Читать книгу Volvoreta - Wenceslao Fernández-Flórez - Страница 4

II

Оглавление

Índice

En las tardes serenas, Sergio bajaba a estudiar al viejo jardín. Más que a estudiar, a dejar correr su alma, libre de fiscalizaciones que leyesen la distracción en sus ojos fijos en las páginas. Doña Rosa se había obstinado en que Sergio fuese bachiller. Se abrió luego un paréntesis duradero de vacilaciones y de dudas respecto a su porvenir. Doña Rosa hubiera querido hacerle abogado para que la toga y el birrete tuviesen en la familia otra representación más eficaz que en el retrato del difunto; pero ni aun con grandes esfuerzos podría sostenerse el largo derroche de una estancia en Santiago. Un día, al fin, don Miguel, el cura de Santa María de la Gándara, al volver de un viaje a la ciudad se detuvo en la quinta para ofrecer a doña Rosa la solución del porvenir del pequeño Abelenda. Desplegó un ejemplar de la Gaceta y leyó una convocatoria para cubrir buen número de plazas del Cuerpo de Correos.

—Un porvenir, doña Rosa, un porvenir. Esto es cosa que está naciendo aún y puede hacerse carrera. Y nada de gastos, ¿sabe?; se le compran los libros y que estudie en casita, ¡caramba!, que algo ha de hacer.

Doña Rosa torció un poco el gesto. Y aquello, ¿qué era?... Verdaderamente, don Miguel no debía olvidar que los Abelendas eran gente de distinción, que habían tenido siempre profesiones brillantes. Mal estaban los tiempos; pero también... convertir en cartero a un Abelenda... Quizás valiese más esperar, con la ayuda de Dios...

Mas don Miguel protestó, indignado. ¿Cómo, cartero?... Entonces su señora doña Rosa no tenía ni la más remota idea de lo que se trataba. Eran plazas de oficial, de o-fi-cial de Correos. Los hijos del coronel Varela se estaban preparando ya, y un sobrino del fiscal de la Audiencia con ellos. Mucho señorío.

—No; no es cosa trivial.

Argumentó aún, como para derrotar todo escrúpulo:

—Además tienen uniforme con espadín. Y digo yo que un hombre que lleva un espadín lleva un diploma. ¿No es esto?

Doña Rosa meditó:

—¿Llevan espadín?

—Llevan espadín, doña Rosa. Me consta.

La madre se dejó vencer. Como pariente del coronel, el cura comprometióse a suministrar más amplios detalles y a traer de la ciudad los libros precisos; más aún: él ayudaría a Sergio en los estudios conforme su humilde ciencia se lo permitiese. Un par de veces por semana que fuese a la rectoral. Ya era tiempo de decidirse: diez y ocho años hechos por San Juan y sin camino abierto... Los vicios podrían posarse en él, a pesar del edificante ambiente de la casa. ¡A estudiar, señor!... Y así quedó decidido el porvenir de un Abelenda.

Pero Sergio acogió de mala gana las áridas materias de la preparación. Especialmente entre los millares y millares de nombres de la Geografía postal, su memoria naufragaba. Bajo la vigilancia de su madre o de Isabel, sentado cerca de ellas en la galería, le irritaba, en medio de una distracción, la voz que le recriminaba con acento eternamente igual:

—Estudia, Sergio.

Y optó por hacer del jardín su lugar de estudio, al amparo de sutiles pretextos. Una hora después de comer bajaba con sus libros y se tumbaba sobre la hierba, bajo la sombra de los manzanos y de los perales mandados plantar por doña Rosa en un triunfo del utilitarismo sobre la estética. Y tumbado cara al cielo, se dejaba mecer en el poderoso runrún de vida del campo: el insecto zumbador, la inquietud de las hojas, el agua de los surcos... todo, en fin, lo que entraba en aquella vibración perenne, en aquel hervor de existencias a ras de la tierra, sobre la tierra y bajo la tierra; la mies que ondea, los pájaros piadores, el topo que socava, y el viento y el mar y los regatos y las nubes lentas, de formas cambiantes, que al pasar ante el sol hacían correr unas largas manchas de sombra por el suelo.

A veces, por entre los podridos barrotes que separaban ambos jardines venía Juan, el hijo de la vecina señora de Solís, a solicitar de Sergio una fruta. La casa de los Solís estaba contigua. La envolvía siempre una preocupación de tristeza. Ni en las ferias, ni en las romerías, ni en las reuniones en que se juntaban de cuando en cuando los señores de la Gándara, se vió jamás a los vecinos de los Abelendas. Tan sólo alguna vez, en las mañanas veraniegas, doña María, envuelta en sus negros vestidos, flaca y adolorida, paseaba por la carretera el cochecito en que su hijo menor estaba, hacía tres meses ya, entablillado, tieso, siempre mudo, lívido, como un cadáver que sólo conservase vivos sus ojos, ojos grandes que parecían tener la grave mirada de un hombre maduro, en aquel cuerpecito enclenque de siete años.

Doña María de Solís había tenido cinco hijos. Al cumplir los diez y seis años murió el mayor; cerca de ellos también murió la segundogénita. Doña María, arrebatada de horror y de duelo, se propuso defender a los aún vivos contra aquel horrible destino. Y se enterró en el campo para siempre, dispuesta a la lucha diaria y heroica con la muerte, pero invadida de tristes presentimientos. Todos cuantos medios de prevención pudo conocer los puso en práctica. Se dormía en la casa con las ventanas abiertas, entre el susto de las criadas aldeanas; se ajustaban las comidas a métodos dispuestos por el doctor; una fámula fué despedida por haber dejado beber a los niños un sorbo de leche sin hervir; ante el temor de que pudiesen, a hurtadillas, comer fruta verde en el huerto, los árboles fueron talados. En el centro del jardín, doña María hizo construir una choza de tablas bien unidas, techada de cristal. Allí, tendidos sobre un colchón, todos los días sus hijos tomaban, bajo su dirección meticulosa, un largo baño de sol. El sol era la máxima esperanza de la madre infeliz; ella había oído asegurar a alguien la salvación de un hemoptísico por ese medio. El doctor consultado no negó la posibilidad. Doña María entonces sintió encenderse la llamita de la fe en su pecho. Si podía curar, ¿cómo no había de prevenir?... Y el sol iba tostando, a la hora de sus mayores energías, los cuerpos delgados y angulosos, de fina piel, de Maruja y de Juan—al pequeñín no podía sacársele de su tabla—, cuyos quince y cuyos diez años iba viendo doña María, con una mezcla de temor y de confianza, aproximarse al plazo fatal.

Esta tarde, como casi todas, Juan asomó el estrecho cráneo entre los barrotes y siseó, para advertir a Sergio de su presencia.

—¿Me das una manzana?

Pedía con una vocecita triste, con acento aldeano, alargando las vocales. Estaba envuelto en un mandilón de luto que hacía mayor su palidez de raquítico. A Sergio le inspiraba una piedad mezclada con repulsión, una repulsión orgánica: la del fuerte para el débil. Cuando, alguna vez, tocaba las manos del niño, siempre frías, frotaba luego las suyas, sin darse cuenta, contra las ropas.

—¿Me das una manzana?

—No hay manzanas hoy.

Retiró un poco la cabeza el pequeño, y se elevaron más los arcos de sus cejas inclinadas hacia afuera, en una constante expresión penosa. La mirada de sus grandes ojos vagó por los árboles. Volvió a hablar, lento, con su tono de mendigo:

—Sí las hay. Yo las veo.

El joven le entregó la fruta apetecida, de mal humor. Luego fingió abstraerse en el estudio. Pasó un rato aún. Federica apareció de pronto en el extremo de la calle de arbustos, con un cestón vacío en sus manos. Sergio miró rápidamente para la verja donde, entre yedra, la pálida cara de Juan permanecía aún, contemplándole.

—¿Todavía estás ahí?—gruñó él, incorporándose.

Se sentían cercanos, al otro lado de la valla, los pasos de la criada de los Solís, que volvía arrastrando el cochecito del enfermo. Juan ocultó apresuradamente la manzana bajo su ropa y huyó, temeroso. Entonces Sergio volvió a inclinar su cuerpo, medio soliviado, para contemplar a Federica, que había arrojado al suelo el cestón y comenzaba a llenarlo con los frutos de que despojaba a las ramas. Y cuando el joven se vió sorprendido en su mirada por la de la moza, preguntó, como si quisiera justificar su curiosidad:

—¿Para quién son?

—No sé, señorito; me mandó doña Rosa.

Y él volvió los ojos al libro. Pero sentía palpitar su corazón en el cobarde deseo de hablar algo más. Poco a poco, en los quince días que la joven llevaba en la casa, había ido sintiendo crecer su interés por ella. La tez levemente rosada, los grandes ojos cándidos, de verde tono; el pelo del color de la miel, de un rubio apagado; el joven cuerpo arrogante, lleno sin abundancia, de turgencias firmes, había ido grabándose, detalle por detalle, en el recuerdo de él. Noches atrás, en el obscuro corredor que conducía a la cocina, se habían tropezado sin verse. La mano del varón, en la instintiva defensa, se apoyó fuertemente en el pecho de Federica. Ella rió, tras un «¡Jesús!» de susto. Él quiso reir también; pero su mano conservaba la sensación del dulce contacto, y al evocarla aún quemaba más la sangre en sus venas.

El deseo de hablar, de decir a la joven cualquiera palabra, por banal que fuese, se acrecentaba en aquella soledad del rincón huertano y se hacía en Sergio casi doloroso. Miraba ir y venir la gentileza de aquella figura—quizás demasiado plena ya, demasiado hecha para sus diez y seis años—, y la frase que parecía ir a brotar no se formulaba en su cerebro.

Federica, al fin, llena la cesta, volvióse hacia él:

—¿Quiere ayudarme, señorito?

Y él acudió, y alzaron la carga hasta la cabeza de la servidora.

—¿Va bien?

—Va bien; muchas gracias.

Se alejó hacia la casa. Volvió Sergio a tenderse y a mirar al cielo y a soñar, ahora con un fuerte latido en sus arterias. En el ensueño se refugiaba su timidez de muchacho alejado por la vida aldeana del trato con el sexo femenino. Sus vagos anhelos, los requerimientos de su sana juventud no habían tenido nunca más que una sola concreción sentimental, grotesca—él se lo confesaba: grotesca—. A los diez años Sergio se había enamorado profundamente de Celsa Ruiz, ya casada entonces con Poupariña, José Poupariña, el dueño de la casa del Pinar. Celsa Ruiz era gran amiga de Isabel y solía pasar las tardes en la quinta de los Abelendas. Desde su rincón, Sergio la miraba arrobado. ¿Sabéis lo que son esas prematuras pasiones de los niños, tan frecuentes, tan tiernas, conservadas en un extraño secreto, llenas de detalles conmovedores, que después la gravedad de los años va haciendo olvidar?... Sergio guardó una horquilla caída de la amada cabeza y el hueso de una claudia que ella comió, y vagaba por el Pinar para extasiarse en la blanca casa de Poupariña, y un día en que Celsa le besó como se besa a un niño, Sergio corrió a su alcoba, enloquecido, y se arrojó sobre la blanca cama y rompió a llorar.

Nunca otro nombre tuvo para él la dulce música de aquel nombre. Su exaltación cristalizó en unos versos absurdos en los que mezcló todos cuantos tópicos habían ido dejando en su memoria las lecturas escolares. Les tituló A C***, con tres estrellitas junto a la C, como escapándose por su boca abierta, como él había visto en dedicatorias análogas. Luego pensó que el nombre de Celsa tenía cinco letras y le pareció imprescindible añadir una estrellita más. Tus ojos—decía el primer verso—Tus ojos causan enojos...

Dos años duró esta pasión. Celsa dejó de pronto de hacer tan frecuentes visitas a Isabel. Advertía Sergio, alarmado, un evidente desmejoramiento en la amada. Celsa estaba pálida. Celsa tenía unos cercos obscuros en los ojos. El mal fué creciendo. Se hundieron las suaves mejillas, se ensanchó la cintura, se deformó el cuerpo adorado en una lamentable hinchazón. Celsa caminaba lentamente, gemía alguna vez, y, cuando engullía en el amplio mirador, a la hora de la merienda, el sabroso dulce de cerezas de doña Rosa, se lamentaba:

—Acaso mañana no pueda venir a probarlo. Sírvame un poco más, doña Rosa. ¡Qué manos de mujer! ¡Cómo sabe darle el punto al almíbar!

Y un día, en efecto, no fué; ni al siguiente, ni en la semana, ni en el mes. Sergio supo que no salía de la casa del Pinar. ¡Oh, si ella muriese!... El rapazuelo se entenebreció, obsesionado por la fúnebre idea; comía poco; vagaba, siempre que podía escapar, por los alrededores de la blanca casita, jaula de la doliente. Cierta noche, después de un día angustioso en que la lluvia había impedido su habitual correría, oyó pronunciar entre la servidumbre, sentada en torno a la amplia mesa de la cocina, el nombre del señor del Pinar. Chinto había estado allí aquella tarde, a llevar un regalo de la señora: un bote del dulce tan grato a la enferma. Entonces Sergio inquirió:

—Y ¿sabes cómo está doña Celsa?

—Va marchando—contestó el labriego.

El niño insistió, tras una pausa, fijos sus ojos en el ascua del hogar, con la emoción de quien teme perder para siempre algo muy caro:

—¿Quedará siempre así, tan hinchada?

Estallaron risas unánimes. Chinto, socarrón, uniendo sus manazas en torno al cuenco de barro, replicó:

—No quedará, hom, si Dios quiere.

Sergio indagó, cándidamente intrigado por las risas:

—Entonces, ¿qué tiene?

—¡Ay—zumbó Chinto—, lo que tiene que te lo explique el señor Poupariña, a ver qué demontres le hizo, que él lo sabe bien!

Tornaron a sonar las carcajadas chillonas. Rafaela, riente también, censuró:

—¡Vaya, Chinto!...

Sergio, azorado ante la hilaridad inexplicable, enmudeció y se fué; pero a solas interrogó al criado:

—Dime ahora qué tiene doña Celsa.

—Y ¿qué va a tener, rapaz?... Está embarazada.

E hizo un breve y brutal comento, riéndose apagadamente, con la negruzca punta del cigarrillo colgando, pegada a un solo labio.

Aquello fué un golpe de hacha en la pasión infantil. Vibró de indignación y de asco su tierno espíritu. Durante varios días se obsesionaron en su oído las palabras del gañán, y le martirizaban más agudamente aún que un sufrimiento físico. Nada fué entonces tan innoble para él como Celsa. Su imaginación se la representaba de continuo entregada a actos repugnantes, que él no podía precisar concretamente, en unión del protervo Poupariña. Y odió a Poupariña, a sus ojos saltones, que se le antojaron desencajados por curiosidades abyectas, a su barbita de chivo, a sus manos peludas... ¿Cómo podría Celsa soportar las caricias de aquellas manos de ogro?... Celsa murió dolorosamente en el corazón del rapaz; quedó bajo la losa de un recuerdo de humillación y asqueamiento. La revelación brusca de la triste y miserable verdad de la vida casi enfermó al niño. Una noche, heroicamente, rompió sus versos y tiró por la ventana, al obscuro jardín, el hueso de claudia amorosamente guardado. Lo tiró con tanta rabia y con tanto desprecio como si hubiese estado en la boca de Poupariña, bajo el bigote, en el que un día, comiendo en el Pinar, vió quedar colgantes unos pequeños trozos de fideos.

Desde aquella ocasión desventurada, Sergio no volvió a sentir al amor llamar francamente a las puertas de su corazón ya juvenil. Pero el ansia palpitaba en su interior y él sentía muchas veces sus estremecimientos, como las madres sienten los de los hijos ocultos aún en sus entrañas. Y ahora era Federica la que le agigantaba, de una manera bien distinta, ciertamente, a aquella de los años de la niñez, sin tópicos en verso, sin el ensueño candoroso, sin huesos de claudia guardados a hurtadillas, con una mareante emoción en el alma trémula. Ahora, Sergio, más que manías de fetichismos amorosos, tenía la de recorrer frecuentemente el obscuro pasillo que unía el comedor con la cocina, y cuando, por casualidad, la nueva criada transcurría al mismo tiempo por él, irremediablemente tropezaban.

Aquella tarde, caídas ya las primeras sombras azules sobre la aldea, Sergio halló a Federica en el umbral. Con esa brusca valentía que a veces tienen los tímidos, él, alentado por el ambiente y la soledad confidencial de los anocheceres, le asió una mano por la espalda, como en juego, y al volverse la moza, aun sin intentarlo, el brazo de Sergio rodeó el talle femenil, libre de corsé, en el que la carne palpitaba. Los grandes ojos verdes lo miraron con su cándida serenidad. Sonreía él, azorado. Dijo Federica, en voz baja, con un misterio de cómplice:

—Suelte, que van a vernos.

Y marchó hacia el campo. Sergio entró en su casa, tembloroso de dicha.

Volvoreta

Подняться наверх