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EL TRIUNFO DE ISRABESTIS TOTT

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Bien, amigos, hoy vamos a subastar los objetos de la señora Pimber. Creo que todos conocíais a la señora Pimber y sabéis que tenía algunos objetos bastante bonitos. Esta va a ser una venta buena de verdad y hace para ello un día bueno de verdad. Aun así, puede que haga calor, más tarde, de ahí que queramos que las cosas marchen a buen ritmo. Y ahora voy a empezar la venta con los objetos de aquí atrás junto al granero. Ya habéis tenido ocasión de echarle un ojo a todo así que vamos a pujar ya mismo por estos estupendos objetos y a hacer que las cosas marchen a buen ritmo. La venta es como siempre en efectivo y dentro está la señora Grady para encargarse de ello. Las damas de la Iglesia metodista tendrán la bondad de brindarnos el almuerzo. Podéis ver sus mesas allá en frente en la parcela de la señora Root y me consta que queréis servir a todas estas damas lo mismo que ellas van a serviros a vosotros. Sé que va a salir todo estupendamente. Muy bien, voy a empezar la venta aquí atrás de manera que, si me seguís, amigos, nos pondremos manos a la obra.

Era su primera excursión. Llevaba varias semanas tambaleándose por el jardín pese a la hierba alta, y tres meses practicando en su cuarto y en el salón y por los pasillos, pero ahora iba a ponerse de verdad a prueba. Había dicho que al verano lo vería caer y eso hizo. La hierba estaba quemada. En los algodoneros había motas de amarillo. La maleza estaba marchita y desde hacía mucho espigada. ¿Dónde estaban todos sus amigos?

Antes salía por la mañana calle abajo y estaban todos levantados y a todos conocía. Podía oír tañer el yunque y entre los tañidos la voz apacible de Mat cantándole a los caballos. Uno podía gritar desde una punta del pueblo a la otra y que le oyeran. Y por la mañana Mat era como una campana.

Israbestis se frotó la mejilla. ¿Quién era el hombre de los dientes de oro?

Estaba desfasado. Solía parar en casa de Mossteller. Mossteller era un tipo callado pero le encantaba contar chistes. De camino solía parar en casa de Lloyd Cate. Lloyd ponía un pie encima del fogón y decía que se había empachado y aunque estuviesen en mayo juraba que hacía frío. Él y Lloyd hablaban hasta que el tren a Gilean silbaba. Cuando el silbato sonaba por segunda vez, Lloyd bajaba el pie y ambos iban y se plantaban delante de la tienda y se desperezaban. Bueno, decía Lloyd, tengo que ponerme a ello. Israbestis sacudía comprensivo la cabeza y se encaminaba a la estación.

Pasaba gente con impaciencia en torno a él. Caminaban muy rápido. Una multitud se estaba reuniendo junto al granero. Tenía la pintura muy descascarillada. El tejado se combaba hacia un espino. Ahí dentro cogí yo un milano, dijo. El portón colgaba de un gozne. Las ventanas estaban rotas y la oscuridad dentada. Sin embargo, la casa era cuadrada y firme, por todas partes hermosa, sin una grieta, cada ladrillo hecho a mano y colocado por un maestro. El sonido de la multitud aumentaba a medida que se aproximaba despacio. Por toda la fachada había ventanas altas y estrechas en las que Lucy Pimber colocaba las velas mientras la nieve caía sobre el coro de villancicos.

Sam levantó la mano y miró por entre los dedos que le faltaban. Todos rieron. La gente avanzaba lentamente entre las sillas y sofás en la hierba o se sentaba en mecedoras y hablaba o se recostaba en divanes y hablaba, haciendo visera con la mano. Manoseaban los jarrones, toqueteaban cucharas de plata, alisaban colchas acolchadas a mano. A la sombra del porche las mujeres se apiñaban entre mesitas de tapete verde con torres ladeadas de tazas de porcelana, coloridos vasos de cristal granulado y platos decorados. En la parte trasera, junto al granero, los hombres formaban parejas serias para fumar, valorar utensilios pesados y reflexionar. A un costado de la casa bajo las farolas, los niños pequeños se sentaban y enredaban con los cordones de los zapatos. Sam Peach chilló, se miró los dedos ausentes y escupió. Todos rieron, y entre los dedos que le faltaban sostuvo en alto un ovillo de bramante y con la mano llena de dedos un viejo serrucho fino, una soga, un felpudo de goma, un bote de cal; mientras que en unas butacas de respaldo alto, bajo la sombra desperdigada de varios olmos medio muertos, ancianas y bastones se apoyaban unas en otros y sacudían la cabeza. Una lástima, decían. Una lástima. Una lástima.

Como mujer no es gran cosa. Ruin, flaca y callada. Amiga de Samantha. Él se excusó al tropezar.

Vi cómo levantaron esta casa, dijo Israbestis. La primera de la calle.

¿De verdad?

Vi cavar el sótano y cómo pusieron el primer ladrillo. Estuve en esta casa el mismo día en que Bob Stout, el que la construyó, se cayó del campanario metodista.

¿De verdad?

Se cayó encima de la verja de hierro que la rodeaba. Parson Peach, que por entonces acababa de llegar, no, no, fue mucho antes que eso, fue el día en que Huffley, Huffley era albañil, ocupó el puesto de Furber, sea como fuere, Huffley hizo que echaran abajo la verja.

¿De verdad?

Lo de la verja fue curioso porque…

¿Lutie Root? El terreno al otro lado de la calle era suyo. ¿No la incluyó su marido en un trueque por una bandada de gansos? Sí. Tenía su historia. No. Esa no era Lutie Root. Ella tenía una mirada de lo más gélida, igual de gélida que la de su padre, como roca translúcida. Ella nos dejó en invierno. Lo había olvidado. También la mirada gélida, cada vez más pálida hasta que se apagó. ¿Quiénes eran todas aquellas personas?

Sam Peach sostuvo en alto un juego de moldes para gelatina, un trozo de mosquitera, una taza que aseguró era de peltre pero no lo era, una caja de tornillos, un rastrillo, cuerda en un nudo de ocho enredado. Sam se enjugó la cara con una tela manchada que se anudó al cuello y con la cabeza asintió a la multitud. Exclamó que menudo calor hacía, comentó lo duro que trabajaba, el estado en que se encontraba un escurridor de ropa hecho de madera. Tenía la cara roja de gritar y de agitar los brazos y mientras hablaba se cambiaba con la lengua el tabaco de un carrillo al otro y al escupir dejó en la tierra una mancha amplia y fluyente. Sam sonrió con sus dientes marrón oscuro. Señaló una tara. Se abrió de brazos. Meneó la nariz con inofensiva honestidad. Dijo que para qué iba a usar una escuadra torcida si ya tenía una, y dijo cuánto le traían a la memoria los dedos que le faltaban el día en que se los rebajó, y que por un dólar más había vendido también el serrucho. Todos rieron y pujaron. Sam se tocó apenas el ala ancha del sombrero. Pestañeó, y las afables arrugas junto a sus ojos se retrajeron. Su esposa anotó la venta. Ambos avanzaron y con ellos avanzaron la multitud y la risa de todos.

No conozco a ese tipo, pensó Israbestis.

Vi cómo levantaron esta casa, dijo Israbestis. La primera de la calle.

¿Oh?

Vaya si se construía en aquellos días…

El verano había sido caluroso. La tierra estaba dura. El camino estaba polvoriento. Los coches habían circulado por el camino y levantado polvo. El polvo se había depositado en la hierba junto al camino volviéndola gris. Los niños habían escrito sus nombres en la parte superior de los tocadores. ¿Nadie iba a estrecharle la mano?

Una buena subasta, dijo Israbestis.

Un montón de cacharros.

Oh, no, no…

Pensaba que conocía al tipo del puro negro. Por dios lo que se parecía a Hog Bellman. Israbestis notó que se le revolvía el estómago. Gases. Unos italianos, había oído, la habían comprado. Era una casa bien grande. Por algún motivo había olvidado que había italianos. En aquellos días no había muchos. A veces venían para reparar las vías del tren. ¿O eran mexicanos? ¿Sicilianos? ¿Qué diferencia había? A los italianos siempre les pareció que esto quedaba muy lejos. Por supuesto que había italianos. Cada vez más. Y ahora en esta casa que una vez fue un resplandor de luces.

¿Ha visto a la señorita Elsie Todd?

¿A quién?

¿Quizás a McCormick o a Fayfield? Antes venían mucho.

Hog Bellman. Con sombrero de copa blanco. Dios mío. Cazando en los marjales en época de crecidas. Mat haciéndolos callar. Ni un pájaro pero sí el discurrir del agua. Hog Bellman. Dios mío. Ahí está el alguacil. Bien.

Te manejas bastante bien, dijo Israbestis.

No me manejo mal. Vengo a todas. No falto a ninguna. Llueva o truene. Nunca falto. Ya no veo mucho a nadie. Hacía mucho que no te veía, Tott, ¿has estado enfermo?

He estado bien. Bien, sin más.

Unos macarroni compraron esta casa. Van a tirarla abajo. No tengo trato con ellos. Son gente problemática. Venían al pueblo por las noches a crear problemas. Me ocupé de ellos de inmediato. Cuando yo era alguacil la cosa estaba tranquila y el calabozo lleno. ¿Lees los periódicos?

Pero esta casa la construyó Bob Stout.

Recuerdo la vez que estaban arreglando el puente allá en Windham. Había un puñado de ellos –mano de obra tirada y demás pero yo siempre dije que ellos también eran unos tirados, igual que los mexicanos– y había un puñado de ellos que eran grandes. Grandes y tiznados del trabajar al sol, como los negros. Algunos de ellos hasta eran negros, creo. Sí. En este pueblo no hubo ningún negro hasta hoy.

Estaba Flack.

¿Quién?

Jefferson Flack.

En cuanto el sol se ponía ya estaban a ello. Llegaban a carretadas.

Yo estaba aquí, vivía aquí por entonces.

¿Tú? Pues claro que sí. Bueno, pues solían llegar apilados igual que leña en aquellas carretas suyas y cuando bajaban las traseras era como dejar caer una carga de leña.

Saltaban de las carretas en cuanto llegaban al límite del pueblo. Había uno que…

Se desparramaban todos a la vez. ¡Ja! ¡Bien grandes que eran!

Bien grandes, pensó Israbestis. Grande solo había uno. Él y su tremendo yii-jaa. ¿Quién era ese al que siempre llamaban pobre Brackett Omensetter… ese tremendo, yii-jaa? A veces las paredes del cuarto de Israbestis se cerraban por los rincones igual que un libro y no le permitían recordar. Ahora el sol lo forzaba a bajar los ojos. No había nada que ver a sus pies. Podría haber estado Jethro Furber, pero no era el caso. Yii-jaa.

No parece que estés en condiciones, Tott. ¿Has estado enfermo?

Ni un solo día.

¿Has visto a Cate?

Ah, no. ¿Todavía sigue…?

Lo vi en la granja. Una lástima. Una lástima. Está fatal. Muy viejo, ya sabes. Muy viejo. Con tembleques malos. Tuvo tembleques todo el tiempo que anduve por allí. Terrible. No le queda mucho. Tuve una perra que nada más parir hacía lo mismo. Le rebotaba la mandíbula y le castañeteaban los dientes, sin parar…

Viejo estúpido y soso, pensó Israbestis, no tiene talento. Me conozco esas historias. La mayoría son mías, mi boca le dio forma a cada una de ellas, pero no me quedan dientes con los que volver a masticar mi larga y dulce juventud. Años atrás un hombre lacónico, y sheriff después de que Curt Chamlay hiciera enfadar a su placa en la maleza nevada, el tipo no se daba un respiro ni a sí mismo ni a la vejez, sino que abrevaba con palabras a cuantos conocía, al tuntún, como hacía el propio Israbestis, tenía miedo. ¿Larga? ¿Dulce? El calor… era por el calor. Se habían acercado al tren para recibir al reverendo Jethro Furber: Samantha, Henry, Lucy Pimber, ambos Spinks, Gladys Chamlay, otros, Rosa Knox y Valient Hatstat. Hubo trifulcas por aquello, oh, dios, vaya una riña ingeniosa. Bueno, ahora ya no sudaba tanto como antes, algo es algo. El vapor de la locomotora parecía emanar del suelo. Pulcro, recordaba haber pensado cuando Furber se apeó, y después el brazo del reverendo se alargó y le mordió. Cómo está usted. Suponía que se retrajo. Pulcro. Pulcro, rígido, planchado, negro, ardiente. El reverendo agarró a Henry, Henry balbuceaba. Las ruedas de la locomotora chirriaron, el vapor presagió los vagones y con torpeza todos retrocedieron hacia la estación, Furber hacía briosas reverencias. Es enano, pero si es enano, susurró Samantha, y de repente su nuevo pastor entró corriendo a la estación en la que, a través de la ventana, lo vieron subir las escaleras.

… bueno, tú nunca te casaste, ¿cierto? Ja. Bueno, he oído que tienes una pensión, y esa casa. Nosotros los hombres nos morimos por lo general antes que nuestras mujeres. No te tienes que preocupar por eso. Aunque está Samantha, ¿no es así? Bueno, tienes esa pensión y esa casa.

Sí.

Lloyd tenía tembleques.

Se sentaban en el bote y pescaban en el río. Los árboles colgaban por encima sombreando las riberas. A la deriva entraban y salían de la sombra, trazando remolinos con el río, observando cómo flotaba el corcho, sus sombreros anchos ladeados, sombreándoles los ojos. Hacía un fresco agradable en las zonas de sombra donde las raíces de los sauces y las hayas se arrimaban musgosas al margen del río, y junto al bote el agua era negra. Se quedaban atrapados en un meandro del río, el agua quieta y negra junto al bote, hasta que Lloyd alargaba un brazo y tiraba de una rama y el bote se deslizaba de nuevo hacia el sol donde el agua destellaba y golpeaba con suavidad contra el casco. Hacía calor y se estaba a gusto y no había muchos peces, tan solo la lenta y calma deriva por el río ajedrezado.

Prudente Lacy. Lo había olvidado casi. Ford y Jasper y Willie Amsterdam. La mayoría de la gente no estaba al tanto de aquello. Prudente debía rondar los sesenta por entonces. Se peleó con los hombres de Morgan. El fuego era un milano gigante que volaba hacia el río. Prudente Lacy. Lo había olvidado casi. Tenía culo de mono.

Como pescar, dijo Israbestis Tott.

Por el estilo.

Pescar es divertido.

Me gusta más montar en trineo.

Montar en trineo también es divertido.

Eres bastante viejo. ¿Cuántos años tienes?

Soy bastante viejo.

Seguro. A qué te dedicas ahora que eres tan viejo.

Una vez fui jefe de correos.

Venga ya.

Lo fui. Fui el jefe de correos de todo este pueblo. Todo el trabajo para mí solo. Yo lo hacía todo.

Ahora no eres jefe de correos.

No. Una vez lo fui. Lo era.

Mi padre dice que soy la persona más atareada que ha visto jamás.

Seguro que sí. ¿A qué te dedicas?

Vivo en un árbol.

¿Qué clase de árbol?

Un árbol alto. Sube y sube por los aires y se puede ver con claridad hasta Columbus.

Eso es mucho subir.

Oh, es que es altísimo. Trescientos metros. Bueno, adiós.

El chico había saltado por encima de un banco. En él estaba el trasero de Henry Pimber. Israbestis lo consideró; sacudió la cabeza. El sol, además… no hay sombra en ningún sitio. Podría haberle contado al chico la historia del hombre que se hizo pedazos, le habría gustado; o la historia de la verja alta de hierro. La empezaría, poco a poco, y entonces el chico diría:

¿Y para qué iban a querer una verja, al fin y al cabo?

Y entonces él diría:

Era el tipo de verja en la que un buen palo formaría un buen escándalo si lo pasaras por encima.

Oh.

Ese era el tipo de verjas que querían, una alta de hierro con largas piquetas afiladas muy juntas que con un palo resonarían fuerte y espléndidas. Pero no todo el mundo quería una verja así como así.

¿Por qué no?

Bueno, algunos pensaban que no estaría mal tener una verja con ciervos dentro o árboles, como esa que había antes cerca de la casa de Whittacker, el enterrador.

Yo no pienso mucho en eso.

Tampoco yo lo hacía nunca, pensó Israbestis. Nunca lo hacía. Y todos los chicos eran iguales. Plop. En fin. Hasta mis propias orejas están agotadas.

Había hileras de sillas de respaldo recto y mecedoras, de sillas de cocina y butacones, ambas pintadas y tapizadas, hileras de antiguos abrazos vacíos. Todos quieren uno nuevo, dijo. Entonces vio dónde podía sentarse: en la pendiente de la puerta del sótano. Acumulaba un montón de verduras y de fruta y de objetos, la señora Pimber. Cada año. Pero yo querría para mí una casa que contuviera algo más que tan solo mis débiles pisadas pedigüeñas. Querría algunos rincones que otras gentes hubiesen calentado. Me sentaría en mi silla en la quietud junto a la ventana, y contemplaría cómo purpurea el aire, los sombreros perezosos y los caballos, y recordaría… bueno, las épocas familiares, el recorrido de la sangre por la casa, igual que, ya sabes, me recorre a mí mientras estoy aquí de pie. Para eso no estoy demasiado viejo. Tal vez tendría que haber pedido disculpas por sus dientes. Las mangas de ese hombre eran demasiado largas, les hacía falta un elástico. Había días buenos no obstante, días en los que recordaba sobre todo las tiendas de comestibles. Una abeja voló junto a su rostro. Omensetter era un hombre ancho y feliz. Un hecho. Al menos eso lo tenía claro. Y por las mañanas Mat era como una campana. Pero al final Mat se había desvanecido igual que un sonido. Vale, vale, deja que… me calme… El sol le resbalaba por la espalda, y por un momento le pareció que nadaba, ese momento de fresco y verde descenso una vez has saltado. Cerró los ojos, pero los párpados le llamearon. Furber tampoco escuchaba nunca. Él declamaba. Tott suspiró. Uno perdía peso nadando. ¿Ese era el motivo por el cual le encantaba el olor de las tiendas de comestibles, y todos esos cajones? Era la suerte de Omensetter. Probablemente. Perder la pesadez de la vida. Ese tipo, Furber, por ejemplo, no era más que huesos, huesos que hasta se podrían haber envuelto en un pañuelo. ¡Y sin embargo pesaba una tonelada! ¿No era así, por todos los santos? ¡Una tonelada!

Bien, amigos, aquí tenemos cuatro camas estupendas y las vamos a vender todas. Niños, no saltéis en las camas. Son unas camas estupendas y hasta los somieres y los colchones vienen incluidos. Se nota el buen estado en el que están. De primera categoría. He aquí vuestra oportunidad de haceros con una cama buena de verdad. A ver, ¿todo el mundo me oye? Hay demasiada cháchara, señoras, por favor. Muy bien, estupendo. Igual podríamos empezar por aquí mismo e ir siguiendo la fila. Esta de aquí es de cerezo macizo, ¡y anda que no es una preciosidad! Tened, palpad el colchón. Está como nueva. Pero tiene muchísimo uso. Claro, que si no queréis usar ni el somier y ni el colchón que incluye, no tenéis por qué. Le podéis poner encima lo que queráis. Fijaos qué madera. Bien, qué me decís de empezar con este armazón de cama de cerezo y este estupendo somier con su buen colchón. ¿He oído veinticinco?

El regocijo era continuo.

No hables con viejos verdes.

Henry Pimber había yacido en aquella cama con el tétanos, y el reverendo Jethro Furber había plantado suplicantes en torno a ella igual que un seto, y más tarde Israbestis lo siguió hasta el piso de abajo, el pastor maldecía la naturaleza, al hombre y a Dios en cada peldaño.

Israbestis movió los pies con esfuerzo. Estaba cansado y agarrotado. Se abrió camino despacio hacia la parte trasera de la casa por entre la multitud ahora deshecha como una camisa raída y ahuecó la mano para beber agua de un grifo exterior, enjuagándose el polvo de la boca. Escupió y observó la bola de su escupitajo sobre el polvo bajo las caléndulas agostadas. En la deshilachada linde de la multitud el alguacil hacía gestos a un hombre que Israbestis no conocía. El alguacil mostró su placa. El hombre se estiró para ver a Sam Peach. El alguacil le tocó el brazo al hombre. El hombre se apartó, volviendo la cara, estirándose para ver a Sam Peach. La placa del alguacil brilló. Israbestis contó bolas de escupitajo y sumó, con dificultad, tres. Ahora su habitación oscura parecía fresca y sosegadamente limitante. Podías imaginar mapas en el empapelado. Las rosas se habían descolorido hasta formar difusas conchas rosadas. Solo unas pocas líneas plateadas a lo largo de los tallos desvaídos y los nervios de las hojas, parches indistintos del verde más pálido, permanecían, la vaga sugerencia de una misteriosa geografía. Un manchón de grasa era un marjal, una montaña o un tesoro. Los días fríos Israbestis descendía en bote por una grieta, bajo las ramas de los árboles, agachando la cabeza. Pescaba en un pegote de yeso. Las percas ascendían hasta el cebo y eran doradas en las aguas al sol. Las motitas representaban ciudades; las marcas de lápiz eran puentes; las manchas y los patrones de la persiana trazaban campos de trigo y avena y maíz. En la penumbra de un rincón la grieta fluía hacia un gran mar. En el papel había un rasgón que era exactamente igual que la vía del tren y otro que indicaba un grupo de colinas. Varias gotas diminutas de tinta formaban una cadena de lagos. En el borde del techo una cenefa más oscura de frontones griegos y hiedra entrelazada impedía la invasión de las tribus de Gog y Magog. En una ocasión la traspasó y se internó en el techo pero se sintió mareado y atemorizado. Las sombras hacían movimientos quijotescos a lo largo de toda la pared, generalmente de izquierda a derecha en bandas altas y delgadas, y se hundían tras un buró o debajo de la cama o desaparecían de repente en un rincón.

Echado allí contemplando la pared en la penumbra parcial hora tras hora, el dolor surgiendo con la periodicidad de la marea alta y dejando solo un ligero reflujo de alivio al retirarse, Israbestis lamentaba amargamente su falta de formación. Se enviaba a sí mismo de viaje con tal esfuerzo que el sudor le brotaba en la frente y le humedecía las palmas de las manos y el dorso de las orejas. Subía al barco que bajaba las difusas grietas fluviales. Atajaba por las tortuosas junglas mate que designaban las hojas pálidas. A duras penas recorría vastos blancos de desierto y sediento bebía de hoyos embarrados. Los días que pasaba en la pared se consideraba ante todo marino. Conjuraba brillantes imágenes de veleros, verdes marejadas en los confines del océano, los bloques marrones en las embocaduras de ríos y el asombroso oleaje azul y el rastro de espuma de las aguas revueltas. Trepando los obenques, el somier de muelles crujiendo como una cubierta y un casco oscilantes y, como el cordaje en las poleas, avistaba una nube oscura que resoplaba desde el horizonte. Formando un embudo la nube arremetía contra el barco e Israbestis se agarraba un codo, agitando el otro brazo para zafarlo de las ropas, y gritaba, «Atención, se está acercando, atención, atención», pues no conocía los términos náuticos ni ninguno de los procederes del buen navegante. El dolor la emprendía contra sus ojos. El sudor le goteaba de la nariz. «Es un turbión, mi capitán, sí, es un tifón, mi capitán», exclamaba Israbestis. «El peor que he visto por estos mares». El siseo de sus palabras era como la espuma en la proa. Israbestis chillaba a fin de que le oyeran por encima del viento en las jarcias, que aullaba en las poleas y a través de los ojos de buey de la embarcación. Luego todo se esfumaba de repente. Observaba cómo la nube ahora más tenue y las aguas picadas desaparecían antes de quedar, por un momento, dormido.

De este modo visitaba los puertos del mundo. Era chino, hindú, un jeque; en la India montaba caballos asiáticos salvajes y a lomos de elefantes, y en camellos cruzaba los páramos africanos; pero cuanto más lejos viajaba, más estrambóticas y notorias eran sus aventuras, y menos satisfactoria su vida en la pared. Cada vez más su inventiva tenía que suministrarle objetos a su visión, tenía que inventarse incluso el curso y el color del sol, el tacto del suelo, tan distinto por todas partes, y por encima de todo, los olores que habitaban los confines de la tierra. Era consciente, siempre, de lo inadecuado de sus detalles, de la vaguedad de sus imágenes, de la falsedad de todos sus etcéteras implícitos, porque no sabía nada, no había estudiado nada, no había viajado a ninguna parte. En consecuencia jamás se hallaba del todo en la pared, estaba en parte asido a las sábanas, arañándose la piel de las piernas y mordiéndose los brazos. Solo en parte se encorvaba ante la lluvia, la arena o la cellisca, se encogía ante el ataque de leones o de tribus salvajes, nadando por su vida. Entonces el dolor golpeaba sin obstrucción, y como una araña Israbestis se cerraba sobre él.

Los mejores días abandonaba la pared aunque siempre comenzaba en ella. Cerrando con suavidad los párpados para que entrara una pestaña de luz, zarpaba de la orilla y costeaba las colinas hendidas, impulsándose con una pértiga por la mancha de grasa que era el marjal, y para cuando había encarnado su anzuelo y largado el sedal en el pegote de yeso se encontraba ya en la historia de su vida, fuera de la pared, en el lento y viejo mundo. Se sentaba junto al fogón de Lloyd Cate o se recostaba en un banco en el porche de Lloyd Cate con un tiempo estupendo. Daba su paseo matutino por el pueblo, el yunque tañendo, e iba tres veces al día a la terminal a por el correo. Paraba por casa Mossteller para charlar o por la panadería, pasando el tiempo del modo más placentero con las noticias de la gente, el estado de las tierras o de las cosechas, el parte meteorológico. Todos sus amigos aparecían con claridad en sus figuraciones. Los conocía por sus ropas, por sus maneras de caminar, por el modo característico en que se inclinaban y gesticulaban. Sus sueños no se avergonzaban de los clichés, y en cada uno sabía siempre cuál era el tacto preciso del aire, la manera en que cantaban los pájaros, la posición del sol, el tipo de nube, la forma de la emoción en su interior y en los demás, y todas las dichas de la vida. A medida que se aproximaban sus amigos él los saludaba a voces con regocijo. «Hola, Pete. Buenos días, Michael, Billy. Pero bueno, si es Claude Spink, por dios, y Nichol Ames». Venían a visitarlo durante su enfermedad. Hog Bellman. Una bala en la espalda. Prudente Lacy. Los pantalones desabrochados, una sonrisa tonta en la cara. Bob Stout con clavos en la boca. Samantha. Hermana. Como una caña en muaré. Él contaba una historia tras otra, todas una y otra vez, y las contaba bien o lo procuraba, maravillado de cuánto había olvidado y de cuánto recordaba. En todas ellas había un secreto y él intentaba descubrirlo. Cuando se incendió Hen Woods, por ejemplo, por la forma en que lo contó uno podía notar el sabor de las cenizas en la boca de Prudente Lacy. La indecisión era reflejada con la claridad con que uno ve una vaca en un campo. Luke Ford. Ben Jasper. Willie Amsterdam. Y luego May Cobb. Él por supuesto que no, pero sabía lo que se sentía al ser el hombre que la había poseído. Dios. No era bonita. No tenía las nalgas respingonas ni los pechos grandes, ¡pero dios! Cada una de sus arrugas era esencial. Eso también lo reflejaba con claridad. Hacía que pareciera que se le iban a escurrir todos los jugos del cuerpo. A veces la veía metida hasta los codos en nata. La boca torcida. ¿Me servirías un poco más de ponche?, preguntaba educadamente ella. La banda tocaba fortísimo.

Prudente Lacy a caballo por caminos secundarios; el fuego era una nube. Conocía el secreto que había en aquello. Recorría la totalidad de su pasado historiado, saludando a todos: a Kick Skelton, a Eliza Martin, a May Cobb. Él le besaba las marquitas del cuello. Estaban Brackett Omensetter, Lucy Pimber, Lemon Hank. Y todos los perros. Y todos los gatos y las reses. Hog Bellman con un cuchillo. Cerdos y ovejas. Madame DuPont Neff, de París, y sus ubres. Menuda francesa. Pero lo mejor de todo May Cobb y sus omóplatos. A veces Israbestis abría los ojos y bajaba de la cama como un muchacho sano y atravesaba los resonantes pasillos. Iba por toda la casa, febril, poniendo las manos sobre muebles y cachivaches hasta que se le volvían negras. Algunas veces subía al ático y palpaba las reliquias. Otras veces iba al granero de atrás o al sótano. Pero al final siempre se agotaba y caía de rodillas al suelo, allá donde estuviera, llorando ruidosamente. Era entonces cuando tenía los peores ataques.

Bien, amigos, aquí tenemos esta porcelana. Todos sabéis lo que la señora Pimber hacía con las pinturas. Sé que muchísimos de vosotros estabais a la espera solo de esto. Hace bastante calor así que pongámonos ya mismo manos a la obra. Tenemos aquí esto decorado, ¿esto es un envase para el cepillo de dientes, Grace?, un envase para el cepillo de dientes pintado a mano dice mi esposa. Es de porcelana, y está firmado con el nombre de la señora Pimber. ¿Veis? Bien, esto lo vais a querer todos así que cuánto va a ser, ¿cuánto? De acuerdo, un dólar, un dólar tengo para empezar, un dólar, uno tengo pues, uno, alguien da dos, dos, dos dólares tengo por allí, vamos allá, todo el mundo lo quiere, bien, he oído tres, tres, gracias, bien, cuatro, he oído cuatro, cuatro, alguien da cincuenta entonces, cincuenta. Tengo tres y quién da cincuenta, tres con veinticinco, oíd, no es mucho pedir por un envase para el cepillo de dientes pintado a mano, última oportunidad y queda vendido. ¿Tres veinticinco?, ¿veinticinco? Tres, pues, adjudicado por tres a esa señora de allá, gracias. Bien, aquí tenemos un estupendo cuenco de porcelana, también pintado a mano, y es una monada. Levántalo hacia allá, George, para que nuestros amigos puedan verlo. No es moco de pavo, ¿eh? Qué son, ¿pájaros? Este también está firmado por la señora Pimber, justo aquí. Levántalo más, George, para que nuestros amigos puedan verlo. Oh, decidme a ver con cuánto empezamos. ¿Veis los pájaros? ¿A que son bonitos? Cuánto me ofrecéis. Ahí dentro cabe un buen montón de puré de patatas, muchachos. Bien, bien, bien, empecemos pues, ¿cuánto ofrecéis por este cuenco pintado a mano?

Una araña de patas largas, como un pequeño guijarro pulido andante, cruzó un ladrillo y se detuvo en una franja de argamasa. Si avanza otra fila la aplasto, pensó Israbestis, pero la araña recorrió tres y se detuvo, agitando una pata fina como un hilo. Israbestis cubrió la araña con la sombra de la mano. Se frotó las patas. Del extremo marchito de una caléndula se balanceaba otra araña de un hilo de seda. Esta era pequeña y negra con puntitos amarillos. Un revuelo de hormigas junto al muro, persiguiéndose unas a otras de acá para allá. Israbestis se enjugó la frente y se dejó caer contra la casa. Podía sentir la sangre palpitándole en el estómago. No hables con viejos verdes.

Disculpe. Quizás pueda usted decirme los años que tiene aquella cuna. La que está al lado de la mantequera, allí junto al árbol.

La sombra del joven oscureció la araña de Israbestis. Esta corrió rauda dos hiladas y se detuvo a pleno sol. Israbestis siguió el dedo del joven y sacudió la cabeza. Tendría que verla, dijo, aunque lo más probable es que lo sepa.

No se moleste. Solo pensé que quizás lo sabría.

Vi cómo levantaban esta casa. La primera de la calle.

¿De verdad?

Vi cavar el sótano y cómo ponían el primer ladrillo. De hecho estaba en esta casa el mismo día que Bob Stout, el que la construyó, se cayó de aquel campanario de allí.

¿De verdad?

Bob era todo un albañil. Salta a la vista. Mire qué ladrillos. Todos hechos a mano. Se cayó justo encima de la verja que la rodeaba. Era sábado. Entre el Viernes Santo y Pascua.

¿La metodista? Mi esposa y yo vamos allí.

¿De verdad? Bueno, pues esa es… de la que se cayó. Antes de aquello ahí estaba la Iglesia del Redentor. O muy cerca… muy por la zona.

Inclinándose sobre la cuna había una joven, claramente embarazada, que la empujaba con un dedo cauto, balanceado ligeramente la cabeza a la vez que la mecía.

Es la mar de bonita, dijo.

Israbestis notó que se le revolvía el estómago. Gases, resolvió. Israbestis conocía aquella cuna, por supuesto, pero ¿cómo la había conseguido Lucy Pimber? Luchó por reponerse.

Esa, esa era la cuna de Brackett Omensetter, dijo Israbestis. La señora Pimber, la mujer de esta casa, nunca tuvo hijos.

E Israbestis continuó hablando mientras se preguntaba. ¿Había estado en esta casa todos estos años? ¿Y qué pudo significar para ella? ¿Cómo la había conseguido?

Cuántos años diría que tiene, dijo el joven.

Es bastante vieja. Me parece que es bastante vieja. No sé cuánto hacía que la tenía Omensetter el día en que llegó aquí en su carreta. Eso fue… fue en el 90. Más o menos.

Pero el reverendo Jethro Furber llenaba la piel y las ropas de Tott. De pie junto a la cuna, sombrío como un rincón, recitando… cancioncillas. A Tott le dolía la cabeza; notaba una presión contra el interior de los ojos. El niño había muerto. Pero el niño había sobrevivido.

Tenía manos de artesano, Omensetter. Es probable que la construyera él mismo. Manos rápidas como gatos. Y había dos niñas, cuando llegó tenía dos hijas. Veamos. Debió de ser… La mayor tenía nueve. ¿No era así? Nueve. Digamos que era 1880 quizás.

¿Se acuerda de eso?

No muy bien, pensó Israbestis. No muy bien. No muy bien. ¿Por qué? El niño había sobrevivido y se marcharon río abajo. Pero si el niño hubiese sobrevivido, se habrían llevado la cuna con ellos.

Me acuerdo de cuando llegó Omensetter, alcanzó a decir Israbestis. Todos los que por entonces vivíamos aquí nos acordamos.

De qué está hecha, ¿de pino?

Sí. Pino.

Pero el reverendo Jethro Furber ondeaba en sus ropas. Hacía calor ahora, como en invierno. El sol a plomo nevaba. Y sujetándose el estómago, Jethro Furber se puso a cantar una canción para Samantha:

una solterona joven y avariciosa

se comió, viva, una langosta

y ahora cada invierno

cuando se sienta a cenar

como una especie de protesta

por dentro la pellizca sin parar

Esto recordó Israbestis. Esto oyó claramente.

Es la mar de bonita.

No creo que pidan mucho por ella. Quizás podamos conseguirla. Vamos. ¿Cariño?

Imagino que no pujará nadie que se acuerde, dijo Israbestis.

¿Por qué no? Es una monada.

Demasiado viejos, pensó. Demasiado muertos. Demasiado atónitos. Omensetter debió de haber abandonado la cuna –la abandonó en la casa de los Perkins– y en algún momento, al cerrarla o al alquilarla, Lucy Pimber se la encontró allí. Y jamás dijo una palabra. Todos estos años.

Es una larga historia, decía Israbestis, una larga historia. Esta es la cuna de Brackett Omensetter. Un nombre que a usted no le dice nada, imagino, pero todavía quedamos algunos, como hojas viejas, supongo –cacareaba desesperado Israbestis– que estábamos aquí cuando Omensetter entró en el pueblo en su carreta. Nunca ha ocurrido nada igual. Aquí no. Ni nunca ocurrirá, creo yo. Omensetter, bueno, era…

¿Cariño?

Demasiado viejos, pensaba. Demasiado muertos. Demasiado atónitos. La forma en que lo había contado siempre, era la suerte.

Había sido una primavera húmeda, como sabéis, continuó Israbestis, bueno, más húmeda de lo que la mayoría de vosotros gustáis de llamar húmeda, y el camino de Windham a Gilean estaba todo embarrado y lleno de rodadas y de hondos hoyos marrones. Apenas hubo un día que no lloviera, pero el día en que Brackett Omensetter apareció fue tan cálido y tan claro como el de hoy. Cuanto poseía lo llevaba apilado en la carreta con esa cuna atada a lo alto, y sin nada que lo cubriera. Brackett Omensetter era de esa clase de personas. Sabía que no iba a llover más. Confiaba en su suerte.

No se preocupe por mis dientes, la boca la tengo…

Sam Peach llegó de pronto y la gente se derramó en torno a él. A Israbestis lo empujaron por detrás. Sam estaba hablando en voz alta y señalando la mantequera. Movió el mango arriba y abajo. Israbestis batalló contra la multitud. Había piernas extrañas junto a las suyas. Empujó hasta el margen, con el estómago revuelto. Sam rio a carcajadas. Rugió la multitud. Las risotadas cayeron como golpes sobre él. Un granjero alto dio palmas y aulló. Peach estaba vendiendo la cuna. Que perezca con el propietario, qué sensato.

Israbestis descansó bajo un olmo que moría enfermo. ¿Aquella era Mabel Fox? Mabel Fox tenía la cabeza más grande y las orejas como las de un zorro. Cuando era niño, y Mabel una chiquilla, los chicos decían: ¿conocéis a Mabel Fox?, y luego reían con estridencia. Solían corear: Mabel Fox tiene orejas de zorro; ponedle una caja en la cabeza y tirémosle piedras. Aquella no podía ser Mabel Fox. Tenía la cabeza demasiado pequeña. Qué habrá sido de Mabel, se preguntó. También muerta, lo más probable. Se quedó mirando al suelo hasta que su visión se desdibujó. ¿Conocéis a Mabel Fox? Vio una brizna de hierba seca, de repente, como algo extraño, en absoluto como hierba. Era como mirar una palabra hasta que se disolvía. Mabel Fox tenía orejas de zorro. El mundo parecía menguar en su visión de la brizna. Entonces se agachó y la arrancó. Tirémosle piedras. La sostuvo un instante con la yema de los dedos. Se elevó, se detuvo en el aire, cayó entre sus pies. Examinó su reborde comido, su punta roma. Colocó con cuidado el tacón sobre uno de los extremos sin vida.

Un comportamiento propio de Furber. Tott estalló en risas, dolorido.

Estaba la historia del hombre que se hizo pedazos, y estaba la historia de la verja alta de hierro. Estaba la saga del tío Simon, el incendio en Hen Woods y la batida por Hog Bellman. Él las tenía todas. Horas, días, meses –una vida– le costarían. ¿Eran todas tan imprecisas como la de la cuna? Bueno, había dicho que al verano lo vería caer, y eso hizo… un pequeño logro. Que vería… Fue la mañana del seis de abril… la mañana del seis… Dickie Frankmann encontró degollados dos de sus cerdos Tamworth. Hacían, entre los de Huff y Staub y Gustin, ocho en seis días, y Ernie dijo que Hog Bellman, enloquecido como puede estarlo un hombre, lo había hecho. Curtis Chamlay cabalgó hasta la casa de Frankmann como había cabalgado hasta la de Huff y hasta la de Staub y la de Gustin. Frankmann cabalgaba a su lado, en exceso de pie sobre los estribos. Miró los cadáveres y la sangre. No había una sola huella pese a que la pocilga estaba embarrada y el peso de Chamlay forzaba el agua hacia el reborde de sus botas. Por ahora son solo los Tamworths, dijo Dickie Frankmann, y no hay muchos. ¿Qué puede tener un fantasma contra los cerdos ingleses?

Los zapatos frente a los suyos eran como los de él. Negros y agrietados como los suyos, tenían ganchos por ojales y llegaban por encima de los tobillos. Unos calcetines blancos de algodón sobresalían sucios de los zapatos y se amontonaban sobre unos pantalones holgados de reluciente sarga gris. Los pantalones tenían puntitos de manchas de grasa. Tenían tierra cuajada en las arrugas, la bragueta desabrochada. Unos tirantes de cincha amarilla y cuero marrón sujetaban los pantalones a un pecho encogido donde una camisa raída, sin cuello, formal, se plisaba bajo estos y bajo cintas elásticas de un azul florido. Es que acaso no oyes bien, exclamó el alguacil. Un coche salió bruscamente marcha atrás del camino de entrada. El alguacil se apartó, abanicando el aire. Israbestis se sonó el polvo de las narinas, pero se le había alojado entre los dientes mellados y le recubría los zapatos. Israbestis se frotó la pelusilla del mentón. Se hundió de espaldas con un quejido agotado.

Cuál es el gato más grande que has visto nunca, preguntó el chico.

Pues he visto algunos bastante grandes, dijo Israbestis Tott.

¿Cómo de grandes?

Oh, pues veamos. Estaba el gato de Mossteller, enorme y con los ojos amarillos, cuando murió tenía cerca de doce años y el tamaño de un perro.

¿Un perro cómo de grande? ¿Como un poni de grande?

No seas tonto. Ningún gato es tan grande. Aun así, te juro que el gato de Skelton podría haberse puesto así de grande, con el tiempo y las ratas suficientes, allá junto a la estación donde cazaba. Era vivaz. Por la noche había estrellas desperdigadas por entre los arcones del cobertizo, todos por pares, de un rojo gastado. Caray, recuerdo que si uno hacía rebotar una piedra allí dentro se formaba una desbandada como de hojas que un viento fuerte aventara por un camino. El gato de Skelton te bufaba por arruinarle el acecho, y veías cómo le centellaban de pronto los ojos desde lo alto de la caja en la que estuviera sentado, dando coletazos, me figuro, al compás de los latidos de su corazón.

Eso no se puede oír.

Desde luego que no. Yo no he dicho eso. Pero los gatos tienen corazón de cazador. Si sabes, y ojo que sencillo no es, cómo evitar que te cojan como a una canica y se te lleven a casa en el bolsillo, puedes oír sus pálpitos al anochecer, la hora justa en que puedes ver a través de sus ojos voraces, si los miras fija y atentamente mientras ensanchan por la noche, y ver a lo largo de sus estrechas hebras gatunas hasta el fondo mismo de su hambre.

¿En serio?

Tú escucha. Sencillo no es. Más silenciosa aún que sus pisadas es toda su charla interior; de igual modo, sus corazones hablan a la hierba y al rocío que cae y a la piedra.

¿Qué dicen?

Nada que pueda expresarse con palabras. Pero ya has visto cómo los gatos se agazapan en la hierba y fijan sus ojos en lo que vayan persiguiendo. ¿No has visto cómo les tiembla la boca sin que salga de ella sonido alguno? Quieren que el mundo entero se quede quieto mientras ellos se mueven.

¿Para que la rata no salga corriendo?

Sí, eso es, para que la rata no salga corriendo. También para que no salga volando el pájaro. Para que el saltamontes patilargo le cepille los dientes y que la carpa flote en el agua al alcance de su garra.

¿Qué edad tenía el gato de Skelton cuando pesaba casi lo mismo que un perro?

¿El gato de Mossteller?

El gato de Skelton.

Tenía casi la misma edad que yo entonces.

¿Qué edad era esa?

Puede que catorce.

Pues no era muy viejo. El mío tenía veintinueve.

¿De verdad? ¿Tan viejo?

Bueno, veintinueve o treinta y tres.

Es lo más viejo que he oído jamás.

Lo sabía.

Pero vivió demasiado y se puso demasiado gordo.

¿Qué le pasó?

Eso tiene su historia.

Lo sabía.

Sé que lo sabías.

Cuéntame la historia, entonces. Me gustan los gatos, al menos los mansos, los que no arañan.

Este no era un gato manso, chico. No señor. Tenía el pelaje de cuero, y en lo de arañar, caray, era capaz de dejar su marca en un ladrillo igual que Guy, bueno, igual que hace surcos un rastrillo en la tierra primaveral.

Caray. Lo sabía.

Sé que lo sabías.

Por favor, cuéntame la historia entonces, si tenía cuero por pelaje, caray. Eso me gusta. Me gustan las historias sobre Kick Skelton.

¿Te he hablado yo de Kick Skelton? Él es el hombre que se hizo pedazos.

Claro que lo hiciste.

No lo hice.

Sí que lo hiciste, ¿su gato salía a cazar con él igual que hacía su perro?

Tú espera. Como he dicho, el gato de Kick vivía junto a la estación. Vivía cerca durante la primavera y el otoño y el verano como viven las aves cerca de sus nidos. Supongo que también como las ratas cerca de la basura, pues eso hacían. Quizás el gato de Kick no vivía junto a la estación en absoluto. Quizás, como el vertedero no estaba lejos, y las ratas se quedaron a vivir cerca del vertedero, el gato de Kick se quedó a vivir cerca de las ratas y la estación estaba allí solo por casualidad. Nunca estuve seguro. Eso hizo, en cualquier caso, aunque nunca estaba en ningún sitio en particular, cuando mirabas. Pero todo era suyo y nunca andaba lejos. Si algo extraño ocurría: si dos cosas diferentes hacían ruido a la vez, o si alguien se reía de un modo que nunca antes había oído, o hacía crujir un par de botas nuevas o algún movimiento raro, como Able Hugo que a veces solía dar saltitos en el aire, por pura diversión; cada vez que sucedía lo más nimio fuera de lo normal, pues él estaba terriblemente en contra de eso, salía a mirar, y a todos los trenes. Cuando un tren venía con retraso él se sentaba en el balasto y se quedaba mirando las vías y daba coletazos hasta que sonaba el silbato. Aun así seguía allí sentado hasta que el tren se le echaba encima y en el último segundo, con la lentitud y la pereza que se le antojara, se daba la vuelta y se iba.

Caramba.

En invierno a menudo dormía en la estación. Sabía al centímetro a qué distancia dormir del fogón. Sabía dónde escupía todo el mundo y dónde nos sacudíamos a pisotones la nieve de las botas, haciendo retemblar el suelo, y de dónde venían las rachas de viento, trayendo copos, agitando las tirillas de papel que guardábamos en la leñera. Sabía dónde podía aterrizar el ascua de una pipa o las virutas de un tallista, y calculaba dónde caería y cómo rodaría hasta el rincón, estoy seguro, cada dama cuando el tablero se volcaba, como a menudo sucedía si era Jenkins quien jugaba. Jenkins. Espera, había un tipo… Sin embargo… el gato de Kick lo sabía todo sobre la estación. Sabía dónde caía la mayoría de la luz, y de qué se hablaba, y hacia dónde iba el humo. Me juego lo que sea a que sabía, incluso, cuántos copos revoloteaban hasta el fogón cuando Kick entraba. Se hacía una bola sobre un trozo de lienzo debajo de un banco y se tapaba el hocico con la pata. A veces suspiraba y sorbía en sueños, y a veces roncaba.

No es verdad.

Es un hecho. Si tuviésemos tiempo podría enseñarte dónde arañó varios ladrillos tal como he dicho que era capaz de hacer.

¿En serio?

Claro.

No es verdad.

¿Has visto alguna vez a un gato estirarse? Los gatos saben lo que es vivir.

Lo sé.

En eso los gatos nos dan mil vueltas. Aunque Brackett Omensetter…

Lo sé. ¿Se quedaba allí todo el tiempo, en la estación, me refiero? ¿El gato de Kick?

No dormía allí con la frecuencia suficiente como para decir que vivía allí, ya que algunas veces se quedaba fuera con un tiempo malísimo. En mitad del invierno me encontraba sus huellas en lugares extraños, y en invierno sobre todo mantenía sus hábitos en secreto. Luego te cuento eso.

¿Tenía nombre el gato de Kick?

¿Nombre?

Sí, nombre. Como Isaac, quizás, o Brineydeep.

Santo cielo. Brineydeep.

Si tuviese un gato lo llamaría Brineydeep o Isabel.

Creí que habías dicho que tenías gato.

Solo lo he dicho. Si tuviese un gato sería igual de grande que un poni y tendría el rabo largo. ¿El gato de Kick tenía el rabo largo? El mío lo tendría, y cuando lo tuviera, lo llamaría Bigotes en vez de Brineydeep.

No te sigo.

¿Cómo se llamaba el gato de Kick? La tortuga de Molly se llama Sam, se está muriendo.

Se llamaba el gato de Kick.

Si no tenía nombre podrías buscarle uno. Conozco a un niño al que le borraron el nombre y desapareció para siempre. Casi para siempre. Incluso más tiempo todavía. Acabas capum, ya sabes, ¡capum!

¿Qué le pasó?

Se volvió invisible para que nadie lo viera.

¿Nadie?

Solo los árboles. Cosas así.

¿Quién te ha contado eso?

Un hombre. ¡Capum! ¡Acabas capum!

Un mono.

Puede que un mono. Oye. ¿Cuál era el nombre del gato de Kick?

El gato de Kick.

¿Tal cual?

Tal cual.

¿Por qué?

Pues porque el gato era suyo.

Seguro que lo sabía todo sobre trenes y estaciones.

Lo sabía todo sobre trenes y estaciones.

Seguro que sabía cuándo llegaban los trenes a Chicago, Illinois.

Sabía cuándo los trenes hacían cualquier cosa.

Seguro que era más feroz que nada, como un pavo.

Los pavos no son muy feroces.

Yo tengo pavos. Te gluglutean.

Bueno, el gato de Kick era mucho más feroz.

Seguro. Seguro que podía volar.

Pues claro que no podía.

Podía.

No.

Por la noche. Por la noche sí.

Vaya, pero quién conoce al gato, chico, ¿tú o yo?

Cuéntame cómo lo sabía todo sobre trenes y estaciones.

¿Vas a escuchar o vas a hablar?

Quiero que sea una historia larga.

Es una historia larga.

No te dejes nada.

Yo nunca me dejo nada.

¿Es buena y larga? Las buenas historias son largas.

Bueno, así deberían ser, en cualquier caso. Bien, veamos: el gato de Kick lo sabía todo sobre trenes y estaciones. Podía galopar por un raíl como si estuviese de paseo y cruzar brincando las vías sin mover ni una carbonilla del balasto. Se posaba en los caños y se dejaba caer de sopetón en los arcones vacíos para arañar y olisquear la madera de la ciudad. Cuando había un tren parado marchaba por los vagones, con el rabo esponjado y enroscado por encima del lomo, frotándose contra los pasajeros y ronroneando cuando ronroneaba, con un ronroneo bajo y profundo, como el de un tractor. Los pasajeros le daban de comer: cacahuetes y galletitas y caramelos y fruta y a veces el centro de sus sándwiches. El gato de Kick odiaba el pan. Eso te lo tengo que contar. Le venía de la vez en que unos chicos estúpidos lo encerraron en el lavabo cuando el tren se iba. Se llamaban Frank y Ned y Harry y eran unos chicos estúpidos que jugaban a ser bandidos. A esta historia la llamo la historia de la feroz venganza del gato de Kick, o a veces la llamo la historia de los chicos que jugaban a ser bandidos. Depende del final al que llegue.

Caray.

En cualquier caso, el gato de Kick odiaba el pan. Lo lamía hasta dejarlo limpio si traía taquitos de jamón, pero luego enganchaba la rebanada con una garra y la tiraba por debajo del vagón. Se comió el relleno de montones de sándwiches, ahora que caigo.

Los gatos odian la fruta.

El gato de Kick no. No era un gato común, ¿no te lo vengo diciendo?

Yo odio el pan.

Tú no odias el pan.

Que sí.

No lo odias.

El gato de Kick odiaba la leche.

Le encantaba la leche. Le pirraba. Se bebía más de doce litros al día.

No hacía eso.

Puede que más. No sabría decirte.

¿En serio?

Es una costumbre que tienen los gatos. Les tiene que encantar la leche y el pescado y perseguir ratones y pájaros. De lo contrario no son gatos. Es lo que se llama una ley de la naturaleza.

Yo odio el helado.

No lo odias. Pero eso me recuerda al viejo doctor Orcutt.

A la porra los doctores.

Ah, pero Orcutt era especial. Tenía una barba preciosa.

A la porra las barbas. ¿Se llamaba así de verdad?

¿Orcutt? Pues claro. Y puedes apostar a que estaba al tanto. Pero contaba unos chistes maravillosos sobre sí mismo. Señor. Hubo una vez, bueno, es la historia que yo llamo la historia de la amigdalectomía de saldo.

No quiero oírla.

Es divertida.

Si va de amígdalas no es divertida.

Me he acordado por lo de los helados. Piénsalo de ese modo.

Mi gato odia la leche.

Tú no tienes gato y si tuvieras uno no odiaría la leche, y si odiara la leche sería un castor y te partiría en dos de un bocado igual que a un leño.

El gato de Kick pues.

Bien. Era grande y ambarino. Tenía la cara redonda como un barril y los ojos grandes, anchos y circulares.

Jolines. Me tengo que ir. Aquella es mi mamá. Se enfadará un montón si me ve.

Pero ¿y qué pasa con el gato de Kick?

Me tengo que ir.

Pero si no he llegado a la historia. Tampoco has oído lo de la rata. Verás, había una rata gris particularmente grande, grande como una bota tal vez, tal vez más grande, y aquella rata no le tenía miedo a nada.

Caray. Pero me tengo que ir. Me tengo que ir.

Pero la rata. Esa fue la rata que le mordió a Kick en la nariz. ¿Recuerdas? Fue el desafío de la pelea.

Adiós.

Organizaron una pelea entre el gato de Kick y la rata grande como una bota… una carrera y una pelea… entre los vagones, en los muros… bigote contra bigote… duraría hasta la noche. Tendrías que haber oído el modo en que el viento pasaba por entre sus zarpas. Organizan… Así que voy a organizar… Bueno, parecía un chico simpático, uno de esos que nuestros días han perdido. Demasiado joven para la historia de May Cobb. ¿Y cómo se iba a aprender ahora su historia? Imagina crecer en un mundo en el que solo los generales y los genios, solo los imperios y las empresas, tuviesen historias, ni tu pueblo ni tu abuelo, ni tu casa ni Samantha, ninguna de las cosas que amas. No, no he terminado con Bob Stout. Chico, tus propias hojas te impiden ver el tronco. Podría organizar una de piratas. Fuego en Hen Woods. El tío Simon, el sicomoro viejo y nudoso, ardiendo y rompiéndome el corazón. Podría organizarlo. Pero el chico se había ido, arropado por su madre. Aun así lo recuerdo todo. El gato de Kick. Gotitas de leche por toda la mandíbula. Omensetter agitando los brazos en una danza. Tendrían sin duda que servir para algo. No. Un lote raro. No podría ni subastarlas. No obstante, supongamos que se vendieran. ¿Sería capaz él de soportar de nuevo la vida con aquel tiempo apacible, con aquel cielo púrpura y aquella neblina rezagada, las nubes que burlaban al sol, el ocaso que ahondaba los caminos y se tendía en las vías hasta el amanecer? O así parecía entonces, cuando su carne era joven.

La mantequera se vendió. Y la cuna. No vio quién se hizo con ella. Todas las herramientas desaparecieron. La soga. Las conservas. Incluso botellas de soda vacías mates por el polvo. Sam Peach había limpiado la parte de atrás y barrido un lateral. Sofás. Sillas. La fila de señoras estaba vacía. Era por el calor. El cielo era de un azul ausente. ¿Ese tipo era el hijo de Sam Peach? ¿Era posible? Primero, Pike. Veamos. Luego, Meldon, Rush y Furber. En la del Redentor. Después de eso, Huffley, y Peach. Oh, estaba desfasado. Bueno, no se parecían en nada. Faroles. Sombrillas de satén y borlas. Y ahora platos y molinillos de café y tazas. La multitud estaba con él al frente. Parecía más pequeña. Más platos decorados por Lucy Pimber. Molinillos de pimienta. Copas de cristal color arándano. Tazones de cristal tallado. Ropa de cama. Alfombras. Sábanas. Toallas. Colchas. Trapos hechos con ropas viejas. Que perezcan con el propietario. Qué sensato. Samantha. Hermana. Ella vendería hasta los huesos de él. ¿Cuánto sacaría por los huesos?

Israbestis se levantó con esfuerzo. Trepar un árbol tan alto que pudieras ver Columbus desde él, qué maravilla. Fue la suerte de Omensetter. Una historia no, una enfermedad. Él nunca viviría a sus relatos. Henry Pimber también murió de la suerte de Omensetter, de una forma u otra, decían todos. El chico murió de eso, el bebé. ¿Cuánta suerte tuvo él?, ¿cualquier otro?

Ya que me preguntas, ese pastor está loco. ¿Te quieres callar? En aquel jardín, por dios, de acá para allá, de acá para allá, no hace más que caminar.

Bien, le dije al viejo Harris, si usas el corazón de ese modo se te va a parar, dijo el doctor Orcutt, pero si no lo haces se te obstruirá sin más, te mueres igualmente y no tienes ni que esforzarte. El doctor se dio una palmada en el muslo.

Tott, has cerrado tu casa. En efecto, has cerrado tu casa. No te puedes olvidar, y no te atrevas a recordar.

Recuerdo quién decía válgame. En aquel jardín, válgame… Sí. El negrito. Curioso… Omensetter era negro, era marrón, marrón oscuro como una olla de carne en salsa. Israbestis rio entre dientes. Luego Furber, que era negro por sus ropas, pequeño y negro, aunque de piel muy pálida… oh, muy… muy pálida… una luna, dijo alguien, donde antes hubo estrellas.

Al alargar la mano el grifo estaba caliente. Buscó los ladrillos, consciente del sudor. Sus ojos revisaron cada hoyo y cráter. Vio su escupitajo costroso y plano en el polvo y volvió a escupir encima un escupitajo algodonoso. Apartó los tallos de las caléndulas e inspeccionó todos sus pétalos dorados. La fragancia acre le aclaró la nariz. Rebuscó con paciencia por sus hojas. Ahí, junto a su pie en la acera, sobre esos zancos que eran sus patas finas como hilos, se alzaba el guijarro. Israbestis se encorvó y la araña huyó de pronto. La persiguió por la acera con su pulgar, atizando. A punto estuvo de escapar a su alcance, lo cual habría sido una pena, porque ambos estaban solos en el mundo, pero bajó el pulgar y las patas surgieron como rayos en torno a este. Luego se curvaron poco a poco hacia arriba. Capum, acabas capum, dijo Israbestis, sintiendo cómo el cemento le calentaba el pulgar.

Qué está haciendo, señor, matando arañas, dijo una chiquilla. Sí. Matando arañas, susurró Israbestis, levantándose.

Bien. Odio las arañas. Se te suben encima.

Sí.

Son repugnantes.

Sí. Repugnantes, dijo Israbestis Tott.

La suerte de Omensetter

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