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Sociedad, ciudad y arquitectura. Contexto fundacional1
El 28 de diciembre de 1835, León Escobar, para algunos un héroe popular y para otros un conocido bandolero, invadió el centro de Lima y casi se hizo del sillón presidencial. Lima era una ciudad deslegitimada como tal en medio de una catastrófica situación económica y material. El mundo urbano peruano era apenas una referencia casi prescindible. Vivir en el campo podía significar casi lo mismo que vivir en la ciudad.
Hasta mediados del siglo XIX, Lima y otras ciudades del Perú continuaron prácticamente detenidas en el tiempo y algunas con dinámicas de expansión o procesos de desestructuración. Según los datos del censo de 1850, Lima (Cercado) contaba con 85 116 habitantes. Para el mismo año la población de Jauja y la comarca fue registrada en 89 796 habitantes. Similar fenómeno se registraba en Chota, con 77 044 habitantes, o Lampa, con 76 488 (Gootenberg, 1995, pp. 8-10). Ciudades y regiones de entorno mantenían un territorio relativamente «plano» en términos de población.
¿Fue el siglo XIX peruano uno completamente gris, regresivo y un «siglo perdido» en nuestra historia republicana? La historiografía urbana y arquitectónica del siglo XIX poscolonial ha abordado este siglo a medio camino entre una serie de prejuicios y la falta de información específica extensiva al conjunto del país. De ahí que los registros o panoramas, con distintos niveles de profundidad y análisis, formulados por Héctor Velarde, Emilio Harth-Terré, Juan Bromley y José Barbagelata, José García Bryce, Ramón Gutiérrez, Leonardo Mattos-Cárdenas o Manuel Cuadra, entre otros, siendo importantes contribuciones de origen, resultan aún referenciales y acotados a determinados espacios (las principales ciudades del Perú), tipologías (casas señoriales) o momentos (a partir del inicio del boom guanero o la segunda mitad del siglo XIX). En contraste con la vasta historiografía sobre la arquitectura y el urbanismo inca o colonial, resulta aún notoria la ausencia de historias más polifónicas y a la vez singulares escritas para el periodo de la República desde la especificidad de la arquitectura y el urbanismo.
Si la historiografía urbana y arquitectónica del siglo XX registra múltiples vacíos y fenómenos desatendidos o parcialmente abordados, las deudas con el siglo XIX son aún bastante más evidentes. La razón: una serie de prejuicios autoimpuestos desde que el Oncenio de Augusto B. Leguía (1919-1930) optó por convertir todo lo acontecido antes de su «Patria Nueva» en un tiempo asociado con el pasado, lo antiguo y un atraso secular. Y, de otro lado, la idea de que en medio de una República incipiente dominada por el desgobierno, la anarquía política, la crisis económica y la derrota ominosa en la Guerra del Pacífico podía considerarse impensable encontrar una variada y compleja producción arquitectónica y urbanística que ameritara su registro histórico2.
La nueva historiografía social, económica, política y cultural del siglo XIX de las dos últimas décadas ha empezado a revelarnos un «nuevo» siglo XIX, de sombras, pero también de múltiples luces y gestos de reforma y progreso. Más allá de todo aquello imputado como un siglo «perdido» por el desgobierno y las guerras perdidas, el siglo XIX aparece en su verdadera dimensión como un periodo de una impresionante densidad de actuaciones y proyectos impregnados de modernidad heroica.
A la luz de estas nuevas condiciones de información, una caracterización más específica de la producción urbanística y arquitectónica de la etapa republicana del siglo XIX sugiere subdividir esta etapa en dos momentos históricos, cada uno de los cuales registra —desde el punto de vista de las condiciones económicas, políticas, sociales, urbanísticas y arquitectónicas— rasgos visiblemente diferenciados. El primero, se extiende desde 1821 hasta 1840. Este primer momento constituye lo que se ha denominado un «periodo de transición» o un «periodo fundacional» de la República con todo lo que ello significa en términos de provisionalidad, incertidumbre, marchas y contramarchas, así como encuentros y desencuentros entre lo viejo y lo nuevo. O, como denomina Fernando Armas Asín, la «Republica temprana» (2011, p. 104)3. El segundo periodo se inicia en 1840 y se extiende hasta 1885. Corresponde a un momento de notable expansión urbana e inmobiliaria, producto del boom guanero y las propuestas de una modernización práctica del país y sus ciudades. La historiografía social y política también reconoce este periodo como el de la «República del guano» (Contreras & Cueto, 2013).
En contraste con la poca importancia asignada al primer momento, la historiografía urbana y arquitectónica se ha ocupado principalmente —como se ha mencionado antes— de la producción arquitectónica y urbanística del periodo de la República guanera. Preeminencia comprensible en tanto el encuentro entre el prejuicio extendido de un periodo inicial, sin ningún tipo de iniciativas en términos de arquitectura o urbanismo, y las evidencias fácticas de que, en efecto, algo de ello es cierto, pero no en los términos de un «vacío» absoluto de ideas, proyectos y obras. El hecho de que en este periodo inicial no se haya producido algún gran relato u obra de significación arquitectónica y urbanística como aconteció en el periodo siguiente no significa que no se hubiera producido una serie de iniciativas o proyectos de significación histórica indiscutible, a pesar de no haber sido construidos y llevados a la práctica.
El conocimiento de la arquitectura y el urbanismo de este periodo inicial de la vida republicana del periodo 1821-1840 sigue siendo un desafío por dilucidar. Una relación de ideas, obras, acciones desarrolladas por los diferentes gobiernos de este periodo se encuentra normalmente registrada en casi todas las historias de la República, así como en la historiografía específicamente urbana y arquitectónica que abarca esta etapa. Un registro de notación filológica de algunas obras y proyectos ejecutados para Lima en los primeros años de la República se encuentra, por citar un ejemplo, en Evolución urbana de la ciudad de Lima de Juan Bromley y José Barbagelata (1945). Sin embargo, en las primeras historias analíticas de la arquitectura y el urbanismo del siglo XIX peruano, como es el caso de los aportes indiscutibles de José García Bryce, Héctor Velarde y Emilio Harth-Terré, lo efectuado en términos de arquitectura y urbanismo durante las dos primeras décadas de vida republicana no fue objeto de un tratamiento específico, más allá de referencias ineludibles, las dificultades económicas y la inestabilidad política que no habrían hecho posible el desarrollo de una nueva arquitectura (García Bryce, 1980; Harth-Terré, 1963, 1964a y 1964b; Velarde, 1946 y 1978)4.
Una primera aproximación sistemática al develamiento de la producción arquitectónica y urbanística de los primeros años de vida republicana lo constituye sin duda las indagaciones de Leonardo Mattos-Cárdenas sobre los planteamientos y obras de Simón Bolívar durante su gobierno en el Perú, como parte de su análisis del periodo 1810-1830, como ocurre en su Urbanismo andino e hispanoamericano. Ideas y realizaciones (1530-1830). Respecto a la arquitectura y el urbanismo propuesto o ejecutado durante el periodo de la Confederación Perú-Boliviana (1836-1839), otro momento aún inexplorado en toda su extensión, junto a Leonardo Mattos-Cárdenas, quien ha dedicado referencias específicas a este periodo, Ramón Gutiérrez ha abordado esta etapa con cierta especificidad en Arquitectura y urbanismo en Iberoamérica (1983, pp. 377 y ss.)5.
Si la aspiración es encontrar en esta República de inicio una nueva generación de edificios e intervenciones urbanas impregnados de una épica de espíritu republicano, se llegará a la misma conclusión: que en este periodo no solo no pudo haber nada interesante que historiar, sino que tampoco pudo haber construido alguna obra representativa del espíritu revolucionario de la época. Pero esta mirada que reduce el dominio de la arquitectura y el urbanismo tan solo a la «obra» construida desconoce que la arquitectura, antes que objetos edificados, es un complejo fenómeno social y material que comprende no solo a los objetos, sino a las ideas, los procesos que se generan y los personajes que participan con distintos roles en la producción arquitectural (Ludeña, 1997). Visto así puede resultar tanto o más importante e interesante que buscar edificios que no existen, identificar y entender la serie de ideas, normas o proyectos formulados pero tal vez nunca realizados. Valorado de este modo se tiene la certeza de que este periodo fundacional de la República resulta fascinante exactamente —aunque resulte paradójico— por su frondosa normatividad, suscrita con implicancias en los temas territoriales, urbanos y arquitectónicos que no ha sido aún estudiada con profundidad, así como por sus proyectos nunca concretados (saber el porqué de ello ya es un gran tema por conocer) y la serie de iniciativas surgidas que aún no conocemos. En este caso la ausencia del mensaje (constructivo) no solo es otra forma de mensaje, sino que, en muchos casos, resulta tanto o más decisivo para entender los destinos de la arquitectura y el urbanismo de un país y un periodo determinado. La arquitectura nunca está en silencio.
Este texto no pretende ni de lejos cubrir todos los vacíos que se requieren conocer para contar con un registro y análisis detallado de la producción arquitectónica y urbanística efectuada durante las dos primeras décadas de vida republicana del Perú. Es una tarea imposible de efectuar, no solo en este espacio, sino en las actuales circunstancias de la investigación sobre la arquitectura y el urbanismo del siglo XIX peruano y del periodo republicano en particular.
Para concordar con el espíritu del libro, este texto trata apenas de fijar ciertos encuadres o perspectivas de análisis para el abordaje de viejos y nuevos problemas de estudio referidos a este periodo fundacional de nuestra república. El texto se constituye de una serie de bocetos a modo de hipótesis de trabajo. Antes que descripciones precisas, la idea es proponer una diversidad de «cuadros» y atmósferas para despertar y plantear más reflexiones sobre el tema.
Sociedad y política. La búsqueda de un nuevo «orden» social, urbano y arquitectónico
La sociedad es aquella ciudad que la habita, así como la ciudad es aquella sociedad que la produce. La arquitectura es, igualmente, la piel que cubre y proyecta los diversos intereses sociales de grupos e individuos que aspiran a fijar con estridencia o modestia su paso por este mundo. Los estados de turbulencia, estabilidad o ruptura en los mecanismos de producción y representación urbana o arquitectónica son el espejo que refleja la naturaleza del poder de turno y de las tensiones, intereses, consensos o conflictos políticos, económicos y culturales de los diferentes individuos, estamentos o clases sociales.
La arquitectura, como las ciudades, puede dotarse de paisajes hasta tornarse referencias relativamente estables tras un largo tiempo, así como ingresar en pocos años a una fase de incertidumbre, inestabilidad o colapso. Los cambios de estructura y lenguaje en el urbanismo y la arquitectura peruanos no se iniciaron el día 28 de julio de 1821. Aquel paisaje construido desde el siglo XVI a punta de sables, cuadrículas omnipresentes y tipos edilicios preestablecidos había empezado a resquebrajarse desde el siglo XVIII, tanto que ni el ambicioso proyecto de reforma urbana borbónica pudo encausar.
La referencia a lo relativamente estable del paisaje urbano y arquitectónico colonial resulta apenas la constatación de un hecho que se deriva fundamentalmente de una sociedad colonial, jerarquizada, cortesana y con los grupos de poder funcionando bajo una estructura vertical de control sedimentada en más de 250 años. El agrietamiento del paisaje aludido resulta en este caso consecuencia no solo de la propia descomposición del régimen colonial, sino de la ausencia de un vigoroso proyecto emancipador en materia de transformación de los fundamentos funcionales, éticos y estéticos de la arquitectura y el urbanismo requerido por la naciente República. La causa primera alude a lo que acaba de expresarse: que la arquitectura y la ciudad de la República temprana en toda su precariedad, desconcierto e incapacidad de prefigurar el futuro reflejaba exactamente aquel tejido social surgido de las guerras de la independencia, completamente endeble, desestructurado y lleno resquebrajaduras derivado de las múltiples tensiones, divisiones y pugnas faccionales entre los diversos grupos de interés.
¿Qué población y territorio tenía el Perú el día de la declaratoria de su independencia de la corona española el 28 de julio de 1821? Ante la inexistencia de registros precisos o fiables sobre la población y la extensión del territorio que marquen una línea de base para el inicio de la vida republicana, puede asumirse como un indicador de referencia indirecta la información censal de los datos de población de 1827, el primer registro del periodo republicano más cercano al inicio de la República. Para este año la población del Perú alcanzaba la cifra de 1 516 690 habitantes y, la de Lima Cercado, 58 326 habitantes (Gootenberg, 1995, pp. 21-22). Según la información procesada por Bruno Seminario y María Alejandra Zegarra, el Perú de 1827 contaba con un territorio de 2 117 096 km² y, del conjunto de la población, el 18,63% vivía en la costa; el 65,74%, en la sierra y, en la selva, el 15,63% (2014, p. 1).
El abandono y éxodo masivo de más 10 000 miembros de la nobleza española peninsular y americana, entre 1820 y 1822, implicó la desaparición violenta y súbita de la clase dominante colonial. El vacío dejado no fue cubierto por otra clase cohesionada y reconocida socialmente, sino por un conglomerado de intereses más o menos compartidos entre múltiples divergencias entre la elite criolla urbana, los comerciantes y la elite criolla provinciana de hacendados y terratenientes señorialistas6. Si bien este último sector de poder había experimentado grandes pérdidas durante los días de la campaña emancipadora, logró mantener y recuperar lentamente su capacidad productiva en el campo y la ciudad, tanto que en la década de 1830 algunas haciendas registraban una producción sostenida y cierto nivel de expansión y modernización en términos de infraestructura y arquitectura, sobre todo, aquellos casos que lograban articularse en el sur a la cadena productiva del capitalismo industrial mercantil impulsado por las «casas comerciales» ubicadas entre Arequipa, Puno y Cusco7. Este es el sector social que, tras la desaparición de la nobleza urbana colonial, la nobleza terrateniente colonial y la aristocracia mercantil del Tribunal del Consulado, dominó durante la República temprana, y estaba constituido por un «conglomerado de comerciantes, militares, terratenientes, abogados y extranjeros que tenían su residencia en Lima» (Quiroz, 1987, p. 220). Para los primeros años de vida republicana no es posible referirse a la existencia de una clase dirigente, sino a una fracción o grupo de la clase dominante que funge de dirigente8. Lo que quedó, por consiguiente, como clase dominante es este conglomerado perteneciente a la elite criolla urbana de segundo nivel, que había estado directamente articulada con la burocracia colonial y los privilegios de la corona, como es el caso de los medianos y pequeños comerciantes, profesionales liberales e intelectuales, artesanos interesados en una mayor libertad para su ejercicio. Finalmente, en la base de la pirámide social, se encontraban los criollos postergados, así como la población indígena, mestizos y la población negra y de castas9.
Al inicio de la vida republicana las expresiones y filiaciones de orden político no se expresaban vía «partidos políticos», sino a través de los que Jorge Basadre (2005 [1939]) denomina «grupos» o «bandos políticos», que empezaron a perfilarse a partir de 1810 con ocasión de la elección de los representantes peruanos a las Cortes de Cádiz. Al arribar el Ejército Libertador a las costas del Perú, en 1820, el tejido político estaba compuesto por quienes al interior de la propia nobleza virreinal y criolla era partidarios del antiguo régimen colonial y opuestos a cualquier modificación de este y, por otro lado, por quienes, como José de la Riva-Agüero y el conde de la Vega del Rhen, promovían la independencia irrestricta e inmediata de España. Entre estos dos sectores y posiciones se encontraban diversos grupos identificados con fórmulas conciliatorias o de una «tercera posición», como sostiene Jorge Basadre: desde los que apostaban por la vigencia de la Constitución de Cádiz hasta los que promovían la instauración de una monarquía constitucional con un rey extranjero, posición que intentó promover José de San Martín (2005, I, pp. 37-38).
Tras la derrota de esta tercera posición y el triunfo inestable del liberalismo republicano, el debate político de este periodo inicial de la vida republicana se trasladó —después de la batalla de Ayacucho (1824) y el fin de la dictadura bolivarista (1823-1826)— al ámbito de la controversia entre las políticas proteccionistas, de libre mercado o la cuestión tributaria, así como a la cuestión indígena y esclava. Todo ello en medio de las pugnas faccionalistas y regionalistas de los caudillos de turno. El encuentro y desencuentro entre las diversas posturas en materia política y económica no era sino reflejo de la endeblez, ausencia de programa y objetivos definidos por parte de aquel grupo social que asumió en un sentido —seguramente sin proponérselo o merecerlo— el liderazgo de facto en la construcción de la naciente República. Aun así, este debate y su expresión en determinadas medidas económicas tuvo igualmente un efecto en el inicio de un proceso inicialmente lento de cambio del sistema urbano nacional y el posterior trasvase socioterritorial republicano, al priorizar las inversiones en ciertas ciudades puerto y determinadas vías de comunicación, entre otras magras inversiones.
Con una clase dominante social y económicamente no cohesionada, y más preocupada en negociar su precaria estabilidad, resultaba impensable plasmar un proyecto de transformación republicana del país y su territorio. Mucho menos en términos de una profunda renovación del paisaje urbano y la arquitectura del país. Por ello, los cambios en las escalas del territorio, la ciudad y la arquitectura se hicieron casi imperceptibles como una consecuencia natural de los procesos económicos de base. Durante las dos primeras décadas de la República el paisaje urbano de ciudades como Cusco, Jauja o Lima no había experimentado casi ningún cambio que no fuera el de irradiar una atmósfera de abandono y parálisis en el tiempo, cuando no mantenerse en estado ruinoso, ya sea por la destrucción realista de muchos pueblos, como Cangallo, que fueron arrasados por el apoyo a la causa patriota, o por la falta de mantenimiento o uso de una serie de inmuebles abandonados tras el éxodo de sus propietarios españoles.
Más allá del estado de anarquía política y depresión económica o, precisamente, por esta causa, el escenario espacial de la naciente república continuó siendo estructuralmente casi el mismo que el del régimen colonial. Hecho producido, entre otras razones, por la implementación preponderante de una política de sustitución simbólica sin destrucción ni resignificación estructural de las arquitecturas preexistentes, como fue la voluntad y el estilo de las medidas adoptadas por José de San Martín y Simón Bolívar sobre el particular. En estas condiciones el paisaje urbano de las ciudades del Perú se mantuvo casi inalterado respecto a las estructuras morfológicas de base colonial, pero esta vez dotado de una figuración externa resignificada superficialmente con los nuevos símbolos de la naciente república. Con otras denominaciones, rostros y personajes —uno con pretensiones monárquicas, el otro con aspiraciones de dictador vitalicio, además de una seguidilla de militares codiciosos e iletrados—, el tejido social del país y el entramado espacial se mantendrían casi invariantes hasta mediados del siglo XIX.
Un fenómeno que tuvo un efecto importante en el marco de la incipiente recuperación y renovación de la arquitectura y el urbanismo de la República temprana fue el gradual empoderamiento económico del sur peruano. Ello trajo consigo, lógicamente, el progresivo fortalecimiento de aquellos grupos de poder articulados al comercio con Inglaterra y el resto de Europa que empezaron a dotarse de nuevas arquitecturas y de transformaciones en el espacio urbano.
La instauración de la República, al decretar la libertad de comercio, significó la eliminación de los controles de la elite limeña en el comercio regional e internacional. El efecto inmediato fue el fin del monopolio limeño y el poder de esta elite y, por consiguiente, el fortalecimiento económico y social de la elite provinciana del sur, que además había estado más identificada con la lucha emancipadora que su par limeña. Esta nueva situación no hizo sino acentuar la pérdida de poder de Lima como capital y principal centro económico, que ni los intentos de reformarla, dotarla de monumentos y otras obras de ornato público —que tarde o nunca se erigieron o concretaron— pudieron evitar. Mientras tanto, otras ciudades de la región sur empezaron a transformarse en ciudades con una dinámica visible de cambio.
Diversas ciudades de esta región como Arequipa, Tacna, Puno y Cusco empezaron a lucir pequeños puntos de modernidad arquitectónica con esa estética de emprendimiento comercial e industrial con que surgieron las «casas comerciales» de propiedad de ingleses, alemanes, franceses y socios locales. Estos y otros hitos de cambio se convirtieron en un factor de constante interpelación a la tradición, pero desde la perspectiva de una postura conservadora que empezaba a adquirir su perfil propio —con notable impacto en el terreno de la arquitectura y el urbanismo republicano posterior— a través de esta nueva elite provinciana en proceso de enriquecimiento. Elite constituida por un gran grupo de terratenientes o hacendados que, no obstante su filiación independentista, seguía luciendo una estirpe señorialista, colonial, casi feudal en la explotación brutal del campo y la población indígena. Este es el grupo que, tras articularse a los grandes hacendados y comerciantes limeños, daría origen a la llamada «oligarquía peruana». Facción que se haría cada vez más influyente en la política republicana del resto del siglo XIX y el siglo XX. Narrativas como las de los estilos arquitectónicos, como el «neocolonial» o el de la «casa hacienda sin hacienda», tienen en este sector su principal promotor y base social.
La independencia, por todo ello, si bien tuvo como impulso y soporte de inicio los fundamentos del liberalismo republicano, terminó siendo dominada en la construcción práctica de la República por una ideología conservadora señorial, cortesana y racista, cuya principal base de apoyo la constituía esta capa de terratenientes provincianos y la red de comerciantes intermediarios articulados a su poder. Como lo expresa José Ignacio López Soria: «La ideología conservadora que terminará triunfando después de la independencia, da forma a los intereses de hacendados y terratenientes en franca oposición a los ideales aireados en los días del rompimiento de España» (1980, p. 96).
Uno de los factores de la vida política y el entramado social de este periodo inicial de la República que tuvo consecuencias significativas en la reconfiguración, sobre todo del territorio nacional y sus ciudades, es el denominado «militarismo»10. El caudillaje militarista fue la respuesta que encontraron las distintas facciones de ese conglomerado social en formación (elite criolla urbana y aristocracia provinciana de la tierra) que constituía la clase dominante peruana de inicios de la República, interesada en evitar cualquier forma de rebelión generalizada de la población indígena, esclava o mestiza empobrecida, todos dotados de armas y cierta experiencia militar tras la campaña emancipadora. Los militares intentaron cubrir el vacío de poder ante la ausencia de una clase dominante civil orgánica, de objetivos políticos definidos y convencida de su liderazgo y validación social. Sin embargo, el caudillaje militarista —con su contingente mercenario de funcionarios, comerciantes nacionales y extranjeros— no pudo llenar este vacío totalmente, debido sobre todo a la precariedad de su representación y la deslealtad permanente de sus seguidores. Ello, además de su incapacidad para evitar que el territorio nacional fuese perdiendo superficie respecto a la extensión originaria establecida por el Uti possidetis iure de 1810.
Tras la independencia, ninguna de las facciones de la nueva clase dominante tuvo la vocación y las condiciones de asumir resueltamente el liderazgo del país, que no fuera si no encontrarse siempre detrás de algún ambicioso caudillo militar. Para Heraclio Bonilla «el Estado republicano, por consiguiente, fue la expresión del dominio sustentado en la fuerza directa ejercida por los caudillos militares» (1987, p. 292). Caudillos que entonces eran los únicos con capacidad de ejercer un relativo control político territorial frente a la incapacidad o vulnerabilidad de una clase política civil en recomposición o inexistente para efectos prácticos. En este contexto el empoderamiento de autoridades intermedias basadas en el clientelaje, el caciquismo local y la extorsión (prefectos, hacendados con poder político) fue el sistema que terminaría por caracterizar al Estado y el régimen político de la República temprana.
En las primeras dos décadas del Perú republicano se carecía de República y de ciudadanos. No se pudo promover la participación democrática de todos ni tampoco los beneficios fueron distribuidos por igual. Lo que se produjo, finalmente, entre 1821 y 1840, en materia de arquitectura y urbanismo fue el perfecto reflejo de esta situación social y política. No podía ser casi de otro modo tratándose de una sociedad sumida en una profunda crisis social y material, así como desencontrada en sí misma en medio de múltiples conflictos, intereses económicos particulares y pugnas faccionales. Aquí, política, poder y arquitectura casi representan el mismo fenómeno para evidenciar la persistencia de un paisaje urbano en ruinas construido de algunos pocos fragmentos tan relucientes como los pocos comerciantes y terratenientes beneficiados en medio de la crisis.
Territorio, sociedad y economía: crisis y espacios en cambio
El territorio y el sistema de ciudades, en su estructura y funcionamiento, tuvieron en la minería su principal soporte y activo desde los tiempos de la Colonia. Como sostiene Heraclio Bonilla, el peso de la minería fue tanto que «su funcionamiento a través de la circulación del capital minero y su transformación en bienes de consumo y bienes de capital, terminó por imponer una división geográfica del trabajo al interior de ese espacio posibilitando que las diferentes regiones se estructuran de manera subordinada al dominante polo minero» (1987, pp. 271-272). En medio de la gesta emancipadora y tras la independencia, estos polos, sus circuitos y áreas de influencia perdieron poder y experimentaron un decaimiento notable.
Caracterizar o reducir el destino fallido del Perú republicano de inicio, de su territorio y sistema de ciudades a la crisis económica, a la cuestión del caudillaje militarista y a la incapacidad de las elites civiles es desconocer que en la base de la conflictividad extensiva de los años iniciales de vida republicana se encontraban razones e intereses mucho más complejos y estructurales, sobre todo, aquellos emanados de la estructura económica, los intereses en juego y el rol que debía jugar el Perú en este rubro respecto a las lógicas del nuevo capitalismo industrial mercantil en expansión liderado por Inglaterra. Aquí es que se pueden explicar mejor la controversia del debate político peruano de la década de 1820 entre dictadura y democracia, monarquía y república o un régimen parlamentarista y presidencialista, así como entre conservadurismo y liberalismo, poder civil y poder militar, como también entre políticas económicas proteccionistas a la producción nacional o aquellas que apostaban a la apertura económica indiscriminada. Y esta controversia y debate no es una cuestión irrelevante para entender los procesos de trasformación del territorio, las ciudades y la arquitectura de la naciente República. De esto depende el empoderamiento económico de ciertas ciudades o la inanición de otras, así como el engalanamiento de los nuevos ricos con residencias o casas hacienda para exultar poderes reales o ficticios.
Más allá de algunos índices de recuperación de la producción minera al inicio de la década de 1830, la situación de la economía peruana del periodo republicano inicial fue de total estancamiento y retracción en diversos sectores de la actividad productiva y comercial11. Aparte de que la campaña emancipadora había dejado casi toda la infraestructura productiva dañada o destruida (minas saqueadas, cultivos, puentes y caminos destruidos, ingenios azucareros y obrajes destruidos) y se produjo una drástica reducción de la mano de obra reclutada por el caudillaje militar, la ineficacia de las políticas y acciones emprendidas por los gobiernos de turno acentuaron aún más los problemas. El resultado: descenso de la producción agrícola, minera y manufacturera, así como escasez de créditos y la falta de activos por la fuga de capitales junto al éxodo de los españoles. Tal era la crisis y el desorden en el manejo económico de la hacienda pública que el Estado carecía de un presupuesto anual ordenado y previsible. Ello explica, entre otros fenómenos, el hecho de que hasta mediados del siglo XIX el sistema monetario colonial continuara prácticamente vigente como la persistencia de la «casona colonial señorial» como privilegiado tipo edilicio de la elite republicana. En realidad, en diversos aspectos, la política y gestión económica de los primeros años tras la independencia estaban aún impregnadas de una impronta burocrática colonial y los efectos de la reforma económica y territorial del siglo XVIII. Ello porque en los hechos, como sostiene Alfonso Quiroz, la base económica de la naciente república no implicaría una ruptura respecto de la estructura económica colonial, salvo por dos factores de cambio coyuntural: «Por un lado la caída de la producción minera a causa de la descapitalización y destrucción de los soportes técnicos de las minas de Cerro de Pasco, así como la no disponibilidad de préstamos. Y por otro, el agravamiento de la crisis agraria» (1987, p. 205). Esta crisis de la agricultura se produjo entre 1829 y 1839, ante la baja de los precios del azúcar y problemas estructurales de distribución.
El rubro de las exportaciones peruanas durante las primeras décadas de vida republicana es otro ámbito en el que puede observarse la reproducción de los patrones de la estructura económica colonial y, por consiguiente, la continuidad de las lógicas de ordenamiento territorial y funcionamiento del sistema urbano. Las exportaciones peruanas en las primeras dos décadas tenían en la minería casi el 80% del total del volumen exportable. El resto lo constituían productos como la lana, el nitrato de soda, el algodón y las cortezas. Como advierte Heraclio Bonilla, el advenimiento de la República no significó ningún cambio sustancial respecto a la estructura de las exportaciones del Perú colonial, excepto la disminución del volumen exportable. La liberalización, lejos de dinamizar y expandir la actividad productiva y el desarrollo local, «contribuyó de manera decisiva a la fragmentación del espacio económico nacional y agravó la vulnerabilidad de la economía peruana» (1987, p. 290).
Si bien la decadencia de la minería de Potosí, la liberación del comercio y la invasión de productos importados, así como los conflictos entre Perú y Bolivia afectaron la producción artesanal, manufacturera y la economía de la región sur en su conjunto, la situación de Arequipa y el corredor lanero hasta el Cusco experimentaba una importante dinámica económica gracias a su articulación al mercado inglés para la exportación de lana de oveja y camélidos. Ello permitió —como se ha descrito— el surgimiento de una elite sureña, sobre todo entre Arequipa, Cusco y Puno, con una gran capacidad económica, política y necesidad de introducir nuevas señales de modernidad en el ámbito de la producción, los servicios y la vida social misma. Se produjo entonces el gradual surgimiento de nuevos lenguajes y formatos en la arquitectura y el urbanismo peruanos. Las ciudades y la arquitectura urbana y rural (casas hacienda) del sur peruano empezaron a irradiar un nuevo paisaje dotado de cierta modernidad fabril conectada con la impronta cultural y económica de ese contingente extranjero asentado en esta región, así como con las necesidades de la Revolución Industrial y el tránsito acelerado del capitalismo mercantil a uno industrial de libre competencia y expansión global liderada por Inglaterra, Francia y Alemania.
Las estructuras productivas ancladas aún a los viejos sistemas de producción colonial evidenciaron, en las primeras décadas del Estado republicano, una resistencia a las lógicas de la modernidad capitalista y una nueva racionalidad científica técnica. Ello debía implicar la modernización del aparato productivo, la urbanización del territorio y una mayor conciencia sobre los derechos de la sociedad civil, la soberanía popular, la democracia, nación y Estado. Sin embargo, a pesar de dichas resistencias, el proceso de cambio se hizo inevitable: trajo como efecto un lento pero gradual proceso de reestructuración del aparato productivo y el surgimiento consiguiente de una pequeña burguesía urbana comercial-mercantil deslocalizada de Lima. La incipiente modernización de la producción agrícola y ganadera principalmente en el sur, así como en otras regiones del país en menor grado, fue una de las señales de este proceso12.
El urbanismo y la arquitectura de los primeros años de la República significaron el capítulo de cierre de la última fase de prosperidad colonial registrada a fines del siglo XVIII, debido, entre otros factores, al incremento de la explotación de las minas de Cerro de Pasco y Hualgáyoc, además de la expansión de la actividad comercial. En estas circunstancias se construyeron grandes obras de reforma urbana vinculadas al proyecto urbano borbónico en el ámbito del saneamiento, equipamiento urbano y el ornato público, así como las primeras grandes residencias de inspiración versallesca alejadas totalmente del tipo hispánico tradicional de la casa-patio.
Esta última etapa de expansión económica colonial tuvo indudables efectos en la reactivación de la actividad constructiva y la concreción de arquitecturas de gran formato. Un efecto de esta fase tardía de prosperidad y la «criollización» de las remesas hacia España (Quiroz, 1987, p. 205) fue el notable incremento de la importación de bienes suntuarios, así como el desarrollo de aquello que podría denominarse como el último ciclo de «boom inmobiliario» colonial y, con ello, el financiamiento de una serie de obras de indudable dimensión urbana, como la Fortaleza del Real Felipe (1747-1811), la reconstrucción de la Alameda de los Descalzos (1770) y la construcción del Paseo de Aguas (1770-1776), así como el Cuartel de Santa Catalina de Lima (1806-1810), el Cementerio General (1808) o el Colegio de Medicina de San Fernando (1811), entre otras obras. Junto a esta serie edilicia que pretendía reforzar una nueva política de control militar colonial, se produjeron igualmente arquitecturas palaciegas como la de la Casa de Osambela o la Quinta de Presa, todas ellas inferidas de una racionalidad edilicia ilustrada y una impronta neoclásica como una nueva narrativa estilística.
Hasta mediados del siglo XIX la población del Perú mantuvo en gran medida los mismos patrones de composición y distribución territorial que los registrados en los tiempos de la colonia. Paul Gootenberg denomina este hecho como la «inercia regional» que continúa reproduciendo la distribución colonial del territorio hasta 1860 aproximadamente (1995, p. 28). En 1821, el Perú era un país básicamente rural y serrano. La población rural y urbana estimada para dicho año fue de 1 030 363 habitantes (74,88%) y 345 731 (25,12%), respectivamente. En 2021, según las cifras del censo del 2017, la población rural representa apenas el 20,70%, mientras que la población urbana representa el 79,30% (Gootenberg, 1995; Seminario, 2016; INEI, 2018). A 200 años después los porcentajes se han invertido rigurosamente. Este proceso de trasvase socioterritorial urbano/rural empezó a gestarse en los primeros años de vida republicana.
De acuerdo con los datos del censo de 1827 la costa albergaba al 20% de la población. Mientras que en la sierra se encontraba el 77%. La selva contenía al 3% de la población. Los estragos de la guerra independentista, así como la subsiguiente depresión económica que afectó los centros urbanos de la costa hasta casi la mitad del siglo XIX, se tradujo en un descenso de la población costeña y en un incremento en la sierra. En 1850 la población de la costa había descendido al 18%, mientras que en la sierra se produjo un incremento al 80%. La selva con el 2% registró igualmente cierta disminución poblacional (Gootenberg, 1995; Seminario, 2016; INEI, 2018). El ciclo del boom guanero y la consiguiente reactivación económica que se inició en la década de 1840 no solo revirtió esta dinámica demográfica territorial, sino que convirtió a la costa en el principal atractor poblacional en adelante.
Durante el siglo XIX el sistema urbano del Perú mantuvo sus ciudades sin grandes contrastes en tamaño, roles y jerarquías salvo aquellas definidas por la ubicación de las ciudades en la costa, la sierra o la amazonia. Con excepción del conglomerado Lima-Callao, que, desde mediados del siglo XIX, impulsado por el ciclo del boom guanero, empezó a registrar tasas de crecimiento sustantivamente mayores a las del resto de ciudades del país. Entre 1876 y 1940, como se infiere de la data histórica elaborada por Gootenberg, este conglomerado pasó de sumar una población de 159 063 a 645 172 habitantes, 4.5 veces la de 1876. Ello mientras la tasa de expansión de la población total del país lo hacía en 2.3 para este mismo periodo. A finales del siglo XIX, solo cinco ciudades bordeaban los 10 000 habitantes, por lo que el Perú registraba la tasa de urbanización más baja de América Latina (1995, p. 30).
Al finalizar la década de 1830 y ad portas del inicio del boom guanero, el Perú continuaba sumido en un estado de postración. A pesar de algunas iniciativas e intervenciones ejecutadas en el ámbito territorial, urbano y arquitectónico, sus ciudades irradiaban miseria y su extenso territorio parecía menos poblado y activado que en los tiempos de la Colonia. Las ciudades se encontraban, desde Lima hasta Arequipa y Cusco, con graves problemas de saneamiento y bajo el acoso intermitente de epidemias; mientras que su arquitectura debía lucir seguramente desvencijada y sin señales de reconfiguración inmediata.
Si bien el paisaje territorial y urbano de completa desolación que describe Adolphe de Botmiliau, el vicecónsul de Francia en el Perú (1841-1848), no corresponde exactamente al periodo de la República temprana, este es más que un cuadro veraz de la realidad precedente: una imagen tan sombría como la extensión misma de un territorio casi inmóvil desde los primeros años de inicio de la República:
[...] las ciudades, separadas unas de otras por grandes distancias, enterradas en las montañas o perdidas a orillas del océano, pueden difícilmente llevar vida común, Esos grandes centros de población, capitales poderosas de provincias rivales y envidiosas, apenas están unidas entre sí por malas vías de comunicación [...]. Por lo demás, esas ciudades y un radio limitado entorno de ellas, son los únicos puntos habitados en el Perú. El resto del país está desierto, y, salvo algunos grupos de chozas a orillas de los ríos y pueblecitos que no vale la pena nombrar, no se encuentra en el antiguo territorio del imperio de los Incas más habitaciones que las oficinas del correo, aún bastantes escasas, en donde algunos malos caballos bastan más que bien para el servicio del correo y las necesidades de los viajeros (Botmiliau, 1947 [1850], p. 138).
Este cuadro de desolación y decadencia que pinta Botmiliau del paisaje geográfico y la dispersa red urbana del Perú en la década de 1840 no es tan distinto del paisaje interior de una domesticidad privada y familiar de la elite y la plebe, un mundo igualmente atravesado de miseria, desaliento y arquitecturas desvencijadas:
Si se busca con cuidado se encontrará todavía en Lima alguna de esas casas en las cuales la emancipación no ha dejado más huella que la ruina y en donde se perpetúan, con el recuerdo de los virreyes, las costumbres de un mundo desaparecido con ellos. Restos de damasco rojo, último testimonio de la prosperidad perdida y algunas pinturas al fresco reemplazan sobre las paredes agrietadas por los temblores, las ricas tapicerías y los variados adornos que se admiran en otros barrios, menos rebeldes a la invasión del lujo parisien. Algunos malos grabados de santos o de mártires, suspendidos entre espejos con marcos desdorados, algunas sillas que se remontan al tiempo del virrey Amat, una mesa redonda sobre la cual se balancea una vieja linterna de hojalata, tal es el mobiliario del salón, cuyas ventanas, a falta de vidrios, están provistas de barrotes de madera y protegidas por gruesas persianas que se cierran todas las noches. Nada más modesto que esas mansiones, últimos santuarios de la sociedad limeña anterior a la independencia. Y, sin embargo, el orgullo de los antiguos conquistadores aparece todavía en la fría dignidad con que sus moradores soportan su miseria (Botmiliau, 1947, pp. 185-186).
No obstante, la miseria extendida de los primeros tiempos de la República, la pervivencia de un casi inalterado imaginario colectivo colonial en las elites y la plebe, le hace pensar a Botmiliau, que la sociedad, las costumbres y el paisaje peruano se encontraban en total contraste con la época de cambios que presumiblemente implicaba la República:
Todo conserva el sello de un pasado que está en formal desacuerdo con la nueva situación en que se hallan las colonias emancipadas por Bolívar. Semi-española, semi-indígena, la civilización peruana es un pintoresco anacronismo que parece condenar a la esterilidad todas las tentativas de renovación política de que tan a menudo fué teatro el antiguo imperio de los Incas (1947, p. 182).
Era evidente que, si bien los rasgos estructurales del territorio y las ciudades del Perú de los primeros años de vida republicana registraban este sombrío panorama descrito por Botmiliau, podían existir algunos casos de ciudades un poco más festivas. No todas las ciudades se encontraban, ciertamente, sumidas en total abandono y sin vida activa. Archibald Smith en su Peru as It Is (1839)13 no escatima elogios a la ciudad de Tarma como un lugar que irradia todo lo bueno que debía tener una ciudad saludable. Durante uno de sus viajes a Huánuco la describe como una ciudad de buen clima tanto convertida en:
El lugar de recreo favorito de las personas enfermizas de diversos lugares, especialmente Lima, y el asiento minero de Yauli, con su riguroso clima, de donde los mineros reumáticos, cuando sus aguas termales ni pueden curarlos, concurren en masa a la Estrada o al baile y a la tertulia de los radiantes tarmeños (Smith, 2019 [1839], p. 146).
La descripción de la ciudad se complementa con un retrato social de esta Tarma festiva:
Todos sus pacíficos habitantes son agricultores, y casi todas las familias residentes emigran en la época de cosecha a pequeñas fincas en la vecindad de este lindo pueblo serrano, que es considerado uno de los más agradables y civilizados en toda la sierra, y donde las clases superiores incluso en las ciudades provincianas de la costa, desean adoptar los modales de la capital como normal (2019, p. 146).
Más allá de constatar los diferentes estadios de desarrollo o atraso de una u otra ciudad en la base estructural de estas no se registra casi ningún cambio morfológico significativo durante la República temprana: el perfil e imagen urbana de la mayoría de ellas seguía siendo el mismo que su referente colonial, solo que esta vez en un estado mayor de deterioro, desolación y abandono, como lo confirman al unísono todas las descripciones de Lima y otras ciudades registradas por los viajeros de la época, desde Alexander von Humboldt, Robert Proctor, Archibald Smith hasta Karl von Scherzer, así como Gabriel Lafond de Lurcy, Mauricio Rugendas, Léonce Angrand y el propio Adolphe de Botmiliau, entre muchos otros. Pero lo que estaba en trance de modificación casi imperceptible es el dominio de los comportamientos sociales y el desarrollo de una nueva relación entre sociedad y ciudad. Este fue el objetivo de los diversos reglamentos de policía o nuevos padrones cívicos emitidos en este periodo desde el «reglamento» del 1° de setiembre de 1823 para normar el «aseo y ornato de sus calles»14, o los reglamentos de policía de 1825 y 1839, hasta el Reglamento para la formación de los registros de los habitantes y de los ciudadanos de la República, del 19 de setiembre de 1860. Quedaba claro que la naciente República aspiraba a instaurar una nueva cultura del habitar la ciudad y convivencia urbana basada en el orden, la limpieza y el ornato. Además, la búsqueda de este nuevo orden urbano y social implicó la reorganización política administrativa del control y administración de las ciudades.
La instauración de la República no implicó, en definitiva, durante el siglo XIX, la modificación estructural del sistema urbano nacional, hecho que recién empezó a producirse especialmente a partir de la segunda mitad del siglo XX. Ni la época de la «prosperidad falaz» y el derroche económico de la época del boom guanero provocaron una alteración dramática en el patrón de crecimiento poblacional de la ciudad de Lima.
1 | Plaza Mayor de Lima. Portal de Botoneros (izquierda) y Portal de Escribanos (el frente)
Dibujo de Leonce Angrand (1838, 17 de mayo). Fuente: Angrand, 1972, p. 69.
2 | Plaza San Francisco, Cusco
Dibujo de Johann Moritz Rugendas (s.f., entre 1842-1845). Fuente: Rugendas, 1975, p. 225.
Ciudad y arquitectura de la república incierta
Al momento de la gesta independentista de sus colonias en América, España era ya una potencia de segundo orden y su capacidad de defensa de los territorios de ultramar se encontraba erosionada. Si España, debilitada y sin poderío militar, ya no podía defenderse ni siquiera a sí misma, como lo prueba la invasión napoleónica entre 1808 y 1814, menos podía detener las fuerzas liberadoras de la emancipación y liberación del yugo colonial.
El Perú y Lima fueron literalmente el último bastión, como lo fue la fortaleza del Real Felipe, del poder colonial de España en América. De ahí la violencia extrema y la extorsión permanente de toda su población para detener cualquier intento de emancipación como estaba ocurriendo ya en Colombia, Argentina y Chile. Por estas razones, los liberadores sabían de una población desmovilizada y sin voluntad general de independencia, pero también sabían que, si no se liberaba al Perú del yugo español, no había la posibilidad de garantizar la independencia plena de los otros países de la región.
El esplendor de la arquitectura y el urbanismo colonial del siglo XVIII había sido promovido y sostenido por la nobleza peninsular y americana concentrada en Lima, la ciudad que registraba el mayor número de títulos nobiliarios de América. La coherencia y convicción de esa arquitectura y urbanismo solo podía ser el reflejo de una clase unida, sin fisuras, y de un fuerte pacto colonial, no replicable en otros espacios. Como sostiene Alberto Flores Galindo:
La aristocracia colonial —sin negar las diferencias internas que se manifestaban, por ejemplo, al momento de elegir a los priores del tribunal del consulado— fue un edificio liso, sin resquebrajaduras importantes, a pesar de todas las convulsiones sociales de esos años [1780-1810-1821] (1987a, p. 130).
Con la derrota de España esta elite desapareció completamente, salvo algunos aristócratas liberales que se quedaron en el Perú, como el Conde de la Vega del Rhen, José de Torre Tagle o el Marqués de Valle Umbroso. El colapso súbito de esta clase dejó un espacio vacío, cuya reestructuración recién empezó a perfilarse a partir de mitad del siglo XIX con el origen de una burguesía comercial, industrial, liberal republicana y liderada, entre otros, por Manuel Pardo y Lavalle. Solo a partir de estas circunstancias y momento histórico es que aquella balbuceante, por no decir inexistente, arquitectura y urbanismo republicano recién empezó a estructurarse como voluntad y expresión de un proyecto nacional.
El régimen de la naciente República podía considerarse como precapitalista, premoderno, eurocéntrico y racializado. Una República social y espacialmente fragmentada y discriminada, de múltiples intereses contrapuestos, territorialmente desarticulada, así como de diferencias étnicas y tradiciones prehispánicas y coloniales en conflicto, con todo lo que ello significa en términos de diferencias regionales entre el norte, centro y sur del Perú. Con estas características se hizo ciertamente imposible construir desde el inicio de la República un «edificio» republicano de perfil reconocido y consistente. Lo que tampoco significa que precisamente por este hecho las ciudades, el urbanismo y la arquitectura de estos primeros años de vida republicana no expresen —en su decadencia previsible o en su potencialidad ideológica respecto al futuro— el sentido conflictivo de la promesa republicana convertido en proyecto por construir.
En plena guerra y miseria total, la única función y valor posibles de la arquitectura y la ciudad es la de ser un botín militar o recompensa económica. Más allá de algunas referencias genéricas, los temas del urbanismo y la arquitectura no formaron parte ni son tomados en cuenta —como contenido e imagen de futuro— en el «proyecto republicano» enarbolado por los próceres de la independencia y de quienes tuvieron a su cargo liderar los gobiernos de la naciente República, por lo menos durante el periodo inicial de 1821-1840.
En medio de los desencuentros entre José de San Martín y Simón Bolívar, y de una guerra entre realistas y patriotas, que se saldó definitivamente recién en 1824 con la Batalla de Ayacucho, así como en un contexto de profunda postración económica, guerras civiles y un periodo turbulento de pugnas entre monárquicos constitucionalistas, conservadores y liberales, junto a las ambiciones domésticas de una sucesión de caudillos militares, lo que menos podía interesar, seguramente, era el perfilamiento y la reivindicación de un nuevo proyecto urbano y arquitectónico para la naciente república15. La República no se había creado para ello, al menos como tarea prioritaria, si es que se piensa que toda alusión a la arquitectura y el urbanismo se reduce apenas a una dimensión banal de lo bello, el lujo o la ornamentación urbana del poder. Desde el primer día, aun en su omisión explícita, la naciente República tomó, a partir de 1821, una serie de decisiones dirigidas a transformar en algún sentido —a través de la reutilización de las preexistencias o la construcción de las pocas obras nuevas— las formas de producir y percibir la arquitectura, la ciudad y el territorio.
La revolución emancipadora no significó, en verdad, ninguna revolución en la estructura, función y significado de la arquitectura y la ciudad. No era posible tal hecho y menos por la naturaleza e intereses en pugna de gran parte de la elite peruana que convirtió la lucha emancipadora —a diferencia de lo ocurrido en Argentina, Colombia y Chile— en una causa enarbolada sin más convicción que un cambio del statu quo para no cambiar. Por lo menos hasta mediados del siglo XIX, el Perú seguía siendo ese cuerpo colonial vestido de traje republicano al que siempre aludía Jorge Basadre. Este era un destino casi previsible. Al no haber sido la independencia producto de una profunda revolución social, hecho que debería haberse traducido en una República de indios o mestizos, lo que sobrevino fue un régimen de una total precariedad estructural e institucional, en el que la única certeza fue la persistencia de las formas y contenidos del antiguo régimen colonial. Como sostiene Pablo Macera:
El vacío del poder producido por la independencia política resultó demasiado grande para las elites criollas, fragmentadas en grupos adversarios irreconciliables y empobrecidas desde mediados del siglo XVIII [...]. Los indios continuaron bajo un régimen servil durante todo el siglo XIX y aún después. La esclavitud negra fue mantenida hasta mediados del siglo XIX para ser remplazada por la dura trata de chinos. Las bajas clases medias y los sectores populares urbanos debieron resignarse a ser una clientela patrocinada por la reducida elite de criollos que juraron la república sin abjurar de la conquista (1978, pp. 179-182).
La otra parte de la elite criolla, la que se hizo como un apéndice sumiso de la nobleza española, no solo siempre se opuso a la independencia, sino que siempre apostó por mantener el orden virreinal. La sentencia de Jorge Basadre es concluyente:
Cabe decir que, por causas complejas, el Perú jugó desde 1810 la carta de España y que aun después de 1821, muchos peruanos la jugaron. No fue ella la que ganó la partida. Por eso, el país que había sido el más prominente de América del Sur antes de la llegada de los españoles, entró a la vida independiente rodeado de condiciones desfavorables y tuvo, en el siglo XIX, el más infortunado de su maravillosa historia. El precio de la intervención colombiana en la guerra de la independencia fue la separación del Alto Perú, la pérdida de Guayaquil, la guerra de 1829 que, a su vez, significó el primer contraste militar y la amenaza sobre Tumbes, Jaén y Maynas (2005, I, p. 106).
La ausencia de una auténtica energía utópica republicana, liderada desde dentro del país —como había sucedido con muchos próceres americanos, entre ellos, Francisco Miranda, dotado de un notable conocimiento de la arquitectura y el urbanismo— tampoco pudo esbozar siquiera los perfiles de un nuevo paisaje republicano para sus ciudades, hecho que recién empezó a perfilarse a mediados del siglo XIX.
Los primeros años de vida republicana no estaban hechos para emprender nuevas construcciones ni instaurar una nueva narrativa intersubjetiva en términos de arquitectura y urbanismo. Pero no solo por las complejidades y contradicciones surgidas en torno al sentido mismo de la independencia y posterior campaña para concretarla, sino por la total bancarrota económica y postración en la que se encontraba el país, que hizo imposible o extremadamente difícil cualquier nuevo emprendimiento de desarrollo. El paisaje de miseria y desaliento generalizado de los primeros años del Perú poscolonial se había constituido en una piel viva a vista de todos. El testimonio de Hiram Paulding, marino norteamericano que había estado en el Perú antes en 1820 y de retorno en 1824 para entregar un despacho a Simón Bolívar, describe este paisaje sin subterfugios:
En el mes de mayo de 1824 fondeó nuestra fragata en el puerto del Callao, y aunque habían transcurrido cuatro años desde mi primer arribo á este punto, no parecía haber habido mudanza alguna en todo cuanto podía alcanzar la vista. Todo presentaba el mismo sombrío y lúgubre aspecto de siempre. El desierto arenoso, las paredes de barro, y los cobertizos oscuros de paja, de que se componen las casas de la miserable población, son á la verdad objetos que solo pueden inspirar sentimientos melancólicos (1835, p. 5)16.
Para Paulding el Perú de entonces parecía no tener esperanzas:
Todas las fuentes de las rentas publicas fueron cegadas: el poco comercio que quedaba, estaba en manos de extranjeros, quienes protejidos algún tanto por su carácter de neutralidad, se aprovechaban de la calamidad de los tiempos. Era tal el estado de cosas, que cualquier cambio que hubiese apenas podía esperarse que fuese peor (1835, p. 9).
En medio de la penuria generalizada y el estado de incertidumbre sobre el futuro del proyecto republicano, es probable que otro de los factores que influyeron en la ausencia de un interés por pensar este proyecto, también en términos de transformación del territorio y las ciudades, tiene que ver con aquello que Jorge Basadre señala como la falta de una «conciencia espacial» en el discurso y actitud de nuestros próceres de la independencia, a diferencia de personajes como Simón Bolívar o Andrés de Santa Cruz:
Los hombres que fundaron la República fueron generosos, idealistas y patriotas; pero les faltó tener una conciencia plena del Perú en el espacio y en el tiempo. No tuvieron una conciencia plena del Perú en el espacio, porque solo en 1829 quedaron estabilizados los límites en el norte; y, todavía, durante muchos años (hasta 1842) no quedaron fijos los límites por el sur y porque solo en 1851 se firmó un tratado incompleto con el Brasil, mientras quedaba sin deslinde definitivo hasta el siglo XX el resto de esa frontera y totalmente sin demarcación las de Colombia, Ecuador y Bolivia (2005, I, p. 222).
No obstante este estado de cosas y la serie de factores que incidieron en el accionar y la toma de decisiones por parte de las primeras jefaturas o gobierno de la República, los temas de la ciudad y la construcción no fueron ajenas —por presencia o ausencia— a la narrativa formulada desde el poder, la elite y la plebe. En esta dinámica es que se produjeron una serie de expresiones que, pese a no concretarse, configuraron de algún modo el desarrollo posterior de la arquitectura y el urbanismo republicano durante la segunda mitad del siglo XIX y, específicamente, a partir de la etapa de «Restauración» surgida tras la liquidación de la Confederación Perú-Boliviana en 1839. Esta situación coincide, asimismo, con el inicio de lo que la historia económica del país califica como el primer gran ciclo de expansión económica de la República: el periodo del boom de la explotación del guano de islas.
Cuando el sábado 28 de julio de 1821, ante una multitud expectante, José de San Martín, declamaba en la Plaza Mayor, las plazuelas de la Merced y Los Descalzos la proclama de la independencia del Perú, seguro que quedaba ya muy distante el resplandor de novedad irradiado por la Quinta de Presa que Pedro Carrillo de Albornoz y Bravo de Lagunas se hizo construir (1786-1798) como una primera evocación limeña del Petit Trianon, el pabellón de cuatro fachadas construido por Luis XV con vista a un sector del jardín del Palacio de Versalles, donde el refinamiento rococó francés se compone de una composición neoclásica conectada con la atmosfera campestre del rededor. La Quinta de Presa aspiraba a representar —en su perspectiva rotacional, la transparencia interior/exterior y la disolución del «patio» en una antesala abierta al exterior e interior— una especie de recusación enfática a la hispánica casona con patio.
En circunstancias en las que Lima se debatía entre los fuegos del ejército del Libertador y el ejercicio realista al servicio de la corona española, el barroquismo exuberante de casonas como la de José de la Torre Tagle, terminada de construir por sus antepasados en 1735, o casonas como la de Martín de Osambela, construida entre 1798-1808 como un híbrido entre la casona colonial tardía y una fachada de reminiscencias barrocas y neoclásicas, seguían constituyendo la señal omnipresente de una elite limeña que evocaba la tradición como un mundo inmutable. Ello no obstante que Matías Maestro (1766-1835) ya había empezado a reconfigurar el paisaje de la ciudad, con señales de una abierta codificación neoclásica, en algunos espacios emblemáticos como el Cementerio General (1808), el Colegio de Medicina de San Fernando (1811) o portadas mayores como la de la Catedral y de las iglesias más importantes de Lima, en los que la voluntad de instaurar un nuevo orden compositivo, de una estética limpia y directa, pudiera transmitir los ideales de un paisaje de la razón ilustrada y la secularización de lo sagrado.
La Lima de las dos primeras décadas del siglo XIX, en medio de una creciente decadencia y los ecos de un virreinato en convulsión continua, no estaba para procesar y convertir en cuestión pública la controversia estilística y los cambios en la ciudad. Alexander von Humboldt, en una carta del 18 de enero de 1803, remitida a Ignacio Checa, gobernador de la provincia de Jaén de Bracamoros, describe la sociedad y el paisaje urbano de la Lima de entonces como una completa decepción por su aridez, suciedad, carencia de vida cultural y una elite social ocupada más en los juegos, a pesar de estar completamente arruinada. Para Humboldt, Lima, era un «castillo de naipes» y un lugar que «está más alejada del Perú que de Londres» y el «último lugar de América en el que nadie quisiera vivir»17.
3 | República temprana. Interiores domésticos
Este paisaje de decadencia y miseria parecía no ser solo una imagen del mundo urbano exterior. Si bien el universo doméstico de la elite peruana podía conservar cierta prestancia y decoro, la situación de la arquitectura institucional desde su espacialidad interior reflejaba igualmente ese generalizado estado de ruina y pesadumbre en el que tuvo que funcionar la naciente República. Esta era la situación de uno de los nominalmente más representativos edificios de un país, la casa de gobierno, con la que se encontró en 1823, Robert Proctor, un viajero inglés de visita entonces por Lima. La casa de gobierno le produjo una impresión desagradable y de desdicha, por su aspecto de mercado de tiendas ruines en el primer piso y una deteriorada magnificencia18. Esta Lima poscolonial no solo no había cambiado ese paisaje de decadencia al que todos los viajeros al unísono hacen referencia, sino, por el contrario, se encontraba totalmente sumida en la ruina y el desaliento generalizado.
En medio de este paisaje gris y ciudad en zozobra constante, las «quintas» o casas de haciendas, que entonces representaban arquitecturas menos ortodoxas y sometidas a la tradición, probablemente eran los únicos espacios de vida proactiva. La quinta de la Magdalena, ocupada por el virrey Joaquín de la Pezuela (1816-1821) y luego residencia de José de San Martín (1821-1822) y Simón Bolívar (1823-1826), así como la casa hacienda Punchauca, donde se produjo la célebre entrevista entre el general José de San Martín y el último virrey José de la Serna para intentar sellar en definitiva la independencia del Perú, parecían artefactos menos ortodoxos y más liberados de los rigores de una composición preestablecida y sometida a la tradición hispánica. En medio de un valle y los campos de cultivo, estas quintas y casas haciendas marcaban los acentos de un paisaje que en ese momento reflejaba un solo matiz: abandono, esclavitud y miseria que llamaba la impresión de los forasteros de entonces.
Cuando se declaró la independencia del Perú es probable que en la base de los dilemas que acosaron a los peruanos, sobre todo a la elite criolla, entre su apego a la corona española y la causa realista o integrarse a la causa patriota y luchar por la independencia; entre optar por una monarquía constitucional o una república de pleno derecho, entre otras disyuntivas, también estaba en juego la aspiración a continuar con las reformas de la ciudad emprendidas en la última parte del siglo XVIII en ciudades como Lima, Arequipa y otras importantes. Reformas que la elite criolla ilustrada de la Sociedad Amantes del País del Mercurio Peruano (1791-1796) había coadyuvado a difundir y, esta vez, con Hipólito Unanue participando en la jefatura republicana, aspiraban a concretar. El advenimiento de una vida menos clerical y más profana, rodeada de libertad y disfrute colectivo, había ya conseguido instituirse como los códigos de una ciudad ilustrada y «moderna». Este era el sentido de espacios como la Alameda de Los Descalzos, el Paseo de Aguas o la Alameda de Acho en Lima, o la Alameda de La Chimba en Arequipa, la Alameda de Ayacucho. Estas actuaciones, junto con obras de saneamiento y mejor administración urbana, y el surgimiento de una nueva estética menos densa e introvertida, como la de la arquitectura hispánica, se hicieron potencial demanda republicana.
Es probable que estos temas no aparecieran explícitamente en el debate político y cultural como parte de la lucha emancipadora. Como es probable que al respecto se haya producido un consenso establecido, como había ocurrido frente a una serie de medidas emprendidas por el cabildo en temas de limpieza, seguridad y nuevas construcciones. Sin embargo, es posible también que, entre la aristocracia local de origen español, la nobleza criolla, la clase media y plebe criolla se hayan producido matices inadvertidos. En cualquiera de los casos, el arribo del Ejército Libertador al Perú se produjo en medio de un ambiente nacional jalonado aún por dos sucesos concatenados: por un lado, los ecos de una serie de rebeliones antimonárquicas y antilimeñas, como las producidas entre 1811 y 1815 en Tacna, Huamanga, Tarma, Huánuco y Arequipa, siendo la más importante, por su extensión y trascendencia, la rebelión antihispánica liderada en el Cusco por los hermanos Angulo, José Gabriel Béjar y Mateo García Pumacahua. Y, por otro lado, el ambiente de desmovilización generada por la represión y contraofensiva española para desactivar los focos insurreccionales y recuperar los territorios rebeldes en Venezuela y Colombia como parte de la restauración absolutista de Fernando VII en España.
En este contexto el debate público se hizo soterrado entre monárquicos y republicanos, o entre separatistas y patriotas, así como entre quienes optaban por posturas intermedias o reformistas del cambio sin cambio. Como sostiene Peter Klarén, liberales como José Baquíjano, Hipólito Unanue, Manuel Lorenzo Vidaurre, Francisco Javier Luna Pizarro y otros, «[e]ran reformistas y constitucionalistas, no separatistas o revolucionarios» (2004, p. 166). Algunos de ellos, ante la hora de las definiciones, como Faustino Sánchez Carrión, optaron por la causa patriota y un abierto apoyo a la causa republicana sin ningún tipo de tutela monárquica.
Las primeras medidas que adoptaron José de San Martín y Simón Bolívar con implicancias directas e indirectas en materia de territorio, urbanismo y arquitectura se produjeron en un contexto donde la traición, la deslealtad y el cambio de bando de un extremo a otro entre los miembros prominentes —incluyendo a los dos presidentes José de la Torre Tagle y José de la Riva Agüero— había adquirido una patética normalidad. Por ello, cuando José de San Martín ingresó a Lima la noche del 12 de julio en el tramo final de su campaña libertadora, ni él mismo sabía en qué concluiría esta gesta, habida cuenta de las disensiones o el desaliento locales y la presión ejercida desde el norte por la campaña y figura de Simón Bolívar. Pero es posible que en este escenario el único que sí sabía qué hacer fuera el polémico y perspicaz Bernardo Monteagudo. No solo había acompañado a San Martín en su campaña del sur, sino que también se quedó en el Perú al lado de Simón Bolívar para conceptuar y hacer efectivas, hasta donde fuera posible, las primeras iniciativas de transformación republicana de la ciudad y la arquitectura.
Este es el inicio y el contexto de un periodo fundacional de la arquitectura y el urbanismo republicanos que se hizo patente por actuación u omisión a través de los diversos gobiernos que se sucedieron desde el «Protectorado» de José de San Martín (1821-1822), la «Jefatura Suprema» de Simón Bolívar (1824-1826), hasta el gobierno de Andrés de Santa Cruz como el «Protector Supremo» de la Confederación Perú-Boliviana (1836-1839), contando en medio con una seguidilla de personajes investidos como «presidentes» del país, cada quien con un periodo de ejercicio más breve que el anterior y bajo diversas condiciones: como «supremos delegados», «jefe interino», «encargados del despacho», «presidente del consejo de gobierno», «presidente provisorio» o «presidente constitucional». Desde la jefatura de Francisco Javier de Luna Pizarro (1822) como presidente del Congreso Constituyente hasta Agustín Gamarra Messía (1838-1841) como presidente provisorio y luego constitucional, la relación es extensa como reveladora de la profunda inestabilidad y fragmentación política de los primeros años de vida republicana. La «arquitectura» de la República temprana resultaba tan precaria o casi inexistente como la arquitectura y el urbanismo enunciados, apenas como ideal difuso e impracticable —cuando ocurrió tal cosa—, en contados episodios de nuestra República temprana. Aquí la ausencia es el mensaje por dilucidar.
1.2. Ciudad, urbanismo y arquitectura. Entre el Protectorado, la dictadura y el caudillaje militar
El Protectorado de José de San Martín. La arquitectura y urbanismo imaginado (1821-1822)
En el dominio de los espejismos, la arquitectura efímera puede resultar a veces más elocuente y sugestiva como alegato y símbolo de poder que aquella arquitectura construida de pregnancia visual opaca y de signos a veces indescifrables. Probablemente esta disyuntiva, como la apuesta por el dominio de lo fantasmagórico, estuvo presente entre quienes durante nuestra República temprana se encargaron de producir y distribuir los símbolos del nuevo poder y el ideal republicano. En un contexto de empobrecimiento extensivo la segunda alternativa, la de producir una obra perdurable, constituía una completa quimera.
En las difíciles circunstancias de los primeros días y meses de la declaratoria de la independencia, en un contexto de economía de guerra y una campaña militar aún no culminada con el ejército realista, podía resultar hasta temerario o irresponsable por parte de José de San Martín y su plana mayor plantearse un plan de obras públicas para transformar la ciudad de Lima u otras ya emancipadas. Sin embargo, tanto él como Bernardo Monteagudo conocían perfectamente el valor simbólico y pedagógico de la arquitectura y el urbanismo monumental, aunque sea de carácter efímero y evocador. El dilema estaba servido. El gobierno del Protectorado sanmartiniano, con Bernardo Monteagudo al mando del ejecutivo como el principal operador ideológico del Libertador, optó por la operación menos onerosa y más efectiva en las circunstancias descritas: retirar todos los emblemas que aludieran a la monarquía española y al régimen colonial, así como renombrar y resignificar los nombres de calles, plazas y otros espacios emblemáticos de la ciudad19.
En términos de «guerra psicológica» y captura del dominio de los imaginarios del pueblo, «la política de símbolos del general San Martín comenzó antes de su entrada a Lima» (Ortemberg, 2014, p. 229). Desde su desembarco en la bahía de Paracas, el 8 de setiembre de 1820, el diseño de la campaña de propaganda implicaba la construcción de un universo simbólico, complejo y diverso, que incluía mensajes textuales hasta alegóricos de un alto contenido alegórico como es el caso de la creación de la bandera y otros símbolos patrios, así como la elección de algo absolutamente primario y seminal: el «color oficial» rojo y blanco que debe identificar a todo un país transformado en república. En este caso la producción de impresos, actos e imágenes adquirieron el sentido de un potente dispositivo ideológico de persuasión simbólica en pro de la causa emancipadora.
Más allá de la asimilación del formato y estructura de los rituales del poder monárquico-colonial para la ejecución de todos los actos públicos del Protectorado sanmartiniano, al que luego se incorporarían enunciados y acciones en términos de arquitectura y el urbanismo, el primer gran acto público fue sin duda la declaratoria de la independencia. En función de la puesta en escena, la coreografía social con arquitectura y urbanismo efímeros instalados, tal evento histórico fue indiscutiblemente el primer acto performático en el que se sentarían las bases de una narrativa simbólica tan contundente como ambivalente, no solo en términos de la adopción casi empática de las formas monárquico-cortesanas de los rituales y fiestas del poder, sino también en los modos de producción y distribución de imágenes y símbolos desde la autoridad hacia la plebe. Sobre el evento, Pablo Ortemberg señala lo siguiente: «La proclamación de la independencia, el sábado 28 de julio, fue un importante golpe de teatro que San Martín juzgó imprescindible llevar a cabo para sellar su alianza con la elite limeña, pues había prometido respetar todos los privilegios. Sin duda cada detalle fue pensado» (2014, p. 237).
Ortemberg precisa aún más el juego de roles y espacios: «El ritual se ajustó al código virreinal de las fiestas de tabla, pero con el general San Martín como jefe supremo en reemplazo del virrey. Aún no se sabía qué tipo de autoridad iría a encarnar» (2014, p. 243). Con ello se logró el efecto esperado: «la “continuidad” del ritual tradicional de continuidad permitió que la elite limeña pudiera exorcizar su miedo a la anarquía y a la sublevación de esclavos o de la “tumultuosa plebe”» (p. 248).
Si bien el diseño y el acto tuvieron un propósito preciso, ganar legitimidad de la causa entre una elite limeña raigalmente cortesana que, en ese entonces, estaba más preocupada en evitar el levantamiento de la población esclava e indígena que cercaba a Lima, el diseño del acto mismo se enmarca en una estrategia de producción simbólica mayor. La idea de comprometer lo más rápido posible a la población con la causa emancipadora pasaba necesariamente por la activación de un dispositivo de producción simbólica multisensorial que comprendiera todos los dominios de la subjetividad colectiva, desde lo visual hasta lo auditivo y lo háptico. Este es el rol que cumplieron la aparición de una serie de nuevos colores, objetos y sonidos, desde la creación de los símbolos patrios hasta el perfil de nuevas arquitecturas (aunque al principio fueran efímeras) pasando por nuevas locuciones y canciones de contenido republicano.
En medio del inicio de una campaña militar y una situación política y militar incierta, resultaría un sinsentido absoluto siquiera pensar que, durante los apenas cerca de dos años del ejercicio del poder por parte de José San Martín, desde que desembarcara en la bahía de Paracas, pudiera haber edificado alguna obra significativa en términos de arquitectura y urbanismo. Era imposible. Lo que no significa que la arquitectura y la ciudad que aspiraba a edificar no fuera enunciada a través de una serie de medidas todas ellas enmarcadas en su estrategia de producción simbólica y un ritual del poder alimentados de un ambivalente encuentro entre tradición cortesana y reforma republicana. Baste recordar que por decisión de San Martín y su Estatuto Provisional se mantuvo vigente durante el gobierno provisorio el orden jurídico colonial.
En términos de arquitectura, urbanismo y territorio, lo propuesto o ejecutado por la jefatura de San Martín, desde el día del desembarco (20 de agosto de 1820) hasta la instauración y el final de su Protectorado (3 de agosto de 1821- 20 de setiembre de 1822), comprende una serie de medidas, la mayoría de las cuales no alcanzaron siquiera su desarrollo proyectual y comprensiblemente menos su construcción. Sin embargo, pese a la brevedad del tiempo, es posible reconocer que especialmente durante el Protectorado, San Martín impulsó una serie de iniciativas tendientes a perennizar alguna huella de cambios en el escenario urbano y la escala territorial, pero sin dejar de lado esa ambigua actitud de «continuidad selectiva» (Ortemberg, 2014, p. 250). Las medidas adoptadas pueden agruparse en las siguientes:
Reconfiguración de la organización del territorio en función de una nueva organización político-administrativa supeditada a los requerimientos de la campaña emancipadora.
Destrucción o reemplazo de todos los símbolos de la monarquía española y su sustitución por placas con escritos en los que debía consignarse explícitamente «Lima independiente».
Rebautizamiento de pueblos, edificios, espacios públicos y otros símbolos con nombres y títulos de significado republicano. La Plaza Mayor, en 1822, fue rebautizada como Plaza de la Independencia.
Proyectos de instalación de monumentos, esculturas ecuestres y otros elementos en honor a la gesta emancipadora y a José de San Martín.
Refuncionalización de edificios coloniales preexistentes para usos como la Biblioteca Nacional o el Museo Nacional y otros equipamientos de la naciente república.
Proyectos de reforma urbana.
Aún en medio de plena campaña militar antes de su ingreso a Lima, San Martín decretó una serie de medidas de gran impacto en la reconfiguración territorial y la administración política de este. Tal es el caso del «Reglamento Provisional de demarcación del territorio que actualmente ocupa el Ejercito Libertador del Perú», decretado el 12 de febrero de 1821. Aquí se establecen las primeras bases de una nueva división político-administrativa del Perú republicano que, si bien obedeció a las urgencias de la campaña militar y registraría cambios posteriores, mantuvo en muchos casos parte de su estructura. El reglamento dispuso entre sus veinte artículos, medidas como:
1 El territorio que actualmente se halla bajo la protección del Ejército Libertador, se dividirá en cuatro departamentos, comprendidos en estos términos: los partidos del Cercado, de Trujillo, Lambayeque, Piura, Cajamarca, Huamachuco, Pataz y Chachapoyas, formarán el departamento de Trujillo con las doctrinas de su dependencia: los de Tarma, Jauja, Huancayo y Pasco, formarán el departamento de Tarma: los de Huaylas, Cajatambo, Conchucos, Huamalies y Huanuco, formarán el departamento de Huaylas: los de Santa, Chancay y Canta, formarán el departamento denominado de la Costa.
2 Cada sección de estas, habrá un presidente de departamento: la residencia de los dos primeros será en Trujillo, y Tarma; la del tercero en Huaraz, y la del cuarto en Huaura (Oviedo, 1861, I, p. 8).
Si bien el general José de San Martín en los primeros días de su Protectorado tenía preocupaciones más complejas que dedicarse a prefigurar un nuevo mundo urbano, sí acompañó con su firma a quien parecía estar plenamente convencido no solo del poder persuasivo de la imagen y los símbolos en el imaginario popular, sino de lo que la naciente república debía proponer en términos de la configuración de una ciudad republicana: Bernardo Monteagudo (1789-1825), argentino, abogado, periodista, político y militar, hombre de confianza e influyente asesor del Libertador. Tras la declaratoria de la independencia fue designado ministro de Guerra y Marina y luego, ministro de Gobierno y Relaciones Exteriores. Desde estas funciones, Monteagudo fue quien estuvo detrás de las primeras iniciativas adoptadas por el Protectorado de José de San Martín en materia de reforma urbana, arquitectura y arte urbano.
Monteagudo fue, como ya se advirtió, un auténtico «operador ideológico», que depositó en la propaganda y el poder de los nuevos símbolos de la República la garantía de pervivencia y apoyo de la población. Como sostiene Carmen Mc Evoy, el trabajo de Monteagudo aspiraba a ganar rápidamente el apoyo popular a la causa de la independencia toda vez que se sabía que el triunfo definitivo no era una cuestión exclusivamente militar, sino también de una guerra ideológica y simbólica (2013, pp. 45-46). Para Monteagudo, los nuevos símbolos del republicanismo debían de sustituir con fuerza figurativa a aquellos símbolos de la ciudad y del imaginario colonial dominados por la iglesia y el poder imperial español. No obstante, su apuesta por un régimen monárquico constitucional, su visión de ciudad y propuesta estaba impregnada en parte por los fundamentos del debate sobre la ciudad y el arte urbano correspondientes a una racionalidad ilustrada, emancipadora, laica y anticlerical, todo ello investido de esas nuevas lógicas de severidad, limpieza y orden recreadas por el neoclasicismo (monumental y doméstico) adoptado como el estilo oficial de la apuesta republicana20.
4 | Plano de Lima. Levantado por el S. D. Matías Maestro y Gregorio de la Rosa (ca. 1830)
Se trata del primer plano republicano de Lima en el que se encuentran registradas las huellas de las primeras intervenciones urbanas realizadas por la República temprana. Encontrado en la Biblioteca Nacional del Perú por Leonardo Mattos-Cárdenas (1982). Fuente: Mattos-Cárdenas, 2004, p. 214.
Ante la urgencia de ampliar la base social de apoyo a la causa emancipadora y la imposibilidad práctica de acometer la ejecución de proyectos ambiciosos, San Martín y Monteagudo apostaron, en primera instancia, por su estrategia de reconfiguración simbólica del imaginario popular, a través de la sustitución inmediata de una serie de símbolos, emblemas, alocuciones y denominaciones de espacios emblemáticos de las ciudades del país.
Como parte de esta estrategia de legitimación real y simbólica del nuevo régimen se produjo, por consiguiente, el rebautizo imperativo de todos aquellos edificios identificados con el poder monárquico colonial ocupados o capturados recurriendo a nombres que, como sostiene Pablo Ortemberg, fusionaban el «incaísmo lírico» (2014, p. 233) encarnado en ciertas proclamas de San Martín y Monteagudo con el afán de cambio radical de sentido y significación de lo preexistente. Un ejemplo de renombramiento que galvaniza estas tensiones es el de la fortaleza del Real Felipe, la cual luego de su ocupación pasó a denominarse «Castillo de la Independencia». Los baluartes conocidos como el de la reina y el rey pasaron a ser nombrados como el «Baluarte de la Patria» y el «Baluarte Manco Cápac», respectivamente. El pueblo de Magdalena, lugar de la residencia de campo del virrey Pezuela, pasó a llamarse por decreto «Pueblo de los Libres» luego de que San Martín decidiera convertir esta quinta en su principal residencia en Lima.
El mensaje abierto y el subtexto de cada una de estas intervenciones eran patentes: que los símbolos de la nueva ciudad republicana no serían más aquellas arquitecturas, monumentos, inscripciones públicas o símbolos identificadas con el poder colonial, la implacable liturgia clerical y la catequesis popular. En adelante, una iglesia no sería más el epicentro de una ciudad republicana, sino aquellas edificaciones vinculadas con la soberanía ciudadana o la construcción de una nación secularizada: el teatro, el Museo Nacional, la Biblioteca Nacional o las nuevas alamedas, obeliscos o «columnas» en honor a la independencia. Al argumentar el cambio de nombre de la Plaza Mayor de Lima por el de Plaza de la Independencia (decreto del 9 de febrero de 1822), Monteagudo sostuvo de modo terminante que «deben desaparecer de todo lugar público las armas, escudos o inscripciones que recuerden la ignominiosa servidumbre de que ha salido el Perú» (decreto del 9 de febrero de 1822, citado en Oviedo, 1861, VI, pp. 182-183)21. Este mismo acento entre jacobino, mesiánico y explosivo vuelve a aparecer en el decreto del 6 de julio de 1822, que ordena rebautizar la Plazuela de la Inquisición por Plaza de la Constitución y reconfigurarla con el proyecto de instalación de un obelisco en honor al liberador José de San Martín:
Aquel sitio será tan memorable en lo sucesivo, como ha sido antes odioso por hallarse en él situado el tribunal del Santo Oficio, donde han gemido tantas víctimas bajo el imperio de la superstición y de la tiranía política [...]. Justo es que se conserve la memoria de las causas y épocas de este cambiamiento y que el paraje á donde tantos se han acercado temblando de horror, ofrezca un monumento cuya magnificencia se aumente en cada año, y sirva de consuelo á los que mediten la opresión en que han vivido las generaciones pasadas. La ejecución de esta idea no debe diferirse, porque la reclama el honor nacional [sic] (Oviedo, 1861, VI, pp. 183-184).
El decreto en mención determina, asimismo, las características que debía tener la columna a erigirse en honor del «Protector del Perú»22.
Este no es el primer decreto suscrito por San Martín y Monteagudo con implicancias urbanas y el levantamiento de columnas, obeliscos o esculturas ecuestres en homenaje a la naciente República y al Libertador. En realidad, el primer proyecto fue uno decretado el 17 de enero de 1822, a través del cual se dispone el «levante de un monumento que inmortalice el día en que se declaró la independencia del Perú» (Oviedo, 1861, VI, p. 182). Para ello se designó una comisión compuesta por el conde de Torre-Velarde, Diego Aliaga y Matías Maestro. El monumento mencionado debía de ser ubicado en las principales ciudades del Perú. Junto a esta iniciativa se sucedieron otras con la propuesta de construir alguna obra pública que perennizara la gesta libertadora23.
5 | Plazuela del Teatro. Área del proyecto de reforma de la calle del Teatro (1822)
Dibujo de Leonce Angrand (1838). Fuente: Angrand, 1972, p. 41.
6 | Calle de San Lázaro. Rímac, Lima
Dibujo de Leonce Angrand (25 de setiembre de 1838). Fuente: Angrand, 1972, p. 104.
El recambio de nombres y sustitución de emblemas se extendió en las principales ciudades del país, unos con más aceptación y legitimación que otros. En diversos casos los nuevos nombres nunca consiguieron superar el peso de la tradición y las costumbres, como el de Plaza de la Independencia sobre el de Plaza Mayor. Este hecho, como muchos otros parecidos, tal vez se explique porque en esta estrategia de renombramiento primó más, como sostienen Pablo Ortemberg, «la ideología del reemplazo por sobre la ideología de la supresión» (2014, p. 256). De otra parte, esta política de sustitución y rebautizo tenía, asimismo, sus propios límites establecidos por la ambivalencia sanmartiniana respecto a la tradición cortesana colonial. Un claro ejemplo de esta situación se observa en la actitud adoptada en torno a la puerta del camino al Callao. En este caso, luego de sustituir los símbolos de la monarquía española, se decidió mantener las referencias al virrey don Ambrosio O’Higgins, padre del Libertador Bernardo O’Higgins, amigo de San Martín y Monteagudo.
Uno de los primeros proyectos de impacto a escala urbana emprendido por la naciente República fue indudablemente la propuesta de la reforma de la Calle del Teatro estipulada por el decreto del 26 de marzo de 1822. Si bien la obra no pudo ser ejecutada entonces, aquí se tiene un ejemplo elocuente en el que convergen todos los presupuestos del republicanismo laico y anticlerical hechos urbanismo, como un mensaje puntual de futuro para la capital del Perú y otras ciudades del país.
La obra para efectuarse requería expropiar primero parte de los terrenos del Convento San Agustín con el fin de proponer una nueva arquitectura y fomentar el teatro:
La América no era ántes sino un vasto campo de especulación para la rapacidad española [...]. En Madrid se decretaba lo que convenia á la América, y aquí solo se cumplia lo que estaba en los intereses de la Península y de sus mandatarios, que se hallaban bien satisfechos de que para complacer a su corte y aumentar su fortuna debían ser infractores de las mismas órdenes que recibían. [...] En semejante administración era natural que rara vez se emprendiese ningún proyecto útil al público, si esencialmente no importaba al enriquecimiento particular del que daba el impulso. Los Gobiernos Independientes de América animados de un interés nacional, que no podían tener los Españoles, han hecho á porfia reformas y progresos desde el año 1810, que jamás se habrían visto en el sistema colonial. El Perú está llamado por sus recursos, y por las circunstancias del tiempo á seguir una marcha mas acelerada en la carrera que ha emprendido. La administración actual medita sobre todo lo que interesa, como útil ó como necesario al bien público [sic] (decreto del 26 de marzo de 1822, citado en Oviedo, 1861, VI, pp. 240-241).
El decreto estipula las características morfológicas de la plazuela y los anchos de lo que debía ser una «gran calle». Las prescripciones al respecto son específicas:
Art. 1. Del terreno que ha cedido generosamente para el público el convento de San Agustín, se agregarán 13 varas á la calle del Teatro; demoliendo por cuenta del Estado el edificio que corte la recta, que se tire para dar á la calle la anchura de veinticinco varas. Art. 2. Se formará además una plazuela en frente de la puerta del teatro, cuyo ancho sea de 50 varas y 38 de fondo, desde la puerta del teatro hasta el muro que forme el semicírculo, demoliéndose también la parte del edificio comprendida en esta dimensión. Art. 3. Esta gran calle que se adornará de modo que sirva al mismo tiempo de paseo público, se denominará desde hoy la calle del 7 de Setiembre para que se perpetúe la memoria del dia mas caro á los Limeños [sic] (Oviedo, 1861, VI, pp. 240-241).
Más allá de algunos trabajos preliminares y la delimitación del terreno «cedido» por el convento, la reforma de la calle tuvo que esperar hasta las obras de 1845-1848 para adoptar parte del perfil urbano y arquitectónico inicialmente propuesto. Obras que se produjeron por iniciativa del propio convento en acuerdo con los señores Federico Barreda y Nicolás Rodrigo, quienes construyeron una edificación conocida entonces como el «Portalito de San Agustín», por la galería corrida que le otorgaba una imagen urbana sui generis para la Lima de entonces. La plazuela dedicada a enarbolar los valores republicanos imaginada por San Martín se inauguró recién quince años después como un espacio básicamente comercial con el Hotel del Universo y el café del mismo nombre convertidos en su epicentro24.
Otra iniciativa del periodo del Protectorado de José de San Martín dirigida a mejorar las condiciones de transitabilidad y reconfigurar simbólicamente la ciudad fue el proyecto para mejorar y enaltecer el espacio de ingreso y salida a Lima en dirección al puerto del Callao. El proyecto tenía un indiscutible contenido simbólico al introducir una «alameda interior» que permitía no solo la continuidad de la amplia y arbolada Alameda al Callao (construida en tiempos del virrey Ambrosio Bernardo O’Higgins, 1796-1801), con el núcleo central de la ciudad amurallada, sino que el Óvalo de la Reina podía dotarse de otro significado secularizado por el espíritu republicano. Se trata, sin duda, de otra operación urbanística que en conjunto —con similares objetivos que el de la Calle del Teatro— aspiraba a resignificar el espacio ritualizado del ingreso a la ciudad como una nueva interfaz de libertad y continuidad dilusoria entre el interior y exterior, entre la libertad y el control social colonial.
La nueva vía, en su concepción y dimensiones (espaciadamente ancha y de corto trayecto), apostaba por una monumentalidad y perspectiva urbana cuyo impacto hubiera significado una transformación notoria del paisaje fronterizo de la Lima de entonces. El proyecto tenía la intención, además, de perpetuar un reconocimiento al virrey O’Higgins, padre de Bernardo O’Higgins Riquelme, uno de los organizadores de la expedición libertadora de José de San Martín25.
La obra de esta «alameda interior» que había empezado a ser construida tuvo que ser interrumpida por las dificultades políticas y económicas del momento, además por la decisión del Libertador de alejarse definitivamente del suelo peruano. El viajero inglés Robert Proctor, quien visitó Lima en 1824, al comparar el buen diseño de la Alameda al Callao con los caminos interiores de la ciudad de Lima, describe la obra de la nueva vía que parte desde la Portada del Callao como una calle ancha, pero corta, a medio hacer: «Por la puerta pasamos a una calle corta y ancha, empezada por San Martín, pero nunca concluida; y es de lamentar mucho la ausencia de una calle buena que lleve desde la puerta directamente al corazón de la ciudad» (1920, p. 81). El otro rastro de la alameda interior puede observarse en el plano de Lima realizado por Matías Maestro durante los primeros años de la República como miembro de la Comisión de Monumentos designada por San Martín el 17 de enero de 1822.
En realidad, las iniciativas de reforma urbana de la alameda interior y la Calle del Teatro no fueron estrictamente las únicas formuladas por el Protectorado de José de San Martín. Una de las primeras medidas adoptadas, aun en medio de una campaña militar inconclusa, se produjo casi inmediatamente después de declarada la independencia. En octubre de 1821 en medio de las acciones y estrategias de guerra contra el ejército realista, su gobierno dispuso dos medidas urgentes: por un lado, el traslado de la población del Callao a la zona de Bellavista y, por otro, la demolición de todas las edificaciones privadas del Callao al alcance del fuego enemigo, dejando tan solo las fortalezas aisladas. El Estado proveería de un plan urbano para la zona del traslado26.
Otra expresión de la voluntad de planificar nuevas ciudades o refundar ciudades preexistentes es la referida al caso de la ciudad de Cangallo, que había sido completamente destruida por el ejército realista como represalia por la identificación de sus pobladores con la causa patriótica. La motivación del decreto resume el sentido de un alegato por la patria y la independencia:
[...] la sangre y las cenizas de los que allí han padecido por la Patria á manos de los verdugos españoles, fertilizarán aquella tierra, y la harán producir héroes cuando desaparezcan los que han destruido sus inocentes hogares. Vendrá luego un día en que se reedifique, porque el poder exterminador sucumbirá bien presto al que tiene por objeto levantar sobre las ruinas antiguas, monumentos dignos de un pueblo libre, empleando la actividad y los recursos que el tiempo y la naturaleza proporcionan con abundancia [sic] (Congreso de la República, 1822).
El decreto del 27 de marzo de 1822 del supremo delegado José Bernardo de la Torre Tagle y Portocarrero por «orden de S.E. - B. Monteagudo» estipula:
Art. 1. Luego que las circunstancias lo permitan, se reedificará el pueblo de Cangallo con el título de la Heroica Villa de Cangallo, levantándose un monumento en la Plaza Mayor que se forme según el modelo que se dará: en él se inscribirán los nombres de los mártires de la patria (Congreso de la República, 1822).
Si bien se trata de una expresión genérica de voluntad que nunca pudo concretarse, la decisión de Monteagudo de construir una nueva ciudad sobre las ruinas de la destrucción real y simbólica de la patriótica ciudad de Cangallo por parte del ejército realista, el decreto de Monteagudo de «reedificar» la ciudad como una nueva ciudad, debía haber encarnado alguna idea y voluntad de innovación urbanística al respecto.
Esta medida se complementa con otras de resignificar el sentido de la «ciudad» como un premio o reconocimiento al aporte en la guerra emancipadora, como sucedió con la ya mencionada Magdalena rebautizada o el caso de «pueblo» de Huancayo que, por decreto del 19 de marzo de 1822, fue elevado a la categoría de «ciudad», con la designación de «incontrastable» por su aporte a la causa patriótica. En este caso, las políticas de asignación de atributos, de renombramiento o refuncionalización de los principales edificios y espacios públicos seguirían desde motivaciones distintas con la lógica borbónica —como sostiene Ortemberg— de «control del espacio público y desarticulación de la superposición de funciones características de las plazas» (2014, p. 273). Debe recordarse que una de las primeras medidas de San Martín al tomar el control de Lima fue la prohibición del funcionamiento del mercado en la Plaza Mayor.
La admisión del programa neoclásico como estilo de los precursores de la independencia se debió no solo al espíritu de lo épico en términos de la sensibilidad estética dominante en la Europa de inicios del siglo XIX, sino a la comprensible aspiración de la vanguardia emancipadora de generar una reinvención del tiempo y el espacio precedentes. Sin embargo, como acontece en la realidad, la plasmación de este programa tuvo matices.
Entre la influencia casi omnipresente del mundo de lo barroco como estilo y sensibilidad de herencia hispánica colonial y los primeros atisbos de una depuración neoclásica impulsada en la fase tardía de las reformas borbónicas, podría suponerse que el «estilo oficial» de la naciente República debía ser el «neoclásico republicano», enarbolado como bandera ética y estética desde los tiempos de la Revolución francesa y la racionalización cultural de la Ilustración. Pero no fue así estrictamente. Una vez más, la postura ambivalente adoptada por San Martín respecto a la controversia monarquía y república en términos políticos también se reprodujo en el terreno cultural, más allá del tono casi panfletario de Monteagudo y sus alegatos por la rectitud espartana y el canon estético grecolatino. Lo que aconteció en el dominio de los rituales de continuidad del poder y las diversiones públicas también se reprodujo en materia de gestión urbana y arquitectónica, como sostiene Ortemberg: «San Martín y Monteagudo impulsaron un reformismo del tipo ilustrado iniciado por los borbones» (2014, p. 278).
La identificación de San Martín con los códigos del ritual del poder monárquico-cortesano colonial resultaba ciertamente ambigua si se trataba, por otro lado, de liderar el nacimiento de un régimen republicano. Finalmente, esta ambigüedad que no solo fue retórica, sino práctica en el terreno político, se expresaría en su identificación con la idea de una monarquía constitucional para el Perú independiente y una serie de medidas tendientes a la preservación de determinados aspectos del régimen colonial. Cambiar para no cambiar. Al menos en el terreno de las subjetividades, los comportamientos sociales y la cultura simbólica de las relaciones entre autoridad y plebe, el régimen colonial tendría muchos años más para sobrevivir.
Es posible que la adopción de los rituales del poder monárquico-cortesanos de la Colonia por parte de San Martín no se produjeran únicamente debido a un calculado oportunismo político para lograr el apoyo de la elite limeña criolla y los sectores promonárquicos. En el fondo, probablemente, había en escena más que un montaje político: una no disimulada complacencia entre el Libertador y parte de sus huestes con el formato, la majestas y toda la parafernalia del mundo cortesano virreinal.
Simón Bolívar: el territorio como poder y espectáculo
Simón Bolívar, no obstante su identificación con los rituales napoleónicos del poder y la grandilocuencia neoclásica de la arquitectura promovida, sabía que debía buscar en los rituales del poder monárquico español, virreinal y cortesano un factor estratégico de validación social, al igual que José de San Martín, en este caso también con indisimulada identificación y complacencia. Pero Bolívar fue un poco más allá, tanto que con él se retomó el exclusivo ritual del incensamiento al virrey en su condición de autoridad máxima: uno de los actos de mayor carga simbólica y sacralización de la autoridad durante los tiempos del virreinato. Es bueno recordar que San Martín y Monteagudo habían prohibido tal acto.
El diseño de los rituales y la parafernalia que debía acompañar y celebrar la presencia y gestión de Simón Bolívar operó con la misma estrategia de ambigüedad entre el culto a la personalidad y la tradición del ritual de poder monárquico-cortesano colonial con el aval correspondiente de la iglesia para así garantizar la legitimidad de un nuevo poder.
A diferencia de San Martín, quien para algunos podía pasar por ser menos ostentoso y distante de todo culto a la personalidad, Bolívar ansiaba una permanente fiesta pública del poder, promoviendo las corridas de toros con actos de sumisión militar y pública. Todo ello con el objetivo de engrandecer y sacralizar su figura como el auténtico libertador y «padre del Perú». Resultaba evidente que Bolívar y sus operadores políticos contaban desde el inicio con todo un proyecto de ritualización y sacralización de su poder, como sostiene Pablo Ortemberg:
Bolívar consiguió monopolizar la mitopoiesis de los nuevos Estados andinos luego de las victorias de Junín y Ayacucho. Con él regreso la costumbre de incensar a la autoridad suprema. Los caudillos que tomaron las riendas del Estado a continuación, como el mariscal Santa Cruz, no atenuaron los atributos simbólicos heredados de la autoridad vicerregia, atributos que Bolívar había recuperado para su proyecto de republica cesarista (2014, p. 351).
Al día siguiente de su arribo al Perú, el 1° de setiembre de 1823, el Congreso le confirió la condición de «dictador» y jefe militar supremo de todo el territorio. Desde esta ocasión hasta su retiro del Perú, el 4 de setiembre de 1826, Bolívar dispuso de un poder absoluto como el de imponer una «constitución vitalicia» para perpetuarse en el poder. Durante este periodo, Bolívar decretó una serie de medidas destinadas a reconfigurar el territorio, ordenar las ciudades y crear nuevos escenarios para honrarse a sí mismo (canceló el proyecto de Monteagudo de crear la Plaza de La Constitución y el levantamiento de la columna trajana en homenaje a San Martín) y a otros héroes o pasajes de la gesta emancipadora de Junín y Ayacucho.
En referencia a José de San Martín, las medidas adoptadas por Simón Bolívar reflejan un dominio más convincente de los temas referidos al manejo territorial, el urbanismo y la arquitectura. Sus planteamientos al respecto se nutren indudablemente de cierto utopismo ilustrado en la transformación del territorio a través de la creación de nuevas ciudades-capital (como Washington y San Petersburgo), así como de esa estética y orden neoclásico que tanto ponderó el prócer Francisco de Miranda27, uno de sus principales mentores y referentes. No obstante, dichos planteamientos también se encuentran influenciados por esa estética del poder, convertida en persuasivo espectáculo público, arropado por el gusto jacobino por los símbolos de la libertad y ese cierto aire napoleónico que Bolívar gustaba irradiar y plasmar en el manejo de la imagen pública y sus decisiones sobre las relaciones entre territorio, geopolítica y control urbano.
Probablemente, una de las medidas más cuestionadas adoptadas por Bolívar y su geopolítica continental fue el desmembramiento territorial del Perú en el marco de aquello que fue casi su proyecto y obsesión personal: la formación de la Gran Colombia (1819-1830). Ello significó, primero, el desgajamiento de parte del territorio del norte del país y los reclamos del Perú por Guayaquil. Y, segundo, la creación de la «República de Bolívar» en 1826, luego de forzar a los diputados de las Provincias del Alto Perú —un año antes, el 6 de agosto de 1825— a declararse como un territorio independiente del Perú. Dos acciones que significarían no solo una reestructuración de las dinámicas territoriales preexistentes, sino una serie de enfrentamientos militares, como la denominada «Guerra Grancolombo-peruana» (1828-1829) por los territorios de Tumbes, Jaén, Maynas, reclamados por Colombia, y la provincia de Guayaquil, reclamada por el Perú. Y de otro lado, la ocupación peruana de Bolivia que concluyó con el Tratado de Piquiza, el 6 de julio de 182828.
Gran parte de las medidas adoptadas por Bolívar durante su gestión como «Encargado del Poder dictatorial» en el Perú en referencia a los temas del territorio y la ciudad tenían como objetivo impulsar la reactivación de la maltrecha economía nacional a través del restablecimiento o ampliación de la infraestructura de comunicaciones terrestre y marítima (puertos, caminos, puentes), afectada como consecuencia de los años de campaña independentista y la postración económica consiguiente. Diversas iniciativas no fueron nuevas. Se actualizaron —hasta donde lo permitían los escasos fondos públicos— varios de los proyectos de saneamiento urbano, ordenamiento de poblaciones e intercomunicación regional que habían sido promovidos desde los tiempos de la reforma borbónica de la segunda mitad del siglo XVIII. Uno de sus principales gestores fue, sin duda, Hipólito Unanue, entonces ministro de Hacienda, de Gobierno y Relaciones Exteriores (1824-1825) de Bolívar y que, desde las páginas del Mercurio Peruano (1791-1795) y la Sociedad Amantes del País, había sido un impulsor comprometido con un programa de desarrollo de la infraestructura productiva del país y el saneamiento de las ciudades.
Durante su jefatura, Bolívar dispuso la ejecución de obras para mejorar el sistema de abastecimiento de agua en la ciudad de Lima, en particular en el área circundante a la Plaza la Inquisición y la Casa de la Moneda. Asimismo, con la aquiescencia de Hipólito Unanue, se exploró, en 1826, la posibilidad de instalar una línea férrea entre Lima y Callao, obra que recién se llevó a cabo entre 1848 y 1858, gracias al impulso del gobierno de Ramón Castilla.
Para Bolívar, la reactivación económica y el mejor control del territorio dependían de una mayor red de caminos que debían unir las zonas de producción, las ciudades y los puertos de intercambio comercial. Una de sus prioridades consistió en el reemplazo de los «caminos de herradura» por «caminos de ruedas», como el que propuso para unir Cusco, Puno y Arequipa hasta la costa del Pacífico. En este esfuerzo se ubican, asimismo, las obras de interconexión entre la región del Altiplano y las obras propuestas para potenciar el puerto de Arica.
Junto al desmembramiento del territorio nacional, otro de los fenómenos que surgieron con las primeras medidas adoptadas por la naciente República fue la dispersión poblacional o su reconcentración en algunos poblados. Ello debido al confiscamiento o desactivación de conventos-poblados como el de Ocopa (Huancayo) y numerosas haciendas de propiedad de españoles u órdenes religiosas. Otra medida que tuvo efectos en este ámbito fue la «privatización» del territorio de propiedad de las comunidades campesinas, no solo con el objetivo de que cada uno de los miembros de una comunidad se conviertan en «propietarios privados» de un lote, sino que los hacendados latifundistas o grandes capitales foráneos pudieran tener acceso a la posesión de grandes extensiones de terreno a costa de la población indígena. En esta línea, Bolívar dispuso por un decreto del 3 de julio de 1825 la desaparición de los cacicazgos y los espacios comunales para convertirlos en un conjunto de pequeños propietarios. Asimismo, por presión de los grandes terratenientes, restituyó el tributo indígena que había sido derogado por San Martín. Con estas medidas Bolívar no hacía sino ratificar su defensa del liberalismo económico y el mercado libre al servicio de los grandes latifundistas y el capital mercantil foráneo, en medio de una inocultable distancia de las reivindicaciones indígenas.
El impacto de la jefatura de Bolívar en el ámbito urbano quedó más patente en el rubro de los proyectos que de las obras concretas. Como había sucedido durante el Protectorado de José de San Martín, la República debía ratificar su voluntad de secularización de la cultura y la vida de la población a través de la creación y construcción de un nuevo tipo de institucionalidad urbana y nacional, como son el parlamento, las bibliotecas, los museos o escuelas, mercados, cementerios, baños públicos, parques y alamedas, entre otros equipamientos de raigambre republicana. Durante la gestión de Bolívar se fundaron colegios en algunas ciudades del país, así como se promovió esa narrativa ilustrada —impulsada desde los tiempos del Mercurio Peruano— en pro del legado prehispánico del Perú.
El Cementerio General de Lima, proyectado por Matías Maestro (1808) en los extramuros de la ciudad como parte de la nueva política ilustrada de clausurar los entierros en los conventos, prosiguió en los primeros tiempos de la República en otras ciudades. En 1826 se construyó el cementerio Apacheta en Arequipa, al que seguirían luego otros proyectos de similar formato en diversas ciudades del país.
Bolívar puso en práctica todos aquellos mandatos emanados de algo que podría designarse como el «proyecto urbano ilustrado»: registros o padrones de población actualizados, cartografía nueva, racionalización y eficiencia administrativa conectada con el tema del incremento de tributos. En referencia a los nuevos planos de ciudades, junto a esa nueva serie cartográfica levantada desde los primeros días de la campaña de San Martín, la jefatura de Bolívar dispuso, asimismo, la ejecución de nuevos padrones (como el de Lima en 1824) y una nueva cartografía para ciudades como Paita e Ilo, Tarapacá, Cusco, Cerro de Pasco y la capital del Perú, en este último caso el plano fue ejecutado por Matías Maestro. Leonardo Mattos Cárdenas considera este levantamiento como el «primer plano republicano de Lima» (2004, pp. 189-190).
Para quien poseía, como Simón Bolívar, una particular sensibilidad y exigencia por la validación del poder como espectáculo público y celebración patriótica, el ritual de los homenajes a su figura, junto al de las manifestaciones destinadas a resaltar los valores republicanos, se convirtieron prácticamente en un asunto de Estado. La cuestión de las diversiones públicas y los espectáculos cívicos formaron parte de un proyecto social y urbano ilustrado en el que la comedia (el teatro), los desfiles, así como las fiestas de la independencia, la instalación de los árboles de la libertad y otras instalaciones efímeras, debían servir para enarbolar los valores de libertad, justicia, conciencia cívica, entre otros preceptos republicanos. Junto a la parafernalia de los arcos triunfales decorativos, carretas alegóricas, calles alfombradas de flores y las fiestas públicas de recepción del jefe supremo que recogía aquello que Mattos Cárdenas identifica como un gusto jacobino y napoleónico (2004, p. 197).
Junto a esta nueva dinámica urbana y como complemento a ello, Bolívar dispuso algunas medidas para proseguir iniciativas como las del proyecto de la reforma de la Calle del Teatro propuesta por San Martín y el levantamiento de monumentos en diversos espacios públicos. Durante su gestión se tomaron medidas para el arreglo de alamedas, paseos y jardines, así como la construcción de mercados cubiertos, baños públicos (como los baños de Yura, Arequipa) y espacios circunstanciales para los circos ecuestres. La creación de diversas escuelas y colegios, como el Colegio de Ciencias y Artes del Cusco, el Colegio de San Carlos en Puno y Colegio de las Ciencias y las Artes de la Independencia Americana en Arequipa, en edificios preexistentes implicaron indiscutiblemente un pensar la arquitectura educativa desde nuevas perspectivas ideológicas. En 1824, luego del triunfo de la Batalla de Ayacucho que sellaría definitivamente la independencia de España, Bolívar dispuso el levantamiento de una columna conmemorativa en el lugar de esta gesta, la pampa de la Quinua. Y en 1825, el Congreso decretó el reemplazo de la columna trajana de la Plaza de la Inquisición, «diseñada» por Bernardo Monteagudo en homenaje a José de San Martín, por un monumento ecuestre esta vez en homenaje a Simón Bolívar, el cual fue instalado recién en 1859 luego de una serie de controversias.
Caudillismo militar y la Confederación Perú-Boliviana. Territorio, ciudad y arquitectura sin país
Uno de los factores que contribuyó decididamente al debilitamiento de la República temprana fue el llamado militarismo encabezado por una serie de caudillos empoderados por los triunfos de Junín y Ayacucho y que, por tal razón, argüían derecho a todo. Pero esta no fue la única razón para tal situación. En medio de un tejido social desestructurado, la ausencia de un claro liderazgo civil republicano, una elite limeña y provinciana sumida en pugnas faccionales, y un contexto de conflictos limítrofes con Bolivia, Chile y la Gran Colombia, los militares encontraron el caldo de cultivo ideal para concretar sus ambiciones y desmanes. La lista es extensa: José de la Torre Tagle (1779-1824), quien ejerció el gobierno en cuatro oportunidades y murió en la fortaleza del Real Felipe, acusado luego de conspirar con los españoles contra la independencia; José de la Riva Agüero (1883-1858), designado como el «primer presidente» peruano; José de la Mar (1826, 1827-1829); Agustín Gamarra (1785-1841), dos veces presidente del Perú en 1829-1833 y 1838-1841; así como Andrés de Santa Cruz (1792-1865), dos veces presidente, 1826-1827, y luego, entre 1836-1839, Supremo Protector de la Confederación Perú-Boliviana29.
7 | Arco de Santa Clara. Cusco, 1835
Dibujo de Marco Carbajal Martell, 2020.
Más allá de las diferencias en términos de actuación militar y política, todos tenían algo en común: haber participado en la campaña emancipadora. Se autodenominaban los «señores de la República» o los «mariscales de Ayacucho». Cada uno de ellos creía encarnar, por ello, el derecho a representar los intereses de la naciente República y dirigir los destinos del país. Este hecho se cumplió de alguna manera para todos ellos, aunque sea por algunos días, tras convertir sus aspiraciones personales en un gran negocio vía los «impuestos de guerra» o la apropiación de inmensas propiedades de terrenos confiscados a la iglesia o a los españoles terratenientes.
Las pugnas intermitentes entre las diferentes fracciones políticas y los «ejércitos» privados de cada caudillo generaron tal anarquía e inestabilidad político-institucional, que se tradujo, entre otras cosas, en el hecho de que, entre 1821 y 1845, se sucedieran 53 gobiernos, seis constituciones y diez congresos convocados, disueltos o autodisueltos. Este es el resultado histórico del caudillismo autoritario y de esa «anarquía pestilente» a la que se refiere Eugène de Sartiges (1850), que caracterizó en estos términos la política de estas dos primeras décadas. La consecuencia más evidente y perniciosa del militarismo peruano poscolonial fue el obstáculo que representó para la formación del Perú como un Estado-nación libre, soberano y democrático.
Los gobiernos casi siempre provisorios que continuaron al de Bolívar, como el de Hipólito Unanue, José de la Mar, Andrés de Santa Cruz, así como de Agustín Gamarra, Luis José de Orbegoso o Felipe Santiago Salaverry y otros, prosiguieron —dentro de las mínimas posibilidades que existían, debido a la escasez de fondos, las pugnas caudillistas y la anarquía política institucional— con las tareas de rehabilitación de caminos, pueblos y saneamiento urbano. Se trataron siempre de pequeñas obras. Durante la jefatura de Andrés de Santa Cruz (1826-1827) se dispuso la reedificación de los «pueblos patriotas» de Santa Rosa de Saco, Chacapata y San Jerónimo de la Oroya, destruidos por los enemigos a la convocatoria de Santa Cruz. Un decreto del 14 de julio de 1827 aprobó similar medida, y por las mismas razones, para la ciudad de Huanta.
Siempre con el objetivo de mejorar la transitabilidad de los caminos y puentes, así como resolver el siempre grave problema del saneamiento urbano, el Congreso Constituyente de 1828 impulsó, por ejemplo, una serie de obras como la instalación de puentes en Tinta y Combapata, así como las obras de tajamar en el río de Sicuani y la rehabilitación y ampliación de las obras abastecimiento de agua y de saneamiento urbano en Tacna, Moquegua y Arequipa. En esta zona sur del país se impulsaron, asimismo, diversas obras de pequeñas irrigaciones para impulsar la actividad agrícola. Además, el 9 de setiembre de 1829, se dispuso la construcción de cementerios en Pachaguay y Pitay, en Arequipa. Por entonces tal vez los únicos proyectos de impacto nacional fueron el plan de construcción del muelle del Callao, tal como se estipula en sendos decretos del 30 de enero y 7 de mayo de 1830, y el camino a Pasco, por un decreto del 14 de febrero de 1832, con el objetivo de potenciar la explotación minera de la zona.
Las obras de ornato conectadas entonces a la cuestión del saneamiento fueron parte del incipiente programa urbano de los primeros años de vida republicana. Un caso interesante de reforma urbana se produjo en Arequipa y en Moquegua. En este caso el modelo de reforma de la Calle del Teatro fue replicado en 1829 con la propuesta de una nueva calle en Arequipa vía la expropiación de terrenos de propiedad del convento de Santo Domingo. El argumento alude a la:
[...] manifiesta utilidad pública en la apertura de la nueva calle que se trata de verificar en esta ciudad, aprovechándose al efecto de la huerta del convento de Santo Domingo, siendo además útil su enajenación á los Religiosos de dicho convento cuyas comodidades interiores en nada se perjudican con la separación del enunciado terreno [sic] (decreto del 10 de junio de 1829, citado en Oviedo, 1861, VI, p. 242).
Un caso singular representa la propuesta de apertura de nuevas calles en la ciudad de Moquegua, aprobada por la Junta Departamental de Arequipa, por decreto del 1o de setiembre de 1829. Los argumentos revelan la adopción y continuidad de los conceptos y principios tipológicos y estéticos del nuevo proyecto de ciudad republicana que se quiere construir. Las razones no solo aluden a las pésimas condiciones sanitarias de un lugar, sino también a valores como los de la belleza, la comodidad y el bienestar. El considerando II de la resolución confirma precisamente este parecer: «Que la dicha apertura influye en el aseo y dignidad de la población al paso que también consulta la utilidad y desahogo de los habitantes, su salubridad, bienestar y comodidad» (Acuerdo de la Junta Departamental de Arequipa, citado en Oviedo, 1861, VI, p. 242). Sobre la base de este y otros argumentos análogos, la resolución acuerda:
Art. 1. Se permita y apruebe la apertura de la calle que insinua el sindico personero de la benemérita ciudad de Moquegua desde el cerro llamado San Bernabé al denominado Cacollo [...]. Art. 2. Queda á cargo de la muy honorable Junta con intervención del Gobierno delinear dichas calles con las indispensables calidades de que se formen perfectamente rectas con diez varas cuando menos de latitud; que en su medio se ponga una arboleda, para que el oxígeno que despidan las plantas atempere la ardentía del clima y las demás que crea conveniente, y á que no haya la menor irregularidad en los edificios [sic] (Oviedo, 1861, VI, p. 242).
Siempre se pensó que la llamada «calle arbolada» fue introducida en el urbanismo limeño con la reforma neobarroca de corte haussmaniano emprendido a partir de la década de 1870. La conciencia sobre la importancia del verde urbano, en materia de salud y bienestar, asociado a la calle diseñada con geometría clara y precisa, en esta normatividad de 1829 se revela —más allá de la escala de la vía y el uso no recreativo de esta— la aparición temprana de este tipo de calles. Pero el caso de Moquegua no representa la única intervención de este tipo promovido durante este periodo, ya que se produjeron otras iniciativas en diversas ciudades del Perú.
El «proyecto» de la Confederación Perú-Boliviana
Presidente de la «Junta de gobierno» del Perú (1827), presidente de Bolivia (1829-1839) y «Protector de la Confederación Perú-Boliviana» (1836-1839), el mariscal Andrés de San Cruz representa en sus propósitos y veleidades napoleónico-andinos, la situación de un territorio e institucionalidad gubernamental fragmentados y casi en completo descontrol.
Puede resultar excesiva —por desconocer la experiencia previa y ponderar en desproporción una gestión determinada— la referencia a los tiempos de la Confederación dirigida por Santa Cruz como el inicio de lo que Ramón Gutiérrez denomina específicamente la historia de la «arquitectura poscolonial peruana» en su Arquitectura y urbanismo en Iberoamérica (1983, p. 377). Sin embargo, no se puede desconocer que el mariscal boliviano, igualmente imbuido por la estética napoleónica y jacobina de glorificación del poder aprendida de Bolívar, propuso y logró concretar en parte una serie de iniciativas relacionadas con las cuestiones del saneamiento y ornato, el mejoramiento y expansión de caminos y puentes, entre otras obras.
Andrés de Santa Cruz —como en este caso, también trataba de emular al Bolívar de la Carta de Jamaica— tenía una obsesión pannacionalista de reestructuración territorial en escala continental. Más allá del proyecto de la Confederación que unía a Bolivia y al Perú dividido en dos Estados (el Estado Norperuano, el Estado Surperuano), lo que en realidad pudo haber sucedido, si es que la historia y sus actores no hubieran actuado como lo hicieron, es que el Perú experimentara otro capítulo infame de desmembramiento territorial con el anexamiento del territorio del Estado Surperuano a Bolivia y parte del Estado Norperuano al Ecuador. En este contexto de intereses geopolíticos y personales, Andrés de Santa Cruz, durante sus dos jefaturas, promovió medidas tendientes a reorganizar y «modernizar» el aparato de la administración pública y la organización político-administrativa del territorio. Así, reinstaló el sistema de las estadísticas nacionales, y promovió un nuevo censo de población y actividades del conjunto del país. En su afán de disminuir el peso económico del puerto de Valparaíso, declaró el comercio libre en los principales puertos del Perú y dispuso una serie de medidas para la reactivación de la producción minera, agrícola y ganadera, lo que traería consigo procesos contradictorios de desplome o reactivación de una serie de obrajes textileros en la región del Cusco, Puno y Arequipa.
El mariscal Andrés de Santa Cruz no solo era un personaje de su tiempo, sino alguien urgido de todo lo que significa el poder y el culto a la personalidad casi en los mismos códigos de la glorificación del poder de inspiración napoleónica, jacobina y neoclásica con algunos acentos de romanticismo épico. Su predilección por los arcos del triunfo se tradujo, por ejemplo, en el levantamiento de un magnífico e imponente arco triunfal como el Santa Clara en el Cusco (1835), edificado para celebrar la unión del Perú y Bolivia en el proyecto de la Confederación. Se trata de un arco de composición neoclásica, con columnas jónicas sobre pedestales y tres vanos de arcos de medio punto. Otro arco erigido por iniciativa de Santa Cruz es el arco de Zepita, Puno. Como cierre de esta serie de arcos celebratorios antes de la primera mitad del siglo XIX puede mencionarse el caso del Arco de la Independencia, erigido en Puno en 1847 (conocido posteriormente como el Arco Deustua) por el general Alejandro Deustua. Este arco, que incluye dos glorietas, es un ejemplo notable que expresa con convicción la voluntad de instalar un objeto perdurable de resignificación del vínculo de la ciudad y su territorio.
El fin del proyecto de la Confederación Perú-Boliviana, sellado en la batalla de Yungay (20 de enero 1839) con la derrota de las huestes de Santa Cruz por parte de las tropas comandadas por el mariscal Agustín Gamarra con apoyo del ejército chileno, representa igualmente el fin de lo que posiblemente representa el plan más ambicioso de reestructuración del territorio y la administración nacional durante el periodo de la República temprana.
1.3. La «otra» arquitectura de la República temprana
Arquitectura popular urbana y rural. Modernidad perversa
A lo largo de la historia republicana, en contraste con lo que normalmente pudo haber sugerido aquella historiografía oficial y limeñizada de la arquitectura y el urbanismo peruano, las primeras y otras señales de cambio y modernización en este ámbito no tuvieron lugar por primera vez en la capital, sino fuera de ella. Ello empezó a ocurrir, de modo intermitente, a partir del inicio de la década de 1830, sobre todo en diversas provincias y, específicamente, en el mundo rural de las grandes haciendas, así como en algunos emporios fabriles y centros mineros del Ande. Lo paradójico de este fenómeno es que este es consecuencia del advenimiento de un periodo de relativa prosperidad en el campo en medio del inicio de un incipiente ciclo de industrialización capitalista que terminaría por transformar su propia esencia e incrementar la explotación de la población indígena. Modernidad perversa.
En efecto, una de las expresiones más importantes, pero menos conocidas aún de la arquitectura y urbanismo de las primeras décadas de vida republicana, es aquella correspondiente a la «arquitectura rural» que entre la segunda mitad del siglo XVIII y la mitad del siglo XIX era posiblemente tan significativa, variada y compleja como la arquitectura urbana. Se trata de una serie edilicia de implicancias urbanísticas identificada con la vida doméstica y productiva desarrollada en el ámbito rural andino o costeño: desde la humilde choza con chacra, hasta la imponente casa hacienda señorial, pasando por la casa rural mediana, los tambos y las rancherías de los campesinos hasta los grandes obrajes y chorrillos textileros.
La independencia se logró por la convergencia de dos intereses contrapuestos: el de la elite criolla urbana de medianos y pequeños comerciantes, además de profesionales liberales que abogaban, desde Lima, por mayor autonomía, por un régimen burgués liberal y el desarrollo capitalista industrial y mercantil; y la elite provinciana de terratenientes que, con dicha autonomía, aspiraban, por el contrario, a restituir un régimen feudal de explotación del campo y la población indígena. Entre ambos sectores sociales de intereses contrapuestos existía un punto en común: excluir a la población indígena de cualquier participación y evitar a toda costa la posibilidad de una «república de indios» y que la población indígena logre empoderamiento alguno. Es esta contradicción de nacimiento de la República resuelto a favor de la elite terrateniente la que marcará, en sus múltiples facetas y tensiones consiguientes, la vida republicana de los siglos XIX y XX, en todos los aspectos de la vida social y material, incluyendo la arquitectura, el urbanismo y la configuración de nuestras ciudades.
Esta elite criolla provinciana y la aristocracia de la tierra también tenían otro punto en común: el racismo y el convencimiento de la superioridad del blanco europeo sobre la población indígena. Otro punto de acuerdo tenía que ver con la noción estamental de la sociedad. Como sostiene Alberto Flores Galindo sobre la aristocracia mercantil: «compartía con algunos grandes mineros y terratenientes y con la iglesia, una concepción estamental de la sociedad, según la cual esta era similar al cuerpo humano, cada órgano solo podía desempeñar una función» (1987a, p. 126); desde luego la cabeza la constituía esta elite. Bajo este criterio, tanto la elite como los hacendados sostenían que los campesinos y esclavos jamás podrían aspirar a formar parte de otro estamento.
En este contexto y entramado social, un fenómeno singular de la estructura económica poscolonial temprana es lo que Alfonso Quiroz denomina como la «rearcalización o ruralización» de la sierra, sobre todo en las zonas agrarias no ligadas a la minería (1987, p. 264). Este es un fenómeno que se produce por efecto de la crisis del empleo urbano y un mejoramiento relativo de la renta del trabajo agrícola. Como consecuencia de ello se registró cierto nivel de despoblamiento de las ciudades en contraste con el incremento de la población rural, debido, entre otros factores, a la disminución de la economía de subsistencia de bajos jornales en la costa y en las ciudades, así como la reducción de la oferta laboral, en contraste con un ligero incremento del empleo agrícola. Ello explicaría, entre otros factores, no solo el crecimiento de la población indígena registrada en la sierra durante los primeros años de la República, sino la «modernización» del campo en términos de infraestructura productiva y edilicia. En este periodo, mientras Lima y las principales ciudades del país se encontraban postradas y en un estado de crisis recurrente, el campo veía florecer chimeneas de progreso y arquitecturas nuevas o renovadas en su formato y lenguaje.
8 | Vista panorámica de Tacna
Dibujo de Leonce Angrand (15 de setiembre de 1849). Fuente: Angrand, 1972, p. 196.
9 | Vista panorámica de Arequipa
Dibujo de Johann Moritz Rugendas (10 enero de 1845). Fuente: Rugendas, 1975, p. 236.
En gran medida las pugnas caudillistas y las demandas regionales se encuentran paradójicamente en la base de este fenómeno de incipiente modernización capitalista que se produce fuera de Lima y en varios sentidos contra Lima o a pesar de la capital del país, como aconteció en extremo con la Confederación Perú-Boliviana. Aquí lo que se encuentra en juego es el afán del control político como consecuencia de la pugna entre los intereses de un capitalismo mercantil premoderno (concentrado en Lima) y los hacendados o terratenientes de raigambre colonial, que se resisten a perder sus privilegios frente a los intereses de un capitalismo industrial comercial moderno (de extranjeros e intermediarios nacionales emplazados en el sur) que aspira a construir una nueva relación entre ciudad y campo en beneficio de la articulación al mercado internacional británico. Este desencuentro de intereses es el trasfondo de pugna entre los «liberales» y «conservadores», entre los republicanos y los monárquicos, entre la democracia y la monarquía.
La postración económica que siguió a la declaración de la independencia, más las pugnas internas del primer militarismo y el abandono de numerosas haciendas por parte de sus propietarios españoles, tuvieron un indudable impacto en la vida rural poscolonial. A ello habría que sumar la importación creciente de los textiles provenientes de Inglaterra, lo que representó un duro golpe a la producción obrajera. En este contexto, la arquitectura doméstica y productiva rural ingresó en una fase de reclusión y deterioro, con excepción de aquellas grandes haciendas u obrajes de Cusco, Huamanga, Puno y Áncash de propiedad de criollos y mestizos que lograron mantener cierta actividad productiva. Aconteció lo mismo con quienes se articularon a las exigencias productivas y económicas de las casas comerciales y de almacenaje, instaladas en Arequipa y Puno, bajo el control de comerciantes e intermediarios ingleses, franceses y alemanes.
La arquitectura de varias de estas grandes haciendas, de propiedad de la elite criolla, mestizos empoderados y uno que otro hidalgo español que optó por quedarse en el Perú, procesaba en su estructura y composición una voluntad proclive a incorporar sin reparos las «novedades» de una impronta neoclásica y una racionalidad tecnológica acorde con las exigencias del paisaje y los nuevos procesos productivos. Resultan interesantes las anotaciones que sobre las casas hacienda efectúa el vizconde francés Eugène de Sartiges durante su viaje por el Perú y Bolivia entre 1833 y 1835. A través de ellas, Sartiges nos devela un mundo de arquitecturas y paisajes impensables, como la modernidad de algunas instalaciones y el nivel de cultura de muchos de los hacendados. En su viaje de Arequipa a Puno le pareció sorprendente que en plena puna existiera una hacienda como la de Tincopalca, propiedad de un inglés dedicado a la producción lanera que había aplicado nuevas técnicas y procesos de trabajo. La misma impresión, pero con más dosis de asombro, le produjo la hacienda Guaripampa en la ruta Puno a Cusco. Sartiges advierte que se trata de una hacienda que:
[...] merece nombrarse. Muestra con orgullo un jardín a la francesa con avenidas rectas y empedradas, con setos de verdor y glorietas tupidas. Esas glorietas no están en su sitio en una parte de América en donde muchas veces el sol brilla solo un día a la semana. Mas el gusto por la hermosa sencillez no existe en parte alguna del Perú (1947 [1850], p. 57).
Otra hacienda que le causó una magnifica impresión fue la hacienda de Pacuta, de propiedad de un hidalgo español desafecto de la monarquía española y los años de independencia, que mantenía su hacienda con los cuidados que el viajero francés no había visto en otras similares. Sartiges comenta que fue acogido por su anfitrión con:
[...] amabilidad perfecta. Sirvientes numerosos y bien enseñados, profusión de agua y de fuentes de plata, lecho con docel de damasco rojo, vajilla de plata recamada con escudos de familia, viejos vinos embotellados: había allí todo ese lujo de buena ley que se encuentra aún en algunos antiguos castillos de Francia, en el fondo de Auvernia o de Perigord (1947, p. 57).
Haciendas como Auquibamba, situada cerca de Abancay, de propiedad de un allegado al mariscal Andrés de Santa Cruz, y otras ubicadas en la ruta Andahuaylas a Huamanga, le sugieren a Sartiges anotaciones similares. Pero en todas ellas el viajero no deja de expresar su profunda impresión de la «brutal superioridad» de los hacendados con la población indígena y cómo esta se halla sometida y embrutecida por el aguardiente y el chacchado de la coca.
Una impresión similar a la de Sartiges respecto a las haciendas como un singular ecosistema social de hacendados refinados, explotación esclavista, modernidad tecnológica y arquitecturas inusuales en medio de un país empobrecido, es el que nos depara Flora Tristán en Las peregrinaciones de una paria, un relato de su estadía en el Perú entre 1833 y 1834. Se trata de la hacienda-ingenio de caña de azúcar del hacendado M. Lavalle, ubicada a dos leguas de Chorrillos con cuatro molinos, un acueducto propio y la refinería correspondiente, donde habitan «cuatrocientos negros, trescientas negras y doscientos negritos» (2003 [1838], p. 508). Entre una mezcla de asombro e indignación describe el complejo como uno de los mejores del Perú:
M. Lavalle ha hecho construir para sí una de las casas más elegantes. No ha economizado nada para su solidez y embellecimiento. Este palacete manufacturero está amueblado con gran riqueza y es del mejor gusto: alfombras inglesas, muebles, relojes y candelabros de Francia; grabados y curiosidades de la China; en fin, se ve allí reunido todo lo que puede contribuir a la comodidad de la existencia. M. Lavalle ha hecho construir también una capilla de buen gusto, sencilla, bastante espaciosa como para contener mil personas y con decoraciones muy apropiadas (2003, p. 514).
Sin los pormenores de una descripción completa de la casa hacienda, Archibald Smith también resalta las características productivas de algunas haciendas cercanas a Huánuco. Entre otras haciendas, le causó una magnífica impresión la hacienda Quicacan:
La bella hacienda o finca de Quicacan, del coronel Lúcar es un modela de industria y método según el estilo del país, y hasta donde sabemos, la muy distinguida familia de Echegoyen tiene en Colpa Grande la mejor hacienda de caña en el interior del Perú la cual se extiende nueve o diez millas a lo largo de las riberas del río, desde la ciudad de Huánuco hasta las cuestas que llevan a la montaña (2019, p. 196).
Muchos de los obrajes y casas hacienda ubicados en la costa y la sierra no distarían de los contrastes entre edificaciones patriarcales dotadas de modernidad inesperada en medio de un paisaje casi inexplorado y las deplorables condiciones de la población indígena. Aun así, se tendría que reconocer que la arquitectura de los obrajes del eje Cusco-Puno, de la zona de Vilcashuamán en Huamanga o de la zona de Conchucos, en Áncash, entre otros tantos repartidos en el territorio, probablemente irradiaban cierta mayor vitalidad respecto a la pesadumbre y el desconcierto poscolonial urbano.
Lo mismo debía acontecer por entonces, y después de la década de 1850, en las haciendas Huayoccari, Paucartica, Chuquicahuana o Quispicanchis en el Cusco. La hacienda Urcón en Áncash es otro ejemplo destacado. Podría señalarse lo mismo de las haciendas de la zona de Abancay, como Patibamba, Illanya o Yaca, que alcanzaron mayor desarrollo después de la mitad del siglo XIX.
La gran hacienda se estructura a partir de un patio o «cancha» abierta por uno de los lados que ordena el emplazamiento de la gran casa patronal (denominada comúnmente «casa hacienda»), dotada a su vez de una antesala exterior de ingreso y su galería omnipresente. Bajo esta lógica los otros componentes como la capilla, el trapiche, los talleres, las rancherías, establos y maestranzas adquieren el sentido de una configuración unitaria en medio de la diversidad de usos e imágenes. La arquitectura de este tipo de complejos que en una mayor escala alcanza a registrar la complejidad morfológica y funcional de una aldea urbana, proviene —en su estructura y lenguaje— de la casa hispánica urbana reconvertida, con dosis de monumentalidad, en una casa para irradiar prestigio y poder en medio de un territorio no civilizado. No obstante, se trata de una arquitectura con una notable voluntad de procesar con discreción lenguajes contrapuestos en armonía con el lugar, el entorno y las características del terreno y el paisaje circundante. Las casas haciendas del periodo poscolonial inmediato introducen en un plano más simbólico que estructural algunos códigos de modernidad neoclásica, tanto como la reestructuración de algunos espacios con el uso de tecnologías y materiales nuevos, como el fierro y el vidrio.
Si existe una condición compartida entre la arquitectura rural y la población indígena de este primer periodo poscolonial inmediato es que los cambios en ambos no fueron significativos respecto al pasado colonial: la población indígena seguía sometida al yanaconaje esclavista del hacendado, el pequeño terrateniente, la iglesia o las instituciones del poder virreinal, situación que no fue alterada esencialmente cuando, en 1854, se decretó la abolición del llamado «tributo indígena», primero abolido por San Martín en 1821 y luego restituido por Bolívar en 1826 debido a la presión de los terratenientes.
En este contexto, la arquitectura de haciendas, pero también otras expresiones de la arquitectura rural como la serie tipológica de rancherías, la choza-corral, los molinos, los tambos, talleres de telares, entre otros, encaran un encuentro complejo de lógicas de producir y consumir, validadas en dinámicas distintas y hasta contrapuestas. Por un lado, expresan no solo una síntesis innovadora en muchos sentidos, sino también una extraordinaria capacidad de condensación en la depuración de tipos contrapuestos: la tradicional «casa hispánica», y una construcción e imagen expresados en códigos de modernidad neoclásica o tecnológica30. Pero, por otro lado, reflejan en mayor o igual medida, una condición de subalternidad o sojuzgamiento de la población indígena, como lo demuestra la persistencia de instituciones casi feudales como la del yanaconaje, el «enganche» esclavista y el «tributo indígena», recién derogado en 1854. Es esta doble condición extrema de progreso y a la vez de albergar condiciones infrahumanas del campesino que caracteriza a la arquitectura rural, andina y costeña de los primeros años de vida republicana. Una expresión de modernidad socialmente perversa.
La arquitectura popular de este primer periodo tampoco experimentó transformaciones profundas debido a las razones ya expuestas relacionadas con la crisis económica, las urgencias sociales y las otras prioridades establecidas por la República temprana. Normalmente este tipo de arquitectura espontánea y autoconstruida reproduce en su raíz tipológica y su expresión simbólica un proceso de depuración de larga duración para evidenciar en el tiempo algún cambio significativo. Basta observar los grabados de Mauricio Rugendas o Léonce Angrand para ver la persistencia invariante en su filiación colonial de esta arquitectura popular urbana en la ciudad y el campo.
Una interesante descripción de la arquitectura doméstica rural vinculada con las diversas condiciones geográfico-climáticas del territorio andino se encuentra en las observaciones recogidas, asimismo, por Archibald Smith. En uno de sus viajes hacia Huánuco encuentra una diversidad de paisajes y edificaciones, por lo que se permite caracterizarlos en su construcción y arquitectura en diversos grupos. El primer grupo descrito alude a las casas de la puna y zonas frías en los que, a modo de antiguas casas prehispánicas, estas se construyen básicamente con piedra, tierra y paja.
En la casa de los gentiles, como los nativos llaman habitualmente a los viejos edificios que queremos describir (y en los recovecos en los que a veces se encuentran tesoros), el techo tiene un acabado de piedras y arcilla o tierra, de modo que resistan las fuertes lluvias que caen por estos lugares en ciertas épocas del año. Este tipo de edificio al no requerir madera, era muy recomendado en la sierra del Perú por la abundante presencia de mesetas frígidas sin bosques y cumbres casi inaccesibles; pero en localidades como Andaguaylla, donde el bosque rodea las viejas casas indias, los gentiles pueden recurrir a esta forma de edificación, debido a que no poseen el arte de la carpintería ni saben emplear correctamente todas las herramientas (2019, pp. 145-146).
Las casas de las zonas medio áridas y cálidas de las quebradas resultan menos cubiertas como algunas casas de Huaramayo cerca a Canta:
Un pequeño punto verde, con algunas pulcras chozas rodeadas de campos de alfalfa, y muchos fragmentos escarpados de las cercanas escalinatas […]. Observamos que una de estas humildes moradas, hechas de barro, caña y mimbre, estaba techada con una especie de liquen viviente; un sencillo estilo de arquitectura que nos dice que aquí el clima todavía es seco y cálido y que el lugar está protegido de los vientos fuertes y tormentas (2019, p. 157).
Mientras que, en las zonas de clima templado como Tarma, las casas poseen otra configuración y son construidas con otros materiales:
[…] las casas están, por lo general, techadas con tejas y las de mejor calidad bien soladas con yeso o estuco. Las más antiguas aún permanecen cubiertas de barro y arcilla roja sostenidas y cimentadas por fuertes vigas troncos y una capa de adobe y cañas o quincha. Los techos más anticuados son construidos con ligerísima inclinación, con salidas como escotillas de un barco en los ángulos más inclinados, para dar salida a la lluvia cuando cae con intensidad. El muro de la casa que describimos posee un pie o dos más alto que el techo, de este modo tiene la apariencia de un plano algo inclinado con un cerco. Además, en este parapeto se pueden apreciar agujeros triangulares como los de un palomar donde, cuando han pasado las lluvias y se ha almacenado la cosecha, los campesinos ponen las alverjas, los frejoles y el maíz hasta que, con la directa exposición a un brillante Sol, estos granos se secan y pueden descascararse sin pérdidas ni dificultades (2019, p. 146).
En general, para Smith la arquitectura de las casas de los pueblos y pequeñas aldeas de la sierra se caracterizan por la profusión de:
[…] paredes de piedra o adobe t los techos de paja […]. Las casas de habitación se emplean para almacenar papas, maíz y todos los comestibles con que los residentes pueden beneficiarse; y cuando la familia se retira a descansar, sus miembros se acuestan donde pueden sobre pieles de ovino en sus desordenados aposentos (2019, p. 161).
Archibald Smith residió un tiempo en Cerro de Pasco como médico contratado por la Anglo Pasco Peruvian Mining Company. Quedó impresionado por las duras condiciones de vida de la población y el hecho de que las viviendas no estuvieran acondicionadas para brindar un mínimo de protección térmica en los periodos de frío extremo. Sus observaciones parten de una crítica a la herencia hispánica en el modo de construir:
En la época de los españoles, la forma en que se construyen las casas servía de poco para mitigar los efectos de la dureza del clima de Cerro de Pasco. Las viviendas estaban cubiertas de paja, y esta era la causa de los frecuentes y destructivos incendios que se producían en la ciudad. Para evitar tales accidentes, hace poco se ha techado con plomo una o dos casas (2019, p. 179).
10 | Plaza y mercado de Chorrillos
Dibujo de Johann Moritz Rugendas (28 de marzo de 1844). Fuente: Rugendas, 1975, p. 206.
11 | Iglesia de indios en Huancayo
Dibujo de Leonce Angrand (29 de noviembre de 1838). Fuente: Angrand, 1972, p. 222.
Esta situación empezó a cambiar tras la llegada de la Peruvian Mining Company, en diciembre de 1825, al introducirse algunos elementos de modernidad constructiva y de confort térmico en las viviendas.
[…] los habitantes aprendieron a paliar los males de su inclemente terruño mediante la construcción de chimeneas y fogones apropiados, así como de ventanas con vidrios. Por ello, hemos escuchado bendecir a la compañía mucho tiempo después de que sus agentes tuvieran que despedirse de esas regiones de riquezas subterráneas, por la introducción de dichas comodidades a las moradas y hogares de los mineros (2019, p. 179).
Las primeras señales de reactivación económica en las arcas del Estado a partir de la década de 1840 no se destinaron en un principio a la construcción de infraestructura o edificios de gran formato. Se dirigieron a financiar la creación de nuevas alamedas o el mejoramiento de los principales espacios públicos de la ciudad. La formación de la Alameda Bolognesi, de casi dos kilómetros de largo, en Tacna, es un ejemplo de esta primera generación de obras que empezaron lentamente a llenar de vida a las ciudades peruanas, casi todas ellas sumergidas en una profunda crisis, abandono y desolación desde los años de la guerra de la independencia. La emblemática alameda tacneña fue construida por iniciativa de Manuel de Mendiburu en 1840, en su condición de prefecto de Tacna. En la época de auge comercial, se edificaron una serie de mansiones de buena factura, algunas de las cuales se conservan hasta la actualidad. La alameda tacneña se hizo pronto de un borde urbano de casas pintorescas de italianos y franceses dedicados al comercio.
En medio de un país con la economía paralizada, la ciudad de Arequipa como otras del sur del Perú, experimentaba un relativo auge económico en virtud de un estatus especial que le permitía, desde fines del siglo XVIII, comerciar con Estados Unidos e Inglaterra. La apertura progresiva de numerosas casas comerciales o de almacenaje de propiedad de extranjeros, principalmente ingleses, franceses y alemanes, sirvió para promover las inversiones en el sector construcción y a algunas iniciativas de embellecimiento de la ciudad. Una de estas intervenciones fue el mejoramiento del Paseo de la Alameda, construido por el gobierno del intendente ilustrado Antonio Álvarez y Jiménez, entre 1785 y 1803. Este paseo, ubicado en la Chimba, Yanahuara, contaba con un arco, acotado por dos torres de estilo toscano, destruido por el terremoto de 1868. Se trataba de una calle de casi dos cuadras y media de extensión y un ancho de veinticinco metros, delimitado por dos hileras de árboles y arbustos.
1.4. República temprana sin ciudadanos, ciudad y arquitectura. Reflexiones de cierre
Ciudad y arquitectura: ¿cambios para no cambiar?
En términos generales debería señalarse que, hasta muy entrada la segunda mitad del siglo XIX, la arquitectura y el urbanismo de la naciente república reprodujeron sin mayores cuestionamientos —como aconteció en otros países de América— los fundamentos doctrinarios y programáticos de la reforma urbana borbónica del siglo XVIII. Asimismo, reprodujeron el lenguaje arquitectónico neoclásico adoptado en la fase final del virreinato para todo aquello que estuviera relacionado con el impulso de tres de las más importantes lógicas implantadas por esta reforma: la de la higiene y el ornato, la del control político-administrativo y del control y defensa militar. No obstante, esta vez, el proyecto político que sustentaba dichos fundamentos y lenguaje tenía distinto signo. Personajes como Hipólito Unanue, impulsor de innovaciones desde el Mercurio Peruano (1790-1795) y otras publicaciones, o como el presbítero Matías Maestro, haciendo lo mismo desde cargos prominentes en el aparato de gobierno de la naciente República, continuaron abogando por la urgencia de promover e implementar varios de los proyectos derivados de la reforma borbónica que habían sido interrumpidos por la guerra de la independencia. Se trataba de una gesta civilizatoria o de secularización de la ciudad a través de una arquitectura alejada totalmente de ese barroco popular, salvaje e inculto que caracterizaba la arquitectura realizada hasta entonces.
Un rasgo característico de este primer periodo es que la casi totalidad de iniciativas —desde la remodelación de la Plaza de la Constitución (hoy Plaza Bolívar) e instalación de la columna trajana en homenaje a San Martín, pasando por la reforma de la Calle del Teatro hasta la construcción de una «obra pública» simbólica en cada ciudad del Perú— no pudieron concretarse. En otros casos, como el de la Plaza de la Constitución, los desacuerdos, cambios de uso o destino simbólico acompañaron los intermitentes gobiernos y las luchas intestinas del primer militarismo.
Por lo menos en el rubro arquitectónico y urbanístico el sentimiento antihispánico no se tradujo en un abrupto desmontaje ideológico y operativo de la tradición virreinal. Se produjo una especie de nueva elite criolla y mestiza republicana. Elite de ideas liberales en la cuestión económica y de razonamiento ilustrado en los temas políticos y culturales con cuotas de racionalismo científico, utilitarismo y acentos de romanticismo nacionalista.
Dos décadas de vida republicana posiblemente impliquen poco tiempo para aplicar y consolidar cambios profundos en las estructuras sociales y la organización del territorio, las ciudades y la arquitectura en términos de la promesa republicana. Tiempo que además se hizo aún más breve si condensamos en un solo momento continuo todas las iniciativas y acciones proactivas que convergieron para encaminar el progreso de la nación. Ello frente al dilatado tiempo desperdiciado, durante estas dos décadas, en saldar cuentas personales de políticos y caudillos militares sedientos de poder y un país fatigado en medio de esa casi permanente «pestilente anarquía», a decir de Eugène de Sartiges, en el que vivía el Perú en esos primeros años de República.
Las épocas de cambio no siempre traen consigo un cambio de época. Eso es lo que aconteció durante las primeras tres décadas de vida republicana, como se evidencia, por ejemplo, en la vigencia casi inalterada —salvo el reemplazo de uno u otro símbolo y de nuevos contenidos— de los rituales del poder virreinal, cortesano y de jerarquías preestablecidas en el espacio y los comportamientos, lo que confirma aquello que sostiene Pablo Ortemberg al referirse al destino de los rituales políticos del poder: que estos siempre se presentan «como una de engañosas inmutabilidades» (2014, p. 361). Es verdad que la cultura y sus códigos pueden viajar a tiempo lento en contraste con el cambio incesante del mundo de la tecnología y la ciencia. La arquitectura, para bien y para mal, se nutre de ambos mundos como un campo de fuerzas en estado de permanente tensión entre las permanencias y los cambios de cuerpo o de piel.
Si bien en esta República temprana la ciudad o la arquitectura enunciadas como evocación republicana por formalizarse casi nunca pudieron materializarse en obras concretas, el debate que se produjo en el terreno de la validación de los símbolos patrios significó la galvanización de aquellas posturas que más tarde dieron lugar a la conformación de las principales tendencias y grupos de interés en el debate sobre «qué» es el Perú y las cuestiones de la identidad cultural de lo peruano. El crispado debate sobre la auténtica arquitectura «peruana» de la década de 1920 entre quienes defendían los estilos neocolonial, indigenista, neoperuano o neoinca y sus variantes intermedias tuvieron en este debate de la década de 1820 su punto de germinación. Y no se trató, en este caso, de un debate limitado al ámbito cultural y estético: aparecieron en juego —como había sucedido en los tiempos de la República temprana— determinados intereses sociales, económicos y políticos detrás de cada postura.
Como una especie de río subterráneo, si bien diversos aspectos de la vida social y material del país, como el funcionamiento de instituciones, rituales, pesos, medidas y monedas de origen colonial, se mantendrían casi intactas hasta mediados del siglo XIX, el advenimiento de la República había puesto los fundamentos de una nueva relación de identidad entre sociedad y territorio, entre arquitectura y representación de la esencia diferencial de lo peruano.
Desde la campaña de Simón Bolívar, si algo caracterizaba a los rituales del poder es la diferencia que empezaba a registrarse entre la vocación «cosmopolita» de los rituales limeños y el incaísmo telúrico que impregnaba a los rituales del sur peruano, especialmente andino. Diferencias previsibles al inicio, pero que luego empezaron a adquirir el sentido de proyectos políticos y culturales encontrados en función de los diferentes sectores sociales emergentes en pugna. En este inicial campo de polémica se escondían, en el fondo, las raíces de aquello que Ortemberg denomina el «incaísmo regional» y el «centralismo simbólico limeño» (2014, p. 348).
Los rituales del poder, desde el primer día de la República, expresaron en sí la contradicción entre la continuidad o reutilización de los rituales precedentes y la necesidad de crear y usar nuevos códigos y sentidos. Esta controversia se expresaba, en múltiples circunstancias, como las diferencias entre la arquitectura efímera colonial, con la figura ecuestre del monarca coronado, y la estética revolucionaria francesa, con los monumentos celebratorios:
Durante el Protectorado son evidentes las continuidades del lenguaje ritual y plástico (por ejemplo, las equivalencias en la arquitectura efímera entre la estatua ecuestre de San Martín y la estatua del rey), se presentan imbricados importantes elementos de ruptura con el antiguo régimen. Proliferan los proyectos de monumentos permanentes, concebidos como nuevos soportes de la memoria colectiva (2014, p. 356).
La arquitectura es poder por ser hecha, casi siempre, desde el poder y el afán de construir una huella imperecedera para este. La recusación a lo viejo y el anuncio de un mundo nuevo como lo acontecido con algunas revoluciones políticas trae consigo previsiblemente nuevas arquitecturas y ciudades. Pero no siempre sucede así en el acto: como ya lo he dicho, las épocas de cambio a veces no generan inmediatamente cambios de época.
¿Aconteció lo mismo con la ciudad y la arquitectura de las primeras décadas de la vida republicana? Si existe algún vínculo entre José de San Martín y Simón Bolívar es que las propuestas de orden territorial y urbano se fundamentan en una racionalidad utilitaria y práctica inherente al pensamiento ilustrado, así como en una postura liberal con matices particulares. Como sostiene Leonardo Mattos-Cárdenas ambos «reflejan doctrinas liberales y algunas ideas del primer socialismo. Las ideas para una ciudad-capital, para una Canal de Panamá, para la conservación de monumentos y del ambiente parecen inspiradas en el utopismo» (2004, p. 179). Bajo estos presupuestos ideológicos el fomento a la descentralización territorial y reestructuración político-administrativa del territorio y las ciudades, así como la edificación de los nuevos equipamientos y símbolos de la República se encontraban supeditados al programa ilustrado del buen gobierno.
Si bien ambos libertadores compartían estos ideales de base, es posible que Simón Bolívar sea quien haya contado durante este periodo fundacional de la República con un mejor aparato conceptual y operativo respecto a los dominios de la arquitectura, el urbanismo y el manejo territorial. Sin embargo, más allá de este reconocimiento, e independientemente de los factores de contexto militar, político, social y económico, lo concreto es que la República temprana, entre 1821 y 1840, no pudo concretar casi ninguna obra importante en materia de arquitectura y urbanismo. Ello a diferencia de la magnitud y lo polémico de los severos cambios producidos en la escala del territorio nacional, como es el de su fragmentación y cercenamiento, así como la nueva organización política administrativa que perdura hasta la actualidad en sus fundamentos estructurales.
La ciudad y la arquitectura de este periodo inicial parecían detenidas en el tiempo, pero más deterioradas y opacas de vida que en los últimos años del régimen colonial, tal como lo reconocen los viajeros de la época. Pero ello no niega, sin duda, que algo nuevo estaba intentado emerger. El hecho de que no se pudiera haber construido nada nuevo, tampoco significa que esa «arquitectura hablada» enunciada por nuestros precursores no estuviera prefigurando —desde el decreto de San Martín de la Calle del Teatro hasta los proyectos de las calles arboladas en diversas ciudades pasando por los primeros «paseos» de la República— las bases de una nueva arquitectura y paisaje urbano para la República. Ya el acto, aunque sea retórico, de transmitir el mensaje del advenimiento de una nueva visión y modo de proyectar la ciudad, sus espacios públicos y monumentos, es una señal de cambio. En un sentido u otro, es lo que se produjo de modo intermitente durante los difíciles y confusos primeros años de nuestra vida republicana.
República de inicio: ¿mutatis mutandis?
La instauración de la República no trajo consigo el advenimiento de una Neue Welt radicalmente distinta al del régimen colonial. Este se mantuvo vigente casi hasta fines del siglo XIX en diversos sectores de la vida social, la cultura cotidiana y sobre todo en el dominio de las subjetividades. Exceptuando la conocida resistencia cultural de lo construido a la asimilación y extroversión de los cambios, uno de los ámbitos en los que —más allá de los trasvases de cometidos, contenidos y emblemas— se mantuvo vigente la tradición virreinal durante el siglo XIX republicano, fue el de las formas, los protocolos y comportamientos en las relaciones entre el poder, la autoridad y los ciudadanos.
La declaratoria pública de la independencia el 28 de julio de 1821, al ser uno de los eventos más significativos de la gesta emancipadora debía haber emitido un mensaje concluyente de renovación radical de contenidos y formas en el dominio de los rituales del poder. No fue así. En los hechos fue el primer acto público de motivación republicana en revelar de un modo elocuente el nivel de pregnancia gestáltica de la tradición monárquico-cortesana entre los líderes de la independencia y sus apetencias más profundas.
El acto de proclamación de la independencia por parte del Libertador José de San Martín el 28 de julio de 1821 fue perfectamente planificado en función de los protocolos, códigos de comportamiento y la puesta en escena dispuestos para anunciar las proclamaciones reales durante el virreinato y, en especial, en la ceremonia realizada con ocasión de la proclamación de la Constitución política de la monarquía española jurada en la Corte de Cádiz el 19 de marzo de 181231.
12 | Plaza y mercado de Tacna
Dibujo de Johann Moritz Rugendas (29 y 30 de noviembre de 1844). Fuente: Rugendas, 1975, p. 217.
13 | Plaza de Quiquijana. Quispicanchi, Cusco
Dibujo de Johann Moritz Rugendas (¿3 de diciembre de 1844?). Fuente: Rugendas, 1975, p. 223.
Aparte de la simetría entre este evento simbólicamente fundacional de la República y su antecedente virreinal en cuanto acto celebratorio, San Martín, Bolívar y los caudillos militares repitieron con otros contenidos los mismos protocolos, gestos y parafernalia celebratoria correspondientes en tiempos del virreinato a los rituales de ingreso y los rituales de envestidura, todo ello como una forma de construcción de autoridad y reforzamiento del poder. En este caso las fronteras entre el «vocabulario monárquico-cortesano» y aquel correspondiente al «vocabulario cívico-liberal» (Ortemberg, 2014, p. 203) podían tornarse tan difusas como los límites del espacio público en una ciudad sin demasiado valor de lo público: la misma ciudad, la misma arquitectura y los mismos rituales del poder, esta vez con nuevos personajes y otras alocuciones vaciadas, en muchos sentidos, de contenido y lealtad.
Para un país cuya independencia se pudo lograr, finalmente, por la intervención de ejércitos extranjeros y no por la acción de los propios peruanos, el proyecto de construcción de una República liberal se encontraba apenas en la propuesta de una reducida elite ilustrada y liberal. El edificio colonial se mantenía en el Perú inexpugnable a prueba de toda rebelión tras la cruenta represión ejercida por el poder colonial desde las insurrecciones del siglo XVIII. La casa colonial se había convertido casi en una piel cultural «natural», que no podía ser siquiera cuestionada ni reemplazada por un futuro entonces totalmente incierto. Aquella subjetividad cincelada durante casi tres siglos de dominación había dejado profundas huellas de una dependencia simbólica, que se hizo más patente en las dos primeras décadas de iniciada la República, en medio de una profunda situación de vulnerabilidad social provocada por la guerra, la gran depresión económica y la ausencia de una dirección estable y coherente con los valores republicanos.
Las dos primeras décadas que siguieron a la declaración de la independencia significaron, por ello, la construcción de una «edificación» que se hizo inevitablemente precaria, sin cimientos estables y con habitaciones desconectadas, sin mecanismos o espacios de intermediación. Todo ello por carecer, primero, de un «proyecto» de origen validado social y operativamente y, segundo, por tener ante sí facciones de caudillos que, a modo de arquitectos incompetentes, empezaron peleándose por autorías de un proyecto y «dirección de obra» de una edificación que casi nadie entendía cómo construirla de manera segura, salvo el hecho de saber que sí se podía medrar a costa de ella para saciar los apetitos individuales. La única certeza: que si se le dotaba al edificio de un estilo y una solemnidad a la antigua podía tener algún éxito de venta ante la conocida avidez cortesana de la elite limeña por el boato estridente y los títulos nobiliarios reales o falsos.
La República no surge ni es consecuencia de un proyecto previamente consensuado que origine la construcción de un edificio estable sin imprevistos. Se constituye prácticamente —como sucede con cualquier barriada peruana— como una invasión de construcción precaria donde la ausencia de proyecto o diseño previo se ve reemplazada generalmente no por otro diseño sino por una sucesión siempre desordenada de acciones e intervenciones que lo único que garantizan es el estado de precariedad permanente. En circunstancias como estas lo más conveniente es asirse de la tradición y las convenciones establecidas.
En términos de las estructuras sociales y económicas, el Perú republicano mantuvo, por ello, durante la República temprana prácticamente el mismo cuerpo colonial pero investido de otro ropaje. Como sostiene José Ignacio López Soria:
La vida republicana se asienta, pues, sobre las mismas estructuras, jerarquías, privilegios y valores de la sociedad colonial. La república se construye de acuerdo al esquema tradicional: aristocracia de la tierra feudalizante y autonomista, burguesía comercial reducida pero nutrida de privilegios, sector intelectual escasamente conocedor de nuestra realidad, militares ávidos de poder y con las miras puestas en las tierras abandonadas por los españoles y una enorme masa de indios, mestizos, negros y mulatos sin estatus ciudadano (1980, pp. 104-105).
En este contexto social, político y de persistencias culturales, las ciudades y la arquitectura de esta primera «república sin ciudadanos», como señalaría Alberto Flores Galindo en 1997, se hicieron reflejo perfecto: las ciudades continuaron sometidas a una morfología dominada por la Iglesia, mientras las desteñidas fachadas con patios vacíos albergaban añoranzas del pasado colonial, así como las casas hacienda y sus plantaciones continuaron glorificando la esclavitud y la explotación de la población indígena. Y, por inferencia, esta ciudad y arquitectura republicana de inicio se hicieron expresión elocuente de la ausencia de nuevos contenidos y formatos debido a la falta de esa energía utópica que desprenden las auténticas revoluciones, así como al funcionamiento de un Estado republicano que solo disponía de una ínfima capacidad para la inversión pública en infraestructura32. Hubiera sido impensable el surgimiento de una nueva arquitectura y urbanismo en un país empobrecido como el Perú de entonces, con un sector público y privado sin capacidad ni interés alguno de recurrir a la arquitectura para legitimar su poder ya que este dependía casi exclusivamente de las armas.
¿Por qué no se produjo un cambio significativo de la ciudad y la arquitectura durante los primeros años de la República? La postración económica y la anarquía política generada por las guerras civiles promovidas por el caudillismo autoritario y conservador no lo explican todo. La clave de la respuesta se encuentra en el hecho de que si bien es cierto que se produjeron dos cambios estructurales (cancelación definitiva del dominio colonial español y el abandono de las formas de organización político-territorial), la inexistencia de una clase social cohesionada con liderazgo y legitimidad no permitió constituir de manera convincente ni una «República de indios» ni una «República liberal burguesa». Los sectores —la elite criolla urbana de medianos y pequeños propietarios, los profesionales liberales, además de la elite criolla provinciana— que desempeñaron el trabajo duro de la campaña emancipadora terminaron siendo fagocitados tanto por la aristocracia de la tierra, señorialista, profeudal, como por aquellos miembros de la elite criolla articulada económicamente a los intereses del gran capital comercial y el capitalismo industrial británico.
Este entramado social de intereses contrapuestos lo que hace evidente es que, contra lo afirmado por la historiografía oficial de la independencia, la lucha emancipadora no representa una épica gloriosa de un país en el que todas las clases sociales se encontraban unidas por un único espíritu emancipador y una sola voluntad colectiva sin distingos de ningún tipo. La realidad histórica nos revela todo lo contrario: que la campaña de la independencia fue un tenso campo de fuerzas de múltiples intereses contrapuestos o en permanente trasvase de intenciones y fidelidades sociales y políticas.
Se encontraban lejos un Hipólito Unanue y el sector que él representaba involucrado plenamente en la tarea de promover una ciudad más higiénica o de las imágenes limpias de una arquitectura neoclásica para el Colegio de Medicina de San Fernando (1811). Lo que había quedado como sujeto social dominante de la depuración republicana fueron apenas estos dos sectores más interesados en sobrevivir que en liderar una nueva narrativa arquitectónica. Una de las razones más importantes: la expatriación de todos los capitales y ganancias de los grandes comerciantes limeños y muchos de provincias a sus casas matrices.
Los años iniciales de la República fueron, sin duda, tiempos contradictorios y un crispado campo de fuerzas en los que el apego a la tradición o su impugnación radical se encontraban en constante pugna. Y, en medio de estos dos polos, se encontraban propuestas que estaban gestándose ya desde muchos antes de la declaratoria de la independencia, al menos en el ámbito de cierta renovación en el lenguaje de la arquitectura virreinal civil y doméstica estructuralmente barroca. Un destacado ejemplo lo constituye la obra de Matías Maestro, quien muchos años antes de que la naciente República promoviera el vocabulario neoclásico como el ideal surgido de la Revolución francesa, la racionalidad ilustrada y las celebraciones napoleónicas, había empezado a plasmarlo en una diversidad de obras emblemáticas. Antes de que fuera invitado por San Martín a hacerse cargo de reconfigurar la imagen de Lima, se había encargado, desde inicios del siglo XIX, de diseñar los nuevos retablos mayores de la Catedral, la Iglesia de San Francisco, la Iglesia de San Pedro, entre otras, así como ofrecer un pequeño manifiesto riguroso de neoclasicismo académico en su Iglesia de Santo Cristo de las Maravillas. Sus dos obras civiles más importantes fueron indudablemente el Cementerio General de Lima (rebautizado como Matías Maestro en su honor), un diseño de 1808 en clave de reinterpretación serliana en la estructuración del atrio, la capilla y el propio cementerio. La otra obra, el Colegio de Medicina de San Fernando, de 1811, ubicado al borde la Plaza de San Ana y concebido con una composición de simetría controlada y codificación neoclásica en escala equilibrada con el entorno preexistente.
La obra de Matías Maestro revela que no toda la innovación y los cambios se produjeron luego de la instauración del régimen republicano, ni el legado virreinal desapareció totalmente, sobre todo en el dominio de las subjetividades y de los rituales del poder y la continuación de este. El ámbito de los códigos escenográficos y las arquitecturas efímeras que acompañaron los rituales del poder colonial y luego republicano son un extraordinario ejemplo en el que pueden observarse las tensiones entre monarquía y republicanismo, entre proteccionismo y liberalismo, y entre el orden estético de un absolutismo tambaleante y el de una república incierta.
Las primeras señales de recusación de los formatos y protocolos de los rituales del poder colonial con implicancias en el mundo de las imágenes empezaron a producirse desde fines del siglo XVIII, en medio del desmoronamiento del régimen colonial y la monarquía en España y una represión sangrienta a toda señal emancipadora. En este contexto empezaron a construirse las primeras evidencias de una nueva ritualidad política identificada con la racionalidad ilustrada y el proyecto liberal de sociedad. La aparición de nuevos emblemas y conceptos como el de «patria» y «ciudadano», y todos aquellos valores promovidos por la independencia de los Estados Unidos (1776) y la Revolución francesa (1789), empezó a conformar un nuevo vocabulario cívico-liberal que, como advierte Pablo Ortemberg (2014), se tradujo, entre otros aspectos, en el abandono gradual de los célebres «arcos triunfales» que a modo de arquitecturas efímeras solían ser ofrecidas por las corporaciones virreinales en ocasiones especiales. Los arcos empezaron a ser reemplazados por las «pirámides patrióticas», las «columnas» celebratorias y el desfile de retratos —que estaban restringidos a los retratos del monarca y otros personajes de la aristocracia colonial— para honrar a destacados personajes liberales y actores de la gesta emancipadora. Otra novedad de las nuevas fiestas del poder en el campo de las tensiones monarquía-liberalismo fue la instauración del lanzamiento de globos aerostáticos como símbolo de modernidad y elevación del espíritu americano (2014, p. 207). La costumbre de lanzar globos aerostáticos se extendió hasta muy entrado el siglo XX sobre todo en diversas ciudades andinas.
Los rituales del poder de inicios de la República durante el Protectorado sanmartiniano, la dictadura bolivarista y los rituales del caudillaje militar se encuentran aún impregnados de recursos simbólicos de la escenografía, los protocolos y códigos comportamentales de la sociedad colonial. Sobre todo, del montaje y estética de los rituales aristocrático-cortesanos resignificados por el poder borbónico y los virreyes militares durante el siglo XVIII, así como de los ritos emergentes que acompañaron la gesta liberal de la Constitución de Cádiz y a la nueva narrativa iconográfica que empezó a germinar con la hazaña libertadora del continente americano. En este caso, como señala Pablo Ortemberg respecto a los rituales de continuidad del poder durante el periodo 1808 y 1928, «revela que la mitopoiesis nacional se apoyó selectivamente en formas rituales monárquicas» (2014, p. 22).
En este decurso los usos y sentidos del ritual del poder y, específicamente, del ritual político estuvieron demarcados por una serie de hitos de cambio que van desde el terremoto de 1746 hasta los contrarritos bolivarianos y la iconografía del caudillismo militar de la década de 1830. Pablo Ortemberg resume estos momentos decisivos de la siguiente manera:
Los momentos claves que desafían la reproducción simbólica del orden pueden ser la destrucción física de la ciudad con el terremoto de 1746, la crisis abierta con la vacatio regis de 1808 y la irrupción del nuevo sujeto soberano en Cádiz de 1812. También lo son la proclamación de la independencia del 28 de julio de 1821 y la configuración del ritual cívico durante el Protectorado, y luego durante el Congreso republicano, hasta la emergencia y clausura de los ritos bolivarianos en el espacio urbano (2014, p. 29).
Si no es la destrucción total de toda preexistencia del viejo sistema, los nuevos regímenes provenientes de revoluciones o guerras emancipadoras, como es el caso del Perú en 1821, recurrieron al uso resignificado de aquellos símbolos, lugares, edificios o lugares de emplazamiento del poder derrotado para evidenciar precisamente el efecto de sustitución de un poder respecto a otro. Fue el camino elegido por San Martín y sus huestes probablemente no por convicción estratégica, sino por una no tan oculta aspiración promonárquica.
La arquitectura y el urbanismo como formas de materialización del poder también cumplen el objetivo de una representación sacralizada del poder y la autoridad, que es también, finalmente, el objetivo supremo de toda forma de ritual y fiesta del poder. En este caso el espacio físico formalizado como arquitectura representativa y ciudad celebratoria se transforma en «un escenario extracotidiano de una representación en la que conviven el placer y la obediencia, la cohesión y el conflicto» (2014, p. 25).
Como había sucedido durante la Colonia, el poder y autoridades de la naciente República organizaron también las ceremonias, fiestas y otras actividades público-religiosas como formas e instrumentos de «propaganda» o mecanismos de dominación de la esfera de sensorial subjetivo de la plebe. En esta lógica, si bien la carencia de recursos hacia imposible la ejecución de una columna o monumento conmemorativo y mucho más de una nueva edificación o reforma urbana, de alguna forma la sola evocación de nuevos paisajes urbano-arquitectónicos (como la reforma de la Calle del Teatro) resultaba persuasivo para una colectividad ansiosa de encontrase con nuevos referentes de cambio real.
Los cambios se habían producido tan solo en la esfera de los anuncios y las buenas intenciones. Lo que de por sí, en el terreno de las obras concretas, conlleva su propio significado: ¿cambiar para no cambiar o mutatis mutandis?
Ciudad y arquitectura de la Republica temprana: ¿de las ideas a las obras?
Tras la liquidación del proyecto de la Confederación Perú-Boliviana, en 1839, el inicio de la década de 1840 coincide con una etapa que Jorge Basadre denomina la «Restauración», que representa en realidad —tras los aciagos primeros años de caos, militarismo autoritario y autocracias— una oportunidad de repensar el futuro del Perú republicano, esta vez desde los resultados de una experiencia errática de más de dos décadas de vida republicana, así como en función de las nuevas condiciones geopolíticas y la economía internacional del momento. El Perú no podía seguir sometido al designio de líderes sin arraigo nacional, como tampoco estar en permanente zozobra en medio de un debate ideológico fragmentado, intermitente y no conclusivo entre liberales, conservadores o constitucionalistas. Este debate, si bien no tuvo un correlato explícito en términos de urbanismo y arquitectura, significó un marco de referencia ineludible para la implementación de una serie de iniciativas, la mayoría de ellas nunca concretadas.
Este primer periodo de la historia del urbanismo y la arquitectura republicana representa igualmente —en su endeblez y carencia de aliento de futuro— un reflejo sombrío de este periodo de difícil alumbramiento republicano del país, en el que las cuestiones del «territorio», en su notación geopolítica, adquirieron una comprensible preponderancia sobre los dominios de la «ciudad» y la «arquitectura», en ese orden. En este periodo no solo no se produjeron grandes obras, sino que tampoco pudieron concretarse muchos de los pequeños proyectos. Esto es casi como una metáfora trágica de lo que sucedía en el terreno político institucional, en el que ninguno de los tres principales proyectos políticos encarnados por San Martín, Bolívar y Santa Cruz lograron concretarse o tuvieron apenas una vigencia entrecortada33. Se trató de un periodo convulso e incierto, como la propia república que representaba el Perú, donde lo único común —como nos lo recuerda Jorge Basadre— era, primero, que los tres personajes más influyentes (José de San Martín, Simón Bolívar y Andrés de San Cruz) eran extranjeros, y, segundo, que, a pesar de que cada uno de ellos enarbolaba concepciones políticas e intereses distintos, los vinculaba el «autoritarismo» revestido de pulsiones monárquicas, cesaristas napoleónicas o autocráticas, respectivamente.
Si bien la liquidación del proyecto de la Confederación en 1839 y las posteriores tensiones bélicas del Perú con Bolivia y Ecuador configuraron un periodo tensional que se extendió hasta el inicio de la década de 1840, es evidente que este momento da cuenta no solo del fin de un primer periodo, que se inicia en 1821, caracterizado por un militarismo autoritario y una elite funcional a este, sino del inicio de otro nuevo periodo, en el que la construcción de la promesa republicana adquirió un nuevo perfil y otras condiciones de concreción. Estos cambios tendrán un notable impacto en la reconfiguración del territorio y la producción urbanística y arquitectónica del país. Este nuevo periodo, el de la «Restauración», no fue uno estructuralmente distinto, pues representa un momento en el que, por diversos factores —entre ellos el decantamiento del debate político en ciertos espacios de consenso—, se vuelve a pensar el futuro del Perú como República. Jorge Basadre resume este momento decisivo advirtiendo lo siguiente:
[...] más que una «restauración» lo que hubo en 1839 fue una «consolidación». Porque en 1839 quedó aclarado que el Perú sería, en el futuro, el Perú. Hasta entonces el país había vivido periódicamente bajo la sensación íntima de la transitoriedad de sus instituciones. [...] Bien es verdad, que, con un criterio exacto, este primer periodo de la República concluye todavía dos años después (1841), en la batalla de Ingavi, al fracasar el anhelo de que el Perú dominase Bolivia (2005, I, p. 192).
A partir de la década de 1840, esa arquitectura y urbanismo republicano, signados por la crisis y el desaliento, así como por la imposibilidad de concretarse en numerosas iniciativas del periodo inicial de vida republicana, empezó a tomar otro rumbo, no solo debido a un nuevo escenario de construcción política, sino, coincidentemente, debido a las primeras señales de reactivación económica producidos por la explotación del guano de islas, lo que se reconoce como el primer gran ciclo de expansión económica de la República. La década de 1850 se constituye, por ello, en una especie de espacio de transición entre un momento y otro. El proyecto de remodelación de la Alameda de los Descalzos, de Lima, de 1856, durante el gobierno de Ramón Castilla (1855-1857) puede considerarse como la obra culminante más importante del modesto plan en pro del embellecimiento de las ciudades y sus principales avenidas o alamedas de las tres primeras décadas de vida republicana. Pero también puede considerarse como el inicio de un nuevo y ambicioso plan de transformación de Lima y las principales ciudades del país como ocurrió en las décadas posteriores34.
La reforma encargada a Felipe Barreda se encuentra a medio camino entre la conservación del viejo formato generado a partir de su modelo de origen (la Alameda de Hércules, en Sevilla, y el Paseo del Prado de Valladolid) y una nueva configuración unitaria. A ello contribuyeron el rediseño de la capa vegetal de los jardines, la colocación de una verja de hierro forjado, lo que le otorgó un matiz de romanticismo paisajístico, así como la instalación de un nuevo mobiliario entre bancas, jarrones y doce estatuas de mármol traídos de Italia.
Con excepción de las intervenciones del presbítero arquitecto Matías Maestro Alegría, la controversia entre la persistencia del barroco popular y el advenimiento de una impronta neoclásica depurada probablemente era lo menos relevante en los aciagos tiempos antes y después de la independencia. Aquí se encontraban ya muy distantes el impacto de ese nuevo lenguaje arquitectónico inaugurado por Matías Maestro, no solo en sus numerosas obras de remodelación de las iglesias de Lima, sino en dos de sus obras civiles más significativas: el Cementerio General de Lima y la Escuela de Medicina de San Fernando. Esta era la situación del Perú y sus ciudades hasta mediados del siglo XIX respecto a la de otros países y ciudades de América que tuvieron otro destino menos crítico, caótico o de postración económica, como en México, Buenos Aires o Santiago de Chile. Sobre todo México, tras la Constitución en 1785 de la Academia de San Carlos de Nueva España, que impuso e irradió con determinación el decálogo neoclásico como el nuevo estilo arquitectónico de la Ilustración a través de una generación de arquitectos e ingenieros como Manuel Tolsá y Miguel Constansó, entre otros.
Tras una intensa, agitada e influyente trayectoria como precursor de la independencia, científico reconocido, representante político y eficiente gestor durante los primeros años de la república, Hipólito Unanue optó en los últimos años de su vida por el retiro en su hacienda de Cañete, donde falleció el 15 de julio de 1833. Este abandono del mundo urbano para su reclusión rural probablemente encarne diversos mensajes, pero una sola certeza: que Lima y el paisaje urbano del país se encontraban tan lejanos de esa épica y estética republicana que seguramente él, y los otros precursores y próceres de la independencia habían soñado alguna vez. Quien había ocupado casi todos los cargos más importantes de los primeros gobiernos de la República había elegido el mundo apacible de un campo que, sin grandes cambios respecto a su matriz colonial, podía lucir aún como imagen paradójica —en contraste con el paisaje aldeano y de anomía cultural de la ciudad— los contornos de cierta avanzada arquitectónica republicana. Su casa hacienda en Cañete, heredada del español liberal Agustín de Landaburu y Belzuncede como retribución a su maestro peruano, es eso: el paisaje de un universo impregnado de neoclasicismo republicano, operado con rigor y cierta escala monumental. Metáfora perfecta de una república evocada como retiro civilizado de una república incierta e irrealizable hasta cierto punto. Después de 1840 su hijo, José Unanue de la Cuba, asentó en las inmediaciones los fundamentos de otra casa hacienda que luego se convirtió en el «Palacio Unanue» que, en su autoafirmación y eclecticismo de añoranza morisca, con cierta gestualidad neoclásica y un pintoresquismo romántico se hizo igualmente imagen perfecta de esa hasta entonces república esquiva, ingobernable, retorcida en intereses y desencuentros múltiples. Con todo, el Perú de 1840 ya no era el mismo país que el de 1821.
1 El texto es parte de una investigación desarrollada por el autor entre 2019 y 2020 con el título «Ciudad, urbanismo y arquitectura. Doctrina, proyectos y obras de la República temprana. 1821-1840», con el auspicio del Centro de Investigaciones de la Arquitectura y la Ciudad (CIAC) de la PUCP. El texto en toda su extensión es original e inédito.
2 Carmen Mc Evoy en su En pos de la República. Ensayos de historia política e intelectual, encuentra que el destierro del vocabulario e imaginario general de la palabra «república» para designar también nuestro tiempo presente, así como la identificación del siglo XIX con el pasado y la tradición, tiene como origen las consignas adánicas de la Patria Nueva leguiista referidas al origen del Perú moderno. Su evaluación es concluyente: «El momento de quiebre del proyecto republicano ocurre en la redefinición conceptual del término “republica” y su sustitución por “Patria Nueva” en el temprano siglo XX» (2013, p. 18).
3 Para otros autores este periodo inicial concluye en 1845 con el fin del primer militarismo y el inicio del gobierno de Ramón Castilla (1845-1851), un periodo de relativa estabilidad y el inicio de la construcción de un Estado-nación. Se trata de una demarcación temporal pertinente si es que se reconoce la persistencia en los primeros años de la década de 1840 de todos aquellos factores que caracterizaron al militarismo autoritario y el desgobierno correspondiente. Sin embargo, en este caso, hace más sentido optar por una demarcación temporal que tome como referencia aquel factor económico que tuvo un impacto fundamental en la transformación del territorio, las ciudades y la arquitectura: el inicio del negocio guanero. Tomando como referencia las estimaciones sobre la evolución de la economía peruana y el negocio guanero de Heraclio Bonilla y Shane Hunt, Jorge R. Deustua establece el periodo 1840-1852 como la etapa temprana del comercio guanero y, la etapa 1852-1878, como la fase madura del mismo (2011, p. 201).
4 En referencia a este periodo inicial, también puede mencionarse a Manuel Cuadra, quien resume el periodo antes del boom guanero en pocas líneas para referirse brevemente a la intervención conocida de la reforma de la calle del teatro señalando la recusación al modelo colonial de plaza para optar por una medialuna al centro de la cuadra al estilo de los crescents ingleses (2010 [1991], p. 29). Si bien el periodo de análisis corresponde al de las reformas borbónicas en el mundo urbano del siglo XVIII, así como las crisis higiénicas y de habitación en la Lima después de la segunda mitad del siglo XIX, los estudios de Gabriel Ramón Joffré ofrecen marcos de referencia y valoraciones específicas sobre determinados aspectos de la realidad urbana del periodo temprano de la República, 1821-1850 (1994, 2000, 2010 y 2017). Jesús Cosamalón se ha ocupado igualmente del siglo XIX con referencias de contexto y específicas en la relación ciudad-sectores populares del periodo temprano de la República (2004 y 2017).
5 Para indagar sobre los planteamientos de Simón Bolívar y la producción arquitectónica y urbanística de los primeros años de vida republicana de Leonardo Mattos-Cárdenas véase Mattos-Cárdenas, 2004. Sobre las iniciativas en materia de arquitectura y urbanismo de Confederación Perú-Boliviana véase Gutiérrez, 1983. La lectura del siglo XIX peruano por Ramón Gutiérrez se traduce en la subdivisión de este primer periodo poscolonial en dos momentos: el correspondiente a la Confederación Perú-Boliviana (1836-1839) y el iniciado por el gobierno de Ramón Castilla desde su primer gobierno en 1845-1851 (1983, p. 377 y ss.). A diferencia de este segundo referente, que representa en efecto el inicio de una etapa distintiva en la arquitectura y el urbanismo poscolonial, la mención a la Confederación Perú-Boliviana como un periodo definido resulta en cierto sentido desproporcionado. Propuesto así, podría suponerse que antes de la jefatura del mariscal Andrés de Santa Cruz no se habría producido alguna expresión de arquitectura, urbanismo o arte urbano. Si bien no se produjo casi ninguna gran obra en términos de urbanismo y arquitectura, la serie de monumentos y arcos conmemorativos ejecutados durante el periodo de la Confederación representan la fase culminante de una tradición de obras similares iniciada por el propio José de San Martín desde 1821 y continuada luego por Simón Bolívar y los gobiernos subsiguientes.
6 Tras el éxodo de la nobleza española y las órdenes religiosas, poseedoras de enormes cantidades de territorio bajo el control de las haciendas, la aristocracia de la tierra durante la República temprana estuvo constituida por algunos nobles españoles que decidieron quedarse en el Perú, algunos de ellos de ideas liberales; como de mestizos ricos, que, como los describe Johann Jakob von Tschudi, era un «hacendados perezosos», así como un conjunto de españoles (la mayoría de ellos militares de mediano y bajo rango), afincados en la sierra tras la independencia y dedicados al comercio o convertidos en hacendados por matrimonio. Respecto de estos últimos, Tschudi señala que se trata de personajes que «pretenden ser hombres cultos de la manera más ridícula, con orgullo ilimitado, su ignorancia aún mayor y su presunción repugnante» (2003 [1846], p. 305).
7 Según diversas fuentes, como anota Alberto Flores Galindo, en 1824 existían en el Perú 36 casas comerciales inglesas, 20 estaban ubicadas en Lima y 16 de ellas en Arequipa. El 50% del comercio exterior del Perú estaba destinado a Gran Bretaña, mientras que el 95% de las importaciones lo constituían textiles ingleses, lo que trajo consigo la ruina de la producción artesanal: «La fragilidad económica, la debilidad administrativa y el desorden y anarquía política, facilitaron la rápida expansión británica» (1980, pp. 118-119).
8 La explicación de fondo que señala Alfonso Quiroz al respecto es que entonces «no existía un mercado nacional si no circuitos comerciales regionales aislados [...] desarticulados entre sí, en los cuales actuaban elites con características propias y diferenciadas entre otras» (1987, p. 217).
9 Debe recordarse que, hasta la revolución de a Túpac Amaru, formaban parte del entramado social colonial el estamento de los curacas y de los descendientes de la nobleza inca con derechos reconocidos por la colonia española. Más cerca del mundo andino que del contexto urbano, los integrantes de este sector social, que apoyaron inicialmente a la rebelión tupacamarista, terminaron reprimidos y desaparecidos como sujeto social a partir de 1782, con la orden de suprimir los títulos de la nobleza inca y desaparecer cualquier forma de evocación del Imperio inca. En 1821 existían en el Perú cerca de 40 000 esclavos. La gran mayoría vivía en la costa. Del conjunto de esta población cerca de 10 000 esclavos residían en Lima, es decir el 16%, la mayoría de ellos dedicados a actividades domésticas. Lima era prácticamente una ciudad de esclavos y de una población negra y de otras castas sometidas al oprobio esclavista. Por eso cuando entre el 5 y el 20 de julio, Lima, quedó desguarnecida por el retiro del ejército realista, lo que más temía la elite era una rebelión de los esclavos, como había sucedido en Haití y Santo Domingo.
10 El denominado «primer militarismo» implica un periodo que no coincide ni concluye ciertamente en las dos primeras décadas del «periodo inicial» aquí establecido en la periodización de una historia de la arquitectura y el urbanismo del siglo XIX. Jorge Basadre, autor de la caracterización y propuesta de periodización del militarismo republicano, establece tres periodos: 1. El Primer militarismo o el militarismo de la victoria, 1827-1872; 2. Segundo militarismo o militarismo de la derrota, 1883-1895; 3. Tercer militarismo, 1930-1980 (2005, I).
11 Los datos sobre la distribución regional del Producto Bruto Interno (PBI) en el Perú de 1827 son más que reveladores. La sierra sur en su conjunto aportaba el 52,01% del PBI; la región centro, el 32,34%; la región norte, el 14,66%; y la región amazónica, el 0,98%. En términos de departamentos, el aporte de Lima llegaba al 15,93%; Arequipa, al 11,41%; el Cusco, al 19,98%; y Tarma, al 16,42%. (Seminario, 2016, p. 88). Para el mismo año, 1827, el PBI total nacional alcanzaba la cifra de 969 000 000 (en dólares de Geary-Khamis) y el PBI per cápita era de 519 dólares por habitante (Seminario & Zegarra, 2014, p. 1).
12 Esta especie de renacimiento económico del sur peruano y la consiguiente reestructuración del espacio nacional no provienen, ciertamente, de una operación económica surgida tras la independencia del país. Los antecedentes se encuentran en las postrimerías del régimen colonial. La gradual e incipiente apertura de la economía colonial al comercio internacional e intercolonial durante el siglo XVIII —debido, entre otras razones, a la disminución creciente del poder de España como potencia colonial y el fracaso sistemático del proteccionismo comercial validado por el reglamento de comercio libre de 1718— significó una profunda transformación del espacio territorial colonial con la creación de nuevos circuitos y polos de producción y consumo. Los cambios político administrativos y territoriales y sus efectos en Lima, pero también en la economía del Perú, se produjeron como un continuo desmembramiento del territorio colonial. En 1717 se creó el Virreinato de Nueva Granada, en 1776 el Virreinato del Río de la Plata. El epicentro se trasladó a Buenos Aires al quedar Potosí bajo su jurisdicción. Lima y el Perú acusaron gran impacto de estos cambios. El desmembramiento territorial y desangrado económico no quedó ahí. La creación de nuevas audiencias (Caracas y Cusco), capitanías generales (Chile, Venezuela, Cuba y Guatemala) y la creación del régimen de intendencias en 1784 (Lima, Trujillo, Tarma, Huancayo, Cusco, Arequipa, Huamanga y Puno), muchas de las cuales fueron la base de los primeros «departamentos» de la república, terminaron arrebatando a Lima la hegemonía y el control político y económico del país.
13 Archibald Smith (1790-1870) fue un médico escocés que llegó al Perú en 1826, contratado por la Anglo Pasco Peruvian Mining Company para desempeñarse, como tal en su asiento minero de Cerro de Pasco. Tras la cancelación de las operaciones mineras al poco tiempo de su arribo, Smith se dedicó a la agricultura en la región de Huánuco para luego residir en Lima ejerciendo la medicina. En 1839 la editorial inglesa de Richard Bentley, New Burlington Street, publicó, en dos volúmenes, Peru as It Is: A Residence in Lima and Other Parts of the Peruvian Republic. Con un breve intervalo de estadía en Europa, en 1847, volvió a residir en el Perú hasta 1860, como anota Magdalena Chocano en los apuntes biográficos que preceden a la edición traducida bajo el título El Perú tal como es. Una estancia en Lima y otras partes de la república peruana, incluida una descripción de las características sociales y físicas de ese país [retrato del Perú poco después de su independencia]. Estudio introductorio de Magdalena Chocano en una coedición del Banco Central de Reserva del Perú (BCRP) y el Instituto de Estudios Peruanos (IEP). Si bien las observaciones y análisis de Smith están obviamente más relacionadas con la medicina por su profesión, su recuento y observaciones del Perú que le tocó ver y vivir, entre 1826 y 1838, materia de la publicación del libro, incluyen una serie de referencias a las cuestiones de orden social, económico, productivo y hasta político. Entre estas anotaciones destacan, sin duda, aquellas que registran —empleando el término «arquitectura»— algunas características constructivas, espaciales y estéticas de las edificaciones del Ande peruano ubicadas en sus diferentes niveles altitudinales. Junto a ellas se encuentran, asimismo, numerosos apuntes sobre diversos pueblos como Canta, Obrajillo, Matucana y ciudades del país como Tarma, Huancayo, Huánuco y Cerro de Pasco. El paisaje en estado de asombro continuo es otro de los temas que recorren las memorias de viaje de este médico escocés, a quien le tocó vivir precisamente en el periodo de inicio del Perú republicano.
14 Se trata de una serie de medidas dirigidas a los habitantes de Lima destinadas a «velar el aseo y ornato de sus calles, y deseando al mismo tiempo conservar la memoria de los hechos gloriosos que han manifestado el patriotismo de los pueblos y deben conservarse en la memoria de las generaciones» (Oviedo, 1861, VI, p. 241). Todo ello para fomentar el aseo y en pro del ornato de la ciudad, así como implícitamente para contar con un «reglamento» para normar el comportamiento social y algunas actividades económicas a propósito de la reforma de la calle del teatro.
15 Un síntoma penoso de la precariedad, fragmentación y profunda inestabilidad de la naciente República, que viajeros, como Eugène de Sartiges y Adolphe de Botmiliau, que recorrieron el Perú entre 1834 y 1848, calificaban como la «comedia republicana», es el número de constituciones, presidentes o jefes provisorios que gobernaron el país durante las dos primeras décadas de la República: cinco constituciones y 52 presidentes o jefes provisorios (un promedio de cuatro «presidentes» por año). Otros países como Chile, entre 1826 y 1846, tuvieron en este periodo tan solo 15 presidentes.
16 Paulding, 1835. Un rasgo de Bolívar en campaña. Nueva York: Imprenta de don Juan de la Granja. La traducción es de alguien con iniciales L. M. que dedica la publicación a Juan de Francisco Martín y señala que un distinguido oficial de la marina de los Estados Unidos acababa de publicar un opúsculo, A Sketch of Bolivar in his Camp, y que convendría difundir en castellano como un homenaje a Simón Bolívar. Luego de evocar las imágenes de una Lima antes festiva y arreglada, Paulding, describe asombrado el estado de calamidad de la ciudad en 1824: «Pero si el inmutable clima del Perú hubiera dado lugar á la impetuosa furia de un huracán que hubiera arrasado toda la faz de la naturaleza en su desoladora carrera, no habrían presentado las bellas alquerías y hermosos campos del Rimac una escena de tan completa ruina como la que acarreó la revolución. Ocupada alternativamente por los realistas y Patriotas; cuanto escapaba de la rapacidad de los unos, venia á ser presa segura de los otros. Si los habitantes no habían huido de sus casas por temer algún riesgo personal, era echados de ellas violentamente y conducidos á una prisión ó á los mataderos militares. Sus caballos, su ganado, y los frutos del campo eran si reserva despojos de la guerra. Las aldeas y haciendas ocupadas por la soldadesca, era continuamente los teatros de las mas desastrosas correrías por ambos partidos, de suerte que en dos ó tres años la ruina y la devastación vinieron á usurpar el lugar en que abundaba todo lo que podía desearse para suplir las necesidades y conveniencias de los desgraciados habitantes. Lima pasó por la primer terrible prueba con alguna mas dicha que los pueblos vecinos, pero con el tiempo le tocó una gran parte de la calamidad general. El edificio social fue conmovido hasta los mismos cimientos. Los destierros, las confiscaciones y los préstamos forzosos redujéron á la mendicidad á las mas opulentas familias. Vajillas, muebles, y cuanto había de valor, todo era sacrificado para cubrir las necesidades del momento, y muchos ejemplos hubo de ver las espléndidas casas de los ciudadanos ocupadas por soldados de fortuna» [sic] (1835, pp. 8-9).
17 Alexander von Humboldt se sorprende de una situación de decadencia social y cultural de Lima no solo respecto de La Habana o Caracas, sino en comparación con Arequipa: «No vi casas magníficas, ni mujeres vestidas con lujo, y sé que la mayor parte de las familias están totalmente arruinadas. La razón oculta de esta situación reside en las enemistades sociales y la pasión del juego. Excepto un teatro (mediocre y poco concurrido) y una plaza de toros (muy vistosa), no existe ninguna otra diversión. En el paseo, se suelen encontrar apenas tres calesas. Por la noche, la suciedad de las calles, adornadas con perros y burros reventados, añadida a las irregularidades de la calzada, estorba el tránsito de los coches. El juego y las disensiones entre las familias (esas funestas disensiones alentadas por el gobierno y que hacen inhabitables poco a poco una de las más bellas regiones de la tierra) aniquilan toda vida social. En la ciudad de Lima, no hay ni una tertulia a la que acudan más de ocho personas» (1980, p. 92) Añade valoraciones como estas: «En la propia Lima no puedo estudiar sobre el Perú. Aquí nunca se puede trabajar sobre materias relativas a la felicidad pública del reino. Lima está más alejada del Perú que Londres y mientras que por otras partes de América nadie peca por exceso de patriotismo, yo no conozco ninguna otra comarca en que este sentimiento es más débil. Un egoísmo frio gobierna a todas las personas y lo que no perjudica a uno no perjudica a nadie» (p. 93).
18 La descripción que realiza Robert Proctor de la casa de gobierno es lacónicamente veraz: «El palacio o casa de Gobierno, donde al principio el virrey mantenía su rango, ocupa una manzana entera de 150 yardas por costado. Es edificio antiguo, revocado y feo, de color rojizo, con la entrada principal a la plaza, y otras tres calles, cada una de las cuales forma un costado: las tiendas más ruines semejantes a las de nuestros tratantes ingleses en artículos navales o hierro viejo, ocupan lo que puede llamarse piso bajo en los dos frentes principales de este edificio; de ahí que el conjunto tenga un aspecto de desdicha y grandeza venida a menos. Adentro el moblaje y los apartamentos de gobierno corren parejas con el exterior; las habitaciones son largas y angostas, pero algunas aun ostentan reliquias de deteriorada magnificencia. Ahora se usan principalmente para oficinas que atienden el despacho de los asuntos públicos. Los patios tienen fuentes y los jardines están trazados de manera muy regular» [sic] (1920, p. 84). La decisión de José de San Martín y Simón Bolívar de no ocupar y despachar los asuntos de gobierno desde esta casa seguro tiene que ver con esta deplorable situación del edificio, pero también con el interés de constituir otras nuevas centralidades del poder republicano. Incluso José de la Riva-Agüero prefirió despachar como presidente del Perú en los meses de su gobierno (1823) desde su casona señorial. Casona que de seguro era de las pocas que había sido renovada —como destaca Robert Proctor en su crónica— en esos días de crisis y miseria extendida. La situación de precariedad e imagen sombría de la casa de gobierno no había cambiado una década después, lo que ratifica el nivel de postración y ruina en la que se encontraba la economía del país. Flora Tristán, tras su visita a Lima, en 1834, no deja de expresar su asombro y desagrado al respecto: «El palacio del presidente es muy vasto, pero tan mal construido como mal ubicado. La distribución interior es muy incómoda. El salón de recepciones, largo y estrecho, parece una galería. Todo mezquinamente amueblado. Al entrar pensaba en Bolívar y en lo que mi madre me había referido. Él, a quien le gustaba el lujo, el fausto y el aire ¿cómo había podido resolverse a ocupar ese palacio que no valía ni la antecámara del hotel que habitaba en París?» (2003 [1838], p. 486).
19 Sobre esta cuestión de espacios renombrados o resignificados en su uso y formato, es menester recordar que todos aquellos espacios renombrados con el sustantivo «constitución», como la Plaza Constitución en Lima y Huancayo, o una infinidad de calles Constitución en diversas ciudades grandes y pequeñas del Perú, provienen —como bien nos lo recuerda Pablo Ortemberg— de la extensiva campaña de renombramiento de espacios públicos que se produjeron por la promulgación de la Constitución de Cádiz de 1812. Incluso la Plaza Mayor de Lima, epicentro de la publicación de dicha constitución, fue rebautizada como «Plaza de la Constitución», tal como reza en una plaza colocada por el Conde de La Vega del Rhen. «Antes de imaginar un programa de monumentos, las cortes [de Cádiz] decretaron rebautizar el espacio de la monarquía según las coordenadas de la nueva era. Determinaron que las plazas donde se hubiera jurado la constitución pasaran a llamarse “Plaza de la Constitución”. De este modo el centro del poder de la “ciudad letrada”, el espacio de sociabilidad por excelencia, se convirtió en el primer monumento de la libertad política» (2014, p. 221). Esta breve primavera liberal terminó cuando Fernando VII, de vuelta al trono tras la derrota del ejército de Napoleón y la expulsión de España de José I Bonaparte, se negó a suscribir, en 1814, la Constitución de Cádiz. Al restituirse el absolutismo y la normalidad monárquica, uno de sus primeros decretos fue el cambio de nombres de «Plazas Constitución» por el de «Real Plaza de Fernando VII». Este hecho no tuvo mayor correlato en una América que empezaba a lograr una mayor autonomía y prerrogativas simbólicas respecto a Madrid.
20 Es posible que pueda parecer excesivo adjudicarle a Bernardo Monteagudo la condición de un pensador y operador consciente en temas de urbanismo y arquitectura, al momento de ejercer la función pública de acompañar a José de San Martín (1821-1822) y a Simón Bolívar (1824-1825). En ninguno de los textos, en su memoria de gestión (1822) y testimonio de «defensa» de su gestión (1823), en los que él da cuenta de las razones y acciones emprendidas durante su participación en las jefaturas de San Martín y Bolívar, aparece una referencia explícita a la arquitectura, el urbanismo o la ciudad. Sin duda, los temas más importantes tienen que ver con los asuntos de la guerra, la hacienda, los tributos, los nuevos tribunales y la administración del Estado. Las únicas referencias laterales se producen como información de contexto para validar una u otra medida. En «Exposición de las tareas administrativas del gobierno, desde su instalación hasta el 15 de julio del año 1822» (1822), puede advertirse aquella visión de Lima que justificaría seguro gran parte de las medidas adoptadas para revertir la situación de crisis y abandono en la que se encontraba: «La situación de esta capital exigía bien los miramientos con que fue tratada, no solo por las ideas de justicia que animaban a los Libertadores, sino por el derecho que le daba su deplorable decadencia [...] todo presentaba un cuadro de dolor, de aniquilación y de desorden» (Monteagudo, 1916, pp. 217-218). Monteagudo en realidad, no tenía el mejor de los conceptos sobre Lima, tal como queda evidente en una carta-propaganda del 23 de enero de 1812 en la que no se ahorró ningún adjetivo para señalar que Lima se ha convertido en: «[...] ese pueblo de esclavos, en ese asilo de déspotas, en ese teatro de la afeminación y blandura, en esa metrópoli del imperio del egoísmo» (1916, p. 120). Ya en Lima, emprendió con cierta obsesión una especie de extirpación de idolatrías al revés. Es en esta dimensión de la arquitectura no enunciada explícitamente, pero expresada por inferencia, que Monteagudo revela un conocimiento o intuición sorprendente sobre el poder simbólico de la transformación y reconfiguración de determinados espacios y edificios de la ciudad. Sobre esta cuestión y el afán de Monteagudo por refundar la República en plano de la subjetividad colectiva, él mismo se encarga de señalar: «[...] que conociendo el gobierno el influjo que tienen los nombres sobre las ideas, y que la dignidad de las cosas nace de las palabras que se adoptan para caracterizarlas, se ha variado la denominación de los nuevos funcionarios y de los principales establecimientos públicos. Es preciso destruir todo lo que pueda servir de reclamo a las antiguas instituciones, y que si se recuerdan los abusos y crímenes del régimen español, no sea sino por el contraste que con ellos formen ventajas del orden actual» (p. 225). Este argumento se apoya, a su vez, en la exacerbación extrema de los sentimientos antihispanos como se consigna en su testimonio de «defensa» («Sobre los principios políticos que seguí en la Administración del Perú, y acontecimientos posteriores a mi separación», 1823): «he aquí el primer principio de mi conducta pública. Yo empleé todos los medios que estaban a mi alcance para inflamar el odio contra los españoles: sugerí medidas de severidad, y siempre estuve pronto a apoyar las que tenían por objeto disminuir su número y debilitar su influjo público y privado. Este era mi sistema y no pasión» (p. 44). Monteagudo mismo consigna que al ingresar el Ejército Libertador a las costas del Perú residían en Lima más de diez mil españoles. En 1823 no llegaban a seiscientos. Algunas medidas que implicaron de una u otra forma decisiones de repercusiones en términos de arquitectura (adecuación, remodelación o construcción nueva) fueron tres iniciativas a las que Monteagudo le dedica particular interés, tal como se consigna en su memoria: la creación de la Sociedad Patriótica de Lima, la Biblioteca Nacional y la Escuela Normal de Enseñanza Mutua: «[...] son las primeras empresas que ha realizado el gobierno en medio de las escaseces del Erario y casi al frente del enemigo» (p. 26). Su plan de constituir un «Ateneo en el Colegio de San Pedro, y concentrar allí la enseñanza de todas las ciencias y bellas artes» (p. 53) nunca pudo concretarse. Por contraste a este interés estratégico de fomentar una nueva educación ciudadana, la abolición del coliseo de gallos y prohibición de los «juegos de vicio», así como de otras actividades públicas insanas a la moral, no solo pretendían instalar con severidad un nuevo orden en la ciudad, sino que estas acciones le granjearon la fama de autoritario y personaje incómodo.
21 Si bien no se trata de una actitud contradictoria con el espíritu de cancelar y desaparecer cualquier símbolo del poder virreinal, San Martín y Monteagudo ordenaron, por un decreto del 29 de diciembre de 1821, el lucimiento de los nuevos símbolos republicanos en la fachada de las casas de los altos funcionarios (escudo nacional y el rango correspondiente), en el caso de los miembros de la nobleza criolla (los títulos adjudicados por España), así como en la casa de aquellos que habían recibido el distintivo de la Orden del Sol, creada por el propio San Martín. Lo que aquí se observa es la pervivencia de toda la parafernalia y visualidad cortesana dispuesta para reforzar el sentido clasista y monárquico profesado por el Libertador y Monteagudo, quienes no ocultaban el proyecto de convertir el Perú en una monarquía constitucional.
22 En el decreto de marras se especifica que: «Art. 2. En su centro se levantará una columna por el modelo de la columna Trajana, y con las modificaciones del diseño que se le dé, restableciéndose cerca de su base la fuente pública que ántes existió allí. Art. 3. La columna será coronada por una estatua pedestre que represente al Protector del Perú, señalando el día en que proclamó su libertad, realzado en el pedestal con caracteres de oro [...]. Art. 5. Se sobrepondrá á la comuna en cada año un anillo de bronce dorado en que se inscriban los acontecimientos más memorables de él» [sic] (Oviedo, 1861, VI, p. 184). Como parte de este proyecto, se dispuso, el 19 de junio de 1822, la clausura definitiva del mercado que funcionaba en la Plaza de la Inquisición y su desconcentración en cinco pequeños mercados ubicados en un número igual de plazuelas, hasta la construcción de un nuevo gran Abasto Público, hecho que ocurrió casi dos décadas después.
23 Como parte de la serie de decretos dirigidos a honrar la gesta emancipadora, el Congreso de la República acordó, el 18 de enero de 1823, el levantamiento en la playa de Arica de un obelisco «Deseando perpetuar la memoria de los gloriosos esfuerzos del ejército del Sur por la libertad del territorio de la República, que gime aún bajo el yugo opresor». El decreto estipula que, sobre el obelisco, «tocará su cúspide un Cóndor con el pié izquierdo, las alas extendidas y el pico abierto, mirando hacia el camino por donde ha marchado el ejército en busca del enemigo, y que denote la celeridad y bravura conque le persigue y hace presa» [sic] (Oviedo, 1861, VI, pp. 184-185). Durante la década de 1830 se decretaron numerosas iniciativas para erigir columnas u obeliscos conmemorativos por cada caudillo militar triunfante, como la columna en Maquinhuayo o la otra columna ubicada en Socabaya, ambas de 1834.
24 Previa a esta intervención la calle y el espacio de la plazuela, abandonados desde 1822, se habían convertido en un mercado callejero de ambulantes con la consiguiente preocupación de los frailes del convento, cuya edificación había quedado cercenada y sin protección. Los cambios de nombre (de Plazuela de Comedias a Plazuela del Coliseo, Plaza 7 de setiembre o Plazuela del Teatro) y la serie de personajes que serían homenajeados con bustos o estatuas que nunca se concretaron (desde las estatuas a San Martín a Pedro Antonio de Olavide) convierten a este espacio en un reflejo de la polarización permanente, y las marchas y contramarchas de la naciente República (Gálvez, 1943). Para un recorrido más detallado sobre la historia de la plazuela desde los archivos de los frailes del convento de San Agustín véase Amorós, 2015.
25 Los argumentos del decreto que dispone este reconocimiento suscrito por José de la Torre Tagle por orden de Bernardo Monteagudo señalan lo siguiente: «Los únicos monumentos que han quedado en el Perú y en Chile capaces de honrar alguna época de la antigua administración, son debidos á un gobernante extranjero cuya actividad y celo probaban bien, que él no habia nacido en la tierra de Pizarro. El virey que fue del Perú D. Ambrosio O’Higgins después de haber acreditado su beneficencia en Chile, mientras fue allí presidente, continuó desplegando aquí como virey el mismo interés por la prosperidad pública y decoro del país. El madó construir el camino del callao, siendo este y el de Valparaiso los únicos que se han formado en la América meridional desde su descubrimiento» [sic] (decreto del 10 de abril de 1822, citado en Oviedo, 1861, VI). Debido a la destrucción de la referencia del virrey se dispuso, vía el decreto, la ubicación de una lámina de bronce en el segundo ático de la portada con vista al Callao con la siguiente inscripción: «Se fabricó siendo virey del Perú D. Ambrosio O’Higgins. Ningún español siguió su ejemplo» [sic] (decreto del 10 de abril de 1822, citado en Oviedo, 1861, VI).
26 El decreto del 25 de octubre de 1821 publicado en la Gaceta del Gobierno estipula entre otros considerandos: «1. Todos los edificios y barracas que se hallan bajo los fuegos del Callao, exceptuando solo el arsenal, la casa del capitán del puerto, la aduana y algún otro que se juzgue indispensable para el servicio público con previo conocimiento de su objeto y circunstancias, será destruido antes del primero de diciembre inmediato. 2. El estado satisfará por su justa tasación el precio de las puertas, ventanas y demás útiles del edificio ó edificios que se apliquen al servicio público. [...] 3. Los propietarios podrán remover al pueblo de Bellavista ó á cualquier otro punto, las maderas y demás útiles que les pertenezcan en los edificios destruidos, podrán allí edificar otros nuevos, comprando el terreno del estado ó de los particulares á quienes corresponda, sugetandose al plan dado para esta población, el cual se ha remitido al gobernador de la plaza del Callao» [sic] (Santos de Quirós, 1831-1842, pp. 65-66).
27 Francisco de Miranda (1750-1816) fue un típico hombre de la ilustración con intereses en diversas ramas del conocimiento, desde la política hasta la botánica, pasando por el arte, la jardinería, el trabajo industrial, la salud o la economía. Además de un viajero impenitente, fue un acucioso observador de su tiempo y del entorno que le rodeaba en cada aventura. Sus diarios de viaje parecen en realidad escritos por un arquitecto, urbanista o paisajista. Cuando sus comentarios no están dirigidos específicamente a describir y valorar alguna edificación o escena urbana, la evocación de algún evento social, político o doméstico estará siempre acompañado de una descripción precisa de la arquitectura o la atmósfera espacial que rodeaba dicho evento o circunstancia. Sus referencias de la ciudad, la arquitectura o la jardinería no solo consisten en la descripción llana de la obra, sino en una valoración segura de lo que él cree bello, bien proporcionado, coherente, cómodo y otras consideraciones estéticas y estilísticas. Se trata, además, de opiniones refrendadas por un conocimiento vasto y profundo de los estilos históricos y de la época, así como de la obra de los arquitectos y artistas más célebres. La valoración de la arquitectura por su filiación a la arquitectura grecorromana, gótica, renacentista o el estilo clásico, así como las referencias de la jardinería con el jardín inglés o el paisaje romántico, poseen una pertinencia y erudición propias de alguien plenamente formado en las artes del construir y del diseño. Abundan en sus diarios descripciones como estas. Viaje a Italia, 17 de noviembre de 1785. Visita en Venecia: «Temprano á ver las obras principales del famoso Arquitecto Andrea Paladio, que es seguramte. el artista mas inminente de su especie […] —S. Francesco de la Vigna; Santa Lucia; Le Zitelle; son bellisimas piesas: mas il Redentore; y S. Giorgio Maggiore son excelentes! esta ultima sobre todo me parese su Copo de obra... que sencillez, que magestad, y que elegancia al mismo tiempo reina por todo el edificio asi interior como exteriormte! el altar maior isolado, que bellisimo efecto produce!» (1977 [1929-1938], p. 203 [f. 17]). Viaje a Rusia. Moscú: Luego de avistar la ciudad de Moscú a su arribo y describir el paisaje de palacios, chozas, jardines, alamedas que le evocan a Constantinopla resalta en su diario del 12 de mayo de 1787: «[…] —ó que extensiva Ciudad es esta! […] pues los Jardines, Parques, y vacios que en el medio se encuentran son muchisimos—sin embargo hai un gran numero de mui buenos edificios y Palacios construidos en el gusto Ytaliano, Francés, Ynglés, Olandés &c., y aun en un gusto peculiar, que se conforma mui poco, con el griego y romano» [sic] (p. 258 [f. 12]). Otra descripción reveladora de su profundo conocimiento de la arquitectura y la construcción alude a a la nueva casa de gobierno: «Temprano fui a vér la Nueva Casa de govierno que se esta rematando de construir en el Cremlin —: tiene dos grandes piezas una Ovál, y otra redonda, que son magnificas, y bien decoradas en arquitectura— […] dho edificio es vasto, y no de mala arquitectura ... mas es nada en Comparación del que está enfrente del antiguo Arsenál (construido en tpo. de Pedro 1º pr. Le Fort. ** es nada —en mi concepto este es el mejór edificio que tiene moscou, tanto por su solidez, como pr. Sus bellas proporciones, y gusto de la Arquitectura, la Puerta pral. está decorada en piedra orn: Dor: pr. el mejór gusto griego: —y me admira como un tan magnífico, y util edificio no está aun reparado de la ruina a qe. un insendio reduxo su interior... le comiensan ahora á restaurar» [sic] (pp. 269-270 [f. 17]). Viaje a Rusia, San Petesburgo, 16 de junio de 1787: «la famosa casa del P. Potemkin que esta cerca de las guards. á Caballo–y es á la verdad una singular y buena Pieza de Arquitectura... una gran sala rotonda precedida de su Vestibulo y antesala: —una otra en forma de circo romano: —con otra maior aun quadrilonga con un gracioso Templo rotondo en medio; y divididas estas dos pr. una magnifica colonada O. J. según las del templo de Ereclea á Athenas, componen los Cuerpos principales de este magnífico edificio... cuios adornos, y proporciones son del buen gusto griego; y puede decirse desde luego que entre los modernos edificios, es aquel que mas se aproxima á la esplendidéz y magnifisencia de los Termes romanos que en ruinas vemos oi pr. Ytalia —visité todos los apartamentos altos, y bajos en que encontré arabescos de sumo gusto, y en uno de ellos el modelo de la Colonada y fachada de la Yglesia de Sn Pedro en Roma, de madera; tal vez la que se trabajava en el Palacio Farnece quando io estuve allí. —Las dos alas que se construien ahora Le daran suma extención y gracia al todo; mas examinando los materiales de que se hacen hallé que no eran buenos absolutamte., ni el Ladrillo, ni la mescla, de que resulta el que con facilidad se arruinan, como ia comiensa á experimentarse. Lastima realmte. que un conjunto tan hermoso no esté hecho de una materia mas solida. —El jardín se comienza á formár en el gusto Ynglés, y lleva mui buena traza y direccion» [sic] (pp. 318-319 [f. 16]).
28 El desmembramiento del territorio nacional producido por iniciativa de Bolívar debía tener una serie de otras razones, como su interés por reducir la capacidad de presión geopolítica del territorio peruano frente a su proyecto de la Gran Colombia. Lo cierto es que casi todas las decisiones de Bolívar respecto a la cuestión territorial de la América hispánica estaban perfectamente articuladas con las ideas de la época, según las cuales, las nacientes repúblicas debían reconfigurar sus dominios a partir de la creación de nuevas ciudades-capital, no solo distintas en ubicación y función a la ciudad capital del poder colonial, sino mejor articuladas con la nueva dinámica del comercio mundial y el emergente capitalismo mercantil industrial. Los ejemplos que influyeron en Bolívar: la fundación de San Petersburgo, por Pedro el Grande, en 1703, como nueva capital del Imperio ruso; la fundación de Washington, en 1791, como la nueva capital de la nación norteamericana según el plan de Pierre Charles L’Enfant. En el caso específico de las medidas de Bolívar respecto al territorio peruano, estas dos acciones igualmente articuladas por él y desarrolladas a partir de las propuestas formuladas por Francisco de Miranda para que las nuevas repúblicas se organicen en torno a una gran nación continental, cuya única capital pudiera ubicarse en el istmo de Panamá. Lo que propone Bolívar, en 1815, en su célebre «Carta de Jamaica», con cierto aliento utópico, mesianismo y voluntarismo romántico, es crear una sola gran nación con una sola gran ciudad-capital: «Yo deseo mas que otro alguno ver formar en America la mas grande nacion del mundo, menos por su estencion y riquesas, que por su libertad y gloria. Aun que aspiro á la perfeccion del gobierno de mi patria, no puedo persuadirme que el nuevo - mundo sea por el momento rejido por una gran republica; como es impocible no me atrevo á desearlo, y menos deseo aun una Monarquia universal de America, por que este proyecto, sin ser util, es tambien impocible. Los abusos que actualmente existen, no se reformarian, y nuestra rejeneracion seria infructuosa. Los Estados Americanos, han menester de los cuidados de gobiernos paternales, que curen las plagas y las heridas del despotismo y la guerra. La Metrópoli, por ejemplo seria Mejico, que es la unica que puede serlo por su poder intrinseco, sin el cual no hay Metrópoli. Supongamos, que fuese el Ystmo de Panamá, punto céntrico para todos los estremos de este vasto continente: ¿no continuarian estos en la languidez y aun en el desorden actual? Para que un solo gobierno dé vida» (Bolívar, 2015, pp. 23-24 [f. 22]). Respecto a la composición y la ubicación de la gran capital, sostiene que: «Los Estados del Ystmo de Panamá hasta Goatemala formaran quisá una asociacion. Esta magnifica posision, entre los dos grandes mares, podrá ser con el tiempo el emporio del Universo. Sus canales acortaran las distancias del Mundo: estrecharan los lazos comerciales de Europa, America, y Asia, traeran á tan felis region los tributos de las cuatro partes del Globo; ¡Acaso solo allí podra fijarse algun dia la Capital de la tierra!; como pretendió constantino [sic] que fuese Bisancio la del antiguo hemisferio» (2015, p. 26 [f. 25]). Sobre cómo se organizarían los nuevos estados, Bolivar escribe: «La Nueva Granada se unirá con Venezuela, si llegan á convenirse en formar una Republica Central cuya Capital sea Maracaybo, ó una nueva Ciudad que, con el nombre de Las Casas (en honor de este heroe de la filantropia) se funde entre los confines de ambos paices, en el sobervio puerto de Bahiahonda» (p. 26 [f. 25]). Sus opiniones sobre el Perú no son precisamente entusiastas para los fines de su proyecto personal: «El Perú, por el contrario, encierra dos elementos enemigos de todo regimen justo y liberal: oro y esclavos. El primero lo corrompe todo; el segundo está corrompido por sí mismo. El alma de un siervo, rara vez alcansa á apreciar la sana libertad: se enfurese en los tomultos, ó se humilla en las cadenas. Aunque estas reglas serian aplicablez á toda la America, creo que con mas justicia; las merece Lima, por los conceptos que he espuesto, y por la cooperacion que ha prestado á sus Señores contra sus propios hermanos los ilustres hijos de Quito, Chile y Buenos Ayres. Es constante que el que aspira á obtener la libertad, á lo menos lo intenta -. Supongo que en Lima no tolerarán los ricos la democrácia, ni los esclavos y pardos libertos la aristocracia. Los primeros preferiran la tirania de uno solo, por no padeser las persecuciones tumultuarias, y por establecer un orden siquiera pacifico. Mucho hará si concigue recobrar su independencia» (pp. 27-28 [ff. 27-28]). Bolívar reitera numerosas veces su entusiasmo de formar con los países del nuevo mundo una sola gran nación: «Es una Ydea grandiosa pretender formar de todo el nuevo mundo, una sola nacion con un solo vinculo que ligue sus partes entre sí y con el todo. Ya que tiene un origen, una lengua, unas costumbrez y una Religion, deberia por consiguiente tener un solo Gobierno, que confederase los diferentes estadoz que hayan de formarse; mas no es pocible, por que climas remotos, situaciones diversas, intereses opuestos, caracteres de semejantes dividen á la America: ¡Que bello seria que el Ystmo de Panamá fuese para nosotros lo que el de Corinto para los Griegos! ¡ojala que algun dia tengamos la fortuna de instalar allí un augusto Congreso de los Reprecentantes de las Republicas, Reynos é Ymperios á tratar y discutir sobre los altos intereses de la Paz y de la Guerra, con las naciones de las otras tres partes del Mundo» [sic] (p. 28 [ff. 28-29]).
29 Otros personajes de este primer militarismo autoritario, caudillista y de traiciones con golpes de Estado mutuos y sucesivos: Luis José de Orbegoso (1795-1847), presidente entre 1833-1835; Pedro Pablo Bermúdez Ascarza (1793-1852), militar que se autoproclamó jefe supremo del Perú entre el 4 al 28 de enero de 1834; así como Juan Francisco Vidal Laos (1800-1863), militar y presidente por breves periodos entre 1835-1836 y entre 1842-1843. Felipe Santiago Salaverry (1806-1836), militar y presidente en 1836, murió fusilado por orden del mariscal Andrés de Santa Cruz. A esta lista habría que añadir algunos nombres más de menor influencia y presencia intermitente en el poder como Antonio Gutiérrez de la Fuente (1829, 1830-1831), Juan Francisco de Vidal (1835-1836, 1842) y Manuel Ignacio de Vivanco (1843-1844), todos de alguna forma «jefes supremos», «presidentes provisorios» por periodos de meses o un año. Las pugnas entre ellos y las traiciones mutuas llegaban hasta la ridiculez para configurar esa especie de «comedia republicana» o sainete patético ante los ojos de propios y extraños, como lo confirman las crónicas de los viajeros de entonces.
30 Tanto en la arquitectura popular urbana como en la rural, signadas por una densidad muraria de pocos vanos, así como por una intensidad expresiva y decorativa en vanos, puertas, fustes y capiteles, el trasvase entre experiencias locales y ajenas encontró un espacio de depuración estilística, tecnológica y ambiental menos sesgada. Para Ramón Gutiérrez se trata del ámbito en el que puede observarse con nitidez «el fenómeno de síntesis cultural americana» (1983, p. 351) entre los elementos castellanos, andaluces, extremeños y locales, como la reconversión de la «cancha» prehispánica en una especie de patio abierto. Sobre arquitectura rural y arquitectura popular urbana véase Burga Bartra, 2018; Negro, 2004; Arciga, 2018; Serna, Maldonado y Sanz, 2016; Ludeña, 2008; Viñuales y Gutiérrez, 2014.
31 La elección del sábado 28 para la proclama pública de la independencia no fue gratuita, como lo precisa Pablo Ortemberg. Seguía la costumbre colonial de los tres días de fin de la semana dispuestos para toda celebración monárquica que culminaban con el domingo del Te Deum, en la Catedral de Lima, para el respectivo aval religioso al poder constituido. Pero este hecho no es el único rasgo de réplica: el día de la proclama se reprodujo también, casi milimétricamente, el mismo recorrido e itinerario por aquellos cuatro lugares en los que debía repetirse la declaratoria de independencia, como solía efectuarse con las declaratorias reales o anuncios de la autoridad virreinal: la Plaza Mayor, la Plazuela de La Merced, la Plaza de Santa Ana y la Plaza de la Inquisición. La puesta en escena de todo este ritual estaba acompañada por una parafernalia entre decorativa y de propaganda textual constituida por túmulos, arcos del triunfo levantados en los principales ingresos a la ciudad y a la plaza mayor, pirámides, columnas adornadas con palmas y pancartas con «poemas» escritos para la ocasión (Ortemberg, 2014, p. 210).
32 Alejandro Salinas señala que, hacia 1831, el 90% gasto público del Estado estaba destinado al sector de Guerra y Hacienda y al pago de deudas, montepíos y sueldos, mientras que el 10% restante, a la policía. De este 10% una ínfima parte se destinaba a «obras públicas» (2011, p. 310).
33 Como nos recuerda Jorge Basadre en su Historia de la República del Perú, 1822-1933, el proyecto de San Martín de convertir al Perú en una monarquía constitucional no pasó de ser un proyecto sin destino posible. La aspiración de fundar una «República liberal» emanada de la Constitución de 1823 fue liquidada por la «Jefatura Suprema» de Bolívar, la cual a su vez se canceló en 1827. En palabras de Basadre: «[...] la lucha para abatir el monarquismo domina la asamblea de 1823, por lo menos en sus albores; la crítica contra el centralismo señala la máxima actitud de los debates de 1827-1828; y la acción adversa al militarismo inspira las más importantes alteraciones de la Convención del 33-34 hace en el texto del 28» (2005, I, p. 193).
34 Otro proyecto propuesto para Lima junto con iniciativas como el de la reforma de la Alameda de los Descalzos fue el de la remodelación y prolongación de la Alameda de la Portada del Callao hasta la Legua de 1852. La obra se concretó parcialmente en los términos de la idea inicial.