzvetan Todorov (1987) describe en una especie de parodia del trabajo etnográfico sobre la concepción ingenua del lenguaje en la colonización:
Una vez que ha aprendido la palabra india “cacique”, se esfuerza más por ver a qué palabra española corresponde exactamente que por saber cuál es su significado en la jerarquía convencional y relativa, de los indios, como si fuera evidente que los indios establecen las mismas distinciones que los españoles; como si el uso del español no fuera una convención entre otras, sino el estado natural de las cosas. (37)
El desencuentro lingüístico nos marcaba el rumbo y nos hacía pensar cada vez más que el destierro de una lengua no era un elemento aleatorio sino la columna vertebral para pensar la clínica intercultural con niños de padres migrantes.
El entramado cultural generacional en el que la lengua se origina y a su vez trasciende nos iba señalando que “en el lenguaje los elementos rechazados no por ello se aniquilan. Van a refugiarse detrás de los promovidos al grado de jefes de fila, que los disimulan con sus cuerpos, que están constantemente dispuestos a responder por toda la columna y, llegado el caso, a sacar tal o cual soldado de filas. Dicho de otra manera, la totalidad virtualmente ilimitada de los elementos está siempre disponible” (Lévi-Strauss, 1968: 334). Ese era nuestro desafío: apostar a una clínica intercultural era posible ya que, más allá del destierro de una lengua, permanece siempre “esa matriz de significaciones dispuestas en líneas y en columnas, en donde se lea como se lo lea, cada plano remite siempre a otro. Cada matriz de significaciones remite a otra, cada mito a otros mitos” (334).
Ese universo de significaciones que se empezaba a desplegar en el trabajo clínico diario y que nos hacía ir en esa infinita extensión desde la lengua hacia la lengua nos hizo ir en búsqueda de otras disciplinas. Era necesario que el psicoanálisis pudiera dialogar con la antropología, la sociología, la filosofía, incluso hacer hablar hasta la historia misma. Era necesario reconocer los límites de nuestra tarea, reconocer los límites de la praxis de cada una de nuestras disciplinas debido a que la complejidad actual ha devuelto a las ciencias por la misma vía de la que se había ido, y nos hizo falta afrontar la complejidad antroposocial en vez de disolverla u ocultarla.
La idea misma de complejidad lleva en sí la imposibilidad de unificar, la imposibilidad del logro, una parte de incertidumbre, una parte de indecibilidad y el reconocimiento del encuentro cara a cara, final, con lo indecible […] Creo que la aspiración a la totalidad es una aspiración a la verdad y que el reconocimiento de la imposibilidad de la totalidad es, a la vez, la verdad y la no verdad. (Morin, 2007: 136-137)
La clínica misma nos obligó a pensar “complejo-físico-antropológicamente”, construyendo una ética en el campo del conocimiento académico como en la praxis social. “Por eso es que la complejidad es diferente de la completud” (Morin, 2007: 100).
La realidad de las consultas nos acercaba la realidad sociocultural y ella misma desafiaba cada vez al desempeño de nuestro trabajo clínico, por lo que se volvía imprescindible la conciencia de dicha complejidad.
Y esa complejidad la vivimos al hallarnos en presencia de una cultura como la aymara, que emergió ante nosotras a través de la pregunta por el silencio de sus descendientes, que nos hizo viajar a tierras bolivianas en búsqueda de las páginas ausentes del relato de su historia y, a la vez, en ese mismo transitar, nos fuimos reencontrando con un doloroso paralelismo con nuestra propia historia acaecida en tierras argentinas con la sangrienta conquista del desierto y anteriormente la colonización genocida perpetrada en toda Latinoamérica hasta la actualidad. Y de a poco, como quien redescubre su pasado, también las páginas de nuestro recorrido cobraban una nueva dimensión a través del auxilio de la antropología y su tarea, que “no sería la de dirigir nuestra mirada hacia el otro con la finalidad de conocerlo, sino la de posibilitar que nos conozcamos en la mirada del otro, permitir que su mirada nos alcance e incluso que abra juicio sobre nosotros” (Segato, 2015: 12).
Hace unos años Anne Chapman (2002) escribía acerca de su experiencia como etnógrafa en tierras argentinas:
A fines del invierno de 1966, en Tierra del Fuego, Argentina, murió Kiepja, más conocida como Lola. Su grupo étnico es generalmente llamado ona, aunque su verdadero nombre es selk’nam. El modo de vida de los selk’nam es el más antiguo de la humanidad: el de la Edad de Piedra, el Paleolítico de los cazadores recolectores y pescadores. Con Kiepja desapareció todo testimonio directo de su cultura. […]
Si los selk’nam son más conocidos como onas que por su propio nombre, se debe en gran parte a un malentendido histórico… podría ser el tema de una tesis. Solo agregaré que Lola Kiepja, la última persona que vivió en la tradición selk’nam, creía que ona era una palabra inglesa sin duda porque los ocasionales turistas a menudo de habla inglesa que llegaban para fotografiarla en la reserva donde ella vivía usaban esa palabra para hablarle o hablar de ella. (21, 13)
Desde nuestra contemporaneidad hacia atrás, culturas y tribus desaparecidas en nuestro país –de las que Lola Kiepja es testimonio– han sido pérdidas irreparables.
Con elocuencia terrible, dos fechas indican la duración de la guerra de las pampas: 1536-1886, desde que el primer conquistador europeo pisó los márgenes del río Dulce, hasta que se rindió el último cacique, allá, en la desconocida Patagonia. Son trescientos cincuenta años de luchas. La epopeya más larga que haya visto el mundo. En ella, héroes y mártires, blancos e indígenas, aventureros y apóstoles pasan fugazmente llevados como por un pampero fatal. (Yunque, 1969: 11)
Nuestros pueblos han sufrido un profundo borramiento cultural. Para Todorov (1987) se trató de uno de los mayores genocidios de la historia humana.
Sin duda, “la diferente concepción de la guerra, el uso de armas de fuego y la transmisión de enfermedades para las que los indios no tenían defensas determinaron que la victoria fuera para los invasores, que impusieron su cultura, su religión y su forma de trabajo basada en la explotación de la mano de obra nativa” (Pigna, 2009: 52-53). Desde tiempos inmemoriales la explotación ha estado signando los cuerpos de nuestros antepasados y la conquista de América ha establecido el comienzo del testimonio de esas marcas. Pero más terrible aún fue la desaparición entera de familias y generaciones. En el dictamen que se pronunciara el 17 de mayo de 1781 dando sentencia de muerte a José Gabriel Condorcanqui (más conocido como Inca Túpac Amaru) “se recomendaba que fuera exterminada toda su descendencia, hasta el cuarto grado de parentesco” (184).
El manifiesto de José Antonio de Areche2 dejaba establecido no solo la desaparición del Inca Túpac Amaru sino además de todo aquello que pudiera dejar huella alguna de la cultura incaica en generaciones venideras:
Del propio modo, se prohíben y quitan las trompetas o clarines que usan los indios en sus funciones, y son unos caracoles marinos de un sonido extraño y lúgubre, y lamentable memoria que hacen de su antigüedad; y también el que usen y traigan vestidos negros en señas de luto que arrastran en algunas provincias, como recuerdo de sus difuntos monarcas, y del día o tiempo de la conquista, que ellos tienen por fatal, y nosotros por feliz, pues se unieron al gremio de la Iglesia Católica, y a la amabilísima y dulcísima dominación de nuestros reyes. Y para que estos indios se despeguen del odio que han concebido contra los españoles, y sigan los trajes que le señalan las leyes, se vistan de nuestras costumbres españolas y hablen la lengua castellana. (Citado por Pigna, 2009: 185)
Túpac Amaru había llevado a cabo la mayor revolución indígena en el continente americano denunciando las condiciones infrahumanas de sometimiento de los indios y las interminables jornadas de explotación en las minas. En su incansable lucha por defender a sus hermanos pedía “que se acabara con los obrajes, verdaderos campos de concentración donde se obligaba a hombres y mujeres, ancianos y niños a trabajar sin descanso” (Pigna, 2009: 168), dando origen al llamado ejército liberador en el que “los niños de ojos tristes, los viejos con la salud arruinada por el polvo y el mercurio de las minas, las mujeres cansadas de ver morir en agonías interminables a sus hombres y a sus hijos, todos comenzaron a formar parte del ejercito libertador” (169). Sin embargo, su rebelión y resistencia hicieron que fuera apresado y sentenciado a muerte, condena que alcanzó a toda su familia.
La conquista dejó a su paso miles de tribus desaparecidas de la faz de la tierra. En la Argentina Joaquín V. González3 relata con gran sensibilidad la profunda batalla desigual librada entre españoles y calchaquíes, indios que habitaron su tierra natal, la provincia de La Rioja.
La lucha fue sangrienta, general y parcial; los ejércitos peleaban por el imperio, los pueblos y las tribus por el pedazo de tierra donde nacieron y donde cavaron sus sagradas huacas, verdaderos templos subterráneos donde se encierran las cenizas paternas, la tradición de la familia, la religión nacional, la idea aún informe del hogar que ha cimentado las sociedades modernas. Aquellas que poblaban las montañas de La Rioja, ramas de la gran familia calchaquí, la indomable, la última que rindió sus armas, concurrían a la defensa común parapetadas en el suelo nativo: pero no las rindió a la fuerza sino al Evangelio […] Aquella noche funesta presenció en las cumbres del Pucará o fuerte calchaquí la más trágica de las escenas. La muerte corría del llanto a la cumbre y de la cumbre al llanto. (González, 1959: 88-89)
En tierras pampeanas Álvaro Yunque –escritor argentino y figura representativa de la década de 1920– dimensiona el arrasamiento indígena en tiempos del general Julio A. Roca.
El año 1872 señala el principio del fin para los aborígenes de las pampas […] se entra en la última faz de la epopeya de huincas contra pampas. Aquellos, en 1873, año de la muerte de Calfucurá, poseen las dos terceras partes de la provincia de Buenos Aires (200.000 kilómetros cuadrados), conocen las pampas, son dueños de armas terribles. El indio, en cambio, siempre en su rutina; esta roído por enfermedades –viruela y sífilis– y por ciertos halagos de la civilización –alcoholes, azúcares, ropas […] Roca está decidido a emprender una ofensiva a fondo, terminar con los indios, si es necesario exterminarlos […] A los indios solo les toca huir. (Yunque, 1969: 81-83)
Infinidades de culturas y tribus sepultadas. Para ubicar tan solo a modo de ejemplo una de las tantas devastadas en nuestro país, podríamos citar una de ellas, la de los indios querandíes, que habitaron amplia extensión que va desde el norte de la provincia de Buenos Aires hasta el río Salado:
Los querandíes vivían tranquilamente de la caza y de la pesca. Se asociaban en pequeñas comunidades familiares con antepasados comunes, gobernadas por caciques. No creían en la herencia sino en las virtudes y las capacidades de mando. Por lo tanto, el cargo de cacique no era hereditario sino electivo. Cada comunidad elegía su cacique según sus cualidades […] Creían en una divinidad suprema llamada Chao, “padre”, que en realidad representaba cuatro personas: un hombre viejo, una mujer vieja, un hombre joven y una mujer joven. Estas cuatro personas vigilaban las conductas de los humanos […] Al levantarse ofrecían oraciones a Chao mirando hacia el este, el lugar de donde viene el Sol y, por lo tanto, la vida […] los querandíes creían que había otra vida después de la muerte y colocaban en las tumbas alimentos y todo lo que el muerto podría necesitar en su nueva vida del otro lado de la cordillera. (Pigna, 2009: 88-89)
En aquellos líderes rebeldes a la colonización española se perpetrarían los mayores crímenes sin precedentes de la humanidad y paradójicamente serían consumados por “el hombre civilizado”. Sigmund Freud, siempre dando luz a nuestra condición humana, decía que la actitud del hombre primitivo ante el enemigo que da muerte en una lucha o combate era sin duda muy diferente de la del hombre civilizado con relación al remordimiento que sentía por ese fallecimiento. A diferencia de los pueblos primitivos, “el hombre civilizado ya no siente esa reacción. Cuando la pugna salvaje de esta guerra se haya decidido, los combatientes victoriosos regresarán a su hogar, junto a su mujer y a sus hijos, y lo harán impertérritos y sin que los turbe pensar en los enemigos a quienes dieron muerte en la lucha cuerpo a cuerpo o mediante las armas de largo alcance. Es digno de nota que los pueblos primitivos que todavía viven sobre la Tierra y están por cierto más próximos que nosotros al hombre primordial se conducen en este punto de otro modo (o se conducían así cuando aún no habían sufrido la influencia de nuestra cultura). El salvaje –australiano, bosquimano o de la Tierra del Fuego– en modo alguno es un matador sin remordimiento; cuando vuelve a casa triunfante de la empresa bélica, no osa pisar su aldea ni tocar a su mujer antes de limpiarse de sus hechos de muerte por medio de una expiación a menudo prolongada y trabajosa. Fácil es, desde luego, explicarlo por su creencia supersticiosa; el salvaje teme todavía la venganza del espíritu del enemigo aniquilado. Pero este espíritu no es sino la expresión de su mala conciencia por causa de su culpa de sangre; tras esta superstición se oculta un filón de fina sensibilidad ética que nosotros, los hombres civilizados, hemos perdido” (Freud, 1915: 296-297).
En una conferencia pronunciada ante los Estados Generales del Psicoanálisis el 10 de junio del 2000 en París, Jacques Derrida (2000: 5) expresa: “Podemos poner fin al asesinato con arma blanca, con guillotina, en los teatros clásicos o moderno de la guerra sangrienta, pero según Nietzsche o Freud una crueldad psíquica lo suplirá siempre inventando nuevos recursos”.
¿Por qué fue inevitable plasmar en estas páginas este recorrido desde la complejidad de las consultas en la actualidad del hospital hasta llegar al relato más profundo de la historia argentina y latinoamericana? ¿Por qué fue necesario para nosotras dialogar con tantos autores a la vez, como si estuviésemos frente a un gran plenario que reúne a todos los representantes de las disciplinas al mismo tiempo? ¿Por qué precisábamos testimoniar nuestro recorrido por suelo boliviano, por su historia y su cultura en búsqueda de aquellas huellas migrantes? En definitiva, ¿por qué estábamos tan comprometidas por una imperiosa necesidad de testimoniar?
La respuesta quizá sea por la presencia misma de la imposibilidad que hace que uno –inmerso en lo más inherente a lo constitutivo del género humano, donde las palabras nunca son suficientes– no cese de pretender testimoniar y preguntar por qué. Por lo mismo, no cesamos de aspirar sortear esa imposibilidad a través de la escritura, en el intento de que eso constitutivo de lo humano se inscriba alguna vez y en alguna parte de nosotros.
Si hubiésemos abordado los tratamientos de los niños sin interrogarnos sobre nuestra propia formación frente a la clínica que empezamos a nombrar “intercultural”, sin preguntarnos acerca de la historia, sin visibilizar el desarraigo territorial y cultural al que los padres están expuestos, en definitiva, sin conocer sus orígenes, seguramente no nos hubiésemos percatado de la singularidad de la infancia que llegaba inédita ante nosotras; una infancia que nunca podría llegar a ser tal si no está alojada en los guiones del tronco ancestral de su historia, ese escenario tan primordial en la vida de los sujetos y en el que se nos ofrece como los primeros bocetos de lo que llamamos vida y aquellos inaugurales pasos que nos marcarán el resto de nuestros días.
El instante de una mirada, el tiempo para comprender e incluso para concluir son, como señala Jacques Lacan (1971), instantes constituidos por un tiempo en suspensión, aquel que nos permite que la urgencia del tiempo cronológico que avanza con nosotros sea puesta entre paréntesis.
Es precisamente ese paréntesis el que hace surgir un tiempo lógico, dialéctico, que resignifica y da sentido a nuestros actos diarios. Al plantear el método que debería ser propio de la filosofía primera (el método diaporemático), en Metafísica III.1 Aristóteles establece una interesante metáfora que nos permitió pensar las complejidades del mundo actual:
Quien no conoce el nudo no es posible que lo desate, pero la situación aporética de la mente pone de manifiesto lo problemático de la cosa. Y es que, en la medida en que se halla en una situación aporética, le ocurre lo mismo que a los que están atados: en ambos casos es imposible continuar adelante. Por eso conviene considerar primero todas las dificultades, por las razones aducidas, y también porque los que buscan sin haberse detenido antes en las aporías se parecen a los que ignoran adónde tienen que ir, y además [ignoran], incluso, si han encontrado o no lo que buscaban. Para este no está claro el final, pero sí que lo está para el que previamente se ha detenido en la aporía. Además, quien ha oído todas las razones contrapuestas, como en un litigio, estará en mejores condiciones para juzgar. (995 a25-995 b3)
Los pasos del método diaporemático (formular la aporía o paradoja planteando las posiciones contrapuestas, recorrerlas y analizar las opiniones recolectadas para luego hallar un camino de salida que permita superar las dificultades) marcan un tiempo de espera que, lejos de ser un tiempo muerto, se convierte en un tiempo de elaboración. Es decir que recién una vez que pudimos efectuar esta serie de pasos es posible plantear alguna respuesta posible al problema inicial.
Esta indicación metodológica de Aristóteles nos permitió reflexionar sobre lo problemático de la clínica actual y, a la manera de la resolución de una aporía, poder identificar el “nudo” del problema y comenzar el camino para “desatarlo”, hacerlo visible, poder recorrerlo, bordearlo, a fin de establecer sus dificultades; en definitiva, de llevar la complejidad también al terreno filosófico.
Este fue nuestro particular camino, pero cada cual desde el campo cotidiano de su quehacer debería encontrar el modo de hacer intervenir el pensamiento complejo para edificar una práctica, más que adherirse a enunciados generales:
El funcionalismo vive y también vive el psicologismo. Pero mirar tales formas como formas que “dicen algo sobre algo” y lo dicen a alguien significa por lo menos la posibilidad de un análisis que llegue a la sustancia de dichas formas antes que a fórmulas reductivas que pretenden explicarlas. (Geertz, 1987: 372)
El transitar invadido de incertidumbres, plagado de ausencias de respuestas, es sin duda el más arduo de los caminos pero también el más original, el de un aprendizaje diario, el que pone a prueba la sensibilidad de los seres humanos para captar lo más genuino de la realidad que acontece. Porque, en definitiva, ¿qué nos mueve a nosotros, los que nos interrogamos sobre el mundo y las humanidades, sino justamente el desafío de seguir en este aprendizaje?