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Prólogo

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A principios de los cincuenta, animado por el excelente profesor y amigo que había tutelado mi tesina, tuve el gran privilegio —privilegio que habría de determinar mi destino— de enviarle una nota a William Carlos ­Williams, preguntándole si le importaría leer los empeños de un universitario por comprender su poesía y, en especial, el primer libro de Paterson.

La petición no era del todo gratuita; mucho menos, interesada; nacía de la insistencia de mi maestro, Perry ­Miller, como respuesta a mi apocada indecisión. Aquel recato mío, ahora me doy cuenta, solo tenía como objeto librarme de constatar cuánto orgullo, si no narcisismo —como dirían los psiquiatras actuales—, había depositado yo en mi investigación y en el texto resultante.

Tampoco podía decirse que aquel poeta en particular se contase entre los favoritos de los profesores universitarios. De manera que —presumía el señor Miller— quizá hallara algo de consuelo en leer las líneas que cierto joven, recluido en la biblioteca de una residencia de estudiantes recubierta de hiedra, había logrado juntar sobre Paterson, donde no se registra una gran floración de la planta trepadora.

De modo que le envié mi texto y, al poco, recibí de ­Williams una respuesta calurosa y entusiasta, acompañada de una invitación a visitarlo. Más pronto que tarde, lo hice. Conocer al doctor ­Williams, escucharlo hablar de su escritura y de sus quehaceres como médico entre la población menesterosa y de clase trabajadora del norte de Nueva Jersey, produjo en mí un fulminante cambio de intereses. Si antes me sentía inclinado hacia la enseñanza, de pronto ponía los ojos en la Facultad de Medicina. Aquel giro de los acontecimientos marcó también el inicio de una fase azarosa de mi vida, tanto durante los cursos previos, que no me resultaron sencillos, como en la propia facultad, donde padecí enormes tribulaciones para decidir qué especialidad podría abordar en la que la competencia fuese modesta.

A pesar de su enfermedad, el doctor ­Williams supo encontrar tiempo y fuerzas para darme muy necesarios ánimos en aquel trance, como cuando me comentó: «Amigo mío, la carrera de Medicina no es un pícnic de cuatro años… Deje de portarse como un amante despechado. Se ha matriculado para que lo formen, y eso están haciendo, formarlo. Lo único que puede hacer es asimilar todo lo que tienen, todo lo que le ofrecen, y convencerse de lo afortunado que es por recibir ese conocimiento… Las preocupaciones, la angustia, el agotamiento, son un precio justo a cambio de convertirse en médico».

Cualquiera que haya tratado al doctor Williams reconocerá su llaneza al dirigirse a sus semejantes, al explicar las cosas como son y al valorar los obstáculos de la vida: amable y comprensivo en el fondo, pero práctico, sin rodeos y realista en las formas. Lo que no quiere decir que el autor y sus textos no albergaran un maravilloso romanticismo y un personalísimo empeño en asumir grandes riesgos, conscientes e inconscientes. Su mayor logro literario, Paterson, fue un análisis poético de la historia social de una ciudad cualquiera, desde los albores de la nación hasta la mitad del siglo xx; el poeta que prestaba allí sus ojos y oídos al lector era extraordinariamente intrépido, pero resultaba fácil percibir una voz ­escéptica y sensata: es ese el rostro de Williams que nos revelan estas historias, el de un médico voluntarioso cuyos castillos en el aire se mantienen anclados al suelo gracias a una percepción muy precisa de lo que la vida exige y de lo que la vida ofrece.

Nunca olvidaré una de nuestras conversaciones. Yo cursaba entonces el último año de Medicina. Williams llevaba bastante tiempo enfermo, pero aún eran manifiestos su ánimo enérgico y su sagacidad a la hora de evaluar una situación, cualquiera que fuese, con rapidez y precisión. Le dije que quería hacer mis prácticas en Pediatría. «Muy bien», comentó. Entonces me miró directamente a los ojos: «Sé que le van a gustar los niños. Le alegrarán la vida… Pero ¿se ve capaz de perseguirlos? ¿De agarrarlos, de inmovilizarlos, de clavarles agujas y hacer oídos sordos a su llanto?». Bueno, por supuesto que me veía capaz… Pero él no las tenía todas consigo. En absoluto estaba siendo irrespetuoso conmigo a nivel personal, tan solo hablaba como el hombre curtido que era. Había conocido a muchos pacientes y, también, a muchos médicos. «Dese un tiempo», me instó como conclusión. Y a continuación me agasajó con cierta cantidad de auténticos «relatos de médicos». Expuso los modos en que sus colegas desempeñaban sus distintos trabajos; me habló acerca del deleite que muchos experimentaban casi constantemente y también de los importantes problemas que habían tenido que superar; enunció las satisfacciones que obtenían de tal o cual especialidad, y no obvió los inconvenientes de aquellas mismas especialidades. Fue tanto una disertación como una visita guiada, y aun hoy recuerdo los meandros de aquella charla. Al poco, relaté el encuentro con Williams a mi tutor universitario y también recuerdo con exactitud sus palabras: «Tienes suerte de haberlo conocido».

En realidad, todos tuvimos esa suerte, pienso, la de saber que su obra estaba ahí. Solo en los últimos años de su vida obtuvo Williams el reconocimiento que se le negó a lo largo de décadas de una carrera literaria deslumbrante, copiosa y original. No obstante, durante el primer periodo de relativa desatención crítica, de menciones furtivas y condescendientes, incluso de abierto rechazo, este escritor en particular contó con otro género de adhesión inquebrantable: cada día —y buena parte de las noches— de su larga carrera médica, acudió al llamado de los hombres, mujeres y niños del norte de Nueva Jersey. Gentes sencillas que podían considerarse afortunadas si contaban con un trabajo y lograban salir adelante, o no tan afortunadas, si no contaban con él. Independientemente de sus orígenes, étnicamente diversos, aquellas familias tenían en común un gran sentido de la lealtad: compartían la disposición, el entusiasmo, la absoluta determinación por considerar a un médico de Rutherford, el doctor W. C. Williams, como su médico de cabecera.

Quienes elucubramos sobre la poesía y los poetas, a menudo buscamos aquí y allá sus raíces espirituales, sus anclajes culturales. William Carlos Williams fue un poeta que dejó bien claro quiénes fueron sus maestros, dónde vivieron, cómo influyeron en él y ayudaron a perfilar su peculiar sensibilidad: «Pero no hay / vuelta atrás: apartándose del caos, / un prodigio de nueve meses, la ciudad, / el hombre, una identidad… No puede ser / de otra manera… Una / compenetración, en ambos sentidos». La ciudad era, por supuesto, Paterson; la Paterson de Paterson; la ­Paterson de los conflictos obreros, con sus chimeneas, sus fundiciones, sus cadenas de montaje; la Paterson donde un idioma foráneo seguía siendo la lengua materna de italianos, judíos, polacos e irlandeses, junto a buena parte de la población negra; la Paterson de los años treinta, de los hombres y mujeres pobres hasta la desesperación, parte de esa enorme nación dentro de otra nación que Franklin ­Delano Roosevelt describió en 1933 como «mal alojada, mal alimentada y mal vestida». Como él mismo declaró, también el poeta de Paterson tuvo que esforzarse por salir adelante en aquella ciudad de almas atribuladas. Y, al hacerlo, se había convertido en parte integrante de un cierto escenario humano: ya no era solo el observador lírico, el profeta, como en los cinco épicos volúmenes de Paterson, sino el obstetra, el ginecólogo, el médico escolar, el pediatra, el médico de cabecera; fue entonces el joven doctor, el doctor de mediana edad y el viejo doctor que recorría la ciudad en coche o a pie, que subía todas sus escaleras —y las de Rutherford, y las de otras localidades de Nueva Jersey—, una leyenda familiar para centenares de ­ciudadanos antes que un gigante literario, al fin, para cientos de miles.

«Fuera / fuera de mí / hay un mundo». Un mundo que el poeta de Paterson se dice a sí mismo haber «descubierto», para después apuntar que dicho mundo era el «objeto» de sus «incursiones» y que se había empeñado en «abordarlo con realismo». No cabe duda de que lo hizo con toda la rectitud, la franqueza y la premura del médico que sabe que es la vida lo que está en juego… La vida de otros y, en cierto modo, profesional y moral, también la suya. Me describía su trabajo, trufando el relato de anécdotas, y al tiempo se preguntaba cómo pudo salir adelante, mantener el ritmo, recorrer tantos kilómetros diarios, subir tantas escaleras, insistir tanto y durante tanto tiempo con familias a las que, muchas veces, les costaba enormemente expresarse en inglés, por no hablar de lo que les costaba pagar sus ­honorarios. Todo esto a sabiendas —y así lo dejó dicho, de viva voz y en sus textos— de que nunca amasaría una fortuna como médico y de que, por supuesto, nunca sería la clase de escritor que percibe cuantiosas regalías. La Depresión había supuesto una verdadera catástrofe para los pacientes del doctor Williams. La mayoría, a duras penas podía pagar sus servicios, si es que los pagaba siquiera. Aquella fue también la época en la que un escritor extraordinariamente versátil, instruido y dotado que, casualmente, ejercía como médico a tiempo completo, no acababa de cosechar el éxito entre la crítica; en especial, entre los comentaristas más poderosos, los que se arrogaban la aquiescencia de la academia. No es extraño que este médico escritor se alegrase de salir «afuera» de sí, de saludar a un mundo distinto de aquel de los literatos y de poner todo su empeño en tratar de comprenderlo. Tampoco es extraño que rechazase un puesto relativamente cómodo en Manhattan como facultativo de relevantes personalidades de la cultura. Puede que sus pacientes fuesen anónimos, indigentes, iletrados incluso, atendiendo a los exámenes oficiales de este o aquel sistema educativo; pero eran también —lo supo muy pronto— individuos de una vitalidad magnífica, rebosantes de experiencias que contar, de vivencias que recordar, de ideas que compartir con la más respetable de sus visitas. Tanto es así que el médico aquel, a pesar de lo exigente de su tarea, quedaría fascinado por lo que estaba ­escuchando y lo recordaría punto por punto cada noche, cuando la máquina de escribir sustituía al estetoscopio como herramienta de trabajo.

Confieso que yo también le hice a Williams la misma tediosa pregunta que le habían planteado antes un millón de veces: ¿cómo lo hizo, cómo consiguió ejercer dos profesiones a tiempo completo y durante tantos años? Su respuesta fue inmediata y estuvo revestida de un tacto y una paciencia notables, dada la provocación: «No es para tanto… La una —la medicina— alimenta a la otra —la escritura—, aunque a veces haya refunfuñado en sentido contrario». Aun cuando en ocasiones se quejase de sentirse exhausto, sobrecargado de trabajo, de no disponer del tiempo que necesitaba para escribir, no tardaba en recordar los momentos de aliento e inspiración que la profesión —en su caso podría decirse «la llamada»— le regaló casi diariamente a lo largo de más de cuatro décadas dedicadas a la medicina. Y esos momentos son la sustancia de estos Relatos de ­médicos, los mejores del género desde aquellos que escribiera, a finales del xix, Antón Chéjov.

Al examinar la evocación de Williams de la práctica de la medicina en Estados Unidos en la primera mitad del siglo xx, inmediatamente le viene a uno a la cabeza la tremenda osadía de semejante empresa literaria, el coraje que demostró al contar lo que cuenta. Estos relatos son breves comentarios o descripciones destinadas a registrar decepciones, frustraciones, confusiones, perplejidades y sinsabores; también, por supuesto, alegrías, placeres, afectos, extrañezas y sorpresas tanto como frecuentes y pequeñas satisfacciones de carácter íntimo. Son historias que hablan de equivocaciones, de errores de juicio… Y también de logros modestos, alcanzados uno a uno; no de los logros obtenidos en grandes proyectos de investigación, sino en la más importante de todas las situaciones: el potencial sanador del cara a cara con el paciente que desea la ayuda médica del extraño en la misma medida que la teme. Como le escuché decir en cierta ocasión: «Percibía miedo y escepticismo incluso en los pacientes que me conocían bien y confiaban ciegamente en mí. Y ¿por qué no? ¡Yo mismo era consciente de mis propias dudas y desazones!». En estas historias, Williams tuvo el valor de compartir con sus lectores aquella confusión raramente reconocida, como en el autoescrutinio casi agustiniano que hace de sí mismo hacia el final del segundo libro de Paterson. Prácticamente en cada uno de los relatos, el médico ha de enfrentarse no solo a su viejo y conocido antagonista, la enfermedad, sino también a otro enemigo cuyo persistente influjo nos es consustancial a todos: el orgullo, en todas sus formas, disfraces y manifestaciones. Es ese «egoísmo irreflexivo», como lo denominó George Eliot, lo que nos muestra el médico narrador de estas historias. Es inevitable que, enfrentados a él, nos aproximemos un poco más a nuestra esencia. Esa suerte de narcisismo, que es como esta época ha decidido llamar al pecado del orgullo, no conoce barreras de raza ni de clase… Tampoco de profesión. Pero, como a ­menudo constatan médicos y religiosos, en sus vidas opera una triste ironía: el predicador es débil precisamente en los aspectos que denuncia en sus sermones; el médico está enfermo mientras se afana diariamente por sanar a los demás.

Conocedor de la debilidad que todos sentimos por aquellos que ejercen un ascendente moral sobre nosotros y que nos asisten en las situaciones a vida o muerte, tampoco se le ocultaba que dicha vulnerabilidad da pie a una especial candidez, a la remisión miserable de nuestra propia autoridad…, y que sus efectos no solo ponen en peligro al feligrés o al paciente, sino también al sacerdote o al galeno. La arrogancia es la otra cara de una conformidad entusiasta; arrogancia y vanidad son heridas que la vida impone a aquellos que son conocedores de las heridas de los demás. El médico atareado, competente, consciente de la responsabilidad que debe asumir y en absoluto inclinado a eludir sus obligaciones, puede dar un serio tropiezo en esos pequeños dilemas morales que constantemente lo asaltan: la naturaleza de un hola o de un adiós, el tono de voz cuando se enuncia una pregunta o una respuesta, los pensamientos que uno tiene y el efecto que producen en nuestro rostro, en nuestras manos, afanadas en determinado trabajo; en nuestra postura, en nuestros andares: «Nada mejor que un paciente difícil para conocernos a nosotros mismos», dijo Williams en cierta ocasión a un estudiante de medicina. A ­continuación, elaboró un poco más su observación: «Yo aprendía mucho durante los pases en el hospital, o en las visitas a domicilio… A veces me sentía como un ladrón, pues escuchaba palabras, oía frases, veía gentes y lugares… Todo aquello acababa en mis escritos. Creo que ya lo he contado… ¡Y tampoco es que a nadie le haya sorprendido demasiado! En todo caso, acontecía algo más profundo: la violencia de todos aquellos encuentros; esa violencia me pillaba desprevenido una y otra vez… Y aquello tenía como ­resultado, bueno, un descenso a mi propio interior». Williams sonrió tras pronunciar estas palabras y se azoró por la comparación que, a pesar de todo, procedió a formular: comparó aquellos «descensos» con la consecución del insight, la «visión interna» del psicoanálisis. Digo que se «azoró» porque era consciente de estar refiriéndose a un conflicto tan moral como psicológico, y por desgracia, durante aquellos años, los últimos de su vida, solo se oía hablar —para su pesar y su sorpresa— de un psicoanálisis y de una ciencia social supuestamente «desprovistos de juicios de valor». No es que Williams fuera incapaz de dejar de lado su indignación y su repulsa, ni mucho menos le costaba reírse de sus propias pretensiones y momentos de obcecación, al menos tanto como de las ajenas. Estos relatos rebosan pasajes en los que lo encontramos burlándose de sí mismo: la parodia enfocada en el parodiador, las palabras utilizadas para tomarle la medida al severo —y ­compasivo— médico que recetaba, entre otras cosas, palabras, y luego ­regresaba a casa para esparcirlas…, en fin, «en el semillero americano»…

Es importante poner de relieve el lado humorístico y piadoso de esta autoinculpación narrativa por parte de un peculiar médico de Nueva Jersey: ni siquiera el tremendamente zaherido, resuelto, melancólico viejo doctor Rivers carece de cierto afán de decencia, una confusa mezcla de honor altruista, preocupación entusiasta y —ay— constante e incontrolada malevolencia. Al cabo, estos relatos son las confidencias sinceras de un médico especialmente sabio que quiso emplear sus maravillosas dotes narrativas en un gesto de… ¿un gesto de qué? Todos estamos necesitados de perdón. Todos tenemos la esperanza de redimir nuestros errores, de hacer efectivo, por medio de cualquiera que sea el don que nos ha sido concedido, todo desagravio. Las palabras fueron el donoso instrumento concedido a este médico, y serán también donoso instrumento para nosotros, lectores que nos topamos con estos relatos maravillosamente provocativos. Como en cierta ocasión me dijo Flossie, la querida esposa del doctor Williams, presente de tanto en tanto en estas ficciones médicas: «Hay muy pocos aspectos de la vida de un médico a los que Bill no llegase a referirse en sus escritos». Ella estuvo allí, por supuesto, estuvo todo el tiempo, y los conocía bien: los periodos de irritabilidad e impaciencia; los fogonazos de enojo y animadversión; los momentos de codicia o de simple amargura porque «ellos» no podían, no lo hacían, no pretendían pagarle; las oleadas de afecto, incluso de lujuria; las reivindicaciones de poder, el feroz deseo de control, de hablar en términos transparentes, de ganar a toda costa; el cansancio, el agotamiento, el desaliento; el ajetreo, la lucha vertiginosa contra todo tipo de enfermedades… Y las victorias, las derrotas a sus manos y, no menos importante, la comprensión —­post ­mortem— de las propias limitaciones, de los propios errores.

Durante años, he utilizado estos relatos de médicos como material didáctico con estudiantes de medicina. Y en todas y cada una de las clases, parece que nos vuelven a despertar…, que nos animan a inquirir acerca de los porqués más decisivos y a considerar los quizás más desconcertantes. Los relatos de médicos ofrecen a los estudiantes y a sus profesores una oportunidad inexcusable de abordar los grandes temas de la vida de un médico, esos grandes innombrables que, sin embargo, emergen cotidianamente como socios mayores de la práctica médica: los prejuicios que tenemos —y que nos avergüenzan—, los momentos de resentimiento o de mezquindad que tratamos de ignorar, el siempre peliagudo asunto del dinero, un tema sobre el que a pocos nos gusta discutir, a pesar de que constantemente nos mueva al placer, a la decepción en los demás, en nosotros mismos. ¿Hay, de hecho, algo realmente importante que ­Williams dejase fuera? Se conoce que no. Aquí está para nosotros la oportunidad de analizar al médico alcohólico, al médico suicida. Aquí, también, el mandato para confrontar nuestras ambiciones, motivos, aspiraciones, propósitos, nuestras preocupantes lagunas, nuestros gravísimos errores, nuestra valía, en suma.

Estos textos nos dan permiso para desnudar las almas y ser cándidamente introspectivos; y, no menos importante, para sonreírnos, llenos de agradecimiento por las constantes oportunidades que se nos brindan para compensar nuestros fracasos por obra u omisión.

Comparte Williams con nosotros los fragmentos del examen que un médico se realiza a sí mismo, representados de tal modo que lo particular se transforma en universal y en inmediatamente reconocible: ese es el cometido, la virtud principal de todo arte elevado. Y —no hay que olvidarlo— en esta época de alocuciones agitadas y banales, de teorías y más teorías, de conceptualizaciones que nacen con la pretensión de explicar —y justificar— casi cualquier cosa, Williams nos ofrece ironías, paradojas, incoherencias, contradicciones: la pequeña estampa que revela todo un mundo de grato, deslumbrante y prohibido misterio. El doctor Williams se transforma en William Carlos ­Williams, el consumado fabulador y relator de anécdotas, y también el cronista médico y social que se arriesga a la autobiografía.

Hubo poemas igualmente provechosos e intencionados, e incluso entradas en su diario, como esta maravillosa declaración encontrada en «la libreta roja» que Williams, el médico de la escuela de Rutherford, llevaba en 1914:

Bendigo los músculos

de sus piernas, sus

cuellos tan

flexibles, su pelo

que es como la hierba

nueva, sus ojos

que no siempre

bailan,

sus poses

tan naífs y

gráciles, sus

voces, que están

llenas de pánico

y otras pasiones,

sus transparentes

teatrillos y sus

imitaciones de los adultos

—la suavidad de

sus cuerpos—

Releo, una vez más, estos relatos de médicos, estos poemas de médicos y el retrato autobiográfico «La práctica médica», tan directos como emocionantes, y recuerdo los versos citados, a los que quiso aludir Williams en cierta ocasión, versos que trató de evocar, de pronunciar… La poderosa y persuasiva sensualidad de su mente, con su ofrenda de un himno de amor para aquellos niños, aquellos pacientes, aquellos prójimos. Alguna que otra vez recibió una invitación de sus colegas para hablar en congresos y jornadas médicas, pero le podían la timidez y la humildad… Le preocupaba tener poco que decirles, a pesar del peso de una obra heterogénea y abundante. Pero se equivocaba de parte a parte; tenía todo que decirnos. Había descubierto todo un mundo, nuestro mundo; y nos lo estaba descubriendo también a nosotros. Por eso, también, una vez más, al igual que muchos tuvieron ocasión de expresarle en Nueva Jersey durante la primera mitad de este siglo, una y mil veces: gracias, doctor Williams.

Robert Coles, doctor en medicina

Marzo de 1984

Cambridge, Massachusetts

Los relatos de médicos

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