Читать книгу La escuela que dejó de ser - Xavier Massó Aguadé - Страница 8
ОглавлениеIntroducción
La pedagogía de la sospecha
En una conocida metáfora, Ludwig Wittgenstein[1] comparó su propia obra con la escalera de mano que nos ha servido para subir a un nivel superior y que hay que arrojar una vez utilizada: cumplida su función, ha perdido cualquier utilidad y hasta se ha convertido en un estorbo para movernos por el nuevo nivel al que nos permitió acceder. Una metáfora que parece directamente inspirada en la situación actual de nuestros sistemas educativos, a poco que admitamos que toda innovación comporta el desplazamiento de aquello a lo que esta viene, total o parcialmente, a substituir.
Porque lo cierto es que la mayoría de sistemas educativos del ámbito cultural occidental se encuentran desde hace unos cuantos años en estado de innovación permanente, sin aparente solución de continuidad. Nuevas ideas y metodologías pedagógicas se aplican de manera recurrente y constante, desplazando a las anteriores, como respuesta a las supuestas insuficiencias de los «clásicos» modelos académicos propios de las instituciones escolares. Incluso en un país que, como Finlandia, obtenía los mejores resultados en los informes PISA[2], la fiebre innovadora acabó imponiéndose hasta «conseguir» una espectacular caída de puntuación[3] que, a su vez, justificó «nuevas» innovaciones, la cuales, a su vez… etc. En ocasiones, como en el caso de España, y muy particularmente, dentro de España, en Cataluña, este síndrome innovador ha adquirido proporciones enfermizas.
La innovación se presenta como justificada en sí misma y por sí misma. Incluso aunque no tenga nada de «nueva», lo que suele ser el caso, se nos ofrece como el talismán educativo que nos llevará hasta la Arcadia pedagógica prometida que tanto se nos resiste. Y si no es la comprensividad, será la inclusividad, o el aprendizaje basado en proyectos, o estos mismos «proyectos» evaluados cualitativamente, o la educación por competencias, o las adaptaciones curriculares personalizadas, o la abolición de las materias que no «gusten», o la inclusión de otras nuevas, o su impartición en lengua inglesa, o… en fin, la próxima innovación aún por pergeñar.
El delirio innovador ha llegado hasta tales extremos que, parafraseando el famoso texto inicial del Manifiesto Comunista[4], bien podemos decir que un fantasma recorre las escuelas, el fantasma de la innovación pedagógica… Cabe preguntarse entonces si con tanto frenesí arrojadizo no habremos estado echando por la borda, junto a las viejas e inservibles escaleras, travesaños indisolublemente ligados a la propia noción de enseñanza, que es, sería de suponer, el objetivo y la razón de ser del sistema educativo. Porque, de ser así, no se trataría entonces de simples remedos aplicados según el conocido método consistente en «dar palos de ciego», sino de un cuestionamiento de la propia idea de sistema educativo. Y algo de esto parece haber.
Hay en general un amplio consenso social en que el sistema educativo está en crisis; en que no cumple con las funciones, las necesidades, los requisitos y las expectativas que tiene encomendadas y que se esperan de él. En definitiva, la sociedad parece percibir que como mínimo una buena parte de lo que se hace en las instituciones escolares, y cómo se hace, ni interesa a nadie ni tiene utilidad alguna para sus usuarios, a saber, la población escolar, el alumnado. La institución escolar, basada en el modelo académico, suele verse también como una estructura anacrónica de corte decimonónico, incapaz de dar respuesta coherente a estas expectativas: es memorística, jerarquizada, compartimentada, intelectualizada, basada en clases magistrales, en exámenes, en deberes… un anacronismo que chirría al contacto con la compleja realidad social del siglo XXI.
Cualquiera de estas críticas, o todas ellas en conjunto, pueden sin duda ser matizadas, pero son las que se oyen a diario desde las más variadas instancias: políticos, medios de comunicación, pedagogos, psicólogos, economistas y todo tipo de expertos y autoridades educativas, empresarios, padres y madres de alumnos, los propios alumnos… incluso una gran parte de docentes.
Otra cosa es que, tan pronto como intentemos profundizar en estas críticas e incidamos en cuáles son estas funciones y cuáles las expectativas no satisfechas, nos encontremos con un listado de quejas, agravios y peticiones de procedencia, circunstancias e intereses dispares, cuando no en abierta contradicción o irreconciliables. Es verdad que este estado de opinión no constituye en sí una crítica, sino, en todo caso, una amalgama heteróclita de críticas, cuyo único factor común sería la compartida insatisfacción y consiguiente desconfianza hacia el sistema. Sería algo así como el viejo dicho según el cual cada uno habla del baile según le va. Y claro, que vaya bien o mal no es tanto a causa del «baile», sino de lo que se espere de él y de las circunstancias que se den; incluidas las de naturaleza concurrente que hacen imposible la satisfacción universal, si de un baile se trata. Solo en un constructo teórico concebido como un baile a la carta, donde cada cual encontrara exactamente lo que buscaba, sería posible esta satisfacción universal. Y lo mismo por lo que respecta al sistema educativo. Pero no en la práctica.
Ello no obstante, esta constatación no puede servir en ningún caso para soslayar la realidad: hay una generalizada desconfianza social hacia el sistema educativo, que va más allá de la mera insatisfacción por las supuestas expectativas frustradas a título individual. No es, por lo tanto, algo que se pueda despachar sin más, como la resultante de una suma de insatisfacciones individuales y puntuales. Hay, sin duda, algo más.
La fiebre innovadora, en principio, sería el resultado de la sucesión de medidas concebidas como respuestas que aporten una solución, o un paliativo, a los problemas no resueltos que generan estas desconfianzas. En ella confluyen sin duda multitud de factores extraeducativos, que van desde la justificación de la clase política que acredita así estar haciéndose eco del problema, hasta la propia lógica interna de los lobbies pedagocráticos, investidos como conseguidores de soluciones educativas, cuyo poder se acrecienta con cada nueva innovación. Lo cierto, en cualquier caso, es que el sistema educativo está siendo sometido a un proceso de constantes reformas, sin que, por otro lado, su aplicación suponga ninguna mejora evidente, sino al contrario.
Pero existe también la posibilidad de que estas innovaciones no estén concebidas como cambios metodológicos destinados a mejorar los resultados de los fines supuestamente perseguidos, sino como un cuestionamiento general de las funciones y de la propia idea de sistema educativo. Si es así, entonces cabe preguntarse, con toda legitimidad, qué es lo que se está pretendiendo hacer con el sistema educativo, y en qué se lo quiere convertir.
Una cosa es que se ideen nuevas metodologías para, por ejemplo, facilitar un mejor aprendizaje y comprensión de ciertos conceptos matemáticos, lo que sería proponer un cambio en las formas. Y otra muy distinta que el aprendizaje y comprensión de dichos conceptos acabe siendo considerado superfluo, aduciendo que basta con una calculadora de bolsillo para operar con ellos; y que esto es lo que cuenta… En este caso, no se estaría proponiendo solamente un cambio en las formas –el «cómo» se enseña–, sino también en el fondo –el «qué» se enseña.
Accidental o intencionadamente, resultaría entonces que tales innovaciones no solo no se dirigen hacia una mejora del objetivo proclamado, sino que acaban funcionando como un pretexto para hurtarlo. Volviendo a la metáfora, junto con la escalera, estaríamos arrojando también nuestro propio conocimiento de lo que es una escalera. Y aquí aparece lo que denominaremos la pedagogía de la sospecha.
Una pedagogía de la sospecha que pende, cual espada de Damocles, sobre muchas de las innovaciones educativas puestas en práctica a lo largo de los últimos años. Una sospecha a la cual resulta difícil sustraerse, a poco que reparemos en que más bien parecen apuntar hacia una progresiva banalización del conocimiento, en lugar de facilitar su adquisición. Y que tienden a reemplazar la transmisión de conocimiento por, en el mejor de los casos, la adquisición de habilidades competenciales meramente instrumentales.
Y es también una sospecha que se cierne sobre la visión y la interpretación de esta pedagogía sobre los resultados de sus propias reformas e innovaciones educativas. Más allá de la valoración de algo por la altura moral de sus intenciones, las cosas se miden por sus resultados. Y que estos resultados dejan mucho que desear es clamorosamente evidente. Hay además en ello un consenso social casi tan amplio como en que la educación está en crisis, y que sigue en crisis «a pesar» de las sucesivas reformas e innovaciones. En lo que ya no hay consenso generalizado es en las razones de tan reiterado fracaso y en la atribución de «culpas». Y la sospecha es que el objetivo que se dice perseguir, no sea el que se persigue en realidad.
Por lo general, la eventual admisión del fracaso por parte de los impulsores de las pedagogías innovadoras, y de las autoridades educativas en general, es siempre parcial y extrínseca al proyecto y a las medidas en cuestión. Y se justifica por la creciente complejidad social, cuyas extensísimas casuísticas impiden dar la respuesta debida en el tiempo debido, ralentizando la mejora pendiente que, en cualquier caso, la sola altura moral de sus intenciones legitima plenamente a pesar de sus pobres resultados. Se recurre para ello a la manida falta de los recursos económicos y humanos necesarios para su ejecución, a la no menos sempiterna falta de la debida preparación pedagógica de los docentes y a su reluctancia endémica ante cualquier innovación, a la necesidad de una nueva innovación que complemente la anterior o, en definitiva, a que no hay en realidad tal fracaso, aunque lo pueda parecer, sino que solo lo ve (erróneamente) así quien sigue anclado en un modelo educativo anacrónico, cuyos parámetros toma como referente comparativo. Este último es el argumento más fuerte, y sin duda el más elaborado.
En realidad, se nos dice, considerar que las actuales cohortes generacionales egresadas del sistema educativo –en cualquiera de sus distintos niveles– presentan carencias formativas en comparación con las anteriores, es un prejuicio intempestivo, intelectualista y estadísticamente falso. Porque, se nos diría, hoy en día carece de importancia no saber resolver una operación matemática que ya realiza la calculadora; como tampoco es tan grave cometer faltas de ortografía, habiendo como hay correctores informáticos al alcance de cualquiera. Estamos en la época de Twitter, de WhatsApp, de Instagram… Las nuevas generaciones se comunican a través de estos nuevos medios, y las rígidas gramáticas convencionales no estaban pensadas para adaptarse a la comunicación digital. ¿Qué importancia tiene un acento, al fin y al cabo, si te van a entender igual? ¿O cuántas personas han tenido que resolver un logaritmo en su vida, desde que abandonaron la escuela?
Y sería también una falsedad estadística, porque con la escolarización obligatoria universal hasta los dieciséis años, implantada en todos los países avanzados, es manifiestamente demostrable que el nivel cultural medio de la población ha aumentado. Claro que podría objetarse que una cosa es la extensión universal de la educación reglada, y otra el nivel de los educandos egresados del sistema. O también podríamos preguntarnos qué se va a hacer entonces en la escuela… Pero sigue siendo el argumento más fuerte, también a nivel propagandístico, porque se inviste con un halo de modernidad que convierte en vetusto a cualquiera que oponga la más mínima objeción.
Aun así, la verdad es que no es preciso recurrir a ningún tipo de teoría conspirativa para desvelar posibles intenciones ocultas en estos proyectos innovadores. Y no lo es porque basta con seguir abundando en los argumentos y proyectos de mejora del sistema educativo, que son manifiestamente explícitos entre los defensores e impulsores de las nuevas pedagogías, hoy hegemónicas en la práctica totalidad de los sistemas educativos occidentales. Proyectos e innovaciones que, desde sus comienzos, inciden reiterativamente en los mismos temas, obsesiones y fobias. Como que ante los vertiginosos cambios tecnológicos no sabemos cómo serán los puestos de trabajo que, en el futuro, ocuparán los actuales usuarios del sistema educativo que debería prepararlos para ellos. Es verdad que, bien mirado, y en ausencia de profetas homologados, la plena asunción de este argumento debería sumir en la parálisis más absoluta.
Pero como no son tiempos de gravedad sólida los que corren, sino acaso más bien de ligereza líquida, el anterior argumento se reconvierte en la proclamación de la urgente necesidad de cambios curriculares en los programas de estudios –cuando no a la abolición de la propia idea de currículo–, que pasarían por la eliminación, total o parcial, según el caso, de materias consideradas obsoletas, por la inclusión de otras nuevas, y por un cambio radical, en todas ellas, de la metodología didáctica empleada en su impartición; empezando, dicho sea de paso, por la propia idea de «impartir» una materia, expresión considerada anacrónica por la jerga pedagogista. Todo ello con la proclamada finalidad de mejorar la calidad del sistema educativo, para adecuarlo a lo que la sociedad requiere de él, y reducir los alarmantes índices de fracaso y abandono escolar prematuro[5].
Sobre lo primero, las materias «obsoletas» que siguen impartiéndose por las inercias de un currículum esclerótico, las primeras y más aparatosas «cabezas de turco» aparecen en la pregunta típica, tópica y de la que tanto uso y abuso se ha hecho: ¿para qué sirven el latín, el griego o la filosofía hoy en día?; sobre lo segundo, un claro ejemplo sería la manida crítica a los métodos que se utilizan para enseñar, por ejemplo, matemáticas; tan «obsoletos» que solo consiguen que la mayor parte del alumnado acabe odiando esta disciplina. Se trataría de que lo viejo ceda el paso a lo nuevo, tanto por lo que refiere a contenidos, como a metodología. También aquí estamos ante argumentos fuertes, aparentemente al menos, y que pueden resultar convincentes ante una amplia mayoría social.
Suele decirse que no hay nada nuevo bajo el Sol. Como no lo es tampoco nada de lo que aquí se ha estado planteando. Que lo viejo sea substituido por lo nuevo no es precisamente algo en cuya cuenta se haya caído recientemente. El sistema de numeración indo-arábigo desplazó al romano, los frigoríficos eléctricos a las viejas hieleras y la tracción mecánica al animal. Conocimientos, procedimientos, aplicaciones y usos, en su momento imprescindibles para el progreso y la propia supervivencia de la humanidad, acabaron desplazados y olvidados, una vez consiguieron llevarnos al nivel superior que solo gracias a ellos pudimos alcanzar; o relegados a la condición de meras reliquias anecdóticas, cuya única razón de pervivencia es la curiosidad que despiertan por ser testimonio de otros tiempos.
A cada etapa histórica de la humanidad le habría correspondido un nivel de conocimientos determinado, con sus correspondientes capacidades y tecnología, que funcionaron como la escalera que permitió ascender a un estadio superior. Una vez alcanzado el nuevo nivel, se convirtieron en prescindibles por innecesarios. Volviendo a nuestro tema, está claro que a nadie en sus cabales se le ocurriría hoy enseñar a sumar con números romanos. Pero tal vez no esté tan claro inferir, a partir de ello, que tampoco tenga sentido hoy en día, en plena era digital, enseñar a obtener una raíz cuadrada con papel y lápiz, por más que la calculadora de bolsillo más barata la obtenga en fracciones de segundo, bastándonos para ello con apretar una tecla.
Ciertamente, si las calculadoras nos resuelven una operación matemática con un considerable ahorro de tiempo y mucho menos esfuerzo de nuestra parte, parece lógico pensar que resulte innecesario, al menos operativamente, el aprendizaje de ciertos procedimientos que antes había que acumular y conocer para saber aplicar el mismo concepto que ahora resolvemos de forma mucho más cómoda y segura. Lo digital se impone sobre lo analógico, que se convierte en escalera desechable, también en materia educativa.
Lo dicho no solo refiere a distintos procedimientos de aplicación de los mismos conceptos, como sería la diferencia entre obtener el logaritmo de un número natural con las viejas tablas, papel y lápiz, o simplemente apretando el botón de una calculadora, sino que también se proyecta sobre un ámbito mucho más amplio. Un ámbito que atañe a los procedimientos, a los conceptos más o menos implicados en ellos, a nuestro modo de relacionarnos con ellos –en tanto que objetos de conocimiento–, y a campos disciplinares al completo que, bajo un nuevo paradigma, o bajo unas nuevas reglas del juego, quedan simplemente fuera de lugar.
Desde un punto de vista operativo, está fuera de toda duda que lo digital le gana por goleada a lo analógico. Basta con remitirnos a los resultados. Sin duda, los ordenadores de hoy son el equivalente de las viejas tablas de logaritmos de ayer –y de muchísimas cosas más–, al igual que Wikipedia es el equivalente a las «viejas» enciclopedias. Hasta la más elemental de las calculadoras de bolsillo hoy existentes puede resolver, en fracciones de segundo, cálculos y operaciones cuya resolución manual nos llevaría una eternidad que, en el caso de los superordenadores, es mucho más que una simple metáfora. Nada que objetar, pues, en este sentido.
Ahora bien, otra cuestión es si acaso el modus operandi determina o altera nuestra percepción del concepto que estamos aplicando, en tanto que modifique nuestra relación con él; al menos en la medida que su aprendizaje esté determinado por la ulterior aplicación que de tal concepto se fuera a requerir. La cuestión es si, por el hecho de estar bajo el paradigma digital, debemos renunciar a la enseñanza de nociones que para operar en él resulten innecesarias, pero que no por ello dejan de seguir siendo una parte substantiva y fundante de nuestro acervo de conocimiento. Y la cuestión es también si la comprensión que podamos tener, por ejemplo, de los conceptos de «multiplicación»» o de «logaritmo», se verá afectada según las hayamos adquirido analógica o digitalmente. Porque si es así, quizás arrojar lo analógico por la ventana sea algo precipitado.
Algo así sugiere Manfred Spitzer[6], psiquiatra y neurocientífico que investiga los efectos de la aplicación de las tecnologías digitales en la educación. Efectos que considera nefastos para la formación del individuo, no solo en el aspecto intelectual, sino también en el emotivo y de maduración personal. El ser humano, sostiene Spitzer, es por naturaleza analógico, por lo tanto, una buena formación analógica es condición necesaria para poder acceder luego en condiciones a la digital; de lo contrario, no es que se haya producido una pérdida –solo se puede haber perdido lo que se tuvo–, sino que lo que hay es una carencia, una privación.
Con ello, nos estaríamos enajenando de algo más que de un simple medio que nos sirvió para alcanzar el nivel superior, y tal vez nos estemos privando de la posibilidad de sabernos orientar allí donde hayamos arribado. Hay además una cuestión de vital relevancia educativa involucrada en todo esto. Si alguien quiere deshacerse de la escalera después de haber ascendido por ella, pues que la arroje, muy bien; pero ha de ser él mismo quien lo haga. Nadie puede hacerlo por otro que no haya transcurrido por ella; menos aún bajo el pretexto de ahorrarle un trámite «innecesario». Estamos hablando de formación, de aprendizaje; un proceso estrictamente individual e intransferible, que nadie puede hacer por nosotros. Y después de todo, tampoco está tan claro que según qué «escaleras» no fueren a servirnos en el futuro para acceder a algún otro nivel superior que, por el momento, esté fuera de nuestro alcance conceptual.
De ser así, y hay razones para sospecharlo, las teorías pedagógicas que hoy en día inspiran y moldean los sistemas educativos del mundo occidental, estarían incurriendo en un error de dimensiones mastodónticas y de efectos devastadores. Presuponiendo, claro, que se trate de un error.
Siempre se nos podrá replicar para qué y de qué sirve hoy en día, para el común de los mortales, no ya el latín, sino también conocer el concepto de raíz cuadrada, si ya están los ordenadores que lo hacen por nosotros. O para qué «atormentar» a los alumnos con unos conocimientos que la mayoría de ellos jamás tendrán que aplicar a lo largo de sus vidas y que, llegado el caso, los ordenadores realizarán por ellos; o con la filosofía de Aristóteles; o con habilidades hoy superadas, como la utilización de la escuadra y el cartabón. Conocimientos y habilidades «prescindibles», como el del estado de cosas que llevó a la necesidad de substituir el geocentrismo por el heliocentrismo; después de todo ¿no sabemos ya que es la Tierra la que gira alrededor del Sol o que es redonda?[7].
Y esta es la perspectiva actualmente hegemónica, con distintos matices, según el caso, que impregna la teoría y la práctica de la mayoría de sistemas educativos del mundo occidental, muy especialmente del español, que hemos intentado problematizar en esta introducción a partir del sesgado enfoque que sugiere una –a nuestro entender– falsa contraposición entre lo viejo y lo nuevo, ejemplificada en la –también a nuestro entender– no menos falsa dicotomía entre lo analógico y lo digital. Con ello llegamos a la justificación del objetivo de este trabajo.
Este libro se plantea abordar el fin de la Educación desde las tres acepciones aplicables al término «fin». «Fin» como objetivo o finalidad, y las funciones que, en este sentido, le corresponde llevar a cabo; «fin» como los límites o confines, el ámbito que le es propio y las posibilidades que, de acuerdo con esto, son inherentes a sus funciones y al entorno en que se despliegan; y «fin» como acabamiento, remate, consumación… en la medida que, de forma intencionada o no, las reformas emprendidas en los últimos años llevan a una transformación que no es sino el final de las instituciones educativas, al menos tal como hasta ahora las habíamos entendido. En cualquiera de estas tres acepciones nos incumbe, entendemos, el «fin» de la educación.
Nos incumbe en la primera acepción –la de objetivo, finalidad y función–, porque entendemos que se está imponiendo, se ha impuesto, un cambio de paradigma educativo que afecta no solo a las formas o metodologías, sino también y sobre todo al fondo, a la misma naturaleza y objetivos del sistema educativo, a la propia idea de sistema educativo en la medida que se trasponen sus objetivos por el procedimiento de cambiar o ampliar sus funciones. Un cambio de paradigma que no es ni neutro ni gratuito, sino que responde a dinámicas, a inercias o a intencionalidades cuya naturaleza intentaremos desentrañar.
Ello en la medida que, según entendemos e intentaremos demostrar, el sistema educativo se ha convertido en una vieja escalera que hay que arrojar, pero no tanto porque resulte innecesaria, sino porque es un impedimento para nuevas prioridades que relegan la transmisión de conocimientos a funciones residuales o subalternas. Por ello el objetivo primordial es transformar la naturaleza y los objetivos del sistema educativo, convirtiéndolo en algo distinto a lo que fue hasta ahora. Y esto es precisamente lo que está ocurriendo con la estructura formal y material de la institución escolar, sobre la que se asienta todo sistema educativo.
Nos incumbe también en la segunda acepción, «fin» como límites, confines, contorno… que determinan un campo concreto y sus posibilidades. El concepto de educación es sin duda muy amplio, y también equívoco. Pero, en cualquier caso, la función que desde siempre le ha correspondido a lo que conocemos como «sistema educativo», ha sido la transmisión de conocimientos, la enseñanza reglada y sistematizada de los conocimientos humanos, al nivel que corresponda según la etapa educativa de que se trate.
Se podrá discutir cuáles son o dejan de ser los contenidos que proceda impartir y en qué medida, o si hay que enseñar a sumar con números romanos o mediante ordenadores; pero no que hay que enseñar a sumar. Y a toda función le son inherentes unos límites que vienen marcados por el ámbito que se constituye en su propio dominio y por los contornos que lo definen. Dicho más llanamente, en las nociones de «coche», «barco» o «avión», están contenidas sus posibilidades, pero también sus límites. A un coche le es inherente moverse por tierra firme, e incluso en ella con limitaciones como la necesidad de que sea por terreno llano, pavimentado… Exactamente de la misma manera que el ámbito de un barco es el medio líquido, o el de un avión desplazarse por el aire. La propia determinación de sus funciones marca sus características, y estas sus posibilidades y sus límites. Podemos pensar en vehículos anfibios o en hidroaviones, o en vehículos que puedan ir por tierra, por mar y por aire –las películas de ciencia ficción son pródigas en ellos–, pero para desplazarse sobre la superficie de la tierra necesitaran ruedas y para hacerlo por el mar hélices. Y, en cualquier caso, estaríamos hablando de otro tipo de estructuras a las cuales les serían también inherentes otro tipo de limitaciones.
Al sistema educativo se le está cargando con la atribución de funciones que no se corresponden con los objetivos por los que fue concebido, y que van más allá de sus límites y posibilidades. Funciones que pueden responder sin duda alguna a demandas sociales inexcusables, y que se mueven en un amplio arco que va desde la transformación de la estructura familiar, hasta la irrupción del cuarto mundo. La propia generalización del término «educación» para el ámbito escolar y académico –antes «instrucción» o «enseñanza»–, de la que hablaremos en su momento, es de por sí indicativa de esta disolución de las funciones que le son propias, y para las cuales fue concebido.
Podemos asignarle a la institución escolar funciones que hasta ahora habían correspondido al ámbito familiar y que, por cualesquiera razones, esta institución ha dejado de cumplir; o atribuirle funciones asistenciales, de ocio, de auxilio social o de cualquier otra índole. O podemos también limitarnos a impartir una educación «basura» que forme mano de obra barata y consumidores alienados para la sociedad de masas. Pero entonces debemos reconocer también que esto no será un sistema educativo, o que no será, como mínimo, lo que hubiera debido ser. El sistema educativo, en definitiva, no puede convertirse en el supletorio de deficiencias sociales estructurales que no está diseñado para asumir. Y si lo convertimos en esto, deja de ser un sistema educativo.
Finalmente, nos incumbe en su tercera acepción –término, remate o final–, anunciada al final del párrafo anterior. Porque pensamos que el cambio de objetivos y funciones, y la consciente o inconsciente transgresión de los límites de sus propias posibilidades, no es sino la liquidación, el acabamiento de la noción de sistema educativo, al menos en lo que respecta a las funciones que había tenido encomendadas hasta ahora. Unas nuevas funciones que no son el recambio de las anteriores, y sin que aquellas de las que se le ha relevado queden a cargo de instancia o institución conocida alguna. Es pues la consumación del sistema educativo como tal, ya sea porque se ha considerado que la función que venía ejerciendo ha devenido innecesaria, o por una interrupción extrínseca a su propia dinámica funcional interna. También, pues, en esta acepción, es el fin de la educación.
Y antes de concluir, una última consideración sobre el símil de la escalera en torno al cual se ha articulado esta introducción. Quisiéramos dejar claro que lo hemos tomado prestado simplemente como esto, como lo que nos ha parecido una afortunada e ilustrativa metáfora de lo que está ocurriendo en el mundo educativo, y sin relación alguna con la obra en que aparece, ni con el pensamiento en general de su autor. En ningún momento, pues, estamos siquiera insinuando que Wittgenstein pudiera estar a favor o en contra de nada que, a partir de su metáfora, podamos decir aquí. Dicho sea, tanto para hacerle justicia, como para evitar malentendidos sobre cuál hubiera podido ser el pensamiento del autor sobre el tema que aquí abordamos; algo que no nos compete y sobre lo cual no nos pronunciaremos.
Sí diremos que, en todo momento y a nuestro juicio, entendemos que el símil de la escalera refiere a un proceso de maduración intelectual y humana, que pasa por distintas fases y que, lo más importante, es necesario recorrer «individualmente» porque, o se vive la experiencia individualmente, o no se recorre. Solo una vez hayamos transcurrido por él, estaríamos en condiciones de saber que podemos deshacernos de la maldita escalera y arrojarla, si este es nuestro deseo. Pero nadie puede arrojarla por nosotros. Y nadie, bajo ningún pretexto, por más amparado de buenas intenciones que esté, debería evitarnos o impedirnos transitar por ella. Porque hay procesos y experiencias que son intransferibles y nadie puede vivir por nosotros. Es pues, en todo caso, al propio individuo que corresponderá decidir qué hace con la escalera después de haber subido por ella. Y nunca al sistema educativo hacerlo en su nombre.
Que la mayoría de teorías pedagógicas hoy hegemónicas, y que el consiguiente modelo educativo inspirado en ellas, consista precisamente en arrojar la escalera en nombre de otros que ya no podrán subirla, es precisamente lo que denunciaremos como un modelo educativo aberrante y engañoso, al cual subyace un proyecto monolítico y de pensamiento único educativo, reconocido o no, de vocación claramente totalitaria en su versión más sofisticada e hipócrita.
Por más que dichas teorías se presenten como supuestamente emancipadoras. Porque de lo único que resulta que nos «liberan» es de la capacidad de superación de la minoría de edad culpable, manteniéndonos en ella bajo su tutela. Aquella minoría de edad culpable que Kant nos exhortaba a superar a través del conocimiento, a través del sapere aude[8] que convirtió en divisa de la Ilustración. Un principio que, por más inútil que les pueda parecer a algunos, seguiremos invocando como un derecho universal inalienable e imperecedero.
[1] Ludwig Wittgenstein (1889-1951), es uno de los filósofos más importantes del siglo XX, muy especialmente en el campo de la llamada filosofía analítica. Austríaco de nacimiento, fue discípulo de Bertrand Russell en Cambridge y acabó nacionalizado británico. La cita de la escalera se corresponde a su obra Tractatus Logico Philosophicus, 6.54 (1921).
[2] PISA (Program for International Student Assesment), Informe del Programa Internacional para la Evaluación de Estudiantes, es un estudio que realiza la OCDE para medir el rendimiento de los alumnos de 15 años en Matemáticas, Ciencia y Lectura, con el objetivo de mejorar las políticas de educación, a partir de los resultados obtenidos en exámenes estandarizados realizados por distintas muestras de alumnos de los países miembros. No es una evaluación del alumno, sino del sistema educativo en que se está formando.
[3] Gabriel Heller Sahlgren, Real finnish lessons, Londres, Centre for Policy Studies, 2015.
[4] La frase literal con que comienza esta obra de K. Marx y F. Engels es: «Un fantasma recorre Europa, el fantasma del comunismo…».
[5] Se entiende por fracaso escolar la no obtención del título de graduado en ESO, y por abandono escolar prematuro, la no prosecución de estudios reglados tras la finalización de la ESO, o su no conclusión.
[6] Manfred Spitzer (1958) es un psiquiatra y neurocientífico alemán –autor de Demencia digital (2013)– que recomienda prohibir la utilización de tecnologías digitales en el sistema educativo, muy especialmente en las edades más tempranas, y solo introducirlas con cuentagotas a medida que los alumnos van madurando y consolidando conceptos básicos a lo largo de su etapa escolar.
[7] En su interesante De Tales a Newton (Juan Meléndez, 2013), su autor, físico y profesor universitario, manifestaba su estupefacción ante el hecho de que en tercer curso de universidad, la mayoría de estudiantes de Física se mostraran convencidos de que en la Edad Media se creía todavía que la Tierra era plana. Un ejemplo claramente indiciario de la desubicación conceptual que aquí estamos denunciando.
[8] Sapere aude: Atrévete a saber; I. Kant (1724-11804): Respuesta a la pregunta ¿qué es Ilustración? (1784).