Читать книгу La escuela que dejó de ser - Xavier Massó Aguadé - Страница 10

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1. Educación y sistema educativo

Educación se dice de muchas maneras. Esta paráfrasis de la famosa cita de Aristóteles[1] nos viene como anillo al dedo para abordar el objetivo, la naturaleza y las funciones de un sistema educativo. Porque de las muchas maneras de decir educación, trataremos aquí de la que concierne, y ha concernido tradicionalmente, a lo que conocemos como sistema educativo. Es decir, a su finalidad y a las funciones que desarrolla para llevarla a cabo: al conjunto de contenidos y de enseñanzas que, de forma más o menos reglada, se imparten en las instituciones escolares o académicas, en las cuales es «educada» una persona a lo largo de su recorrido por ellas.

Estas «muchas maneras» de decir «educación» suelen solaparse con frecuencia indiscriminadamente. Se trata de un concepto a cada una de cuyas extensiones le corresponde un campo más o menos acotado que se constituye en su propio dominio. Si, por ejemplo, decimos de alguien que es un mal educado, o que tuvo una educación exquisita, o que hay normas de educación, o que un sistema educativo es bueno o malo, en principio cualquier persona podrá entender a qué nos estamos refiriendo en cada caso. Igualmente, de un analfabeto podríamos decir que es una persona muy educada, o de un Premio Nobel que es un mal educado, a la vez que podríamos decir también que dicho Premio Nobel recibió una educación de élite, sin que por ello deje de ser un mal educado; o que el analfabeto no recibió educación alguna, aun siendo una persona educada. Queda claro que no estamos diciendo lo mismo en unos casos que en otros. Unos apuntan a actitudes, comportamientos o maneras; otros a conocimientos y formación en un determinado ámbito.

En su sentido originario, el término «educación» refiere a dirigir, a orientar un proceso destinado a la transmisión de un conocimiento o de una destreza a alguien que carece de ella, por parte de quien instruye, orienta o dirige, con la intención de que el destinatario adquiera dicho conocimiento o destreza. Es decir, enseñar a alguien con la finalidad de que aprenda aquello que es objeto de la enseñanza que se le está impartiendo. Todo ello con la intención de que pase a formar parte del acervo personal del receptor o destinatario. Se puede enseñar a coger bien los cubiertos de acuerdo con las normas de etiqueta o a resolver ecuaciones matemáticas. Siempre, en todo caso, estamos hablando de educar, de educación.

Es por ello que, como veremos más adelante, a poco que echemos un vistazo a las distintas entradas del término educación en el diccionario, veremos que todas ellas remiten a algo aprendido o adquirido bajo una cierta dirección. Las ideas de dirección y de orientación son pues inherentes al propio concepto de educación.

Esta dirección o tutela educativa se despliega socialmente de distintas formas y a través de distintos agentes, según el tipo de enseñanzas o aprendizajes de que se trate. A su vez, deberá realizarse inevitablemente de acuerdo con los condicionantes impuestos por la propia naturaleza de lo que se ha de aprender y del entorno en el cual se lleve a cabo su adquisición. Aunque todo sea «educar», no es lo mismo enseñar a jugar a fútbol que a tocar el violín; o a coger correctamente los cubiertos para servirse la comida, que a resolver ecuaciones matemáticas. También, en cada caso, se darán unos requisitos previos, propedéuticos, de conocimientos o habilidades que habrá que haber aprendido antes de iniciarse. Y de según qué se enseñe, dependerá cómo se aprenda, dónde se lleve a cabo el aprendizaje y quién lo oriente o dirija. La idea de gradualidad es inseparable de la de educación. Hay cosas que, para aprenderlas, se requiere haber aprendido otras antes.

En la cita de Werner Jaeger que encabeza este trabajo, se nos dice que la educación es una función natural y universal de la comunidad humana. Es decir, toda comunidad humana, por el mero hecho de serlo, organiza de una forma u otra la educación de sus miembros, siendo ello algo inherente a la especie por su propia condición de animal social. En este sentido, y entendiendo por sistema educativo el conjunto de mecanismos e instituciones que llevan a cabo esta función, todas las comunidades y sociedades humanas habrían dispuesto, desde siempre, de alguna forma de sistema educativo.

Se trata ciertamente de una aproximación muy genérica, que incluye desde las comunidades humanas más elementales, hasta las sociedades más complejas; desde las más antiguas hasta las más modernas; desde las más primitivas hasta las más avanzadas. En unos casos la formación se llevará a cabo mediante los procedimientos propios de la «solidaridad mecánica»[2] y en el entorno inmediato al individuo; en otros funcionará de acuerdo con los de la solidaridad orgánica. Pero desde siempre, cualquier sociedad humana se ha organizado de una u otra manera para transmitir a las nuevas generaciones aquello que consideraba necesario conservar, ya sean creencias, conocimientos, costumbres, valores…

Por lo general, resulta bastante sensato admitir que uno no puede aprender física teórica o griego antiguo de sus abuelos, de sus padres, o de sus familiares y amistades en general, sino que ha de acudir a una institución especializada en esta función específica. Las diferencias son, en cualquier caso, materiales, pero no formales. Y serán precisamente estas progresivas diferenciaciones, tanto en función de la complejidad de la sociedad como del acervo y el nivel de conocimientos social e históricamente disponibles, las que en su momento requerirán de instituciones establecidas ad hoc para, en ciertos ámbitos del conocimiento, impartir la formación necesaria para su adquisición. Es decir, lo que embrionariamente podremos entender como sistema educativo.

Una característica específica de las sociedades humanas[3] es la capacidad de transmisión de los conocimientos y habilidades adquiridos y acumulados a través de las sucesivas generaciones que han ido transcurriendo a lo largo del devenir histórico. Puede parecer una obviedad, y sin duda lo es, pero conviene recordarlo. En su evolución a lo largo de la historia, la especie humana se ha mostrado capaz, no solo de adquirir habilidades y conocimientos que le proporcionaban una mejor adaptación y un mayor conocimiento y dominio del medio, sino también de transmitirlos y, en su caso, de mejorar, superar o refutar los recibidos de las generaciones anteriores.

A diferencia del resto de especies, cada nueva generación humana parte no solo de la dotación genéticamente heredada, sino también de un acervo cultural transmitido por la generación anterior, que comprende los conocimientos, hábitos, usos, costumbres, creencias y habilidades a disposición de la comunidad que, a su vez, se transmiten a la siguiente. Y esto es, ni más ni menos, la propia posibilidad de lo que denominamos progreso, entendido como un proceso en el cual una generación está en situación de ventaja sobre la anterior, al menos en la medida que, habiendo recibido su legado, es capaz de superarlo y aumentar su nivel de dominio sobre el medio.

Un proceso que en sus principios fue sin duda muy lento, y que se aceleró con el descubrimiento de la agricultura y la consiguiente aparición de las primeras civilizaciones históricas de que hay noticia. Para hacernos una idea solo aproximativa, se calcula que desde la aparición de la especie homo sapiens[4] han transcurrido unas seis mil generaciones, de las cuales solo entre trescientas y quinientas corresponderían al periodo comprendido desde el descubrimiento de la agricultura hasta nuestros días.

En las primitivas sociedades nómadas, cazadoras y recolectoras, el aprendizaje se producía in situ, de acuerdo con el modelo de solidaridad mecánica, de forma inmediata y en la propia acción; el «educando» participaba acaso al principio en posiciones más secundarias o subalternas de la actividad en que se le instruía, ya fuera en una partida de caza o aprendiendo a distinguir las bayas comestibles de las que no lo son; aprendiendo bajo supervisión y, también sin duda, por imitación; desde las técnicas de caza aplicables en cada caso, hasta prender fuego. Con el descubrimiento de la agricultura y el surgimiento de las primeras ciudades, todo esto cambiará radicalmente.

Con la agricultura y la ganadería llegó la sedentarización, y con ella las primeras ciudades. Todo ello –dicho muy grosso modo–, como resultado de un excedente alimentario que se tradujo en un aumento de la población y la consiguiente proliferación de actividades no inmediatamente relacionadas con la obtención directa de alimentos. Con las primeras ciudades y la creciente complejidad de las comunidades humanas, surgieron sectores de población que no obtenían de su propia mano el sustento necesario para sobrevivir. Se produjo una división progresiva del trabajo y aparecieron nuevas actividades que no tenían como objeto directo e inmediato la obtención del alimento, como la fabricación de armas y herramientas más efectivas gracias al descubrimiento de los metales, la administración de los primeros aparatos burocráticos, la relativa profesionalización de los guerreros –para defender los cultivos de los pueblos todavía nómadas–, la institucionalización del sacerdocio como agente del poder, los primeros sanadores o médicos, artesanos… Y cómo no, la posibilidad de acumulación de riqueza.

Se trata de una división técnica del trabajo cuyas implicaciones sociales derivarán del estatus que a cada una de estas «nuevas» actividades, y a los individuos que las ejerzan, corresponderá en el nuevo sistema de organización social y de poder, desde los esclavos hasta las clases enriquecidas que vivían del excedente que el nuevo de estado de cosas permitía[5].

Para lo que aquí nos interesa, esta división del trabajo conllevará una progresiva especialización, como consecuencia de la cual irán apareciendo actividades cuyo ejercicio requerirá de algo más que el mero aprendizaje in situ propio del estadio anterior. En la mayoría de casos, se trataba de actividades que seguían siendo fundamentalmente de naturaleza manual, artesanal o, como diríamos hoy en día, competencial –la tekhné aristotélica–, cuya mayor complejidad requerirá para su ejercicio de la previa adquisición de ciertas destrezas. No se trata todavía de saberes «teóricos», sino de una progresiva especialización y creciente complejidad en la división del trabajo.

Pero empezaron a surgir también un nuevo tipo de saberes cuya adquisición requerirá de algún tipo de proceso iniciático tutelado, previo a su realización práctica. Son los primeros saberes tematizados y con un previo contenido teórico. Con independencia de que se queden en su fase teórica o de que tengan una ulterior aplicación práctica, y con independencia también de su finalidad. Son los que van desde los dogmas religiosos de los sacerdotes caldeos o egipcios, y de las teogonías griegas de Hesíodo o las primeras cosmologías presocráticas, hasta la matemática pitagórica, la filosofía de Platón, la medicina hipocrática o la geometría euclidiana… y los acueductos y las calzadas romanas posteriores.

Si, por ejemplo, entendemos por médico al individuo cuya actividad consiste en (saber cómo) curar a los enfermos, y por medicina el arte o conocimiento que ilustra y adiestra en las competencias necesarias para llevar a cabo tal función, entonces parece claro que ha habido «médicos» y «medicina» desde siempre. Y es así, qué duda cabe, pero con matices muy significativos según de qué época hablemos. Hoy sabemos con certeza que, por ejemplo, en el Paleolítico ya se realizaban trepanaciones, una habilidad que está hoy en día fuera del alcance de la inmensa mayoría de la población. Ahora bien ¿nos autoriza ello a considerar «médico» al hombre paleolítico que realizaba estas trepanaciones, y «medicina» a la habilidad y al conocimiento que permitía realizarlos?

Igualmente, y desde las funciones[6] que acostumbraban a corresponder al hechicero o al chamán, se conocían ancestralmente los efectos «curativos» de ciertas plantas –que serían los medicamentos de la época– contra ciertas dolencias, así como los efectos tóxicos de otras, utilizadas a su vez para fines opuestos a los anteriores. Estamos en un «saber cómo» hacer algo meramente operativo, resultado de la acumulación de experiencias a partir de un largo proceso de ensayo/error transmitido a lo largo de generaciones.

El médico hipocrático griego, en cambio, marca un punto de inflexión. No es todavía una medicina científica, pero establece el marco conceptual previo para que algún día llegue a serlo. Ello porque se constituye en un constructo teórico que es el resultado de haber hecho abstracción de los saberes y prácticas empíricas curativas, que sistematiza en una «teoría» general del cuerpo humano, y establece cómo, desde esta sistematización, le afecta el entorno en que vive, determinando dichas prácticas curativas según su encaje en dicho marco; asumiendo unas, rechazando acaso otras, y confiriéndoles un sentido del que antes carecían. Y esto sí que sería ya medicina, aunque todavía en estado germinal[7].

Lo que nos interesa ahora mismo es destacar el surgimiento de una serie de saberes que son el resultado de la tematización –se convierten en «tema»– y posterior sistematización (de los saberes constituidos en «tema») en un cuerpo estructurado de conocimientos que determinan la ulterior praxis y sus posibles alcances. Es decir, lo que es, en definitiva, un saber teórico. En este sentido, una cosa es el recorrido «cronológico» de adquisición del conocimiento en una secuencia temporal, y otra muy distinta establecer su fundamentación «lógica», es decir, dar razón epistemológica estatuyéndolo de acuerdo con unos criterios de validez que lo hacen «verdad».

Por esto no es lo mismo un «trepanador» paleolítico que un médico hipocrático. Y por la misma razón, tampoco son equiparables un constructor de balsas neolítico y Arquímedes. Los pueblos polinesios que se dispersaron por el Océano Pacífico lo hicieron en canoas y balsas construidas por artesanos que, con toda seguridad, carecían de conocimientos teóricos de física. Aplicaban simplemente una técnica adquirida a través de un proceso de ensayo/error, en el cual habían sido adiestrados para saber trabajar la madera y conseguir la finalidad perseguida: que flotara y pudiera llevarlos a través del medio líquido. Pero ignoraban «por qué» había que hacerlo así. En esencia, se sabía «cómo» hacerlo, pero no «qué» hacía que la barca flotara.

Pero cuando empezamos a plantearnos, sin duda como resultado de la acumulación de conocimientos empíricos, la razón por la cual ciertos objetos flotan y otros no, entonces estamos accediendo a un pensamiento abstracto que nos permite plantearnos aspectos que antes quedaban fuera de nuestro horizonte mental. Como que pueda haber distintos procedimientos válidos para construir objetos flotantes y de distintas formas, tamaños y materiales; desde canoas hasta trirremes. O por qué los peces pueden nadar entre dos aguas. O sea, nos estamos preguntando por la fundamentación lógica. Conocemos una «verdad», hay objetos que flotan, y desde esta constatación nos preguntamos por la «validez»: ¿qué hace que floten? Y al preguntárnoslo, estamos apuntando hacia el hecho, sí, pero en el sentido de en qué consiste. Es decir, vamos más allá de la condición «mágica» del hecho, y nos aventuramos a buscar alguna explicación que dé «razón» de él en términos lógicos.

La respuesta es el principio de Arquímedes. Un enunciado que nos da «razón» de lo que pretende explicar y describir a partir de nociones teóricas, como la de peso específico o la de fluido. Y entonces sabremos no solo por qué unos cuerpos flotan y otros no, sino también por qué los peces nadan entre dos aguas. Y hasta podremos concebir como «posible» un barco de casco metálico, un submarino o incluso un globo aerostático, aunque no estemos en condiciones técnicas de llevarlo a cabo… todavía. Y son estos saberes teóricos, que recurren a conceptos generales obtenidos mediante abstracción, los que requerirán necesariamente para su adquisición y posterior aplicación práctica de un proceso previo de aprendizaje en instituciones o instancias establecidas al caso. Ya sea en una comunidad hipocrática o en el Museo de Alejandría. Estamos ya en la episteme aristotélica.

Iría mucho más allá de los objetivos y de las posibilidades de este trabajo la descripción del proceso de génesis histórica de la tematización de conocimientos en disciplinas sistematizadas, que transcurre a lo largo del tiempo que va desde las primeras ciudades-imperio babilónicas hasta la Grecia clásica, y culmina en la Alejandría helenística. El ejemplo más paradigmático sería probablemente el de la geometría, desde los pitagóricos hasta los «Elementos» de Euclides en el siglo III a.C., ya en época helenística. Nos basta, en cualquier caso, con la génesis conceptual. Y nos interesaba fundamentalmente ilustrar este proceso de surgimiento de lo teórico desde una realidad previa eminentemente «técnica», práctica. Lo que en Aristóteles es ya la distinción entre Tekhné y Episteme; hoy, con las debidas distancias, entre técnica[8] y ciencia; entre práctica y teoría; entre competencia y conocimiento… Y remarcamos la distinción entre «competencia» y «conocimiento» por su relevancia en el discurso pedagógico actual, y por las omisiones clamorosas en que incurre dicho discurso, que explicitaremos en ulteriores capítulos de este trabajo.

En resumen, digamos pues que, aun habiendo antecedentes indudables en Egipto, Mesopotamia, India o China, el proceso de tematización del saber, y el consiguiente surgimiento de distintos corpus teóricos, cuajarán históricamente en Grecia. Y serán las propias características de estos saberes teóricos las que, para su transmisión, requerirán de algún tipo de instituciones que, más o menos germinalmente, se constituirán como los orígenes de lo que hoy llamamos sistema educativo.

Es a partir de este momento, no antes, cuando surge la noción de sistema educativo, entendido como institución, así como la de escuela, o academia, o liceo. Para ello se requieren dos condiciones. La primera, que se trate de una sociedad suficientemente compleja. Es decir, que funcione de acuerdo con un modelo relativamente avanzado de solidaridad orgánica, al menos en los ámbitos que nos incumben. La segunda, que entre los conocimientos a disposición los haya constituidos como saberes teóricos, o sea, que se encuentren en un nivel superior de abstracción con respecto a la mera destreza competencial propia del «saber cómo», en la medida que el «como» se ejecute que responde al «cómo» hacerlo, viene determinado por una construcción teórica previa que establezca el «qué» y el «porqué» de este «cómo».

A partir de este contexto, el proceso de adquisición de este tipo de conocimientos que, dada su naturaleza, requieren de un proceso previo de aprendizaje, se estructuró históricamente a partir de lo que conocemos como el modelo de la Academia. Con todos los matices que se quiera, este ha sido, desde Grecia hasta nuestros días, el modelo bajo el cual han funcionado los distintos sistemas educativos, pensados y constituidos con la finalidad de llevar a cabo la transmisión de dichos saberes y conocimientos. Un modelo cuya estructura básica consiste en la articulación del binomio docente/discente. Y es esta función de transmisión de conocimientos la que confiere a todo sistema educativo, a la propia noción de sistema educativo, su razón de ser. Una razón de ser de la cual carece si se le despoja de dicha función. Y todo esto surge históricamente en Grecia, hacia los siglos V y IV a.C.

Desde la perspectiva de su génesis conceptual, es en la Grecia clásica donde surge por primera vez algo que embrionariamente se corresponde con la noción de lo que hoy entendemos por escuela y por sistema educativo. Ello sin perjuicio de que el binomio docente/discente sea tan antiguo como la misma especie humana. Pero lo que sí aparece históricamente en Grecia es la tematización de ciertos conocimientos que, por mor de esta tematización, constituirán un corpus teórico cuyo conocimiento se requerirá con carácter previo a su aplicación práctica, y cuya enseñanza se impartirá en instituciones establecidas con este fin. La respuesta griega serán las comunidades hipocráticas, las pitagóricas, la Academia de Platón, el Liceo de Aristóteles, la Stoa, el Museo y la Biblioteca de Alejandría…

Ciertamente, podemos encontrar conocimientos de lo que hoy denominamos geometría en Babilonia, en Egipto o en China[9], ya en épocas muy anteriores a Pitágoras o a Euclides[10], pero no será hasta Grecia que se constituirá un conocimiento con un corpus teórico debidamente sistematizado, que se denominará Geometría. Y será por la condición teórica de estos conocimientos, que se requerirá de un proceso previo de aprendizaje, con las debidas instituciones e instructores que lo lleven a cabo. Porque no se trata de saberes inmediatos o meramente competenciales en el sentido de saber «cómo» hacer algo, sino de un saber «qué» se está haciendo y «por qué», de acuerdo con dicho corpus teórico adquirido previamente, que determina el proceder práctico en lo tocante a los ámbitos propios de su dominio. En otras palabras, «como» se haga es ahora la respuesta a un «cómo» que se pregunta desde un marco teórico específico previamente establecido.

Así, si situamos en Grecia la primera aproximación conceptual a la noción de sistema educativo, es precisamente a partir de la naturaleza de los saberes que se impartirán y de los requisitos inherentes a su aprendizaje y adquisición. Y esto es lo significativo en lo concerniente a nuestro objeto. La justificación, o la necesidad, de un tipo específico de instituciones destinadas a enseñar unos determinados conocimientos se encuentra precisamente en la naturaleza de dichos conocimientos; en la necesidad de un aprendizaje previo que guiará toda ulterior práctica y que faculta para su realización. Unas instituciones cuya finalidad es la transmisión de ciertos conocimientos y destrezas, y cuya función es llevar a cabo dicha transmisión de acuerdo con unos procesos dirigidos y orientados a la consecución de este fin.

Es verdad que equiparar los actuales sistemas educativos de cualquier país con la Academia de Platón, el Liceo de Aristóteles o las comunidades hipocráticas puede parecer algo intempestivo. Pero, aunque dichas instituciones no sean comparables materialmente con lo que hoy entendemos por sistema educativo, sí lo son formalmente en lo que refiere a la función que desempeñaban y al objetivo que perseguían, por más limitado que fuera.

Tampoco es relevante que tales instituciones fueran el resultado del programa político de un gobernante –caso de Tolomeo I con el Museo y la Biblioteca de Alejandría–, del proyecto de un aristócrata filántropo con inquietudes sociales y políticas –caso de Platón con su Academia–, de un acto de mecenazgo más o menos clientelista –El Liceo de Aristóteles–, o de unos cuantos eruditos que se ofrecían a enseñar sus conocimientos a cambio de emolumentos –caso de los sofistas y sus supuestas «falsas» enseñanzas, al menos según la tradición socrático-platónica.

Y no lo es, porque sin perjuicio de que tales motivaciones hayan sido y sigan siendo el origen de muchas instituciones educativas –públicas o privadas–, lo relevante es que llevaban a cabo, por primera vez y de forma sistematizada, las funciones y objetivos que hoy corresponden a los sistemas educativos. Que estas instituciones fueran, socialmente hablando, más o menos restringidas en su alcance, o elitistas en su acceso, eso son, en todo caso, aspectos que sin duda deberían ser de prioritaria atención en un tratado de historia social de la educación, pero que, en lo que aquí nos atañe, no afectan al concepto.

Llegados a este punto, nos interesa muy especialmente remarcar el criterio de demarcación establecido en relación a las funciones y el objetivo de un sistema educativo, con respecto a las distintas dimensiones que conforman el proceso educativo de una persona, de la educación como concepto.

Siendo el objetivo de un sistema educativo la transmisión de unos determinados conocimientos y destrezas, y su función llevarla a cabo para su realización efectiva, queda claro que, como mínimo en su génesis, el criterio de demarcación viene dado por la propia naturaleza de lo que allí se transmite. Serán, según el caso, conocimientos más teóricos, o habilidades y competencias más prácticas; nos basta con esta distinción entre lo que consideraremos escolar o académico, y el resto de ámbitos de que está constituido el proceso educativo de un individuo. Lo que se aprendía allí no se podía aprender en otro sitio.

Así pues, cuando hablamos de «educación», lo haremos referido a un ámbito muy concreto, uno más de los que constituyen la noción de educación en su acepción más genérica. Educación es un todo, y aquí nos referiremos a una de sus partes: aquella cuyas funciones corresponden a lo que tradicionalmente se ha venido llamando instituciones escolares o académicas, al sistema educativo. Y a lo que como tal le corresponde.

[1] La cita de la frase original corresponde Aristóteles: «Ser se dice de muchas maneras» (Metafísica, libro V, 30).

[2] De acuerdo con Durkheim (La división del trabajo social, 1893), solidaridad mecánica sería la forma de colaboración y de organización propia de las comunidades humanas más simples, sin apenas especialización y división del trabajo, solo en función de la edad y del sexo. Se caracteriza por la total competencia de cada individuo, tanto en lo referente a los trabajos y actividades que se llevan a cabo, como en el conjunto de conocimientos y creencias a disposición de la tribu. La solidaridad orgánica, en cambio, se caracteriza por la especialización y la consiguiente división del trabajo e interdependencia. En este caso, ningún individuo posee «todos» los conocimientos del grupo.

[3] Se podría alegar que el ser humano no es la única especie capaz de transmitir culturalmente. Hay estudios que lo han detectado también en algunos primates, como los chimpancés, los orangutanes o los bonobos. Se trataría, en cualquier caso, de niveles muy incipientes en comparación al ser humano, como mínimo en relación al tema que nos ocupa.

[4] Los restos más antiguos hallados de Homo Sapiens son los del Omo I, en Kibish, Etiopía, datados en unos 195000 años.

[5] Cabe resaltar, en este sentido, algo que con frecuencia suele pasarse por alto con respecto a la esclavitud, sin menoscabo de su carácter moralmente aberrante. No se trata simplemente de que la esclavitud, como elemento de un determinado modo de producción histórico, surja como consecuencia del sojuzgamiento de unos grupos humanos por parte de otros que les privan de libertad y ponen su fuerza de trabajo a disposición para su propio provecho. Esto es sin duda descriptivamente así, pero para que se produzca la extensión de la esclavitud y su generalización, se requiere de un requisito lógicamente anterior, sin el cual no sería viable. La condición de posibilidad del esclavo es que un individuo sea capaz de producir con su fuerza de trabajo más de lo que precisa para subsistir; es decir, que produzca excedente. Y este es precisamente el escenario que propiciará el descubrimiento de la agricultura y la utilización de mano de obra esclava.

[6] El «funcionalismo» de Malinowski es, en este sentido, una buena herramienta para describir estas homologías funcionales en su vertiente social, pero no, obviamente, desde una perspectiva epistemológica, que es de lo que aquí se trata.

[7] Solo una breve aclaración en relación con esta última afirmación. Sin duda alguna, los postulados teóricos hipocráticos están a años luz de la biología y medicina actuales. En este sentido, podría decirse que su praxis estaría más próxima a la hechicería que a la medicina. Pero no es su validez frente a la medicina actual lo que aquí nos interesa, sino la propia idea de constituir la medicina como corpus teórico que guiará la práctica médica, con conceptos como los «humores» o la influencia del entorno ambiental en la salud humana, con independencia de que «acierte» o no.

[8] Utilizamos el término «técnica» en lugar de «tecnología», por dos razones. La primera, porque en la distinción clásica la «técnica» es la simple destreza en la realización de algo, sin amparo teórico. En segundo, porque «tecnología» refiere originariamente a los procesos y dispositivos técnicos resultado de la aplicación de principios científicos teóricos, o derivados de ellos. En rigor, pues, tecnología presupone un conocimiento científico previo, aunque pueda no estar a disposición del «tecnólogo», mientras que en «técnica» no tiene por qué ser así. Que actualmente la palabra «tecnología» se aplique a un ámbito que supone más sofisticación que el de «técnica» es en cierto modo, además de una derivación de los respectivos usos de ambos términos, dependiente de esta distinción. Hoy en día, en la práctica, todo saber competencial viene determinado por conocimientos de contenido teórico, de modo que, en el fondo, ambos términos serían sinónimos.

[9] Las primeras ternas «pitagóricas», por ejemplo las compuesta por los números naturales 3, 4 y 5, o 5, 12 y 13, parece ser que ya se conocían en China cinco siglos antes de Pitágoras (579/465 a.C.). Pero la teorización según la cual la suma de los cuadrados de dos números sea igual al cuadrado de un tercero, se cumple universalmente en la relación entre los catetos de un triángulo rectángulo y su hipotenusa, no será hasta los griegos que se «tematizará» –y demostrará, claro– mediante el conocido como teorema de Pitágoras.

[10] Prosiguiendo y complementando la nota anterior, no es hasta los «Elementos» que podemos hablar de la Geometría como una disciplina sistematizada que funciona según sus propios axiomas, postulados y teoremas. Y esto es propiamente griego, culturalmente hablando; en realidad, los de Euclides no parece que fueran los primeros elementos de geometría que se escribieron, sino que hubo otros anteriores, como los hubo también coetáneos, siendo, eso sí, los de Euclides los más exitosos. Desde este mismo momento, la geometría no se puede aprender como un proceso vital sobre la marcha, como se podía aprender a recoger semillas y a sembrarlas, sino que requería de una sistematización en su aprendizaje, que necesariamente tenía que darse en un entorno igualmente establecido ad hoc; en este caso, el Museo de Alejandría.

La escuela que dejó de ser

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