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ОглавлениеCapítulo 2: La sabiduría de la oveja
A veces vivimos lejos de nuestra verdad. Porque no es fácil aprender que nuestra nada, es nuestra grandeza. Nuestra pequeñez, el baluarte más fuerte.
Nuestra pobreza, debilidad, fracasos y pecados, esconden una bienaventuranza porque nos van disponiendo más dócilmente a dejar que Dios sea Dios a confiar en su amor.
Esta es la sabiduría de la oveja que sabe que no puede sola y se deja apacentar. Pero como nos cuesta aceptar nuestros límites humanos, nuestro lugar en la vida. Muchas veces buscamos hacer lo que no nos corresponde, buscamos una grandeza que no es propia, dejamos de ser niños, porque no confiamos en que de verdad Dios hará algo por nosotros. Tantas veces nos han fallado que creemos que Dios también nos fallará. Entonces nos concentramos en lo que nosotros hacemos. Pero:
“ Nadie puede salvarse a sí mismo, ni pagar a Dios un rescate” (salmo 49).
Aunque no neguemos que solo Dios puede salvarnos, es una aceptación intelectual. No queremos sabernos débiles e impotentes. No es fácil aceptar que no podemos salvarnos a nosotros mismos. Sin darnos cuenta, preferimos hacer las cosas por nosotros mismos, conquistar la vida.
Cuando somos el jefe de nuestra vida, queremos que las situaciones diarias se adapten a nuestros intereses. Y sin darnos cuenta a veces exigimos a todo lo que nos rodea, que sea de acuerdo con nuestras expectativas. No es raro entonces que también busquemos Dios se adapte a nuestros intereses. Queremos que él haga lo que le pedimos, cuando en realidad la felicidad es todo lo contrario: preguntarle a él que quiere de nosotros.
Jesús nos ofrece el camino de la oveja, que no se opone a ser líder, o a que cada uno gobierne su vida. Dios no busca que seamos títeres. Pero sí nos enseña que no podemos solos. Necesitamos del otro y del “Otro” con mayúsculas, que es Dios.
Esta absoluta dependencia, hiere nuestro orgullo. No queremos ser ovejas. Por eso todo el tiempo estamos buscando demostrarnos que si podemos solos. Nos apoyamos en nuestras virtudes. Sin embargo, parte de nuestro camino a la salud, es reconocer y aceptar la derrota. Este reconocimiento es intolerable para nuestro orgullo desmedido y una buena noticia para nuestra verdad de Hijos Amados de Dios.
Para volver a ser ovejas necesitamos levantar la bandera blanca y aceptar cierta derrota que hace tiempo no queremos aceptar. Es verdad que con fe todo lo podemos, y que superarse confiando en uno mismo es un camino al que también nos invita nuestro Padre. Pero apoyarse solo en la propia fuerza es necedad. Porque somos débiles, nos equivocamos y pasajera es nuestra vida. Solo perdura lo que se hace desde la sabiduría de la oveja.
“Nadie puede salvarse a sí mismo, ni pagar a Dios un rescate” (salmo 49).
No es fácil admitir la derrota. Hay un fracaso personal que nos es imposible tolerar cuando el orgullo nos domina. Pero cuando hacemos la experiencia de como Dios nos cuida, de que todo va a salir bien no por nosotros sino por él, si podemos aceptar con alegría, vitalidad y paz que somos una pequeña oveja. La vivencia de necesitar de Dios en todo y para todo, de ser dependientes de su obrar es un traje que nos sienta bien. Y paradójicamente, cuando aceptamos que no podemos, sí podemos. Somos libres, por que hay alguien que esta al lado nuestro todos los días, todo el tiempo y nunca nos falla, nunca. Las cosas no tienen que ser siempre como nosotros queremos, podemos confiar en él. Y la derrota no la vivimos como una opresión. Porque Dios busca hijos, hechos a su imagen y semejanza destinados a hacer obras grandes. Jesús decía a sus discípulos que harían obras mayores que él (cf. Jn. 15), pero siempre sabiendo que nuestro mayor poder, viene de asumir nuestra propia impotencia.
Cuando queremos vivir por nuestra cuenta, siendo nuestro propio pastor, perdemos la independencia que creíamos tener. Y nos volvemos títeres de nuestro propio desorden y debilidad. De nuestra impotencia, nuestros caprichos y exigencias de niño, que busca salirse siempre con la suya y está enojado, porque el mundo no le obedece.
Encontrarnos con el Amor de Dios, es encontrarnos cara a cara con nuestra realidad. Y vivir la paradoja de que para ganar primero hay que perder las riendas de la propia vida. Preguntarle a Dios con sinceridad qué quiere de uno. Descubrir que las heridas de nuestra vida nos han marcado tan profundamente que solo un milagro puede sanarlas, saber que hay luchas internas y externas que nos vencen día a día, nos pueden ayudar a aceptar este camino que lleva a la paz de la oveja que se sabe amada, cuidada y se siente plenamente libre.