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Capítulo 4: La realidad

Dios siempre está escondido en la realidad que nos esté tocando vivir, por compleja que sea, difícil o dolorosa. Esconde un misterio. Y al recibirlo con los brazos abiertos, recibiremos al mismo Dios. El Ser Supremo es Dios, la Realidad Suprema es Dios.

“Yo Soy el que Soy” (cf. Ex. 3,14)

Así le dijo Dios a Moisés cuando este le pidió que le diga su nombre. En esta frase, simple, breve pero intensa, Dios se presenta a sí mismo. Se presenta como “él que es”.

Y así el entrar en contacto con la realidad, con lo que es, con lo que existe, con lo que acontece, no se opone, sino que es camino para encontrarnos con Aquel que sostiene todo lo que es. No hay que evadirse de la realidad para llegar al cielo, sino que el Reino de los Cielos está escondido en los acontecimientos que nos toquen vivir.

El problema es que hay tanto ruido en nuestra vida, tantos pensamientos (como voces interiores que no paran), tantas preocupaciones, ansiedades, inquietudes, etc. que muchas veces no estamos presentes, conscientes del momento, sino como encerrados en un mundo que es parte de la realidad, pero no nos deja contemplar algo que es mucho más inmenso y hermoso.

Pensamos demasiado en lo que nos pasa, en lo que nos aflige, en lo que nos ilusiona, etc. Y aunque no está mal pensar, muchas veces nuestros pensamientos nos embriagan hasta no poder parar de pensar. Así nos perdemos un reino que nos está esperando cuando salimos de nosotros mismos y hacemos silencio. Aceptar la realidad, es hacer silencio y escucharla, es salir de uno mismo. Una cosa es la realidad y otra nuestras percepciones, pensamientos o emociones internas sobre la realidad.

Hay varios factores que no nos dejan tocar la realidad más profunda de lo que acontece. Podríamos resumir en el miedo y la ambición, dos emociones que nos alejan de lo real porque nos hace invertir mucha energía en ellas. Cuando vivimos encerrados en nosotros mismos, sin darnos cuenta somos dominados por estas emociones de miedo o ambición.

Tenemos muchos miedos. Miedos que vienen de nuestra necesidad de sentirnos amados y nos acompañan desde niños como el miedo a que nos rechacen, nos condenen, se olviden de nosotros, nos abandonen, nos hieran, nos abusen, nos absorban, etc. Miedos que tienen que ver con nuestra necesidad de sentirnos seguros. La cicatriz de sufrir alguna violencia queda en nuestro corazón y ver violencia también es ser víctima de ella. Quedamos sumidos en un sentimiento de inseguridad que nos hace perder la paz. También miedos que tienen que ver con nuestra seguridad económica, por malas decisiones o porque estamos en un mundo inestable que nos hace sentir que el suelo donde construimos nuestra casa es frágil.

Tampoco la ambición nos deja estar en contacto con lo que nos rodea. Ya que a esta emoción no le importa tanto lo real que acontece sino la ilusión de conseguir algo. Así utilizamos cosas, situaciones e incluso personas de acuerdo con una ilusión que ambicionamos. Nada es valioso por si, en este caso, sino que depende de como nos afectan, qué les aportan o no, a nuestros intereses. Para los que están dominados por la ambición todo tiene un para qué, nada es gratuito. Y hasta nos puede pasar que incluso con las personas, buscamos una utilidad, y tratamos al otro sin ver su realidad, como si fuera “algo para alcanzar algo” en vez de “alguien”.

Necesitamos volver a la simpleza del niño que se maravilla al contemplar al otro. Los niños son buenos maestros para volver a descubrir la realidad que nos rodea con su belleza.

No tengas miedo

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