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Que Omensetter tenía un secreto ya nadie lo ponía en duda. El cotilleo no cesaba, la opinión se dividió, se politizó el ambiente. Cualquiera habría pensado que aquello era Francia. La propia salvación de Henry era el asunto central, y era frecuente que Henry se viera fastidiado hasta rozar el llanto, débil como todavía estaba, por los constantes interrogatorios, las ruidosas trifulcas, las alocadas conclusiones de sus amigos. Nada se les escapaba: la casualidad ahora se percibía como cálculo, las posibilidades remotas se llevaban a las bravas hasta lo probable, las hipótesis más endebles se hilaban hasta formar lanas para tapices, y cada conclusión era transmitida al pueblo igual que una enfermedad. Consignada al principio por casi todo el mundo a Dios y por tanto a la fe del reverendo Jethro Furber, y siempre por un grupo eso sí más reducido a la ciencia y de ahí a las habilidades del doctor Orcutt, la cura –salvo por unos pocos desperdigados que hicieron hincapié en la voluntad y la constitución del propio Henry– se adjudicaba ahora casi con unanimidad al emplasto de raíz de remolacha y a la suerte de Brackett Omensetter. ¿Pero a qué equivalía aquello? Aquello atribuía la cura a… ¿a qué? A Edna Hoxie le aumentó la clientela, Maggie Scalon sin embargo –soltera, enorme– se mofaba de la pregunta. Acaso no consigue siempre lo que quiere, dijo. Es feliz, a que sí, el hijodeperra. Dios, ojalá lo fuera yo.

Para Henry su enfermedad era una dicha y una agonía que aún perduraba. Hubo días enteros de lluvia continuada y el agua rebosó de los recipientes. Se sentaba al sol con una manta sobre las rodillas y sentía la lluvia caer sobre las rígidas hojas estivales y volar desde los polvorientos canalones. Rogaba constantemente al zorro que lo perdonara, tan débil y postrado en su silla, tan desligado de su propia voluntad, como lo había estado durante los primeros días de su convalecencia. El brazo le salía disparado, apoderándose con el puño de un torrente de luz. Bueno, exclamaba con sorpresa, parece que sigue lloviendo. Lucy le chillaba, el sol le tamborileaba en el pecho. Su ojo todavía lo penetraba todo como una aguja –penetraba, se volteaba y luego emergía– y enhebradas en un cordel cual abalorios se colgaba al cuello las imágenes. Durante horas toqueteaba el aire de manera obscena, y cuando se movía, sentía que congeniaban. Le decía a su esposa: aquí está tu vulva, junto al hocico del beagle; o decía: aquí está tu sangre, negra como la corteza húmeda; o decía: aquí están las heces que moldean tus intestinos; y así continuó, hasta que ella le golpeó.

La crueldad no le trajo alivio, como tampoco la vista, y aun así pensaba a veces que su dolor podría no ser más que el dolor de su muda, pues con frecuencia parecía que estaba mudando como una serpiente las pieles de todas sus estaciones; sus grasas blancas y su carne roja se perdían en una marejada luminosa. La luz del sol lo lamía, ascendía sobre él y enseguida pedazos de sí mismo iban alejándose –la cabeza cual sombrero, las piernas cual leños–. Luego secaba cuidadosamente sus huesos con una toalla hasta que relucían. Formaban un hermoso árbol; no estaban tan mal. Henry no estaba preparado para alguien como Omensetter. Se había contentado con creer que viviría por siempre con hombres normales en un mundo normal; pero todos estos años había vivido consigo mismo como un extraño, y con todos los demás. De manera que con aquellos relucientes armazones imaginó que moldeaba una nueva arcilla fina y lisa por medio de la cual la vida se elevaba con ansias como esa humedad a la que el calor agrada. La semejanza con Omensetter era inconfundible; Henry había renacido ahora en aquel cuerpo danzante; se había unido a él como nadando te unes a un río; sin duda Lucy debió de haber visto… pero no le importaba que así fuera. Las percepciones ya no le perforaban los ojos –que retornaran sus agujas–; en su lugar, él se desbordaba vertiginosamente.

De aquel humor Henry pudo recordar la vez en que apiló una montaña en la carreta: las colchas y los cobertores, los juguetes, las herramientas y los utensilios, notar en la boca el sabor del metal. Las nubes vivían en el río; junto a él reposaba Gilean, el aire tan puro. Todas las casas a la vista eran dignas y todos los graneros estaban en bancales con arreglo al tiempo. Los árboles estaban preciosos y deshojados y las rodadas de las carretas relucían. En el camino cantaron Rose Aylmer. Luego contaron pájaros a ratos. Había anillos en el agua de los charcos al lado del camino y el aire estaba limpio como lo está tras la lluvia. Pensó que sería bueno para la salud del chico vivir junto al río, pescar peces y criar sapos, crecer con entusiasmo.

Pero su mujer venía y lo zarandeaba. La edad le había perfilado bellamente la mandíbula. Tenía los nudillos enormes. Hacía repiquetear las cazuelas y la cubertería en los cajones.

¿Qué te traes ahora? ¿En qué piensas?

En nada.

¿En nada? Tendrías que verte la cara. ¡En nada!

En nada.

En la gordita. Tendrías que verte la cara. En la gordita.

No.

¿Para qué vas al taller? Apenas puedes caminar y aun así estás siempre allá abajo, y con este tiempo cuando más calor hace. ¿De qué habláis? ¿Tott cuenta historias? ¿O anda sermoneándote el Furber ese, intentando pescar tu alma como si fuese el último pepinillo? Oh, ya sé lo que ha pasado. Que te has ido al infierno. Eso es lo que ha pasado.

No.

Es la gordita.

Tan en silencio se sentaba entre las sombras detrás de la fragua que las visitas apenas notaban que estaba allí. Parecía ser efecto de su enfermedad, pues tras un periodo de dolor y confusión pensaba que los ojos se le habían aclarado y que había mirado desde su cama como desde fuera del mundo. Había sido como imaginaba que sería ser invisible. Tenías los ojos abiertos. La gente te los miraba pero sin creer que vieras. Eran menos que un espejo, no más que unos ojos pintados. La enfermedad no era nada. Muchas veces se había esforzado en decir que podía oír. Dar de sí hasta hacerte pedazos no era nada. Muchas veces había intentado gritar puedo ver, puedo verte, siseando en su lugar. Luchar por respirar no era nada. Arder no era nada. Encerrado en una bota de carne que encoge, recordaba hora tras hora los rezos de Jethro Furber.

El hijo de Decius Clark, dijo el doctor Orcutt a través de su barba, está muy grave. Una abeja le picó en el cuello hará el martes seis semanas. No se ha visto hinchazón igual.

Los dedos del doctor formaron un huevo.

Clark antes era alfarero. Lo dejó. Ahora es granjero, o lo intenta. No cuenta con mucho. No le voy a cobrar.

Orcutt apuntó su escupitajo.

Déjame ver el dedo que te aplastó Matthew.

Eres un cabrón, Truxton, dijo Watson.

Cómo te pones, pensé que podría verlo. ¿Bien, Brackett? La curiosidad es gratis. ¿Se te ha puesto negra la uña? Mat me contó que te lo dejó limpito de un porrazo, ¿es verdad eso?

Omensetter alargó la mano en silencio.

Orcutt sonrió con ganas.

Mat se ha metido a cirujano, según veo. Me podría echar del negocio con todas las de la ley.

Volteó el pulgar.

Una cicatriz de gran bravura, dijo el doctor. ¿Cuánto cobras?

Mat sacudió la cabeza con impotencia.

Bueno, pasa siempre, se corta y listo.

Orcutt soltó la mano. El brazo cayó como sin músculo.

Un martillo no es un cuchillo muy considerado que digamos. La próxima vez que te claves algo vienes a verme cuanto antes y puede que no te salga una hinchazón como esa.

Le di por accidente, exclamó Mat.

A todas luces tiene usted mucha suerte, señor mío, dijo Orcutt.

Luego le preguntó a Hatstat cómo iba la pesca.

De pena, dijo Hatstat.

Como siempre, en esta época del año, dijo el doctor.

Tendrían que estar río arriba.

Ah, George, nunca lo están, es lo que tú querrías. ¿A que sí, Brackett?

No hace el frío suficiente, dijo Tott.

Mat revolvió entre sus herramientas.

Hacía un calor sofocante en el taller, y feroz junto a la fragua.

Bueno, es un tipo amable, ese Clark, dijo el doctor, escupiendo. No cuenta con mucho. No le voy a cobrar. Pero es amable. Su mujer está llevando fatal lo del chico pero Clark está tranquilo, diría yo. Está tranquilo. ¿Cómo va tu infección, Henry? ¿Se te ha pasado? ¿No has salido un poco pronto, como un petirrojo en inverno?

Ya hace semanas, masculló Henry, retirándose más al fondo del taller.

Remedio casero, por dios, así han caído a porrones, Henry. Podrías haber perdido el brazo. Apañarte de por vida las partidas de herradura. ¿Brackett juega?

No le dejamos, dijo Israbestis Tott.

Una pena, eso me gustaría verlo.

Al doctor le rezumó jugo de la boca. Escupió una mancha fluyente.

Todos guardaron silencio.

El chico de Decius Clark está fatal, dijo el doctor Orcutt una vez más, pero Decius es un tipo amable, y tranquilo.

… luego estuvo Israbestis Tott entreteniéndole con cancioncillas: jigas, fox trots, polcas –Henry creyó que iba a perder el juicio–. Luego estuvo Matthew Watson, que se sentó al lado de la cama y le puso sus enormes manos sobre el regazo como un par de ranas; luego filas interminables de mujeres que susurraban; Jethro Furber con disfraz de bruja, conminando con conjuros a lo divino; estuvo Lucy, preciosa como la copa de un árbol en las vetas de la puerta, Furber como unas cortinas, Mat una lámpara, Tott un alarido, Furber ambas ranas, Orcutt sus brincos…

El primer huevo de una gallina siempre es hembra.

Orcutt quemó su escupitajo.

Las yeguas que han tardado en ver al semental tienen potros. Es un hecho científico.

Luther Hawkins comprobó con el pulgar la hoja de su cuchillo, luego la examinó entera y le guiñó a la punta.

No es buen mes, dijo. Las mujeres eligen los impares.

Orcutt sacudió la cabeza.

Todos pensaron durante un momento en silencio. El hierro era de un rosa pálido.

Leí a un profesor suizo… demonios… ¿cómo se llamaba?… Thury. Eso es, Thury. Dice lo mismo. Danielson, al sur del estado, lo ha probado. Con las vacas funciona. Funciona estupendamente. Es un hecho.

Orcutt enseñó los dientes.

Pues no sabría decirte, pasas la cuestión de las vacas a las señoras.

Henry soltó una risita contra su voluntad.

Lo sé por experiencia, dijo Watson, y la risa de George Hatstat sonó como el silbato de un tren.

Orcutt se retrepó y se quedó mirando a Henry a través de la oscuridad.

¿Cómo anda Lucy últimamente, Henry? ¿Tirando?

Watson puso las tenazas sobre el hierro.

Orcutt revolvió su mascada. Le relucieron los labios.

Debería salir más.

Las guerras, dijo Watson.

Empezó a dar martillazos.

Las guerras, gritó, más niños… reemplazan a los muertos.

Cayeron chispas en arcos y chaparrones hasta el suelo.

El doctor Orcutt se limpió la boca y observó a Henry a través de la lluvia de chispas.

La barra –reacia– se dobló.

Orcutt se recostó, inclinando la silla. Contempló el techo con solemnidad donde una araña descendía a tirones por una hebra.

Omensetter enhebró una aguja.

Había un arrullo en los martillazos a través del cual cantaban las orejas de Henry.

Al pasar, Lloyd Cate saludó con la mano.

Todos los hombres parecían taciturnos y pensativos.

Tott se palpó los bolsillos, en busca de su armónica.

Orcutt dijo finalmente: por dios que es una suerte que estés vivo –en voz baja pero enrabietada.

Los martillazos comenzaron de nuevo. El hierro frío daba saltos.

Luther Hawkins movía con cuidado la hoja de su cuchillo, extrayendo una tajada en espiral como una tira de piel. Hatstat lo miraba de hito en hito, mientras Omensetter apuñalaba con su aguja un trozo de cuero.

Orcutt se enderezó; escupió con fuerza a la araña colgante. El escupitajo se la llevó por delante. Ante esto el doctor se palmeó la rodilla y se puso en pie.

Autoridades que he leído… mentes científicas honradas, recuérdenlo, caballeros… aseguran que los machos se gestan cuando hace un tiempo concreto… que son el resultado de posturas concretas… o que depende del testículo que se haya vaciado. Mentes científicas honradas. Para ellos esto supone un verdadero problema. Unos joden por la ciencia solo a media tarde, mientras otros mantienen la fe en el anochecer –aquí Orcutt soltó una risita–, es una cuestión de luz, según tengo entendido, pero no me acuerdo de cuál se gesta con cuál.

Sopesó su maletín.

Guarda reposo, ¿eh, Henry? No levantes peso. No te subas a ningún sitio. No uses la pala. Ese tipo de cosas.

Por debajo de la barba, Orcutt se aflojó el cuello de la camisa.

O es el tamaño de la polla, lo lejos que lance la simiente.

El doctor se sacudió con esmero el polvo de los pantalones.

Puu-uf.

Así permaneció un momento.

Todo esto es estiércol, dijo. Estiércol.

Luego se marchó a zancadas.

Henry observó la fragua hasta que le ardieron los ojos.

Más tarde Curtis Chamlay se asomó a preguntar si alguien tenía pensado salir a pescar por la mañana, y Luther Hawkins, admirando la punta de su palo, continuando la conversación en su cabeza, rio entre dientes.

A los perros les da igual, dijo. Es un hecho.

George Hatstat dijo: ¿sabéis qué dijo Blenker que Edna Hoxie le dijo a su mujer? Duchas con leche si quieres una niña.

Y ella lo único que hace es darse duchas con el holandés ese.

Hawkins sacó tierra de una grieta.

Ese holandés gordo, ¿cómo se las apaña?

Tranquilo, dijo Chamlay, riendo. A Tott se le están encendiendo las orejas.

Por qué tendrían que encendérsele, dijo Hawkins. Escuchas igual que él a ese sacerdote, oye con las orejas cada palabra que hay.

Ese holandés, dijo Chamlay. Seguro que tiene la polla enroscada.

La polla de un gorrino, dijo Hawkins.

Blenker no es holandés, dijo Tott.

Mierda.

Hoxie dice que con los niños se hincha más la teta derecha.

Ah, mierda.

No, en serio, Curt.

Hatstat se llevó la mano al pecho.

Las niñas dan dolores concretos en el costado derecho. Fue lo que dijo Edna.

Edna no dice más que chorradas.

Hawkins empezó en la tierra un dibujo del holandés montando.

Es la carne lo que lo provoca, dijo Chamlay. La ternera. Trae químicos.

La barra volvió a resplandecer.

Hawkins tachó el dibujo hasta borrarlo.

En una feria vi uno en un tarro, dijo. Una cosa pequeña, ya sabéis. Rosa y púrpura, del color que fuera. En conserva… arrugado… pálido de verdad y bocabajo en aquel mejunje… parecía un cerdo… pero muerto… jesús.

Mat sopesó el martillo con impaciencia.

Hawkins dibujó un bote de conservas.

Depende de lo que coma la madre, insistió Chamlay.

Entonces Hatstat hizo un ruido grosero.

Venga, Omensetter, ¿tú qué opinas?, ¿va a ser chico?

Si se repantinga y se atiborra de caramelos, dijo Chamlay, tendrá una niña empalagosa.

Nah, mierda.

Tú tienes chicos, George, ¿cierto? Pero ¿y Rosa Knox? Cuando Rosa se queda preñada no come más que bollos de azúcar. Pregúntale a Splendid Turner si no es así.

Luther Hawkins asintió con la cabeza.

Es un hecho, dijo. Un hecho científico… Me pregunto con qué le llenó la barriga a Maggie Scalon ese pequeño demonio de Perkins.

Ese Perkins, dijo Chamlay. Lo conozco. Seguro que no fue con la polla.

Crees que esa barriga se hincha a base de escupitajos, Curt, dijo George.

Menuda bruja, dijo Hawkins. Esa va a parir perros.

El martillo de Mat tañó el metal.

Más tarde, cuando Mat hizo sisear su hierro en el barril de agua de lluvia, discutieron un buen rato sobre pesca. Había venido Olus Knox y siempre se mostraba elocuente al respecto. Todos, en realidad, pero Omensetter, que cosía en silencio, tenía en la cara un gesto de intensa perplejidad.

La suerte de Omensetter

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