Читать книгу Crónica de la conquista de Granada (2 de 2) - Вашингтон Ирвинг, Washington Irving - Страница 8
CAPÍTULO VIII
ОглавлениеContinuacion del sitio: descontento de los habitantes
Tanto sitiados como sitiadores hicieron ahora los mayores esfuerzos para proseguir la contienda con vigor. El vigilante Hamet recorria los muros, doblaba las guardias, todo lo reconocia. Entre otras medidas dividió la guarnicion en partidas de cien hombres con un capitan; los unos para rondar, los otros para escaramuzar con el enemigo, y otros de reserva y prontos á auxiliar á los combatientes. Hizo tambien armar seis albatozas ó baterías flotantes provistas de piezas de gran calibre para atacar la flota.
Los Soberanos de Castilla por su parte, hicieron venir mantenimientos en gran cantidad de diferentes puntos de España, y mandaron traer pólvora de Barcelona, Valencia, Sicilia y Portugal. Para el asalto de la plaza construyeron unas torres de madera montadas sobre ruedas que podrian contener hasta cien hombres. De estas torres salian unas escalas para echar sobre los muros; y para descender desde el muro á la ciudad, habia otras escalas ingeridas en las primeras. Habia tambien galápagos ó grandes escudos de madera, cubiertos de cueros, con los cuales se defendian los soldados en los asaltos, ó cuando minaban las murallas: en fin, se abrieron minas en diferentes puntos, unas para volar el muro, otras para la entrada de las tropas en la ciudad, y entretanto se distraia la atencion de los sitiados con el incesante fuego de la artillería.
El infatigable Hamet, que conocia todos los puntos combatibles del real cristiano, no cesaba de atacar á los sitiadores, ya por tierra con sus Gomeles, ya por mar con las albatozas; de manera que dia y noche no les dejaba punto de reposo. Con tan continuos trabajos estaba el ejército real rendido y desvelado, y ya no cabian los heridos en las tiendas llamadas hospital de la Reina. Para mejor resistir los asaltos repentinos de los moros, mandó el Rey profundizar los fosos en derredor del campamento, y plantar una estacada hácia la parte que miraba á Gibralfaro. El cargo de guardar estas defensas, y proveer lo necesario á su conservacion, se dió á Garcilaso de la Vega, á Juan de Zúñiga, y á Diego de Ataide.
En muy poco tiempo fueron descubiertas por Hamet las minas que con tanto secreto habian empezado los cristianos. Al punto mandó contraminarlas, y trabajando mútuamente los soldados hasta encontrarse, se trabó en aquellos subterráneos un combate sangriento y de cuerpo á cuerpo, por desalojar los unos á los otros. Consiguieron al fin los moros lanzar á los cristianos de una de las minas, y cegándola la destruyeron. Animados con este pequeño triunfo, determinaron atacar á un mismo tiempo todas las minas y la escuadra que bloqueaba el puerto. El combate duró seis horas, por mar, por tierra, y debajo de la tierra, en las trincheras, en los fosos, y en las minas. La intrepidez que manifestaron los moros, excede á toda ponderacion; pero al fin fueron batidos en todos los puntos, y tuvieron que encerrarse en la ciudad, sin tener ya recursos propios ni poderlos recibir de fuera.
Á los padecimientos de Málaga se añadieron ahora los horrores del hambre; el poco pan que habia se reservó exclusivamente para los soldados, y aun éstos no recibian sino cuatro onzas por la mañana y dos por la tarde, como racion diaria. Los habitantes mas acomodados, y todos los que estaban por la paz, deploraban una resistencia tan funesta para sus casas y familias; pero ninguno osaba manifestar su sentimiento, ni menos proponer la capitulacion, por no despertar la cólera de sus fieros defensores. En tal estado, se presentaron á Alí Dordux, que con otros ciudadanos estaba encargado de guardar una de las puertas, y comunicándole sus penas y los trabajos que padecian, le persuadieron á intentar una negociacion con los Soberanos, para la entrega de la ciudad y la conservacion de sus vidas y propiedades. “Hagamos, le dijeron, un concierto con los cristianos antes que sea tarde, y evitemos la destruccion que nos amaga.”
El compasivo Alí cedió fácilmente á las instancias que se le hicieron; y poniéndose de acuerdo con sus compañeros de armas, escribió una proposicion al Rey de Castilla, ofreciendo dar entrada en la ciudad al ejército cristiano por la puerta que le estaba confiada, con solo que le diese seguro para las vidas y haciendas de los moradores. Este escrito se confió á un fiel emisario, para que lo llevase al real cristiano, y trajese á una hora convenida la respuesta de Fernando. Partió el moro, y llegando felizmente al campo, fue admitido á la presencia de los Soberanos, los cuales, con el deseo de ganar aquella plaza sin mas sacrificios de hombres y dinero, prometieron por escrito conceder las condiciones. Venia ya el moro de vuelta para la ciudad, y se hallaba no muy lejos del parage donde le esperaban Alí Dordux y sus compañeros, cuando le descubrió una patrulla de Gomeles que rondaba aquellos sitios. Teniéndole por espía, lo acechan los Gomeles, y cayendo sobre él de improviso, le prenden á la vista misma de los confederados, que se dieron por perdidos. Conducido por los soldados, llegó el infeliz hasta cerca de la puerta; pero haciendo entonces un esfuerzo, se escapó de sus manos, y huyó con tal ligereza, que parecia llevar alas en los pies. Los Gomeles le persiguieron, pero perdiendo luego toda esperanza de alcanzarle, se detuvieron, y apuntándole uno de ellos con la ballesta, le disparó una vira que se le clavó en mitad de las espaldas: cayó el fugitivo, y ya iban á asirle los soldados, cuando volvió á levantarse, y huyendo con las fuerzas que la desesperacion le daba, pudo llegar al real, donde poco despues murió de su herida, pero con la satisfaccion de haber guardado el secreto y salvado las vidas de Alí y sus compañeros.