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En el camino que salía de la casita de Christmas Black, en la zona que rodeaba su plaza fuerte, me pregunté por mi nuevo amigo. No se parecía a la mayoría de los negros que yo conocía. Su familia había formado parte del ejército estadounidense desde antes de que existiera Estados Unidos. Muchos de sus antepasados habían pasado por la época de la esclavitud sin ser esclavos; era posible incluso que algunos de ellos hubiesen poseído esclavos. Todos estudiaban las artes de la guerra y la violencia, y se transmitían ese conocimiento en un gran libro encuadernado a mano que Christmas le cedió a su primo hermano, Hannibal Orr, después de decidir que el país por el cual habían luchado sus antepasados se había equivocado de camino.

La familia de Christmas y de Hannibal era más americana que la de muchos blancos. Habían pasado por todos los momentos importantes del tumultuoso intento de crear la democracia estadounidense. Habían asistido a cada victoria y cada masacre, con las cabezas coronadas de gloria y las manos empapadas de sangre.

Me habría ido a casa y habría buscado a Hannibal para quitarme a Easter Dawn de encima si hubiese creído que Christmas se había vuelto completamente loco y había salido a matar a discreción. Pero Clarence Miles y aquel abejorro sin zumbido me hablaban de una historia totalmente distinta: Christmas tenía problemas, y yo le debía un favor. Cuando fui herido por un asesino sádico con nombre de estadista romano, Christmas e Easter me cuidaron hasta que me recuperé. Ellos me salvaron la vida, y aunque esta no valía demasiado en aquel momento, una deuda es una deuda.

Lo único que tenía que hacer era esperar hasta la mañana siguiente a las nueve y tomar el pelo a Clarence un poquito más. Pero la larga serie de horas entre aquella mañana y la siguiente era demasiado para mí.

Pensar en la partida de Bonnie era como mirar al sol. Yo tenía que apartar mi mente de ella, distraerme. Bonnie estaba sentada a mi lado, en la calle, dirigiéndose hacia alguna tienda. Me sonreía cuando yo me ponía frenético por cualquier pequeño error que había cometido.

—La vida sigue —me decía al menos una vez a la semana.

Pero ya no.

La vida se había detenido para mí de la misma manera que lo había hecho para aquel enloquecido soldado que se había atrevido a invadir la soberanía personal y portátil de Christmas Black.

El barullo parecía el de un motín que se estuviera produciendo detrás de la puerta principal, rosa, abollada y descascarillada. No, más que una algarada era una guerra. Y no eran solo los carritos rotos, la madera astillada y el césped abrasado, sino que se libraba una batalla a todo volumen en el interior de la casa. Habría jurado que se oía fuego de metralleta, bombarderos, un ejército entero en marcha detrás de aquella puerta.

Llamé al timbre y di unos golpes muy fuertes, pero supuse que nadie había podido oírme por encima del jaleo que surgía del pequeño domicilio. No sé por qué motivo mi inteligencia desapareció ante aquel tumulto. No sabía cómo hacerme oír. Y, de todos modos, ¿quién quiere atraer la atención de un estrépito semejante?

Estaba a punto de alejarme cuando se abrió la puerta principal. La centinela era una mujer morena y delgada con los hombros caídos y el pelo estirado, que llevaba un vestido que se había descolorido hasta tal punto que el estampado de su tela azul se había vuelto imposible de distinguir. Podía tratarse de aves en pleno vuelo, flores moribundas o unas formas en tiempos claras y específicas, llevadas a la locura por la docena de niños feos, terriblemente feos que saltaban, chillaban y se peleaban en el interior del hogar de los Tarr.

—¿Sí? —lloriqueó la pobre mujer. Sus hombros estaban tan caídos que parecía un edificio a punto de derrumbarse.

—¿Señora Tarr?

No sé por qué motivo el sonido de mi voz atrajo un silencio completo a aquel hogar arrasado por la guerra.

La tropa de niños antiestéticos con los ojos redondos me miró como si yo fuera su próximo objetivo; una guerra había terminado y otra estaba a punto de comenzar.

Noté un inicio de pánico en mi diafragma. Había al menos dos parejas de feos gemelos en la camada. Ninguno de ellos tenía menos de dos años ni más de once.

—Sí —dijo la mujer agobiada—. Soy Meredith Tarr.

Lo sentí por ella. Una docena de niños y el marido asesinado. Por muy bajo que hubiese caído yo, no podía imaginarme en el lugar de Meredith. Pensar en tantos corazones latiendo bajo mi tejado por la noche, acosándome en busca de salud, auxilio y amor, era algo que estaba más allá de mi comprensión.

El silencio se extendió un largo momento; trece pares de ojos hambrientos me perforaban.

—Me llamo Easy Rawlins —dije—. Soy un detective privado contratado para averiguar qué ha sido de su esposo.

Demasiadas sílabas para su oscura y variopinta prole. Uno de los niños chilló y el resto le siguió hacia el caos.

—¿Quién le ha contratado? —preguntó ella. Su voz sonaba tensa y cansada, pero aun así tenía que chillar para que yo la pudiera oír.

—Una mujer llamada Ginny Tooms —dije yo, para que mis mentiras fuesen lo más sencillas posible—. Es prima de Raymond Alexander, y está absolutamente segura de que él no fue quien mató a Perry.

—No, señor Rawlins —me aseguró por su parte Meredith Tarr—. Ray Alexander fue quien mató a Perry. Eso lo sé bien seguro.

Era difícil para mí sumergirme en las profundidades del corazón de aquella mujer demacrada. Quizá mostrara así su odio por mi amigo, pero estaba tan exhausta que a su manzana de la discordia solo le quedaba el corazón.

De entre el caos de los niños surgió una niña pequeña, de unos ocho o nueve años. Aquella niña, aunque era igual de fea que sus hermanos y hermanas, tenía algo distinto. Su vestido amarillo no tenía manchas y llevaba el pelo bien peinado. Lucía unos zapatos rojos de piel barata, pero brillante y lustrada.

La niña se acercó a su madre y la miró.

«Hay un punto brillante en cada sombra», decía mi tía Rinn.

—¿Cómo te llamas? —le chillé a la pequeña.

Ella cogió la mano de su madre y dijo:

—Leafa.

Leafa era el pequeño islote de luz de Meredith.

—No sé quién lo hizo —dije a Meredith—. No le debo nada a Alexander. Lo único que sé es que me pagaron trescientos dólares para que pasara una semana buscando a su esposo. Si está muerto, como usted dice, intentaré probarlo. Y si vive…

—No vive —repuso Meredith, interrumpiendo mi mentira.

—Si vive, intentaré probarlo también. Lo único que necesito es hacerle a usted algunas preguntas, si no le importa.

Mi certeza contra la convicción de Meredith de que su marido estaba muerto condujo a las lágrimas a la mujer de los hombros caídos. Al principio no lo notó nadie salvo Leafa. La niña abrazó el muslo de su madre y yo le puse una mano en el hombro.

—Es culpa mía —sollozó ella—. Es culpa mía. Yo me quejaba de que no teníamos dinero suficiente para alimentar y vestir a todos estos niños que hemos tenido. Él tenía dos trabajos y cogió otro los fines de semana. Casi nunca estaba en casa, trabajaba muchísimo. Luego pidió dinero prestado a ese hombre que tiene nombre de roedor.

—¿Le dijo todo eso Pericles? —le pregunté.

—No tuvo que hacerlo. Raymond Alexander vino a esta casa a traérselo —dijo Meredith como si fuera un predicador, citando de la Biblia—. Se sentó en este mismísimo salón.

Yo miré el sofá que seis niños habían convertido en El Álamo o en la última batalla de Custer. Disparaban y saltaban y se cortaban las gargantas unos a otros.

—¿Se sentó aquí Ray Alexander?

—En presencia de sus propios hijos, Perry cogió el dinero manchado de sangre de ese mal hombre. Dijo que iba a hacerse con un carrito de dónuts frente a la puerta Goodyear, pero el hombre al que le dio ese dinero le engañó y no consiguió nada para poder pagar su deuda.

—¿Raymond Alexander vino a su casa y le entregó un préstamo a Pericles Tarr? —pregunté para estar seguro de que la había oído bien.

—Se lo juro por Dios —dijo ella levantando la mano izquierda, porque la derecha la tenía cogida Leafa.

—¿Y qué ocurrió cuando Perry no pudo pagar?

—Él me dijo que Mouse le había dicho que tenía tres semanas para conseguir el dinero, o si no, tendría que amortizar la deuda. Durante dos meses pasó todas las noches haciendo cosas malas para ese usurero. Y luego llegó a casa una noche y dijo que, si no volvía, era porque había pagado por nuestra seguridad con su vida.

Por entonces los niños se habían arremolinado todos en torno a su madre, lloriqueando con ella. Todo el mundo salvo Leafa lloraba. La buena niña mantenía la calma por toda la familia; a mis ojos, su fealdad se iba transformando en belleza.

—¡Perry nos quería, señor Rawlins! —lloraba Meredith—. Quería a sus hijos y esta casa. No ha llamado ni ha escrito en ocho días. Yo sé que está muerto y sé quién le ha matado.

En el momento justo, la pequeña tribu de los Tarr dejó de llorar y sus ojos adoptaron entonces una mirada de odio hacia el asesino de su padre.

—¿Dónde trabajaba él? —pregunté, carraspeando un poco, porque tenía la garganta seca.

—En los grandes almacenes Portman, en Central. Era encargado de inventario.

Asentí e intenté sonreír, pero fracasé. Luego le di las gracias a Meredith y me alejé. La puerta se cerró tras de mí y yo di unos pasos hacia la calle. Me sentí sorprendido cuando una mano pequeña me agarró el dedo meñique.

Era Leafa. Tiró de mi mano y yo me agaché para oír lo que me quería decir.

—Mi papá es demasiado listo para estar muerto, señor. Una vez estaba en la guerra y los coreanos le tendieron una emboscada a él y a sus amigos. Luego volvieron para asegurarse de que todos estaban muertos, pero mi papá cogió la sangre de su amigo y se la puso en la cabeza y cuando los soldados enemigos fueron a mirar, no le dispararon porque pensaron que ya estaba muerto.

—¿Así que no crees que le matara ese hombre, Ray? —le pregunté.

Ella meneó la cabeza con solemnidad y me resultó difícil imaginar que tal inteligencia pudiera estar equivocada.

Rubia peligrosa

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