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Siempre he tenido muy buena memoria en los momentos de tensión. Cuando he sentido que mi vida estaba amenazada o que alguien a quien quería estaba en peligro, he empezado a prestar muchísima atención a todos los detalles. Así fue cuando el mentiroso capitán Miles y sus hombres llegaron hasta mí. Muchos de aquellos detalles, incluyendo las medallas de los policías militares condecorados, se me quedaron grabados en la mente.

Una medalla tenía unas tiras rojas y amarillas con una hoja de bronce sobre ellas y un círculo de bronce ornamentado que colgaba por debajo; otra tenía el fondo amarillo con rayas verdes y amarillas y una medalla como una moneda. La última cinta era verde, amarilla, roja, amarilla y verde, y sujetaba una brillante estrella roja.

Gara me dejó consultar la pequeña biblioteca militar después de ver mi expresión angustiada. Probablemente pensó que estaba así de preocupado porque alguien a quien amaba estaba muriéndose o cercano a la muerte. Si le hubiese contado lo de Bonnie probablemente se habría reído y me habría echado de allí. Un corazón roto no era motivo para poner en peligro su trabajo.

Las medallas del pecho de mi soldado se habían ganado todas en Vietnam: la medalla al Valor de la República de Vietnam, la medalla de Servicio de Vietnam y otra medalla concedida específicamente por heridas.

Escribí los nombres, salí al salón y vi a Gara de nuevo en su enorme silla verde. Había acabado la obra maestra de Salinger y había pasado a leer un grueso volumen. Bebía de una botella de gaseosa de medio litro, sonriendo con el texto.

—Necesito algo —dije con toda la tristeza y el remordimiento desaparecidos de mi rostro y mi voz.

—Todos necesitamos algo —replicó ella, y siguió leyendo y bebiendo.

—Necesito saber qué soldados han recibido estas tres medallas en los últimos cinco años.

Coloqué la lista en la mesa, junto a ella.

—Nosotros llevamos el caballo al agua, señor Rawlins —dijo entonces—. No nos ponemos de rodillas y bebemos por él.

Coloqué uno de los billetes de cien dólares de Miles encima de la lista. Era otro ejemplo más de mi angustia emocional. Si me hubiese encontrado en mi estado normal, habría puesto uno de veinte; veinte dólares bastaban para lo que estaba preguntando. Pero había algo poético, un cierto eco de justicia en pagar por mi información con el mismo dinero que me había dado el mentiroso.

Gara dejó su agua azucarada con burbujas y el libro. Cogió el billete de cien y la breve lista.

—La tendré mañana a las tres —dijo—. Si es más temprano, te llamaré.

Yo sonreí y le dirigí un saludo burlón. Estaba a punto de irme cuando me preguntó:

—¿Qué tal los niños?

—Bien. Estupendo. Jesus y su chica han tenido una niña.

—¿Se van a casar?

—Ya veremos.

—¿Y Bonnie?

—Ya veremos —dije de nuevo.

Me dirigí hacia la puerta antes de que ella pudiese cuestionarse mis respuestas.

El perrito amarillo debía de estar en el patio de atrás persiguiendo ardillas, porque no ladró cuando entré en el porche. Frenchie conocía el sonido de mi coche. Bonnie me había dicho que ella sabía que llegaba desde una manzana de distancia solo por sus ladridos furiosos.

Pero aquel día había hecho todo el camino hasta la puerta delantera sin ser detectado. La puerta estaba abierta, de modo que solo la mosquitera me separaba de los sonidos de la casa. Oía a Essie que gritaba a unas habitaciones de distancia y a Feather hablando en francés. El tiempo que había pasado en la clínica de Suiza y luego con Bonnie y Jesus habían conseguido que Feather conversase con facilidad en esa lengua. Pero la única persona con la que hablaba francés por teléfono era Bonnie. Ahora que mi hija se estaba convirtiendo en mujer, hablaban como si fueran dos amigas.

Fui a agarrar el picaporte y me detuve. Feather se reía en voz alta y decía algo que era tanto una pregunta como una exclamación. Yo hablo algo de francés, sobre todo criollo, por mi niñez en Louisiana, pero el velocísimo parisino que Bonnie le había enseñado a Feather era demasiado para mí.

Abrí la mosquitera, pero no entré todavía.

—Está aquí —dijo Feather en una voz que intentó amortiguar—. Tengo que dejarte.

Colgó cuando yo entraba.

—¡Papá! —gritó, y corrió a abrazarme.

Yo la apreté mucho más fuerte de lo normal. Tenía que agarrarme a alguien que me quisiera.

—Hola, cariño.

Feather se retiró un poco y me miró a los ojos. Sabía que la había oído. Quería ayudarme a sentirme mejor.

—Vale —dije yo—. No te preocupes.

—Hola, papá —me saludó Jesus.

Estaba de pie ante la puerta de la cocina con un delantal marrón y unos guantes de goma amarillos.

—Hola, chico.

—Hola, señor Rawlins —saludó entonces Easter Dawn. Estaba de pie junto a Jesus, con harina en las manos y en las mejillas.

—Estáis cocinando, ¿eh? —dije.

—Sí, estamos haciendo bizcocho de mantequilla —respondió la muñequita—. Juice está lavando los platos y ayudando.

—¿Queréis que yo os ayude a preparar la cena? —le pregunté a Easter.

Los negros ojos de la niña brillaron mucho y su boca se abrió en un círculo perfecto. El ámbito doméstico era su bastión de poder, en casa de su padre. Él no tomaba nunca una decisión sin consultarla. E Easter casi siempre tenía la última palabra.

Yo tenía unos rabos de buey en la nevera. Los rebozamos con harina, los rehogamos en manteca con pimientos verdes, cebolla cortada a trocitos y ajo picado. Mientras hervían a fuego lento sacamos el bizcocho de mantequilla, pusimos arroz a hervir y preparamos unas cuantas coles de Bruselas, que salteamos con mantequilla y luego aderezamos con salsa de soja.

Mientras cocinábamos, la niña y yo hablábamos de nuestras aventuras.

Feather había pasado otra vez todo el día en casa cuidándola. Habían ido al museo y a comer unas hamburguesas en Big Boy. Por la tarde, habían leído el libro de historia de Feather y preparado sus lecciones para el colegio. Me di cuenta de que tenía que llevar a Easter al colegio, o si no la educación de Feather empezaría a sufrir.

Intenté no pensar cómo se habría ocupado Bonnie de todo aquello, como cuando estaba conmigo.

Bonnie hacía que mi hogar funcionase con toda suavidad, incluso cuando estaba de viaje o en vuelos internacionales para Air France. Contrataba a gente, tenía amigos que realizaban tareas que me facilitaban la vida.

¿Cómo pude echarlo a perder?

—¿Ha encontrado a mi padre? —preguntó Easter, y me vi atraído de nuevo hacia el mundo.

—Estoy cerca. ¿Cuánto tiempo hace que vivís en aquella casa que está enfrente del neumático grande?

—No lo sé… Una semana, quizá.

—Hum. He encontrado a unas personas que a lo mejor sepan dónde está —dije—. Se supone que me llamarán mañana por la mañana y me dirán lo que sepan.

—¿Con quién ha hablado? —me preguntó ella.

—Un hombre llamado capitán Miles. Un hombre negro del ejército. ¿Lo habías visto alguna vez?

Easter estaba de pie en una silla a mi lado, junto al fogón. Su trabajo consistía en meter las verduras en el aceite caliente, y luego yo las iba removiendo.

Se quedó pensativa un momento y luego meneó de lado a lado la cabeza.

—No. No vino ningún capitán Miles a nuestra casa nunca. Mientras yo estaba despierta, no.

—¿Iba gente a casa por la noche mientras tú dormías? —le pregunté.

—A veces.

—¿Y no viste a alguno de ellos? Quiero decir que quizá te despertaste y miraste al piso de abajo.

—No —contestó ella, muy seria—. Eso sería espiar y espiar es malo. Pero…

—¿Sí?

—Una vez la señora del pelo rubio vino por la noche pero seguía todavía allí por la mañana.

—¿Y qué le pasaba?

—Estaba muy triste. —Easter asintió como para reafirmar lo que me estaba diciendo.

—¿Por qué?

—Su marido tenía problemas. Sus amigos estaban muy enfadados con él y también estaban enfadados con ella.

—¿Dijo algo más de aquellos hombres?

—No. ¿Le podemos poner fresas al bizcocho de mantequilla?

—Mandaré a Jesus a la tienda para que compre algunas.

Nuestra conversación iba y venía entre la cocina y la gente a la que conocía su padre. No había demasiadas cosas que me resultaran útiles, pero cuando Easter estaba preparando el arroz, recordé el jaboncillo envuelto en papel.

—¡El señor Pescadito! —gritó tras desenvolver el jaboncillo—. Pensaba que te había perdido.

—Lo encontré en la casa frente al neumático grande.

—¿Y estaba allí mi papá? —preguntó Easter Dawn.

—No. No estaba. Pero me pregunto… ¿llegasteis a Los Ángeles en el jeep de tu padre?

—No. La señora tenía un coche verde y papá lo condujo.

—¿Y ella le dejó que se lo quedara?

—No. Un amigo suyo le prestó un coche azul, pero luego fue a comprarle una camioneta roja con una caravana a un hombre muy raro.

—¿Qué hombre raro?

—Ese de la tele que siempre tiene animales y chicas muy guapas a su alrededor.

Rubia peligrosa

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