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III

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Índice

Al día siguiente, doña Rosa y su hija disponíanse a salir para visitar a los Poupariña. Celsa ya no aparecía por la Gándara sino de tarde en tarde; la prole había aumentado en aquellos nueve años, y los quehaceres de la casa con ella; Celsa, además, estaba siempre entregada a las molestias de la concepción. Su prolijidad era tal, que no se la concebía sin el vientre hinchado y la tez pálida, hundidas las mejillas, lento el andar. Doña Rosa e Isabel, cuando algún ocio se lo consentía, si las corredoiras estaban sin barro, iban a charlar un rato con la vieja amiga, y estas visitas, cada vez más rareadas, se revestían de caracteres de acontecimiento, en la soledad en que unas y otras veían transcurrir su vida.

Sergio esperaba con impaciencia el momento en que la marcha de las mujeres le dejase dentro de la casa en libertad de arrojar sus libros y consagrarse a la persecución de Federica. Vió irse rehaciendo sobre la cabeza de su madre el alto moño que nunca quiso trocar por otro peinado; vió cómo Isabel se empolvaba ligeramente ante el espejo... Al fin las vió dirigirse a la puerta. Pero desde la carretera llegó el sonido de un cascabel, y un tílburi tirado por un caballo del país, pequeño y peludo, se detuvo ante la verja; Isabel adivinó:

—Es Rodeiro.

Era Rodeiro. Pronto se vió su corpulenta estatura envuelta en el invariable traje de pana de color caramelo. Sus grandes bigotes obscuros dividían en dos la redonda cara picada de viruelas, como si hubiesen pasado por ella un ancho pincel embetunado. Isabel y su madre se miraron, indecisas. Isabel había sentido siempre cierta cordialidad hacia el mocetón. Aun ahora, pese a los cuarenta años de Rodeiro, que hacían resaltar la panza bajo la chaqueta abotonada hasta el cuello como una casaca, la señorita de Abelenda tenía ante él ciertos rubores y ciertas alegres risas inusitadas, y sus ojos vulgares brillaban más. Acaso Rodeiro la había querido secretamente alguna vez. La verdad era que sus atenciones para con ella nunca habían pasado los límites de cortesías de amigo. Cuando perdió casi toda su hacienda y arrendó su casita de la Gándara para marchar a hacerse cargo de su destinejo en Madrid, se afirmó en los contornos que Rodeiro volvería a pedir a Isabel. Rodeiro volvió, pasados tres años, trasladado a la capital gallega; entonces iba frecuentemente a la Gándara, donde una vieja servidora cuidaba de su caserón y del minúsculo huerto. Pero el repatriado no habló jamás de amor con la hija de doña Rosa. Llegaba a veces, bebía un gran vaso de claro vino de la tierra, rogaba a la joven que tocase una canción gallega en el piano, hablaba mal de Castilla, con la estentórea pasión que ponía siempre en sus afirmaciones, y volvía a marchar alegremente. Sergio lo vió ahora entrar, maldiciendo de la inoportuna visita.

—¿Qué?... ¿Iban a salir?... Me marcho.

Isabel le disuadió cortésmente:

—Salíamos por no saber qué hacer. Puede quedarse.

—¿Es que hay misión en la iglesia?

Doña Rosa rechazó la sorna de la pregunta:

—No hay misión, republicanote; no hay misión, aunque buena falta hacía. ¿Es verdad que le da a usted ahora por escribir en El Avance?

Rodeiro sonrió:

—¿Quién lo dijo?

—Lo dijo don Miguel.

Rodeiro se acomodó en una silla, echando hacia adelante el robusto pecho, que parecía ir a hacer estallar la pana.

—No; no es totalmente exacto. No puedo negar que los de El Avance me han pedido que les lleve algo alguna vez. Pero hasta ahora estoy indeciso. Lo que hice el otro día fué un suelto contra don Rosendo, el cacique de la Gándara. Bien lo merece, ¿eh?... Ya sabe usted cuánto daño le debo. ¿Leyeron el artículo?... No estaba mal. Firmaba Oriedor, un seudónimo que se me ocurrió: es el apellido al revés.

Se dejó admirar, retrepado en la silla.

—Pero de eso a que me haya alistado con ellos, hay un abismo... Yo tengo mis ideas; voy más allá. Creía en Rosales, ¿sabe usted?... En Rosales, sí, ¡caramba!... Tan austero, tan grave, tan puro... Toda aquella gente lo adora. A los «fondos» de El Avance que hace él no hay nada que pedirles. Realmente, el partido tiene fuerza en la ciudad y gana elecciones desde que ese hombre está a su frente... Sin embargo, tengo que confesar que hoy... que hoy me encuentro un poco distanciado de él... Hay cosas...

Hizo chasquear la lengua, con un gesto de disgusto en la ancha cara. Luego, como adoptando una resolución, contó:

—Aquí, en confianza... El otro día jugábamos en el Casino... entre amigos... por distraernos... Tallaba yo. Entonces entró Rosales y dió unas vueltas alrededor de la mesa, y al cabo de un rato apuntó una peseta. Ganó. Se me ocurrió pensar: «He aquí una ocasión de conocer a este hombre», y al pagarle grité, como si me distrajese: «Dos, que hacen cuatro», y le dí cuatro pesetas. «Si es el hombre austero que imagino, las devolverá», me dije. Pero Rosales se guardó las cuatro pesetas y se marchó. Al llegar a casa anoté en mi diario: «Todos son unos.» Y para mí es como si le hubiese puesto un epitafio.

Doña Rosa opinó:

—No debe usted jugar.

Él hizo un mohín:

—No juego casi nunca, más que por distracción. Jugar alguna vez está bien. Debiera ser obligatorio. Presta energía, acostumbra a la conformidad con la desgracia. El jugador piensa: «Ha venido la mala»; y tiene la fortaleza de la fatalidad.

Isabel le miraba cariñosamente:

—Y ese ascenso, ¿cuándo llega?

Él hizo un gesto ambiguo:

—No sé; le temo mucho al ascenso. Pudieran trasladarme, alejarme de aquí, quizás hacerme marchar otra vez a Castilla. ¡Aquella Castilla horrible, seca, amarillenta!...

Su amor a la tierra, siempre extremoso desde que advirtió el menosprecio fuera de ella, se agudizó en aquel instante. Suplicó:

—¿Quiere tocar algo, Sabeliña?

Isabel sonrió, abriendo con lentitud la tapa del viejo piano de teclas gastadas a través de los años por sus dedos. Pasó el índice y el pulgar en cruz por toda la escala suavemente, sin despertar los sonidos. Inquirió, mirando al techo:

—¿Y qué quiere que toque?

Negra sombra. Haga el favor, Sabeliña.

Y Sabela continuó un momento mirando al techo, como si estuviese recordando la melodía que tantas veces había tocado ya. Era la favorita de Rodeiro. Como su voz, un poco dura, no le permitía cantar, seguía a boca cerrada las inflexiones de la triste sonata, elevando las cejas, estirando lentamente el cuello con un leve balanceo de su humanidad, cabeceando. Alguna vez se atrevía a pronunciar en falsete una frase del canto, pronto cortada:

ô pe d’os meus cabezales...

Una noche en Madrid, oyendo cantar inesperadamente en el Real a las masas Clavé este coro, rompió en sollozos, invadido por una morriña gigantesca, y si al salir del teatro pudiese hacerlo, aquella misma noche hubiese tomado el tren para Galicia.

Del viejo piano salieron de pronto las primeras notas melancólicas de la balada. Sergio, oculto en un extremo de la amplia galería, abandonó su libro y se asomó. Con esa admirable facilidad con que el alma sabe encontrar en los paisajes el mismo matiz de su sentimiento, le pareció que la gándara toda estaba invadida de aquella misma suave y enamorada tristeza del cantar. Moría el sol, y al morir besaba a la casita y parecía encenderla en rubor. Los pinos del bosque se iban tornando negros. Todo el campo estaba en una gran quietud, y en una negra parcela recientemente roturada, los montoncitos de tierra y raíces ardían lentamente, dejando escapar columnitas de humo blanco y azul. Cuando el disco luminoso y sangriento se hundió subieron haces de luz enrojecida al sereno cielo de otoño, y la serenidad misma de los cielos cayó sobre la tierra toda. Se hicieron más sombríos los hondos surcos de las corredoiras que cruzaban los sembrados como cauces secos; nació tras el bosque la sutil neblina del mar callado; una creciente vaguedad envolvió el verdor de la tierra, la blancura de las casitas diseminadas, el grupo de castaños de un soto; y en una heredad, el agua de un regato brilló de pronto metálicamente, como una lanza de plata tendida en el suelo. La noche nacía abajo, como nace en la aldea; en los surcos hondos y entre las copas de los árboles y bajo los rústicos alpendes y en las laderas de los montes, donde el rudo tojo comenzaba a cubrirse con su hermosa flor dorada. Y en los montoncitos de rastrojo que ardían se hizo más blanco el humo, y en uno de ellos se vió—cuando las sombras crecieron—la mancha roja del ascua. Al final de la gándara, al través de la noche, parpadeó una luz blanquecina: la de la casa del Pinar...

Sintiéronse, bajo la galería, los pasos pesados de los bueyes que tornaban, conducidos por Chinto, invisibles todos en las tinieblas.

Y hacia aquel tierno desleimiento de las cosas, hacia aquella dulzura, volaban por las ventanas abiertas las notas de las baladas de melancolía, como si volviesen a la tierra que les hizo nacer, para transformarse en el grato misterio de la noche y ser al día siguiente florecillas de tojo o mariposas, o sumarse perpetuamente al rumor de los pinos o al ronroneo del mar, donde el músico las había hecho cautivas, y en aquella dulzura crecía en Sergio la multiforme ansia juvenil: obscuro deseo de llorar, obscuro deseo de cariño, confuso despertar acongojado de recuerdos: el de un verso, el de un rincón umbroso del pinar, el del cuerpo tibio y duro de Federica...

Y Federica entró. Dibujóse toda ella en la luz que llegaba del comedor hasta la galería y hasta un trozo del huerto. Fué descolgando del cordel donde se secaban los encajes trabajados por Isabel, puestos aquella tarde al sol. Cuando se acercó al extremo obscuro donde Sergio anhelaba, los brazos del joven la ciñeron fuertemente. En voz muy tenue, junto al rostro de la rapaza, afirmó como si suplicase:

—¡Te quiero; te quiero!

Y la besó. El cuerpo de la joven, sudoroso por el ajetreo de la jornada, olía a romero, un humano olor a romero. Y aquel olor se obstinó toda la noche en la memoria de Sergio y le permitió volver a gozar el instante dichoso y paladearlo diez veces, cien veces, con la misma fuerza de la realidad gustada.

Cuando Sergio veía salir a Federica por el portón con el enorme lío de ropa, bien atado, puesto sobre la rubia cabeza, marchaba él hacia el río por caminos recónditos. Se encontraban allí. Ocurría una vez por semana. El resto del tiempo, encerrados en un disimulo cuidadoso, apenas si podían concederse una breve charla en el jardín, un furtivo beso en un pasillo, un contacto de apariencia casual cuando Federica servía a la mesa. Todo con un sobresalto, con un temor que hacía palpitar sus corazones.

El río estaba distante, oculto de la casa por la suave curva de la gándara y por tojos crecidos. A sus orillas erguíanse sanguiños y álamos jóvenes de hojas plateadas, que cruzaban sus copas de una a otra margen. Charlaban los novios mientras ella batía en la piedra blanqueada del lavadero las telas chorreantes y enturbiaba el agua con el jabón. Sentía Sergio, viéndola así, un sordo rencor contra la injusticia de la suerte.

—No debías tú venir al río. Mi madre hace mal en mandarte...

Ella le miraba riente, sin compartir su cólera:

—No me hace daño.

—Tú naciste más bien para señorita.

Se sentía halagada y suspendía el recio frote en la tela:

—¿Por qué?

Y le gustaba oir cómo él analizaba sus gracias: las cejas de trazo fino, el suave color de miel del pelo recogido sobre la nuca, los grandes ojos, la silueta airosa, pese a la redondez especial de las formas. Terminaba él:

—Tú eres la hija de unos señores que te abandonaron en la aldea. Cuando menos lo pienses te reclama el príncipe, tu padre.

Una vez preguntó:

—¿Por qué te llaman Volvoreta?

Y ella, sencillamente:

—Por ser así, ¿sabes?, un poco traviesa... Tenía muchos novios... A lo mejor, tres a un tiempo... Los sábados llegaban los mozos de aldeas distantes a llamar a la puerta de nuestra casa para tunar conmigo.

Él calló, pensativo y celoso.

—Era por risa, no creas: no me gustaban. Ya ves, en cuanto pude me marché a la ciudad.

Los domingos eran para el enamorado los días más felices. Esperaba, soñando, la hora de la tarde en que Federica había de obtener licencia para alejarse del chalet. Por la mañana era preciso acompañar a su familia a la misa de Santa María de la Gándara. Atravesaba los caminitos aldeanos sin advertir el airecillo mañanero, lleno de todos los perfumes del monte, ni el brillo del sol, ni aquel aspecto especial de los campos, sin gente más que en las veredas; mujeres engalanadas con pañuelos en la cabeza y refajos chillones o negras faldas de merino, y aldeanos que lucían la blanca camisa de lienzo, y sobre un hombro la chaqueta de remontas de pana; gentes que saludaban respetuosamente, cediendo el angosto paso:

—Buenos días nos dé Dios, doña Rosa y la compaña. ¿Y luego?... ¿Se va a oir la misa?

—Para allá vamos.

—¡Vaya, que Dios les ayude!

La pequeña iglesia, cercana al mar, amarilleaba bajo los líquenes. La cuerda de las campanas caía sobre la fachada, y el acólito las hacía sonar desde el mismo atrio. Don Miguel decía la misa con lentitud. Después, en el presbiterio, pronunciaba invariablemente un sermón, en el que a veces hasta hacía reproches a personas determinadas, a las que nombraba sin eufemismo. Los aldeanos le oían con sumisión. Sus homilías tenían a veces este tono:

—Ved el caso de Mingos, el del Pinar, que hizo un pozo en la Xesteira y se gastó todo el dinero que le dieron en la taberna de la Miñoca. Y su mujer anda layando con el hambre y sus hijos también. Después queréis que con estos ejemplos en la feligresía ampare Dios vuestras cosechas, y cuando pedís que cesen las lluvias no vos acordáis de vuestros pecados. En cuanto a María, la de Gayoso, y a Rosendo el Tolo, que den gracias a que están presentes los señores de Abelenda y de la Cruz del Souto, más los del Pinar; si no, bien les iba a poner colorados por los ejemplos que están dando en todas las corredoiras de la Gándara, que parece que no, pero yo bien me entero de todo.

Después de la misa, en el atrio, los aldeanos formaban grupos pintorescos. Los señores de los contornos que tenían asiento en el presbiterio se detenían también a charlar brevemente antes de seguir los divergentes caminos. El atrio estaba alfombrado de hierba. En un rincón veíase el sepulcro de los Rodeiros—el más hidalgo apellido de la Gándara—, humilde y blanco, con un escudo borroso. Cerca de él, un corpulento castaño lo envolvía totalmente en sombra, y a veces sentábanse las rapazas en la losa para palicar. Poco a poco se diseminaba por el campo el gentío, alegrándolo con los colorines de sus trajes, y don Miguel salía presuroso hacia la blanca y vecina casa rectoral, en hambrienta demanda del desayuno.

Por la tarde doña Rosa y su hija salían casi siempre a visitar a alguna amistad. Entonces Volvoreta, bien rizada, bien gentil dentro de su blanca blusa y de su falda negra, con una anilla de cobre, brillante a fuerza de frotarla con arena, en un dedo, se presentaba a pedir permiso y salía a pasear. Sergio la esperaba en la arboleda y por ella vagaban, al abrigo de las miradas de todos, hundiendo sus zapatos en el musgo, un poco sojuzgado él por esa solemne gravedad misteriosa de los bosques.

Los árboles iban cambiando lentamente el tono de sus hojas. Desde la quinta se veían sus copas como masas moradas y amarillentas y de color sepia y verdes aún.

Cubrían a veces los senderillos del bosque las hojas caídas, y estallaban bajo los pies las pequeñas ramas secas desprendidas por los vientos de otoño. El mar iba tomando un color plomizo, entre la augusta calma de las altas riberas.

Al fin vinieron las primeras nubes en masas formidables, por el Sur. El sol, débil, miró tristemente a la tierra, en una despedida para sabe Dios cuántas semanas. Las nubes avanzaron y cubrieron la redondez del cielo. Aún se sostuvo el tiempo así algunos días. Las primeras gotas sorprendieron a los novios en lo alto del monte, cierta tarde en que Volvoreta había ido a recoger, para el fuego, las piñas caídas de las ramas. Abandonaron el saco a medio llenar y corrieron los jóvenes a ocultarse bajo el saliente de una roca quebrantada por la dinamita para alguna construcción aldeana. Todo el paisaje de la gándara estaba ante ellos. Vieron blanquear, bajo el choque de la lluvia, las aguas pizarrosas de un trozo de la ría; vieron el turbión deshacerse en largos hilos y borrar los horizontes, y, en una cañada frontera, al otro lado de la gándara, fingir humo en los remolinos a que le obligaba el viento. Brillaron las tejas de las casitas, y todas las parcelas que guardaban ya entre sus surcos la siembra de los cereales, se ennegrecieron más aún bajo la lluvia. Recogidos, apretados sus cuerpos, un poco inclinados bajo el reborde de la roca, veían los jóvenes llover, con esa alegría extraña que la lluvia produce cuando se presencia bajo la guarida segura. No hablaban. El espectáculo de un labriego que allá abajo abandonaba su labor, saltando sobre la húmeda tierra, para recogerse bajo un alpende vecino, les hizo reir, gozosos. Y nuevamente enmudecieron, y del vasto espectáculo de la lluvia en el monte redujeron su mirar, un poco abstraídos, a la visión de cómo unos erizos de castaña, vacíos ya, tirados ante la roca, iban siendo limpiados de tierra por el golpear de las gotas, y cómo otros, con sus púas hacia abajo, iban llenando de agua la blancura de su concavidad.

Volvoreta

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