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2. El modelo educativo ilustrado y la Revolución industrial

En lo que aquí nos concierne, el modelo de la Academia, estructurado en torno al binomio docente/discente, será el que adoptarán todas las instituciones y sistemas educativos a lo largo de los tiempos que sucederán a la Grecia clásica y al Helenismo; como sería el caso de la Iglesia y las universidades, por ejemplo, durante toda la Edad Media. Pero en tanto que instituciones, nuestros sistemas educativos modernos son herederos directos de la Ilustración del siglo XVIII y de la Revolución industrial del XIX. En la Ilustración empezarán a pensarse, de acuerdo con el espíritu de la época; durante la Revolución industrial se irán desarrollando, también de conformidad con las exigencias que las profundas transformaciones que se estaban produciendo requerían de las nuevas sociedades que estaban surgiendo.

Nuestros sistemas educativos aparecen pues como resultado de la combinación, o de la adaptación, de los principios e ideales educativos ilustrados a la realidad que irá surgiendo en el siglo siguiente. Su desarrollo dependerá, ciertamente, de las características de cada país, de su nivel de desarrollo y de su propia tradición. En unos casos predominará más el modelo de mecenazgo filantrópico, a la manera de la Academia de Platón o el Liceo de Aristóteles; en otros se concretará más como un proyecto del nuevo estado moderno, que se estaba formando a su vez en aquellos mismos tiempos, digamos que más a la manera del Museo de Alejandría, impulsado y sostenido directamente por el rey o el estado.

Básicamente, en Occidente se configurarán dos modelos de sistema educativo, uno de inspiración más «liberal», con Gran Bretaña como modelo, y otro de corte más «napoleónico», estatalista, que será el modelo «continental» francés. En función de sus respectivas áreas de influencia y hegemonía, el resto de países irán adoptando uno u otro, o distintas combinaciones de ambos. En cualquier caso, es a partir del proyecto ilustrado que se desarrollarán progresivamente en su extensión.

Sí debemos hacer, en cualquier caso, una puntualización previa sobre un personaje algo controvertido, Jean Jacques Rousseau. Se trata de un pensador del siglo XVIII que suele aparecer en los manuales incluso como uno de los más genuinos representantes de la Ilustración y, en cierto modo, lo es. Aunque, como mínimo educativamente hablando, es un completo antiilustrado. Ello con el agravante de que su obra más popular, Emilio o De la Educación[1], plantea un modelo educativo que anticipa la posterior reacción romántica y que ha servido de fuente de inspiración a muchos movimientos pedagógicos modernos, influenciados más o menos directamente por su pensamiento, y notoriamente empeñados en la demolición del actual sistema educativo de herencia «ilustrada».

Digamos pues que, siendo verdad que nuestros sistemas educativos actuales son herederos directos de la Ilustración y de la Revolución industrial, también lo son de la reacción romántica que surgirá contra ambas y que, debidamente actualizada, sigue perviviendo desde entonces en el debate educativo, tanto en lo que refiere al cuestionamiento de las funciones propias del sistema educativo, como a su finalidad. Y que Rousseau sería, al menos educativamente hablando, un conspicuo representante de esta reacción antiilustrada.

Más allá del «problema» con Rousseau, sigue siendo difícil sintetizar un movimiento tan complejo y extenso como lo fue la Ilustración. No es un movimiento homogéneo y hay significativas diferencias entre sus más genuinos representantes. A su vez, estas diferencias lo son tanto en función de sus respectivos lugares de origen y sus respectivas tradiciones, como de sus propios sistemas de pensamiento en cada caso. Ello no obstante, también es evidente que hubo algo que se llamó Ilustración, y que hay un substrato compartido por la mayoría de los autores que se inscriben en este movimiento: el espíritu ilustrado; y que en la medida que autores como Fontenelle, Condorcet o Diderot, por ejemplo, convergen en muchos aspectos cuando tratan el tema educativo, es perfectamente legítimo hablar de un proyecto educativo ilustrado.

Seguiremos aquí la caracterización de la «Ilustración» propuesta por Isaiah Berlin[2] para abordar luego sus implicaciones educativas. No solo porque consideremos que se trata de una síntesis muy afortunada sino también porque la llevó a cabo con la intención de oponerla a la reacción romántica. Y el debate entre Ilustración y Romanticismo es fundamental para entender la posterior controversia educativa de los dos siglos y medio siguientes, hasta nuestros días. En realidad, el debate educativo actual sigue siendo en gran medida el de la pugna entre el modelo ilustrado y el romántico.

Para Berlin, la Ilustración es un movimiento plenamente incardinado en la tradición occidental, cuya aportación más relevante y decisiva consiste en el sesgo que imprimirá a dicha tradición, que por lo demás comparte plenamente. Este sesgo, genéricamente entendido, sería lo que se ha conocido como «el espíritu ilustrado». Para determinar en qué medida y cómo este espíritu se manifiesta y expresa, Berlin recurre a tres proposiciones que, de alguna manera, se constituirían en sendos principios fundantes sobre los que se habría construido la tradición occidental, que serían los siguientes:

1. Toda pregunta tiene respuesta y, si no la tiene, entonces es que se trata de una pregunta mal formulada.

2. Todas las respuestas son cognoscibles, y su conocimiento es adquirible y transmisible.

3. Todas las respuestas han de ser compatibles entre sí. Es decir, una respuesta verdadera a una pregunta no puede ser incompatible, o entrar en contradicción, con la respuesta verdadera a otra. Es una exigencia racional lógica.

Se trata, ciertamente, de tres proposiciones que constituyen la clave de bóveda de la tradición occidental, como mínimo desde el Helenismo en adelante. Las diferencias entre las distintas manifestaciones de esta tradición provendrán, en todo caso, de cómo cada escuela, corriente, tendencia o creencia las entienda e interprete.

Con respecto al primer principio cabe asumir que, como suele ocurrir tantas veces, uno no dé con las respuestas a muchas de las preguntas (genuinas, bien formuladas) que se hace; ni uno mismo ni toda la humanidad en conjunto. Será entonces porque, o bien no hemos alcanzado todavía el nivel de conocimientos necesario para dar con la respuesta y entenderla, o acaso porque solo esté al alcance de Dios o de alguna otra inteligencia superior. Pero haberla, hayla.

Lo que no se admite bajo ningún concepto es la irreductibilidad de lo real, la asunción de que haya cosas «inexplicables» o, mejor, «incognoscibles» en sí. Podía acaso ser todavía así en Platón, pero ya no en el Helenismo y en el cristianismo[3]. Las discrepancias se producirán, en todo caso, en la posible explicación del porqué no alcanzamos la respuesta.

Desde una perspectiva religiosa –entendiendo este término en el sentido helenístico–, será porque no hemos sido creados con la inteligencia necesaria para acceder al conocimiento último del universo. Pero Dios sí tiene las respuestas y la racionalidad del universo queda salvaguardada por la garantía de su existencia. Desde un planteamiento más racionalista, en cambio, las preguntas seguirán sin tener respuesta, pero entonces será porque todavía no disponemos de conocimientos suficientes para entender ciertos fenómenos. No se trata tanto de que «todavía» no hayamos alcanzado la comprensión de algo, como de que la explicación existe en algún lugar y ha de ser alcanzable, más tarde o más temprano, al menos como marco de referencia.

El creyente en Dios, por ejemplo, puede recurrir a la leyenda del santo que mientras deambulaba por la playa pensando en el misterio de la Santísima Trinidad vio a un niño que estaba recogiendo agua de la orilla y la vertía en un pozo que había cavado en la arena. El santo le preguntó qué estaba haciendo y el niño le respondió que quería poner en el pozo toda el agua del mar. Al objetarle benévolamente que esto era imposible, el niño se transfiguró en ángel y le replicó que más imposible era todavía que él pudiera resolver el enigma en que estaba pensando. Fue una revelación. El santo entendió entonces que hay cosas que no estamos capacitados para comprender. No es que no tengan explicación, sino que nosotros no tenemos capacidad para alcanzarla dada nuestra finitud constituyente.

A su vez, la actitud racionalista quedaría ejemplarizada en el debate sostenido por dos gigantes intelectuales, Leibniz y Newton –este a través de Samuel Clarke[4]–, a propósito de sus respectivas concepciones del espacio, relacional en el primero, absoluto en el segundo. Leibniz detectaba deficiencias en la noción newtoniana de espacio absoluto. Ante las réplicas de Newton, Leibniz admitía que no podía resolverlas con su propia noción de espacio relacional… porque no había todavía a disposición una matemática suficientemente desarrollada. Pero que la habría tarde o temprano si seguíamos perseverando en el desarrollo de las matemáticas.

En definitiva, o Dios o las Matemáticas, pero la explicación está siempre en algún lugar. En ambos casos, dentro de la clásica contraposición entre mito y logos, estamos en el logos, que no es sino la exigencia de un orden racional. Puede que sigamos en el caos, pero no porque el mundo sea caótico sino por nuestras limitaciones, en un caso, o por nuestra ignorancia «provisional», en el otro. Lo contrario sería admitir la irracionalidad del universo, el pensamiento mágico. Y en tradición occidental, ya sea desde la razón o desde el monoteísmo, esto no se admite, porque el orden se presupone.

El segundo principio incide de lleno en el ámbito educativo. A la cognoscibilidad de toda respuesta le es inherente la transmisibilidad de su conocimiento. Es decir, el conocimiento, en tanto que lógico y racional, es transmisible porque todo ser humano está dotado de una mente lógica y racional. No se trata ya de facultades mágicas o de propiedades intransferibles. Habrá sin duda diferencias individuales de tipo intelectual, con mayores o menores aptitudes para ciertas cuestiones, y con bagajes y adiestramientos distintos, pero, en rigor, todo conocimiento es transmisible.

Ahora bien, la transmisión de esta cognoscibilidad no es inmediata, sino que requiere de mediación; solo se alcanza a través de la adquisición del dominio de ciertas técnicas, cuyo previo aprendizaje es condición necesaria para acceder a ella, y también para su transmisión, para su enseñanza. Sería el caso de la conocida anécdota de George Steiner y el teorema de Fermat. Hombre básicamente de letras, pero interesado por la ciencia, cuando en 1995 se anunció la demostración del teorema de Fermat, Steiner acudió a sus colegas de matemáticas en Cambridge para que le explicaran dicha demostración. La respuesta fue: «No podemos. Tendrías que dedicarte antes a estudiar funciones elípticas durante quince años». Cognoscible, sí, pero no a primera vista…

El tercer principio, finalmente, apela a la necesidad lógica inherente a las dos anteriores: el universo tiene una estructura racional. Quizás no llegaremos nunca a comprenderlo en su totalidad y la misma pretensión de conseguirlo sea en sí una utopía. Pero es una utopía necesaria porque actúa como mediadora, como referente. Y porque solo desde este horizonte mental podemos medir nuestras propias carencias y seguir avanzando. Otra cosa es que el referente deje de funcionar como tal y se convierta en un absoluto cuyo cumplimiento efectivo se convierte en una exigencia inaplazable; con ello estaríamos en la realización de la utopía, por lo general en su versión distópica; lo que ha ocurrido en más de una ocasión. En cualquier caso, sí es cierto que, como mínimo desde el Helenismo, estas tres proposiciones constituyen el espinazo de la tradición occidental.

Lo que aportará de novedoso la Ilustración a esta tradición, en tanto que heredera y sucesora del espíritu de la Revolución científica del siglo anterior, será una drástica concreción de los medios válidos para obtener respuestas satisfactorias, verdaderas, estableciendo el lugar desde el cual han de hacerse las preguntas, y el procedimiento para alcanzar las respuestas. Este lugar es la razón y el procedimiento la remisión a sus exigencias lógicas. Quedan entonces fuera las revelaciones religiosas o las verdades asumidas por la tradición y los dogmas.

De este sesgo que la Ilustración aporta a la tradición occidental, «restringiendo» –por decirlo así– los criterios de validez a partir de los cuales podemos establecer la verdad o la falsedad de las respuestas que obtengamos a nuestras preguntas, se infieren las dos nociones más genuinamente ilustradas, que serán su aportación explícita a la tradición. La primera será la noción de «progreso»; la segunda será la de «ciudadanía». Ambas permean los dos ámbitos de lo humano, el conocimiento o discurso teórico, y la decisión o discurso práctico, la moral.

Para poder hablar de «progreso», en el sentido que se entiende dicha noción en la tradición occidental desde hace apenas tres siglos, es decir, desde la Ilustración, se requiere de una concepción de la realidad que, en principio, no era tan evidente en sí misma. Se ha de haber interiorizado la idea según la cual cualquier generación que puebla la Tierra en un tiempo determinado, está en una posición de ventaja frente a las generaciones que la han precedido. Esto solo será posible a partir de la metabolización intelectual del discurso científico que se consolidará en el siglo XVII y de sus implicaciones.

Porque no es tan evidente que en todo tiempo se haya entendido por parte de sus contemporáneos que el presente esté en situación de ventaja con respecto al pasado. Sin duda era una idea ajena a la mentalidad medieval, pero también porque no había razones que indujeran a concebirla. Se trata de una representación de la realidad, y de una filosofía de la historia, que solo deviene posible, como condición necesaria, con la concepción del mundo que comporta el discurso científico, y con la aplicación sucesiva de los avances técnicos que comportará un progresivo aumento en la capacidad de dominio sobre el medio. Y supone el paso de una visión estática del mundo, a una visión dinámica, con la historia avanzando en el sentido lineal que marcan los sucesivos avances de la humanidad en su conocimiento y dominio, tanto del medio como de sí misma.

No es que con anterioridad no se fuera consciente de que la humanidad había avanzado desde sus orígenes hasta el momento presente, pero se entendía de otra manera. Ya fueran ateos, agnósticos, teístas o deístas, el tiempo del mundo se seguía entendiendo desde el marco de referencia cronológico de la Biblia, es decir, unos cinco mil años. El fijismo no solo era biológico, sino también geológico, cosmológico…

La edad del universo, la de la Tierra y la de la especie humana era la misma. Y todo había sido así desde la creación. Para unos era una revelación divina que para otros no servía, pero para todos seguía siendo el único marco de referencia conceptual posible. Por otro lado, los avances de la humanidad se habían ido produciendo, comparativamente hablando, muy lentamente, como mínimo en el sentido de que fueran perceptibles en el marco temporal de dos o tres generaciones. Y los últimos mil años, los de la Edad Media, se habían caracterizado por una visión estática del mundo, que se correspondía con la correspondiente cosmología de un orden eterno.

Si hoy en día proyectamos nuestra mirada sobre los mil años que van del siglo V al XV, percibimos claramente que, aunque más lentamente, era un mundo cambiante y en movimiento, pero también que los coetáneos del momento no lo entendían así. Pensemos por otro lado que, por ejemplo, el tiempo que se invertía en el siglo XV para viajar de Roma a París era prácticamente el mismo que en los tiempos del Imperio romano. Se seguía dependiendo del transporte de sangre. Y si en lugar de los siglos V y XV, tomamos como referentes el II y el XII, la comparación se hubiera visto incluso como desfavorable para el «presente». Porque en el siglo II estaban en funcionamiento las calzadas romanas que unían el Imperio de un extremo a otro, mientras que en el XII o habían desaparecido o su deterioro las hacía impracticables en la mayoría de casos, quedando solo como un vestigio de otros tiempos. Lo mismo por lo que refiere al transporte naval, o a las dimensiones y estructura de las ciudades. Podríamos poner muchos otros ejemplos. En definitiva, la idea de progreso, tal como hoy la entendemos, era, por lo general, ajena al mundo medieval.

Todo esto cambiará con el Renacimiento, que se entiende como el redescubrimiento del esplendor de la antigüedad clásica, y con la Revolución científica, que incorporará las herramientas intelectuales que aportará el racionalismo, retomando el espíritu helenístico perdido hacía más de un milenio. Si lo queremos decir en términos ilustrados, el hombre empezó a emanciparse de su minoría de edad culpable con el antropocentrismo propio del humanismo renacentista y empezó a sentirse capaz y responsable de sus propios logros. Unos logros que, por otra parte, con la aplicación del nuevo discurso científico a la técnica, comportarán de manera claramente perceptible un progresivo aumento del dominio humano sobre el medio, que cada vez serán más evidentes en su utilización y transformación en beneficio propio.

El hito que ejemplificará todo este proceso será la máquina de vapor de Watt, en 1776, la fuerza que impulsará la Revolución industrial. Pero el espíritu venía de antes. El ingeniero español Jerónimo de Ayanz ya había construido su propia máquina de vapor en el siglo XVI, que utilizó exitosamente para purificar el aire de las minas y extraer el agua de las galerías. Y hubo posteriores diseños hasta llegar el modelo de Watt. La aplicación de los principios de la ciencia, que permitía un dominio de la naturaleza y que repercutía en un mejor aprovechamiento para beneficio humano, había hecho acto de presencia. El propio Descartes dedicó una buena parte de su Discurso del método a explicar las indudables ventajas que para la salud humana y remedio de las dolencias iba a tener el nuevo conocimiento.

La idea de progreso surge a partir de los avances en el dominio sobre el medio que empezarán a ser perceptibles, y el discurso científico hace posible que se conciba como tal idea. Solo entonces, en un tiempo cambiante que avanza en una línea muy concreta, se puede entender el presente desde una previa posición de privilegio con respecto al pasado.

Y esta misma noción de progreso se trasladará al ámbito de lo propiamente humano, posibilitando la idea de progreso moral. Es decir, que el hombre como tal también puede perfeccionar su propia condición, cultivando su espíritu mediante el estudio que le permite acceder al conocimiento científico, y al de sí mismo, haciéndose cada día mejor. En definitiva, y desde el esquema ilustrado, superar los estados de salvajismo y de barbarie, y acceder al de civilización. Seguimos en el fijismo, pero ya en un contexto preevolucionista, caracterizado por su optimismo antropológico. La emancipación de la minoría de edad significa, en definitiva, que la humanidad toma las riendas de su propio recorrido.

Esta cosmovisión hará saltar por los aires la concepción teocrática en que se había sustentado la sociedad medieval durante más de mil años, desde que había surgido de las cenizas del Imperio romano. El humanismo renacentista había redescubierto a Platón, que se utilizará contra un Aristóteles domeñado por la escolástica cristiana. El heliocentrismo dinamitará la idea de un mundo sublunar reflejo de un orden cósmico de origen divino. No solo la Tierra resulta no ser el centro, sino que ni siquiera las órbitas planetarias son círculos perfectos, como demostrará Kepler. Galileo anunciará que el universo es un libro escrito en lenguaje matemático, Descartes incidirá en la importancia de la razón y Newton describirá las leyes según las cuales funciona el universo.

El mundo deviene algo alcanzable, comprensible para la razón humana mediante el uso de sus propias facultades y herramientas. El antropocentrismo buscará y descubrirá un orden humano de las cosas fundamentado en la racionalidad. Una racionalidad universal, inherente a todo ser humano; y surge un derecho humano que descubre el orden anterior como el pretexto de algunos para mantener sus privilegios bajo la forma de derecho divino…

Aparece la noción de «ciudadano» frente a la anterior de «súbdito»; el individuo es sujeto de derecho, universal por el hecho de serlo. Y no hay ninguna razón por que un hombre deba ser considerado inferior a otros, tampoco intelectualmente. Es en todo caso una cuestión fáctica, de hecho, que estará en función de los conocimientos a que haya tenido acceso. Será zafio e ignorante si no ha sido educado, o si lo ha sido en el fanatismo o la superstición intencionadamente pensada para mantenerle en este estado de postración; si no ha recibido instrucción. Y todo ser humano tiene derecho a ser instruido para poder ejercer como ciudadano en la República de las Letras…

Todo esto, sin duda abreviado y apresurado por razones expositivas, es la Ilustración, como síntesis de los tres siglos anteriores, del Renacimiento y de la Revolución científica, más sus propias aportaciones. Es en principio un movimiento minoritario y más teórico que práctico, que crece, y en cierto modo parasita, en una sociedad todavía anclada en el pasado, pero sujeta a convulsiones que auguraban cambios en un orden de cosas que empezaba a resquebrajarse por los cuatro costados.

Con esta nueva pátina que la Ilustración imprime en la tradición occidental, se imponía también, por sus propias exigencias, un modelo educativo, o como mínimo un proyecto educativo; una nueva Paideia que sintonizara con los nuevos tiempos y pusiera al hombre a la altura de su propio momento histórico. No solo en relación a qué y cómo enseñar, sino también a quiénes. Urgía, en palabras Kant, «la emancipación del hombre de su minoría de edad culpable»[5]. No estamos hablando de emancipación individual, aunque el proceso sí lo sea, en tanto que intransferible, sino de la emancipación de la humanidad, que se libera de la tutela de los dioses y de los poderosos que se arrogaban su representación, asumiendo sus propias facultades, y deviene responsable de sí misma.

Pero esto solo es posible si la sociedad está compuesta por ciudadanos libres, responsables, y para ello se requiere haber sido instruido –educado– en el conocimiento de la ciencia, las artes y las letras. Solo así se accede a la autoconsciencia de esta libertad emancipadora. La necesidad de un proyecto educativo que, al menos teóricamente, ha de ser universal, se hace evidente por sí misma. Es una exigencia de la república de los ciudadanos, pues solo mediante la educación se accede al responsable uso de la libertad y del derecho.

Hasta entonces, cada sociedad había producido de una forma u otra las instituciones necesarias para la transmisión de aquellos conocimientos cuya preservación, bajo los más variados criterios, se consideraba necesaria. Todo ello con las prescriptivas restricciones de rigor en lo referente al acceso a estos conocimientos. Ello era así, valoraciones morales al margen, no solo por la naturaleza estamentaria de las sociedades del Antiguo Régimen, sino también por razones estrictamente funcionales y de la concepción del mundo que era inherente a este orden social.

Es decir, no se trata solo de que pudiera haber un interés explícito por parte de las élites en excluir a la inmensa mayoría de la población del acceso a la educación académica –aunque también– para mantenerla en la ignorancia, sino de que no había tampoco ninguna necesidad objetiva que llevara a plantearlo. Un siervo de la gleba, por decirlo así, ya sabía lo que tenía que saber y no precisaba de nada más para cumplir con la función que tenía encomendada de acuerdo con el grupo al que pertenecía. Ahora, en cambio, saber leer y escribir, el conocimiento, en definitiva, se considerará una forma de enriquecimiento en lo espiritual, indispensable para la plena realización de la condición humana.

Todos estos cambios de planteamiento surgen con la Ilustración, al menos en su formulación teórica, marcando un auténtico punto de inflexión que progresivamente irá tomando cuerpo. Y que se irá desarrollando en combinación con las profundas transformaciones que se producirán a lo largo del siglo siguiente, con la Revolución industrial y la consolidación del estado moderno. La aportación fundamental de la Ilustración a la educación no proviene tanto de una modificación de la noción de escuela, academia o universidad, que se mantiene como tal, sino de su extensión, desde esta nueva concepción del mundo, a la nueva realidad que, como consecuencia de ella, los cambios sobrevenidos irán imprimiendo. Y a la exigencia moral ilustrada se le incorporarán las exigencias materiales de la Revolución industrial.

Los logros y avances técnicos resultantes de la aplicación de los principios de la ciencia moderna requerirán de una creciente proporción de masa de población instruida, cada vez a mayores niveles, en ámbitos que, o bien eran nuevos, o hasta entonces habían estado restringidos a una selecta y exigua minoría. Una formación que, de carácter propedéutico o de especialización, remite a contenidos de distintos niveles y áreas de ámbito académico. Y que según el nivel alcanzado, capacitarán para determinadas tareas o, como la alfabetización, empezarán a ser necesarias para la realización de cada vez más actividades.

Es decir, se convertirá en una exigencia objetiva del propio sistema productivo que un determinado y creciente porcentaje de individuos dispongan de una mínima instrucción en ciertos saberes, cuyo conocimiento previo será requisito para poder realizar determinadas tareas. Unos saberes que serán no solo mucho más amplios y extensos que los de épocas anteriores, sino que también deberán estar a disposición de un porcentaje de población muy superior al de tiempos anteriores. Saberes cuya adquisición requerirá de un paso previo por alguna institución educativa, ya sea escolarización elemental, media o universitaria.

No se trata solamente de que un ingeniero de 1850 deba tener una formación superior a la del ingeniero de 1750, ni de que deba invertir más tiempo en adquirirla, sino también, y fundamentalmente, de que se precisarán más ingenieros, más médicos, más abogados… Y esto se produce, progresivamente, a todos los niveles y escalas, como consecuencia de la irrupción de la ciencia y la técnica en el proceso productivo, y del impulso al desarrollo, al crecimiento y al progreso que se producirá; desde las escalas más altas en las jerarquías profesionales, hasta la simple alfabetización de toda la población.

De la combinación entre los ideales ilustrados y las exigencias objetivas de la sociedad resultante de la Revolución industrial, surgirán los sistemas educativos modernos. Una síntesis entre lo ideal y lo material, entre lo teórico y lo instrumental, que no deberemos perder en ningún momento de vista a partir de ahora.

Como ya hemos dicho antes, Kant definía la Ilustración como la emancipación de la minoría de edad culpable de la humanidad. «Minoría de edad» porque la humanidad seguía bajo la tutela de instancias creadas por ella misma que había situado en ámbitos trascendentes al ser humano. Ahora, la «explicación» según la cual el hombre no puede acceder a ciertas verdades que son solo accesibles a Dios, la administración de las cuales está en exclusiva a cargo de unos privilegiados investidos para ello, ya no servirá–; y «culpable», por haber seguido bajo dicha tutela mucho más allá de lo razonable, en un estado de postración espiritual y moral falsamente acomodaticio. Se trata de una exhortación a superar esta minoría de edad para devenir autónomo, tanto moral como intelectualmente. Y no dar el paso, insistía Kant, es permanecer en la ignorancia voluntaria, fingidamente inexorable, y dolosa. El hombre está obligado a saber porque es intrínsecamente responsable y, como tal, libre.

No es extraño que, admitiendo que Kant está efectivamente expresando de forma sintetizada el espíritu de la Ilustración, los autores ilustrados se preocuparan por la educación y se aproximaran a ella desde una perspectiva absolutamente nueva, inédita hasta entonces. Así lo entiende Condorcet[6] cuando vincula el progreso moral e intelectual de la humanidad a un sistema de enseñanza público, considerándolo el medio para conseguir en la práctica la igualdad de derechos, y como un deber de la sociedad hacia los ciudadanos. O Diderot, al afirmar que «en lo concerniente al concepto de educación pública, su esencia es invariable bajo cualesquiera circunstancias. El objetivo ha de ser siempre el mismo a lo largo de los siglos: formar hombres virtuosos y lúcidos»[7].

Conviene resaltar que la propia noción de «sistema de instrucción pública» es genuinamente ilustrada. Recuperada en todo caso de Platón y adaptada a las exigencias del planteamiento ilustrado, pero digamos que «perdida» durante los dos mil años que median entre Grecia y la Ilustración. Y que, por lo tanto, aparece casi ex novo. El primer ensayo extenso y ambicioso de concepción, definición y sistematización de lo que hoy entendemos por «sistema educativo» lo lleva a cabo Condorcet en la obra supracitada, incluyendo tanto el campo de la instrucción en el conocimiento, lo que diríamos «cultura» en su sentido ilustrado, es decir, erudito y enciclopédico, como en lo referente a la formación para las profesiones, en todo un magistral esbozo de lo que debería ser un sistema educativo, sus funciones y sus objetivos.

Estamos ante un modelo en cuyo planteamiento se prefigura un concepto de individuo, de ser humano, que se proyectará sobre los siglos siguientes bajo distintas formas, pero cuyo desiderátum, y también su mayor logro, será la conquista de la democracia y unas sociedades con unas cuotas de libertad[8] hasta entonces inéditas en la historia; una sociedad que, para poder funcionar, requiere de individuos libres, de ciudadanos, en el pleno sentido del término. Y para ser un ciudadano libre de la república ilustrada, se requiere de instrucción. Queda claro que los presupuestos morales de la Ilustración encajan de lleno con su ideal educativo y que, de una forma u otra, se adaptarán a las exigencias más pragmáticas de la nueva sociedad que surgirá con el liberalismo decimonónico y con la industrialización.

Así, lo que desde el espíritu ilustrado podía ser un mero desiderátum moral, incluso algo utópico, funcionará ahora como correlato de las exigencias objetivas que, a nivel de conocimiento y de aprendizaje, surgen de la nueva sociedad urbana e industrial. Es decir, de la misma manera que cada vez se requerirán más ingenieros, arquitectos y médicos, también se precisarán maquinistas de locomotora, jefes de estación u operarios de telégrafos. Y todos estos «oficios» también requerirán de unos determinados niveles de instrucción previa genérica y de especialización. En resumen, para ejercitarlos se requerirá haber pasado por un previo proceso de aprendizaje y estar en disposición de los conocimientos y aptitudes allí impartidos. Es decir, se deberá pasar por la escuela.

En realidad, el gran salto educativo que se empezó a producir en el siglo XIX y que se concretó en el XX, surgió de la combinación entre los principios de la Ilustración y las exigencias de la Revolución industrial, que generó por su propia naturaleza unos requisitos educativos objetivos inexistentes hasta entonces. El resultado fueron los sistemas educativos modernos y la escolarización cada vez más generalizada de la población. Como mínimo en lo concerniente a los niveles considerados en cada caso indispensables. No solo se trataba de un derecho, sino también de un deber. En el último cuarto del siglo XIX, en Francia, durante la III República, Jules Férry decretará la escolarización obligatoria y universal. Bismark hará lo propio en Alemania algo después… La mayoría de países irán siguiendo la estela, con mayor o menor fortuna, según sus propias circunstancias.

El primer eslabón de la génesis del sistema educativo lo habíamos encontrado en Grecia, de donde surgió, de alguna forma, la noción y el modelo. El segundo eslabón, su institucionalización y su generalización, lo encontramos en la Ilustración. Lo que acaso cabe preguntarse ahora es si, ante los cambios estructurales vertiginosos que nuestras sociedades están experimentando en la actualidad, las reformas educativas impulsadas desde las últimas décadas significan un tercer eslabón.

Y si es así, debemos preguntarnos entonces en qué medida y hacia dónde se encaminan. Es decir, si siendo acaso otras las exigencias funcionales del sistema, este tercer eslabón incorpora la noción y el espíritu de los dos anteriores, o si se correspondería más bien con una regresión que rechaza y abandona definitivamente los principios ilustrados. Es decir, que estaríamos ante un proceso de neomedievalización cuyo primer efecto sería la destrucción o, como mínimo, la neutralización del sistema educativo, por el medio de alterar su finalidad originaria.

Como decíamos al principio de este capítulo a propósito de Rousseau, que nuestros sistemas educativos sean herederos directos de la Ilustración y de la Revolución industrial, no implica que hayan sido ajenos a la reacción romántica que surgirá contra ambas y que, debidamente metamorfoseada y pertrechada con otras tradiciones incorporadas, sigue perviviendo hoy en día en el debate educativo, tanto en lo que refiere al cuestionamiento de las funciones propias del sistema educativo, como a su finalidad. Y que por esto precisamente se esté llevando a cabo en nuestros días la destrucción del sistema educativo, sin proclamarlo explícitamente.

[1] Jean-Jacques Rousseau, Emilio, o de la Educación (1762).

[2] Isaiah Berlin, Las raíces del Romanticismo, Ed. de Henry Hardy, Madrid, Taurus, 2000. Se trata de una obra póstuma sobre varias conferencias dictadas en 1965 por Berlin –fallecido en 1997– en la Nacional Gallery of Art, en Washington DC (EEUU).

[3] Nos estamos refiriendo al cristianismo intelectual, que postula la racionalidad del mundo a partir de su remisión a Dios, no a la versión del cristianismo más milagrera y vulgarizada.

[4] Leibniz (1646-1716) y Newton (1643-1727) se profesaron una enemistad y odio irreconciliables. A sus diferencias de pensamiento se le añadió la disputa por el descubrimiento del cálculo infinitesimal, que ambos se atribuyeron en exclusiva. Al detestarse tan «irracionalmente», se ignoraron el uno al otro. Pero la curiosidad por saber en qué andaba metido el rival pudo más y terció en ello Samuel Clarke (1675-1729), que se escribió con Leibniz –se dice que al dictado de Newton–, para debatir sobre sus respectivas posiciones teológicas, filosóficas y científicas, en un afortunado debate epistolar que se conoce como la polémica Leibniz-Clarke. Con respecto al cálculo infinitesimal, hoy parece evidente que ambos –Leibniz y Newton– llegaron a él por sus propios medios y sin plagio alguno del otro. Veáse André Robinet (Pr.), Correspondance Leibniz-Clarke, París, Presses Universitaires de France, 1991.

[5] Immanuel Kant, Respuesta a la pregunta: ¿Qué es Ilustración? (1784).

[6] Condorcet, Cinq mémoires sur l’instruction publique [1791], presentación, notas y cronología de Charles Coutel y Catherine Kintzler, París, Garnier-Flammarion, 1994.

[7] Denis Diderot, «Proyecto de Universidad para el gobierno de Rusia», Carta a Grimm (1776).

[8] El propio Condorcet acabó pagando caro su compromiso con la libertad. Durante la época del Terror de la Revolución francesa, fue perseguido y encarcelado. Y hubiera sido con toda probabilidad guillotinado de no haber fallecido en la prisión de Bourg-Egalité (actual Bourg-la-Reine), probablemente a causa de un suicidio por envenenamiento.

La escuela que dejó de ser

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