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CAPÍTULO V

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Marcha del ejército real contra la ciudad de Málaga

Tomando la ribera del mar, avanzó con direccion á Málaga el ejército real, cuyas largas y lucidas columnas se extendian por el pié de las montañas que guarnecen el mediterráneo, al paso que una flota de naves cargadas de artillería y pertrechos, seguia su marcha á corta distancia de tierra. Hamet el Zegrí, viendo que se acercaba esta fuerza, mandó poner fuego á las casas de los arrabales mas inmediatos á la ciudad, é hizo salir tres batallones al encuentro de la vanguardia del enemigo.

Para penetrar en la vega y cercar la ciudad, era preciso que desfilase el ejército por un paso angosto, al que por una parte defendia el castillo de Gibralfaro, y por otra lo dominaba un cerro alto y escabroso que se junta con las montañas inmediatas. En este cerro colocó Hamet uno de los tres batallones, otro en el paso por donde habian de marchar las tropas, y el tercero en una cuesta no muy lejos. Llegando por este lado la vanguardia del ejército, pareció necesario tomar el cerro, y con este objeto se destacó un cuerpo de peones, naturales de Galicia, al mismo tiempo que ciertos hidalgos y caballeros de la casa real atacaron á los moros que estaban abajo guardando el paso, siguiéndose en una y otra parte una pelea muy reñida. Los moros se defendieron con valor: los gallegos repetidas veces fueron rechazados, y otras tantas volvieron al asalto. Por espacio de seis horas se sostuvo esta cruel lucha, en que se peleó no solo con arcabuces y ballestas, sino con espadas y puñales: ninguno daba cuartel ni lo pedia, ninguno curaba de hacer cautivos, y sí solo de herir y matar.

Los demas cuerpos del ejército oian desde lejos el rumor de la batalla, los tiros y los lelilies de los moros; pero no podian pasar adelante para auxiliar á la vanguardia, pues venian por una senda tan estrecha, entre el mar y las montañas de la costa, que solo podian marchar en fila, impidiéndose unos á otros el paso, y sirviéndoles de mucho embarazo la caballería y los bagages. Empero algunas compañías de las hermandades, sostenidas por las tropas que mandaban Hurtado de Mendoza y Garcilaso de la Vega, avanzaron al asalto del cerro, y con gran trabajo pasaron adelante, peleando siempre, hasta llegar á la cumbre, donde el porta-estandarte, Luis Maceda, plantó su bandera. Los moros se retiraron de esta posicion, dejándola ocupada por los cristianos; y á su ejemplo los que defendian el paso se retrajeron al castillo de Gibralfaro.6

Ganado el cerro, y libre ya de enemigos aquel paso, pudo el ejército seguir adelante sin estorbos. En esto iba entrando la noche, y no hubo lugar de sentar los reales en los puntos que convenia: las tropas cansadas y rendidas, acamparon por entonces en la mejor forma que permitian las circunstancias; y el Rey, acompañado de algunos grandes y caballeros de su hueste, pasó la noche reconociendo el campo, poniendo guardias, partidas avanzadas y escuchas, para que estuviesen en observacion de la ciudad, y avisasen de cualquier movimiento que hiciese el enemigo.

Á otro dia cuando amaneció, pudo el Rey contemplar y admirar aquella ciudad hermosa que esperaba en breve añadir á sus dominios. Por una parte estaba rodeada de arboledas, huertas y viñedos, que hacian verdear los cerros convecinos: por otra le bañaba un mar tranquilo, en cuyo plácido seno se reflejaban sus palacios, sus torres y fortalezas; obras de grandes varones, en muchos y antiguos tiempos construidas, para mayor seguridad de los habitadores de una morada tan deliciosa. Por entre las torres y edificios se descubrian los pensiles de los ciudadanos, donde florecian el cidro, el naranjo y el granado, y con ellos la erguida palma y el robusto cedro, indicando la opulencia y lujo que reinaban en el interior.

Entretanto el ejército cristiano, distribuyéndose en derredor de la ciudad, la cercó por todas partes; se tomó posesion de todos los puntos importantes, y á cada capitan se le señaló su estancia respectiva. El encargo de guardar el cerro, que con tanto trabajo se habia ganado, fue confiado á Rodrigo Ponce de Leon, marqués de Cádiz, que en todas las ocasiones aspiraba al puesto de mas peligro: su campamento se componia de mil y quinientos caballos y catorce mil infantes, extendiéndose desde la cumbre de aquella altura hasta la orilla del mar, y cerrando asi enteramente por este lado el paso para la plaza. Desde este punto partia una línea de campamentos fortificados con fosos y vallados que rodeaban toda la ciudad hasta la marina, donde las naves y galeras del Rey apostadas en el puerto, acababan de bloquear la plaza por mar y tierra. En ciertos parages habia talleres de varios artífices; herreros, con fraguas siempre encendidas; carpinteros que al golpe de sus martillos hacian resonar el valle; ingenieros que construian máquinas para el asalto de la plaza; en fin, picapedreros y carboneros, que los unos labraban las piedras para la artillería, y los otros hacian el carbon para los hornos y fraguas.

Sentados los reales, se desembarcó la artillería gruesa, se construyeron baterías, y en el cerro que ocupaba el marqués de Cádiz se plantaron cinco lombardas grandes para batir el castillo de Gibralfaro que estaba enfrente. Los moros hicieron los mayores esfuerzos para estorbar estas operaciones, y con el fuego de su artillería molestaron de tal manera á la gente ocupada en los trabajos, que fue menester abandonarlos de dia para continuarlos por la noche. Tiraron asimismo con tanto acierto contra la tienda real, que se habia colocado en un punto al alcance de las baterías, que fue necesario mudarla de alli para ponerla tras de una cuesta. Estando concluidos los trabajos, rompieron el fuego las baterías cristianas, y contestaron á las de la plaza con un cañoneo tremendo; al mismo tiempo que los navíos de la flota, acercándose á tierra, combatieron vigorosamente la ciudad por aquella parte.

Era un espectáculo grandioso é imponente ver tanto aparato militar, tanta batería, tanto cerro poblado de tiendas, con las enseñas de los mas ínclitos guerreros de Castilla; las galeras y navíos que cubrian el mar, las embarcaciones que iban y venian, y el contínuo llegar de tropas, provisiones y pertrechos. Empero causaba horror el estruendo de la artillería, y el estrago que hacian las lombardas, singularmente las de una batería cristiana, que se llamaban las siete hermanas Jimenas. De dia no cesaba el bombardeo; de noche se veian resplandecer en los aires los combustibles que se arrojaban á la plaza, y subir iluminando el cielo las llamas de las casas incendiadas; y entretanto Hamet el Zegrí y sus Gomeles miraban complacidos la tempestad que habian suscitado, y se gozaban con los horrores de la guerra.

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Pulgar, Crónica.

Crónica de la conquista de Granada (2 de 2)

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