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IV

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Índice

Al través de los surcos que las gotas de lluvia trazaban en los cristales de la galería veíase el campo tan sólo como una informe mancha verde. Sergio, en pie, frotaba sus dedos húmedos contra las láminas de vidrio, y se complacía en arrancar estridentes gorjeos que crispaban los nervios de Sabela.

—¿Quieres estar quieto?—le gritó.

Y él enfundó sus manos en los bolsillos y dió un suspiro ruidoso que empañó el cristal:

—Entonces... ¿qué quieres que haga?... No he visto cosa más desagradable que la lluvia.

Doña Rosa intervino, mirándole severamente sobre sus gafas:

—Yo creo que sí: los libros de estudio.

Él calló. Realmente estaba desesperado contra aquel incesante aguacero que encharcaba los campos desde hacía una semana ya. Las deliciosas entrevistas con Volvoreta habían terminado desde entonces. ¡Oh, aquel tedio de la casa, llena siempre del rumor de la lluvia, alterada alguna vez la quietud por los gritos de Rafaela contra los aldeanos que no limpiaban sus zuecos antes de entrar y manchaban de lodo los pisos!... Sergio iba frecuentemente a la cocina, con el pretexto de fumar. Aunque doña Rosa lo sabía, no consentiría jamás que su hijo arrancase ante ella una bocanada a un cigarro. Desde que era bachiller, Sergio podía fumar en la cocina, por un acuerdo tácito. En alguna de sus frecuentes ausencias, preguntaba ahora la madre a Isabel:

—¿Dónde está tu hermano?

—Debió de ir a fumar.

Doña Rosa observaba:

—Fuma mucho estos días. No me gusta eso.

—¿Qué le vas a hacer?... Se aburre.

Federica entró aquella tarde en el comedor a anunciar:

—Está ahí doña María, la de Solís, que pregunta por la señora.

Doña Rosa alzó la cabeza de la costura para inquirir, con un leve asombro:

—¿Doña María, la de Solís?

—Sí, señora.

—Que pase, mujer.

Y madre e hija abandonaron sus quehaceres, y sacudieron de sus regazos los trozos de hilo que se habían desprendido de las labores.

Avanzaron al encuentro de su vecina. Sabela dió, como siempre, un ligero saltito para no pisar una baldosa de la galería, donde el pico del carpintero había trazado, quizás para distinguirla, una pequeña cruz.

La señora de Solís entró. No eran frecuentes sus visitas. Tan sólo en alguna ocasión señalada—Año Nuevo, fiesta de días, enfermedad—la triste señora aparecía un momento «para cumplir», y, pretextando el cuidado de los hijos, volvía a marchar sin haber reído, sin haber hablado apenas, sin haber aceptado un dulce ni una fruta, ni un dedalito del vino tostado del Rivero que doña Rosa solía ofrecer sólo en esas grandes ocasiones.

—¿Qué milagro, doña María?... Siéntese.

A pesar de la vecindad, se veían, en efecto, mucho menos que los demás señores de la Gándara. Doña María se sentó, quedamente, con aquel aire silencioso que le había impuesto su dolorosa costumbre de andar por alcobas de enfermos. Resaltaba su palidez sobre las negras vestiduras, y el carmesí de los párpados, irritados por el llanto y el insomnio, sobre su palidez. Pero en toda su figura había una gran distinción, y en su rostro esa dignificación amarga que dan los pesares. Cruzó las manos lívidas, y habló:

—A molestarlas, doña Rosa, a molestarlas.

—¡Por Dios!...

—Quería saber si tienen ustedes alguna estufa, algún calorífero, para pedírselo prestado.

Doña Rosa miró a su hija, como en consulta.

—Hay mucha humedad—continuó doña María—; ya ve, para dormir los niños con las ventanas abiertas... Y como la casa es grande... Yo encargué a la ciudad una salamandra. Pasado mañana me la traerán, y pasado mañana les devolvería la estufa.

Doña Rosa se lamentó:

—¡Dios mío, nosotras no hemos tenido jamás nada de eso! ¡Qué pena, doña María!... Gracias al Señor, como salud tenemos, y el frío no es mucho en esta tierra...

—No, el frío no; pero la humedad, la humedad...

Casi gimió, con los ojos espantados:

—¡Un catarro viene tan pronto!... ¡Y después!...

Hubo un silencio. Doña María miró al través de los cristales el cielo plomizo, cubierto por una sola nube inmóvil.

—Hace siete días que no hay sol...

Luego clavó sus ojos en las pálidas manos cruzadas:

—¡Yo no sé qué hacer...; no sé qué hacer!...

Doña Rosa intervino con consuelos. ¿No era exagerado todo aquel temor?... Los niños no parecían estar mal; paliduchos y delgados, sí; pero la aldea se encargaría de darles colores y grasas. Allí estaban los hijos de los labriegos, semidesnudos, durmiendo en paja, mojados cuando llovía y quemándose con el sol; comiendo tan sólo borona y caldo de unto. Y tan fuertes y colorados. La aldea es salud. No había que tener preocupaciones extremadas. Dios es bueno: aprieta, pero no ahoga. Y si Maruja tenía quince años ya, y Dios se había llevado a los otros a los diez y seis, ¿iba a suponerse que se había de repetir la desgracia?... ¿No era absurdo?...

Doña María la miraba sin cambiar su expresión de pena. Después suspiró hondamente. Se levantó como una sombra:

—¡En fin!... Perdonen la molestia.

—¿Qué molestia?... Lo que siento yo es no tener lo que desea, doña María. Ya sabe que toda la casa y todos nosotros... Y cualquier cosa que se le ocurra...

Acompañáronla hasta los mismos umbrales del portón. Ella marchó como una sombra negra, entre la lluvia; y doña Rosa suspiró al volver, penetrada de toda aquella honda angustia de madre que en su propia maternidad hallaba un eco de compasión gigantesca.

Por la noche, deslizándose al amparo de los salientes aleros, esperó Sergio bajo el alpende la presencia de Federica, avisada por él. Esperó unos minutos que se le antojaron inacabables. Desde los canalillos que las tejas formaban caían al suelo chorros de agua, que habían cavado débilmente la tierra, a lo largo del cobertizo, en su persistente choque. Cuando Sergio chupaba el cigarrillo, se avivaba el ascua y veía brillar los goterones en su rápido descenso. La lluvia, invisible en la noche, dejaba oir su sordo rumor en todo el campo encharcado.

Federica llegó al fin, cubriendo su cabeza con parte de la falda, recogida sobre los rubios cabellos como un mantón:

—¿Qué quieres?

Él arrojó el cigarrillo, que se apagó en el agua:

—Que no podemos seguir así. Es preciso idear algo para vernos.

Ella meditó:

—¡Esta dichosa lluvia!...

Callaron un instante. A sus espaldas, hasta tocar con el techo del alpende, se hacinaba el tojo tierno, dispuesto para mullir los establos y hacer de él, ya pisado, cama para las bestias, y después abono de las tierras. Y su recio olor de monte bravo se diluía en el ambiente húmedo. Sergio opinó:

—¿Quieres que le hable a Mingos, el casero, para que nos deje reunir en su choza?

Receló ella:

—Lo sabría tu madre.

—¡Entonces... no sé!

Descubrió de pronto Volvoreta:

—Podías subir a mi alcoba cuando todos durmiesen.

Sergio quedó un momento confuso. Le latió más fuerte el corazón al escuchar la proposición inesperada, como si antes de precisarse en su magín, toda la encantadora sensación de la aventura le hubiese ya recorrido la sangre, en un giro loco. Pero Volvoreta había sugerido el recurso con un absoluta naturalidad. Sergio, temeroso de despertar un arrepentimiento, dijo con sencillez:

—Es verdad.

—Pero ve con cuidado. Ya sabes que el cuarto de Rafaela está al lado del mío. ¡Si nos sintiesen!... ¡Por Dios!...

Y separáronse. Sergio permaneció unos minutos bajo el cobertizo, saboreando la temerosa delicia del proyecto. Le pareció estar abocado a una empresa de novelón. La densa obscuridad de la noche le sugería ideas de sagacidad y de astucia, y se vió a sí mismo atravesar la casa entre las tinieblas y trepar hasta los cuartos de la servidumbre, cauto y silencioso, como un ladrón de folletín o como un conspirador heroico. Chinto salía entonces de la casa y pasó junto al cobertizo sin verle, en las sombras profundas. Él se había recogido y hasta había contenido el aliento. Este incidente le dió una alta idea de su disposición de hombre misterioso y le hizo tener una alegre confianza en sí.

Durante la cena miró alguna vez a Federica, como para recordarle el complot. Federica, gravemente, no parecía darse por enterada. Sergio pensó entonces, ante toda aquella serenidad, que ella tenía una decisión y una valentía superior a la suya, y se reprochó el no haber tenido él la misma idea de la cita en la alcoba. Se escrutó y tuvo que confesarse que no se le habría ocurrido nunca.

Cuando, después de su habitual presencia en la cocina para dar órdenes a la servidumbre, doña Rosa reapareció en el comedor y deseó buenas noches a sus hijos, Sergio sintió agigantada su emoción. Besó a su madre y se retiró a su cuarto. Eran las diez. Sentóse indeciso, sin saber cómo llenar todo aquel tiempo que faltaba aún para el momento de la aventura. Al fin, temeroso de que la luz le delatase, desnudóse, se metió en cama y sopló la bujía.

Esperó. Llegaba de la cocina muy amortiguado el ruido del fregoteo de Rafaela. Podía saberse cuándo agitaba la vajilla dentro del barreño y cuándo la colocaba sobre la limpia piedra del vertedero para que escurriese el agua humeante. Los platos hacían al superponerse un ruido más agudo; los pucheros de hierro, más hueco y sordo. Después tintinearon, al caer sobre el granito, desde el paño que las secaba, las cucharas, los tenedores... Sergio seguía a la vieja criada en todos los momentos de su ocupación, hasta en todos sus ademanes, como si la estuviese viendo. De pronto un portazo estremeció la casa, y se oyó el ruido metálico de la barra de hierro que ajustaba Chinto en sus encajes para reforzar la seguridad de la vivienda. Luego, unos pasos resonaron en la escalera que conducía al piso aboardillado donde estaban las habitaciones de la servidumbre, de las dos criadas nada más, porque Chinto dormía en el bajo, para mayor tranquilidad de doña Rosa. Sergio pensó que aquellos pasos eran los de Federica, que se retiraba siempre antes que Rafaela.

Y esperó más. Por fin los tramos rechinaron bajo el andar de la vieja criada. Arriba, al través del techo, se sintió aún el rastrear de sus pies. Más tarde cayó el silencio sobre la casa toda; un silencio en el que al joven le parecía que toda idea de tiempo diluíase y escapaba al cálculo. Pero en el silencio fueron naciendo mil pequeños rumores y mil ruidillos sólo perceptibles en la anhelosa atención del enamorado: el crujir de una viga, las pisadas misteriosas del gato, que cruzaba ante su dormitorio, dueño de las estancias y de los pasillos llenos de sombra; después el viento comenzó a quejarse bajo las puertas, como en invierno. Fué un momento en que la lluvia dejó de caer. La ventana del cuarto se estremecía en sus encajes, y a veces se sentía la furia de las ráfagas estrellarse contra la casa toda, hermética y muda en la enorme soledad del campo, entre tinieblas, mientras los árboles se encorvarían gimientes, y en los prados la hierba sería como una cabellera peinada en un mismo sentido por el viento.

Las ráfagas traían hasta la casa un sordo rumor—quizá el de los árboles, quizá el del mar—en el que Sergio creía descubrir también el silbido arrancado en los alambres del telégrafo que seguían la cercana cinta de la carretera, y que cortaban el vendaval como una espada afiladísima, oscilando un poco entre poste y poste.

Pero las ráfagas cesaron. Cayó un fuerte aguacero, y su apremiante llamada en los cristales llenó toda la casa con su ruido. Después amainó, y volvió la lluvia a su lenta mansedumbre.

Sergio esperó aún, receloso. Se le ocurrió pensar—tumbado boca arriba en el lecho, abiertos los ojos en la obscuridad—qué clase de mujer era aquélla, inocente o ducha en amores, que por propio impulso y con tal sencillez daba una cita de tamaño riesgo—él no pensó «tan escabrosa»—. Pero ni su inexperiencia, ni su edad, ni la inquietante emoción que sufría, le permitieron grandes meditaciones acerca del tema. El reloj del comedor dió las doce. Temió él haber contado mal, y esperó a que las repitiese. Entonces se deslizó de su cama; a obscuras se embutió en el pantalón, en la chaqueta... Iba descalzo... Abrió la puerta de la alcoba... Salió...

Ante la puerta, sin separar sus dedos del pestillo, aún escuchó un buen rato. Después se decidió a andar... Apoyaba ambas manos en la pared, como si quisiese descargar sobre ellas todo el peso de su cuerpo. El piso estaba enarenado, según la costumbre del país, con una arena traída de la playa, y al ser restregada contra la madera producía un leve rechinamiento. El joven ponía, para impedirlo, sus pies de plano, y algunas arenas gruesas le producían dolor.

Llegó a la escalera. Tenía en sus oídos el tic-tac del corazón y el sordo runrún de la lluvia... Subió un peldaño, otro... algunos crujían, y Sergio se detenía entonces, anhelante, con los ojos abiertos, abiertos... Creía él que en aquel momento su madre y su hermana y Chinto y Rafaela se removían entre las sábanas, prontos a despertar. Pensó también en que a veces doña Rosa sufría insomnios duraderos... Al llegar al primer recodo de la escalera, un tablón carcomido gimió bajo sus pies largamente. Entonces pensó en desandar el camino y volver a su cuarto; pero ya estaba más próximo el de Federica... Continuó... En el pequeño pasillo, al que daban los dormitorios de las dos mujeres, se oía la fuerte respiración de Rafaela. Esto le dió vigor. Empujó lentamente la puerta de la alcoba de Federica. Pensó que estaría ella detrás. Esperaba que sus manos avanzasen para guiarlo. Creía ser tocado por ellas a cada instante, y esta presunción de unos brazos en la sombra le produjo una inquieta nerviosidad. Pero ningún cuerpo vivo rozó el suyo. Entró con cautela extremada, temiendo derribar algo, extendidas sus manos hacia el frente, comenzando a encontrar interminable aquella horrible excursión entre las tinieblas y el silencio, respirando con la boca abierta para que ni aun se advirtiese el rumor de sus aspiraciones.

Al fin sus muslos tropezaron con algo. Bajó las manos, cuidadoso. Bajo ellas sintió el tibio bulto de Federica, acostada, cubierta por las ropas del lecho. Le secó los labios una oleada de emoción. Se inclinó sobre la bella cabecita; susurró tenuemente:

—Soy yo...

Ella no se movió; volvió a advertirle:

—Federica, soy yo...

Apoyó sus manos en el cuerpo tendido, con una suave presión. Federica dió un fuerte suspiro y se estiró en el lecho. ¡Dormía! ¡Gran Dios, dormía!... Sergio se maravilló sinceramente. Volvió a apremiar, con la punta de sus dedos, el cuerpo perezoso. Y de pronto, tras un rebullir que se tradujo en un ruidoso alboroto de las secas hojas del jergón, los calientes brazos de Federica se enroscaron a su cuello. Y él, entonces, buscó sus labios y los besó, estremecido:

—¿Dormías?

Y ella, con voz aún enronquecida por el sueño y llena de añoranza de él:

—Sí.

Sergio tuvo que sacudirla:

—¡No grites, mujer!... Pueden oirnos...

Entonces bajó mucho la voz, como una niña a quien se reprende, para repetir:

—Sí.

Continuaba con los desnudos brazos sobre el cuello del joven. No se veían. El rumor de la lluvia era más fuerte en el pequeño cuarto; se sentía su repiqueteo en el cinc del tejado y sobre los vidrios del tragaluz. Sergio se iba sintiendo presa del frío. En la cima de su empresa ocurríasele ahora, preferentemente, la terrible idea de tener que volver a su estancia con todas las mismas minuciosas precauciones. En la alcoba contigua, al través del delgado tabique de madera, se oyó el ruido del jergón donde Rafaela debía de haberse agitado. Entonces Federica iba a decir algo al oído de Sergio; pero éste la hizo callar, con sobresalto.

—¿No oíste?—dijo apenas él, con la tenuidad de un suspiro—. Debe de estar despierta.

Le invadió el miedo. Dió otro beso a la novia:

—Bueno, me voy.

Ella tornó a abrazarle. Aún le retuvo para pedir:

—Tápame bien.

Sonrió él en la sombra. Metió parte del embozo bajo la espalda de Volvoreta, le dió una palmadita de despedida; y súbitamente, esclavo de su hondo temor, comenzó otra vez el peregrinaje. En la escalera sufrió angustias mayores, porque el descender en la obscuridad era mucho más difícil que el subir. Creyó que no se acababan nunca los peldaños. Ya en el pasillo del primer piso, sus pasos fueron más ligeros. Entró en su dormitorio, dando un profundo suspiro de placer, como si saliese de una pesadilla. Se zambulló en cama. Tenía los pies helados, helados, con algunas arenas del pasillo incrustadas en ellos. Se arrebujó apretadamente y quiso saborear sus sensaciones de la noche; pero se durmió.

Soñó que quería correr hacia Volvoreta. Volvoreta le esperaba con sus rizados cabellos del color de la miel y su blusa blanca de los domingos. Él quería correr, porque su madre le perseguía; pero sus pies no podían apartarse del suelo. Corría, corría, y no avanzaba ni un solo punto...

Volvoreta

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