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I

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Erguida en el umbral, doña Rosa Abelenda clavaba el mirar agudo de sus ojos en la rapaza, recogida en una modesta actitud.

—¿Quién te mandó venir?

—Mandóme la señora de la Cruz del Souto.

—¿Serviste tú a la señora de la Cruz del Souto?

—Serví en casa de su hermana, en la ciudad, hay dos años por San Martín.

—Y ¿qué sabes hacer?

La moza balanceó el hatillo que llevaba colgante en la diestra. Miró al ama serenamente:

—Sé hacer lo que manden. Pero en la tierra no puedo trabajar; me enferma. Por eso me puse a servir. La señora del Souto me dijo que aquí se necesitaba una muchacha para la labor casera nada más.

Doña Rosa aclaró:

—Pero tendrás que lavar y tendrás que cuidar de la comida del ganado.

—Bien está, sí, señora.

—Y te daré doce reales al mes y un traje por la fiesta.

—En la ciudad ganaba más.

—Pero esto no es la ciudad. Tú dirás si te conviene.

—Bien está, sí, señora.

—Entonces, entra; te voy a enseñar tu habitación.

La moza entró. En la mitad del pasillo inquirió doña Rosa, sin detenerse:

—¿Cómo te llamas?

—Federica.

—¿Federica?... Ese no es un nombre de criada.

Y se volvió para mirar recelosamente el aspecto poco rústico de la moza, en la que la sencilla blusa blanca y la negra saya y los cabellos rizados junto a las sienes delataban un leve refinamiento ciudadano. Doña Rosa observó con cierto disgusto que los zapatos de la muchacha tenían alto el tacón y que llevaba al aire la rubia cabeza, sin el habitual abrigo del pañuelo de seda atado bajo el mentón, con el que doña Rosa había visto, sin excepción alguna, a toda cuanta criada llamó a sus puertas en busca de jornal.

Federica soportó el examen moviendo un brazo en aquel vaivén que imprimía al hatillo, y que era en ella la expresión de un ligero azoramiento. Explicó, sonriente:

—En mi tierra me llamaban también Volvoreta.

—¿Por qué te llamaban Volvoreta?

—No sé.

Tampoco se mostró doña Rosa muy satisfecha del poético apodo: Mariposa... ¡Hum!... Más bien creía ella descubrir en el remoquete condiciones de travesura y de holganza, de vano ir y venir, de ligereza, que mal se acomodarían al cumplimiento de los deberes de trabajo; siguió andando, y gruñó:

—Más valía que te llamasen Pepa o Manuela, como se suelen nombrar las muchachas humildes. Las mejores criadas que yo tuve se llamaban así.

Subieron unos crujientes escalones. En el último piso, en un cuarto formado por tabiques de madera, sin cal y sin papel, y cuyo techo en declive se juntaba al suelo en una tenebrosa angostura, estaba la alcoba de la sirvienta: el catre de lona, y sobre él el jergón de secas hojas de maíz, que mostraba su contenido en las dos aberturas por las que habían de entrar a diario las manos que hubiesen de mullirlo. Una estampa de Santiago el Mayor, tieso en su cabalgadura, que atropellaba a unos pobres moros despavoridos, era todo el adorno de la pared. El viento marino pasaba, estremeciendo una alta ventana casi horizontal, por cuyas uniones hacía entrar, en los días de lluvia, algunas gotas de agua. Y aquella ventana inundaba la estancia de una luz a la que hacía dorada el dorado tono de las desnudas tablas de castaño de la pared.

La casa estaba en medio de la gándara verde y riente. Había sido construída con pretensiones de chalet, con arreglo a un gusto poco común, sin la pesada abundancia de granito que las lluvias frecuentes aconsejan en el país galiciano, con balcones de madera pintada bajo tejados puntiagudos y de salientes aleros. Parecía una casa arrancada de un cromo holandés. Seguramente fuera construída para recreo de veraneantes, y, en algún tiempo, todos los terrenos que la rodeaban habían sido jardín. Aun ahora, frente a la entrada principal, se conservaban unos macizos con camelios y rosales pobres; la hierba que antes bordaba cenefas en sus orillas había aprovechado la ausencia de jardineros para invadir la tierra, y sólo sucumbía en el centro de los caminos, donde las pisadas frecuentes la extirpaban. Las tenaces matas de alhelíes se habían salvado de aquella catástrofe y sobresalían multiplicadas, entre la hierba, con su tono más apagado. Y en primavera, todo su aroma delicioso invadía la vieja casa y el viejo jardín y pasaba a la carretera—entoldada de olmos gigantescos—sobre la verja de barrotes aguzados, rota en tantos sitios y que mal zurcía la hiedra. Un mirto, en algún tiempo recortado en forma de cono, crecía ahora libremente; el antiguo estanque se había ido llenando poco a poco de tierra, y sólo su borde de cemento, cubierto de musgo, sobresalía del nivel del jardín. El angelote mofletudo que soplaba el surtidor a lo alto por un caracol, yacía, roto, con una pierna encogida, como si le doliese aún el quebranto de la otra. Al lado opuesto del edificio extendíanse los campos de labranza, repentinamente cortados por un bosque. Más allá estaba el mar tranquilo de la ría, y los árboles bajaban de la gándara casi hasta la misma orilla y se detenían allí, como gigantes que vacilasen ante un vado.

En su interior la casa perdía aquel exotismo de sus fachadas; pero guardaba en sus muebles y en sus paredes una estrecha relación de ancianidad con lo externo. En las alcobas las camas de hierro habían perdido en parte su barniz, no todas las sillas poseían íntegros sus travesaños; las obscuras maderas de los pisos estaban, en el centro de los corredores y en torno a los muebles de colocación inmutable, desgastadas hasta quedar sus nudos en relieve, y el retrato del señor Abelenda—jefe de la familia, cuyos huesos estaban ya, seguramente, mondos en el camposanto de la ciudad—difícilmente podía conservar el grave prestigio que le daban su condición de jefe y de difunto y la severa toga y el austero birrete de abogado con que el lápiz del dibujante se había complacido en representarle, dentro del marco cuyos dorados se descascarillaban lamentablemente. Rafaela, la vieja fámula que había sido acicalada doncella al servicio de la señora en la casa de la ciudad en los primeros años del matrimonio, la mocita traída por doña Rosa de su solar como azafata, y por ella pulida y educada hasta en los más pequeños ademanes que convienen a una doncella de casa señorial, solía detenerse frecuentemente ante este retrato, con las manos bajo el mandil azul, reposando sobre el vientre, para considerar con una honda tristeza:

—¡Ay, si el difuntiño viese estas cosas!...

Lo primero que «el difuntiño» desconocería, probablemente, sería a la propia Rafaela. En la ruina de las casas los criados son siempre los que, aun a su pesar, revelan claramente, milímetro a milímetro, la velocidad de la caída. Los señores saben, con frecuencia, guardar un gesto de disimulo y un traje cuidadosamente repasado y teñido; los criados, con menos vanidad que defender, se entregan antes a los arañazos de la suerte, así como un vendaval arranca primero todas las hojas secas de un árbol, y aun sus débiles ramas, antes de romperlo. Cuando el señor Abelenda murió y se perdió el pleito contra sus hermanos y se fué a pique su pesquero Rosita en los bajos de la Lobeira—cuatro años seguidos de malaventuras—, la viuda se refugió en aquella casa de la Gándara, que era toda su riqueza, y después de unos meses de desorientación y de anonadamiento, se dedicó, con aquella gran decisión de espíritu, con aquella fuerte voluntad que constituía el fondo de su carácter, a explotar por sí misma las escasas tierras anejas a la finca, y que, dadas en arrendamiento, producían apenas para tapar las goteras del chalet. Licenció a sus terratenientes, y era ella la que discutía el precio del pino cortado y el del ferrado de trigo, y la que alguna noche aparecía en el umbral de la amplia cocina, ordenando:

—Que se acueste Chinto en seguida, que mañana hay que ir temprano con los terneros a la feria del Quince.

Siguiendo la evolución, Rafaela, la doncellita meticulosa, que había ido envejeciendo junto al ama, abandonó poco a poco el negro vestido y el menudo delantal de encajes, y fueron entrando en sus baúles y acumulándose en los clavos de la pared de su alcoba los rojos refajos, los pañuelos de lana y las chambras de franela; engordó lentamente, se tostó su faz y fué cubriéndose de arrugas, desdeñó las tenacillas para peinar sus cabellos, muy estirados hacia atrás, y ató el cabo finísimo de su trenza con cintas de algodón; finalmente, olvidó el castellano. De la cámara de la señora pasó a la cocina; ella hacía el condumio de los jornaleros y empuñaba alguna vez la azada o volvía del campo oculta bajo un enorme y verde haz de hierba, y, despertado atávicamente el cariño a los animales provechosos, común a los labriegos de que descendía, jamás nombraba a la vaca, ni al cerdo ni a las gallinas, sin aplicarles uno de los diminutivos cariñosos en que es tan pródiga la lengua gallega:

—¿Diste de comer a la vaquiña, hom?

O bien:

—Mañana hay que matar al cerdiño pequeño.

Y era un poco cómico ver cómo ella misma ayudaba a sujetar al puerco sobre el banco de la matanza y le dirigía tiernas expresiones mientras el animal lanzaba sus berridos agónicos.

Al servir la cena, Federica curioseó con disimulo el grupo familiar. Isabel, la primogénita, delgada y alta, con el rostro alargado, lo mismo que su madre, y la misma contracción de voluntad en su boca; pálida, a pesar de la vida campestre; perdidas las redondeces de las formas en el frío de sus treinta años de soltera, cumplidos ya. Sergio—al otro lado de doña Rosa, en la mesa de albo mantel—, menudo, enmarañado el pelo, naciente apenas el bozo sobre su boca un poco sensual. Cuando los dos hermanos la miraron, Federica bajó los ojos, recogió la fuente vacía y se marchó.

—¿Es la nueva criada?—inquirió Isabel.

—Es. ¿Qué te parece?

Isabel contestó a su madre con un mohín:

—Bien. Los primeros días todas parecen bien.

Y se sirvió agua, tocando antes con el índice y el pulgar en cruz el borde de la jarra y de la copa, rápidamente. Era uno de los que pudiéramos llamar en ella tics de misticismo. Sin ser de exaltada devoción, más bien fría cumplidora de sus deberes religiosos, estaba poseída y esclavizada por cien preocupaciones de una extravagancia inverosímil. Antes de coger un objeto había de tocarle con sus dedos en cruz; suponía que su mano y su pie izquierdos tenían funesta influencia en sus contactos con las cosas, había dentro de ella una voz misteriosa que le hacía las más absurdas amenazas. Le decía, por ejemplo, esa voz, yendo ella por los campos:

—Debes cambiar de vereda e ir hasta aquel pino alto que hay cerca del trigal.

Y aunque llevase prisa y el camino que le designaba la voz le obligase a un rodeo, iba y tocaba el árbol con sus dedos en cruz; y seguía después, satisfecha. Otras veces se le ocurría pensar, al sonar una hora en el reloj de la casa:

—Debo rezar una salve para que en esta hora no muera mamá.

Y rezaba, y a la hora siguiente volvía a ocurrírsele el mismo temor, y aquella salve la rezaba ya siempre que el timbre del reloj abría una nueva hora. Era, en verdad, una esclavitud que se le hacía muchas veces acongojante. En ocasiones había intentado resistirse a esa tiranía; pero quedaba tan sobresaltada y medrosa, tan desasosegada por la certeza de que había de ocurrirle algún mal, que prefería obedecer el impulso histérico.

Terminada la cena de los amos, Federica ocupó su puesto en la gran mesa de blanco pino, cerca del hogar, en la amplísima cocina de la casa. Rafaela le señaló un lugar, bajo la lámpara de petróleo colgada en la pared. Rafaela era el ama en aquel recinto. Colorada por el fuego, iba y venía distribuyendo el caldo sabroso y el pan dorado de maíz. Sólo Chinto no comía en la mesa. Falto de costumbre, apenas rebosaban en su cuenco las verdes coles tronzadas en menudos pedazos y humeaba entre ellas el caldo en que las costillas de cerdo habían dejado pequeños discos de grasa, Chinto, el mozo de labor, alargaba para cogerlo sus anchas manos recias, deformadas por el rudo trabajo, negras por la tierra, con cicatrices de cortes de hoz, grandes, de dura piel callosa; y apartaba su taburete de la mesa y se encorvaba sobre la taza, izando el contenido hasta la boca con su fuerte cuchara de boj. Cuchara de boj: Chinto no concebía que se pudiese comer el caldo con una cuchara de metal. Ningún sibarita puso jamás en el saboreo de manjar alguno la delectación con que el labriego engullía el clásico alimento, hasta limpiar con sus labios endurecidos la harina de la deshecha patata, que se adhería al boj; en los días señalados, cuando bajaba el vino a la cocina, Chinto vertía una parte de su ración en el cuenco de barro esmaltado para limpiarlo con él, y lo bebía tras de agitar la taza lentamente.

—¡Por eso!—alababa—... no hay casa de rico en la Gándara donde se tome el caldo como en la casa de Abelenda. ¡Así Dios me salve!

Federica comió calladamente, oyendo la charla de los jornaleros, que despertaba en ella el recuerdo de las charlas en torno al hogar, en su casita de Dumbría, entre los pinares abundantes que llenaban montes y montes. Desde la pared la lámpara daba luminosidad de halo a sus rubios cabellos. Después, poco a poco, dejó de escuchar porque su alma marchó tras el recuerdo. Doña Rosa apareció bruscamente en lo sumo de la breve escalera que daba acceso a la cocina. Se destacaba sobre el negro vano.

—Chinto, puedes cerrar. Buenas noches a todos.

—Buenas noches nos dé Dios—contestó el coro de voces.

Y los zuecos claveteados de Chinto resonaron, arrastrándose por el cemento. Los jornaleros marcháronse tras él. Rafaela fregoteaba, envuelta en un mandil de arpillera. Menguaba la llama en el quinqué. La vieja servidora advirtió a Federica:

—Puedes irte a acostar.

Y la moza se puso en pie:

—¿Quiere que le ayude?

—No; vete a acostar.

Se oyó en toda la casa el chirrido del pasador de hierro que Chinto corría en la recia puerta. Federica deseó, humildemente:

—¡Descansar!...

Aún le avisó Rafaela, sacando del barreño un brazo humeante:

—Si tienes miedo por la noche, llamas a la pared. Yo duermo al lado.

La moza sonrió:

—Nunca tengo miedo.

Y subió a su alcoba y se acostó. Vió lucir una estrella sobre su cabeza al través del amplio tragaluz; después vió cómo una nube la tapaba; luego sintió el rumor de los árboles, y oyó correr, empujada por el viento, una arenita por el cinc del tejado. En el crujiente jergón de hojas su cuerpo hizo pronto un hueco profundo. Y todas esas pequeñas cosas: la estrellita lejana, y la arena, y el remoto rumor, y la sensación de estar hundida blandamente, la llenaron de dulce pereza y estiró su cuerpo entre el alboroto de las hojas, y sonrió, pensando:

—En invierno se debe de dormir muy bien aquí.

Volvoreta

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