Читать книгу Los relatos de médicos - William Carlos Williams - Страница 11

El uso de la fuerza

Оглавление

Eran pacientes nuevos para mí. Solo sabía su nombre, Olson. Por Dios, venga lo antes que pueda. La niña está muy mal.

Al llegar me recibió la madre bastante alarmada, una mujerona muy limpia y muy sentida que no dijo más que, ¿el médico?, y me dejó pasar. Al fondo, añadió. Usted perdone que la tengamos en la cocina, doctor, allá se está más calentito. Aquí delante hay mucha humedad.

La niña estaba vestida y sentada en el regazo de su padre junto a la mesa de la cocina. El padre hizo ademán de ponerse en pie, pero le hice un gesto para que no se molestara. Me desprendí del abrigo y traté de hacerme una composición de lugar. Era obvio que estaban muy nerviosos, escrutándome de arriba abajo con suspicacia. Como ocurre a menudo en estos casos, aquella gente no me diría una palabra más de lo necesario, era yo quien debía hablarles; era por eso que iban a gastarse tres dólares en mí.

La niña me devoraba con dos ojos tenaces y helados, sin expresión alguna en la cara. No se movía, parecía íntimamente en calma; se trataba de una criatura de atractivo poco común, en apariencia fuerte como un toro. Pero tenía las mejillas encendidas, y respiraba muy aprisa. Saltaba a la vista que ardía de fiebre. Tenía el cabello rubio, magnífico, muy abundante. Una niña de anuncio, como las que asoman en los folletos publicitarios o en la sección de fotograbado de los dominicales.

Tres días lleva con esta fiebre, empezó a decir el padre, no sabemos de dónde la viene. Mi señora la dio de tomar cosas, me entiende, lo que se suele dar, pero no la hacen na… Ha habido mucha plaga por aquí. Y entonces pensamos que mejor la miraba usté y nos diga a ver qué la pasa.

Me conduje como cualquier médico en mi situación, pegué un tiro al aire como punto de partida. ¿Ha tenido dolor de garganta?

Respondieron los dos a la vez, no, dice que no le duele la garganta.

¿Te duele la garganta?, repitió la madre. Pero la expresión de la niña no cambió, ni tampoco me quitó los ojos de encima.

¿Se la han mirado?

Yo probé, dijo la madre, pero no acerté a verla bien.

Se daba una circunstancia relevante: ese mes habían surgido varios casos de difteria en la misma escuela a la que iba la niña. Era evidente que todos ahí estábamos pensando en lo mismo, aunque nadie hubiera mencionado aún el tema.

Bueno, dije, qué tal si echamos primero un vistazo a esa garganta. Hice uso de mi mejor sonrisa de profesional y, tras preguntar el nombre de la niña, dije, muy bien, Mathilda, abre la boca, veamos esa garganta.

Nada.

Oh, vamos, anda, intentando convencerla, tú solo abre la boca así de grande y déjame mirar adentro. Ves, dije, mostrando las palmas abiertas, no tengo nada en las manos. Solo abre y déjame mirar.

Qué señor tan bueno, añadió la madre. Mira lo majo que es contigo… Haz lo que te pide… No te va a doler nada.

Rechiné los dientes. Quién les mandará hablar de dolor. Pero no me permití el lujo de sentirme incordiado y, hablando quedo, encaré de nuevo a la niña.

Al aproximar la silla un poco más, de pronto, con un movimiento felino, sus manos lanzaron sendos zarpazos tratando de alcanzarme los ojos. Y casi lo logran. Mis gafas salieron volando y cayeron a unos pasos sobre el suelo de la cocina, sin romperse.

Sofocadísimos los dos, el padre y la madre se deshacían en disculpas. Eres una niña mala, decía la madre sacudiéndola del brazo. Mira lo que has hecho… Este señor tan bueno…

Por Dios, interrumpí, no diga que soy bueno, a su hija le da igual eso. Aquí de lo que se trata es de verle la garganta. Cabe la posibilidad de que sea difteria y se nos muera, pero para ella eso no cuenta. A ver, me dirigí a la criatura, vamos a mirarte la garganta. Ya eres mayor para entender lo que te digo, así que, ¿vas a abrir la boca tú sola? ¿O vamos a tener que abrírtela nosotros?

Ni un movimiento. Ni siquiera su expresión había cambiado. El ritmo de la respiración, sin embargo, aumentaba visiblemente. Entonces arrancó de verdad el combate. Tenía que hacerlo, por su propio bien. Había que hacerle un cultivo de la garganta. Antes de eso les expliqué a los padres que la decisión era solo suya. Enumeré los riesgos. Les dije que no insistiría en tomar un cultivo si ellos asumían la responsabilidad.

Si no haces lo que dice el doctor, tendrás que ir al hospital, la amonestó su madre.

¿En serio?, sonreí para mis adentros. Después de todo, me había enamorado ya de aquella mocosa. Sus padres, por el contrario, me resultaban intolerables. Y en el combate que siguió se fueron mostrando más y más miserables y sumisos —derrotados, exhaustos— mientras la niña ascendía a niveles magníficos de arrebato y de locura, frutos del terror que yo le provocaba.

El padre hacía cuanto podía. Era un hombre robusto, pero el bochorno que sentía ante el comportamiento de su hija y su miedo a hacerle daño lo llevaban a ceder y a soltarla en el momento crítico, justo cuando yo casi había alcanzado mi propósito, una y otra vez hasta que me entraron ganas de matarlo. Y de nuevo el miedo a la difteria le hacía pedirme que continuara, pese a que él mismo estaba al borde del ­desmayo, mientras a nuestra espalda la madre iba de acá para allá subiendo y bajando las manos, entregada a un auténtico sinvivir.

Póngala frente a usted, en sus piernas, le ordené. Sosténgale ambas muñecas.

Tan pronto lo hizo, la niña comenzó a gritar, ¡no, no! ¡Me haces daño! ¡Suéltame las manos! ¡Que me las sueltes, te digo! Entonces lanzó un alarido espantoso, perturbador. ¡Para! ¡Para! ¡Me estás matando!

Doctor, ¿no cree usted que es demasiado?, dijo la madre.

¡Tú, sal de aquí!, gritó el marido. ¿Es que quieres que se muera de difteria?

Vamos allá, sujétela bien, le dije.

Aseguré la cabeza de la niña con mi mano izquierda e intenté introducirle el depresor de madera en la boca. Ella luchaba apretando los dientes con todas sus fuerzas, desesperadamente. Pero ahora yo también estaba furioso, ¡con una niña! Traté de controlarme, pero fue en vano. Sé cómo exponer una garganta para su inspección. Y lo hice. Lo hice lo mejor que pude. Por fin introduje la espátula detrás de los últimos dientes, tan solo un extremo en el interior de la cavidad bucal. Ella cedió un instante y en ese punto, sin darme tiempo a ver nada, apretó la mandíbula y aplastó el instrumento entre sus muelas, haciéndolo astillas antes de que yo pudiera sacarlo de su boca.

¿No te da vergüenza?, gritó la madre. ¿No te da vergüenza portarte así? ¿Delante del doctor?

Tráigame una cuchara de mango liso, del tipo que sea, ordené a la madre. Vamos a acabar con esto. La niña sangraba por la boca. Tenía un corte en la lengua y aullaba de forma histérica. Quizá tendría que haber desistido para regresar en una hora o más. Sin duda, habría sido lo mejor. Pero había visto al menos a dos niños morir en sus camas por negligencia en otros casos como este. Estaba decidido a conseguir mi diagnóstico. Era ahora o nunca. Así que volví a la carga. Lo peor es que yo mismo había sobrepasado ya los límites de la razón. En mi propia furia, habría podido despedazar a la niña y habría disfrutado. Resultaba un placer ensañarse con ella. Mi rostro resplandecía de placer.

Hay que proteger a la dichosa mocosa de su propia imbecilidad, se dice uno a sí mismo en momentos como este, y a los demás hay que protegerlos contra ella. Se trata de una urgencia social. Todo eso es cierto, sí. Pero una furia ciega, una sensación de vergüenza y humillación adultas, nacidas del anhelo por liberar los propios músculos, esos son los verdaderos agentes. Y uno sigue hasta el fin.

Un último asalto irracional y me impuse sobre el cuello y la mandíbula de la niña. Hundí entonces el enorme cucharón de metal detrás de sus dientes, llegando al fondo de su garganta, hasta provocarle arcadas. Y ahí estaban ambas amígdalas, cubiertas por una membrana. Con cuánto arrojo había luchado para ocultarme su secreto. Llevaba escondiendo esa garganta inflamada al menos tres días, mintiendo a sus padres solo para evitar un desenlace como este.

Ahora sí que estaba enfadada. Hasta ahora se había limitado a defenderse, pero había llegado el momento de pasar al ataque. Intentó zafarse del regazo de su padre y lanzarse sobre mí. Lágrimas de derrota empañaban sus ojos.

Los relatos de médicos

Подняться наверх