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LA ESTRUCTURA DEL LIBRO

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El libro está estructurado en ocho apartados que buscan resaltar aspectos significativos de la producción del AEA: aproximaciones compartidas, objetos o temas en común, recursos tecnológicos o dispositivos narrativos similares, etc. A su vez, estas secciones guardan cierto orden más o menos cronológico, sobre todo marcando un arco temporal, en el que se destacan los antecedentes y desenlaces de la producción del AEA, que en conjunto constituyen un paréntesis de excepción en la historia del cine y la antropología en México. Las categorías que dan nombre a los apartados del libro son conceptos simples pero profundos que en plural caracterizan alguna faceta importante en la producción del AEA. Algunas de estas secciones del libro ponen en diálogo textos y cintas representativas de una forma de mirar o de un modo de representación, señalando coincidencias y detectando intereses y motivaciones transversales, mientras que otros apartados destacan más bien puntos de inflexión, variaciones, rupturas, giros o cambios de paradigma en las películas etnográficas del AEA del INI.

El primer apartado, Sustratos, se refiere al estado del cine etnográfico que se hacía en México previo a la aparición del AEA, y analiza un antecedente fundamental que hizo posible la construcción y el desarrollo de un proyecto fílmico y antropológico tan ambicioso, financiado por el estado mexicano.

El capítulo 1: “Él es Dios y el origen de un nuevo cine etnográfico en México”, de Álvaro Vázquez Mantecón, desentraña el enorme valor y el significado de una película que representa un parteaguas en la historia del cine y la antropología en México. Aunque Él es Dios (1965) —cinta codirigida por Alfonso Muñoz, Guillermo Bonfil, Arturo Warman y Víctor Anteo— no fue producida por el INI sino por el Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), y a pesar de que se produjo más de una década antes del inicio de la producción del AEA, sin duda es una pieza clave para entender el tipo de cine que se hizo posteriormente en el INI. De acuerdo con Álvaro Vázquez, esta obra puede incluso interpretarse como un gesto fundacional, como el origen de un nuevo cine etnográfico en México, que sin duda sentó las bases para filmar las tradiciones y culturas indígenas en el contexto de la modernidad, documentando la persistencia de lo milenario en el contexto urbano contemporáneo, las tensiones entre modernidad y tradición, lo rural y lo urbano, lo sagrado y lo profano. Es una película muy relevante también porque al menos dos de sus directores, Warman y Muñoz, después tuvieron un papel decisivo en el INI y en la fundación del AEA. Entre las novedades que introduce Él es Dios, en su afán por evitar el colonialismo característico del cine indigenista, encontramos una fuerte dosis de autorreflexividad por parte de los autores, que a lo largo de la película comparten sus impresiones a través de la voz en over de un narrador, a la manera de un diario de campo fílmico, por lo que podemos decir que la cinta habla tanto de los fenómenos y los personajes filmados, hacia quienes muestra una gran empatía, como de los realizadores, su contexto, sus preocupaciones y perspectivas. Además, es una obra pionera del cine etnográfico urbano, que dialoga con la antropología de la pobreza y la vida cotidiana en las vecindades de la ciudad de México. Este documental marca un punto de inflexión entre el viejo cine indigenista de propaganda estatal y el nuevo documental sobre los pueblos originarios con una perspectiva multiculturalista, pues demostró que eran posibles otras formas de hacer documentales antropológicos desde el Estado en la segunda mitad del siglo XX.

El segundo segmento del libro, Otredades, aborda algunos ejemplos de películas cuyas búsquedas estuvieron estrechamente emparentadas con la misión primordial de la antropología y del cine etnográfico más clásicos. Se examinan cintas y autores que se propusieron ante todo documentar la otredad, filmar la alteridad, retratar lo más diferente, exótico o folklórico. Obras como éstas tuvieron un impacto importante en la construcción de los imaginarios del mundo indígena mexicano, aún con resabios de la mirada romántica sobre el buen salvaje, pero ya sin tintes evolucionistas, sino más bien bajo el influjo del multiculturalismo, que resalta la diversidad de los pueblos originarios, a partir de sus aspectos y rasgos más vistosos y expresivos.

El capítulo 2: “Documentales ‘de autor’ filmados por dos egresados del cuec para el AEA (1980-1986)”, a cargo de Eduardo de la Vega, pone de relieve el papel fundamental que desempeñó el AEA como campo de prácticas profesionales para una generación de jóvenes cineastas que en aquellos años terminaban su formación universitaria e iniciaban sus carreras como documentalistas. El AEA fue muy importante como escuela para la profesionalización del cine documental en nuestro país. El texto de Eduardo de la Vega también nos da pistas para detectar en la producción del AEA el sello de una escuela de cine en particular, el Centro Universitario de Estudios Cinematográficos (CUEC),4 con una fuerte tradición de cine militante, heredera del espíritu del movimiento estudiantil del 68, acostumbrada a un documental de corte social y políticamente comprometido, marcada profundamente por la figura de José Rovirosa.5 El INI le dio trabajo durante años a varios estudiantes y egresados del CUEC, particularmente a Alberto Cortés y Rafael Montero, los dos cineastas estudiados en el capítulo, y a muchos otros que volvían a México después de estudiar en el extranjero. Para algunos, este contacto con la otredad indígena —con pueblos kikapúes, nahuas, tlapanecos, mixtecos, tepehuanos— marcaría una impronta sensible en el resto de sus carreras, y adoptarían el tema indígena como causa social y motivo cinematográfico coherente con su formación política de izquierda. Estos cineastas lograron, en algunos casos mejor que en otros, un equilibrio bastante difícil entre la producción de cine a escala industrial, por encargo del Estado, un cine institucional, por definición “no independiente”, y un cine etnográfico de autor, con una mirada propia, el cual no renuncia a su postura crítica, a su libertad creativa ni a su búsqueda artística.

En el capítulo 3: “Imaginarios cinematográficos de los pueblos rarámuri en la segunda mitad del siglo XX”, Adriana Estrada Álvarez analiza diversas miradas fílmicas al pueblo rarámuri en un periodo reciente de la historia de México, y destaca cambios y continuidades en las formas de representación a través de distintos géneros fílmicos: el cine documental, el etnográfico, el de ficción y el experimental. Además de la película producida por el AEA, Rarámuri ra itsaara: Hablan los tarahumaras (1983), de Oscar Menéndez, el capítulo aborda y comenta otras películas como Tarahumara, cada vez más lejos (1965), de Luis Alcoriza; Sukiki (1976), de François Lartigue y Alfonso Muñoz; Teshuinada (1979), de Nicolás Echevarría, y Ciguri 98: la danza del peyote (1998), de Raymonde Carasco. La autora analiza cómo estos filmes dialogan con una larga tradición de estudios sobre los rarámuri, desde diferentes registros —lo literario, lo histórico, lo etnológico y lo artístico—, y hace una recapitulación de la obra de autores como Neumann, Lumholtz, Artaud, Zabel y Zingg. En cuanto al documental de Oscar Menéndez, cabe mencionar que es la primera película sobre este pueblo hablada parcialmente en rarámuri y no sólo en español. Tras explorar las raíces del imaginario colonial que ha pesado sobre los rarámuri, con su característica mirada crítica, Menéndez denuncia la deforestación de la sierra Tarahumara y consigue una documentación excepcional de la tradicional carrera de bola, con un alarde de pericia y talento en la cinematografía a cargo de Héctor Medina. Estas aproximaciones fílmicas, realizadas con diferentes intenciones, tienen en común ser todas miradas occidentales, de gente externa a las comunidades, lo cual da pie a la pregunta con la que cierra el capítulo acerca de la posibilidad de un cine hecho por los propios rarámuri, que en vez de representarlos desde fuera, recoja su propia mirada.

Espacios, el tercer apartado del libro, se concentra en los lugares donde se ubican las culturas originarias y en los sitios en los que ocurre la interacción entre los indígenas y el Estado, mediada por los antropólogos y los cineastas. Los dos textos que lo integran pueden entenderse como ejercicios de una antropología del espacio, de las diversas formas de habitarlo, que le confieren identidad y lo convierten en lugar, paisaje o territorio. Las películas del AEA del INI brindan una fuente de imágenes e intuiciones muy útiles para la geografía humana y los estudios sobre la geografía simbólica de los pueblos; asimismo, retratan patrones de asentamiento, la cultura material y la relación simbólica con el entorno y los recursos naturales, entre otras cuestiones.

Por su parte, el capítulo 4: “Los albergues infantiles en el discurso audiovisual del INI”, de Aleksandra Jablonska, se enfoca en uno de los bastiones más importantes de la educación indigenista en México: los albergues escolares infantiles del INI. Durante varias décadas, éstos fueron el epicentro de la aculturación de los niños indígenas, del aprendizaje del español, del disciplinamiento y la imposición de hábitos de higiene, salud y alimentación, del desarrollo de oficios y prácticas artesanales deseables. La autora analiza el discurso audiovisual y la postura oficial del Estado mexicano sobre estas instituciones, a partir de documentales de diferentes épocas y de distintos tipos, como videos de carácter propagandístico e institucional, financiados por programas y organismos internacionales, y mediante dos películas de autores antropólogos y cineastas: Días de albergue (1990), de Alfonso Muñoz, y Generación Futura (1995), de Alberto Becerril. Cabe mencionar que este último documental también es analizado más adelante por su propio autor, en el apartado Memorias de este libro.

El capítulo 5: “Geografías audiovisuales del Altiplano Potosino”, de Frances Paola Garnica, estudia una muestra de películas que tienen como escenario principal una región árida y desértica del país, que ha sido el escenario de rodajes de westerns hollywoodenses, así como el trasfondo de muchos documentales etnográficos sobre uno de los grupos étnicos más emblemáticos y visualmente atractivos de nuestro país, los wixaritari o huicholes, que tienen en el desierto de Wirikuta, dentro del Altiplano Potosino, su territorio sagrado en el que realizan peregrinaciones y rituales ancestrales. A partir de la noción de paisaje, Garnica teje un diálogo entre el cine, la antropología y la geografía humana, que sustenta un minucioso trabajo de recopilación y clasificación de las películas filmadas en esta región, y las geolocaliza exactamente en el mapa del Altiplano Potosino. El corpus fílmico que integra la autora comprende películas de diferentes géneros, épocas y países, entre ellas Virikuta, la costumbre (1976), de Scott Robinson, un antecedente crucial del AEA que anuncia el viraje en el INI hacia un nuevo cine etnográfico postindigenista, con sustento antropológico y una mirada de autor. Este capítulo también repasa un par de películas muy importantes del AEA: Jicuri Neirra. La danza del peyote (1980), de Carlos Kleimann, y Mara’acame, cantador y curandero (1982), de Juan Francisco Urrusti, ambas sobre la cosmovisión y la ritualidad de los huicholes.

La cuarta sección del libro, Divergencias, da cuenta de los ángulos y filos políticos presentes en algunas películas del AEA, que a pesar de haber sido producidas por el Estado, contienen una mirada contrahegemónica, de denuncia, contestataria, incluso militante o activista, que devela los conflictos y las relaciones de poder entre el Estado y las comunidades indígenas. Los casos abordados en los dos capítulos resultan sintomáticos de las tensiones entre el carácter cultural y el talante político del INI, y evidencian algunas ambigüedades y contradicciones características de algunas producciones fílmicas del AEA.


Foto fija del documental “Cuatro Rayas, un pueblo organizado” en Ixcaquixtla, Puebla.

HÉCTOR VÁZQUEZ VALDIVIA, 1990.

D.R. Fototeca Nacho López, Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas.

Un primer caso emblemático es el abordado en el capítulo 6: “Laguna de dos tiempos, testimonio de una modernidad forzada”, de Martha Urbina. Este texto explora la figura de Eduardo Maldonado, el trabajo del colectivo Cine Testimonio, los cambios al interior del INI en aquellos años, el contexto histórico de la película, en pleno auge petrolero. Martha Urbina hace una aguda lectura de esta obra fílmica, exaltando la vocación y la mirada crítica de Maldonado, así como su compromiso con las culturas indígenas, ya palpable en sus películas anteriores: Atencingo, cacicazgo y corrupción (1973) y Jornaleros (1978). En Laguna de dos tiempos (1982), Maldonado registra la transformación radical de las formas de vida en las comunidades nahuas y popolucas próximas a la construcción del complejo industrial petrolero en el Golfo de México, a principios de los años ochenta. Urbina nos invita a reflexionar sobre el devenir y la situación actual de las comunidades de aquella región. El filme es importante, revela el texto, sobre todo porque consigue desestabilizar el discurso de la modernización de la nación y denuncia los daños colaterales de este proyecto petrolero en el estado de Veracruz.

En el mismo tenor, en el capítulo 7: “Entre etnografía, historia y política: los documentales del equipo de Luis Mandoki sobre mazatecos”, Claudia Arroyo revisa dos cintas clave del AEA: El día que vienen los muertos (1981) y Papaloapan. Mazatecos II (1983), ambas de Luis Mandoki. En ellas se da cuenta de los altos costos del desplazamiento de varias comunidades mazatecas que vivían en la Cuenca del río Papaloapan, por la construcción de la Presa Miguel Alemán a finales de los años cuarenta y principios de los cincuenta. En su incursión en estos filmes, la autora recupera los antecedentes obligados del cine indigenista del INI: Todos somos mexicanos (1958) y Nuevos horizontes (1956), ambos a cargo de José Arenas y Nacho López, en los que también se documentó dicho proceso histórico, pero desde un óptica oficialista, diametralmente opuesta a la perspectiva crítica del equipo de Mandoki. Con la lectura de este capítulo y la revisión de estos filmes tempranos en la carrera de Mandoki, no podemos dejar de preocuparnos por el impacto y los daños colaterales que tendrán los megaproyectos —trenes, refinerías y aeropuertos— que actualmente impulsa el nuevo gobierno mexicano.

Una serie de recuentos testimoniales, bitácoras de proyectos fílmicos, memorias en primera persona y entrevistas a profundidad, configuran el quinto apartado, denominado Memorias. Los dos textos que lo integran nos adentran en la travesía creativa y en la experiencia personal de los realizadores sobre el proceso de producción fílmica al interior del AEA del INI.

El primer caso es el capítulo 8: “Generación Futura: una experiencia comunitaria, 25 años después”, a cargo de Alberto Becerril, quien es el propio director de la película. Becerril despliega un minucioso ejercicio de memoria, deconstruye y reconstruye el proceso de filmación de esta película, recordando la cualidad afectiva de la experiencia. Pero a la vez, toma distancia crítica en torno a su propia metodología, basada en los principios de la antropología visual, y repiensa los temas cruciales que aborda la película, como la desnutrición infantil y otros problemas de salud, resaltando el papel que juegan la música y la imagen entre los pueblos mixes de Oaxaca, como nutrientes comunitarios capaces de contrarrestar este tipo de carencias de salud pública.

Este apartado incluye también la reconstrucción retrospectiva del proyecto documental de Carlos Cruz Barrera sobre los kiliwa, reportada en el capítulo 9: “Las últimas voces kiliwa”, de Eréndira Martínez Almonte. Cruz Ochurte, kiliwa (1995-1998) es un documental cuya realización resultó particularmente complicada, quedó por un tiempo varado y tardó tres años en ser culminado, en parte por tratarse de una coproducción entre varias instituciones con diferentes expectativas sobre este trabajo. En consonancia con el espíritu fundacional del AEA, la premisa de este filme es la desaparición de la lengua y la cultura kiliwa. Así, la narrativa visual y el discurso de la película se construyen a través de imágenes nostálgicas del territorio y testimonios de algunos de sus últimos hablantes, como el capitán Cruz Ochurte y la señora Leonor Farlow, quienes declaran que diversos conflictos territoriales han fracturado su relación con el paisaje, mermando su libertad de tránsito y la reproducción de su cultura. A partir de una entrevista a profundidad con el director, Eréndira Martínez hace una descripción minuciosa de los pormenores detrás de un excelente documental que por poco no se completa y que prácticamente no se ha dado a conocer todavía.

Pedagogías, la sexta sección del libro, revisa a detalle un par de casos atípicos pero muy trascendentes en la producción de cine etnográfico del AEA. Sin conexión aparente entre una experiencia y otra, con cinco años de diferencia entre unos y otros talleres (1985-1990), asistimos a dos iniciativas pedagógicas, antes llamadas de “transferencia de medios”, pero que hoy preferimos enfocar como experiencias de “apropiación” de medios audio-visuales. Lo cierto es que en estos casos hubo una importante apertura en la producción ejecutiva del AEA, bajo las gestiones de Alberto Becerril y de Alfonso Muñoz, donde se impulsaron procesos de enseñanza-aprendizaje que fomentaban intercambios de saberes mediante talleres colaborativos, que dieron pie a experiencias de cine dialógico y antropología compartida. Las dos experiencias estudiadas en este apartado se distanciaron tajantemente del estilo dominante del documental antropológico producido por el AEA y, con los años, se convertirían en ejemplos paradigmáticos de otras formas de hacer cine a partir de estrategias pedagógicas y etnográficas alternativas.

El capítulo 10: “Mirar en clave ikoots. Lecturas etnográficas del Primer Taller de Cine Indígena”, escrito conjuntamente por Lourdes Roca y Lilia García Torres, indaga en las coyunturas e intersticios al interior del AEA y del INI que posibilitaron una experiencia como la del Primer Taller de Cine Indígena en San Mateo del Mar, Oaxaca, con una organización de mujeres tejedoras, en 1985. Como contrapeso al reconocimiento que siempre ha tenido la película Tejiendo Mar y Viento (1987), de Luis Lupone, como el recuento oficial de esta experiencia, las autoras se concentran en el análisis etnográfico de los tres cortometrajes que se realizaron como ejercicios del taller, pero que por diversos motivos habían permanecido sin editar por varios años y sin exhibirse públicamente hasta principios de 2021. García y Roca también relatan y destacan la indispensable participación femenina en el equipo de producción del taller: María Eugenia Tamés, Arjanne Laan, Cecile Laversin, Lucina Cárdenas, Diana Roldán, así como Teófila Palafox y las demás tejedoras ikoots. El texto remarca que se trata de un hito crucial en el tránsito del cine indigenista al cine indígena con perspectiva de género. Estas tejedoras ikoots fueron de las pocas mujeres directoras de películas del AEA, junto con Sonia Fritz y Olivia Carrión, y las primeras cineastas indígenas en nuestro país. Esta experiencia puede entenderse como una piedra angular del


Elvira Palafox y Guadalupe Escandón, participantes del Primer Taller de Cine Indígena del INI en la comunidad ikoots (huave) de San Mateo del Mar, Oaxaca. Foto fija del documental “Tejiendo mar y viento”.

ALBERTO BECERRIL, 1985.

D.R. Fototeca Nacho López, Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas.

movimiento de cine y video indígena hecho por mujeres que actualmente se produce en México.

Por su parte, el capítulo 11: “El giro pedagógico en el cine etnográfico: Dominique Jonard y la animación colaborativa”, a cargo de Itzel Martínez del Cañizo, describe y analiza una singular experiencia fílmica dentro del AEA, clasificada como Animación de tres cuentos infantiles purépechas (1994) del artista de origen francés pero purépecha por adopción, Dominique Jonard. El texto expone los pormenores de un singular proceso de creación y enseñanza en el que los niños purépechas se convierten en correalizadores de los filmes; sus dibujos y voces ilustran y narran mitos, leyendas y la tradición oral de sus comunidades, alrededor del lago de Pátzcuaro. La autora desentraña el método de Jonard y valora su potencial para la construcción de una pedagogía crítica, en la que se articulan de manera orgánica el cine y la antropología. Martínez del Cañizo indaga en el impacto que tuvo esta experiencia colaborativa hacia dentro y hacia fuera de las comunidades, y la destaca como una influencia muy significativa en el desarrollo del cine de animación en México.

El séptimo apartado del libro, Devenires, contiene el capítulo 13: “Del Archivo Etnográfico Audiovisual a la Transferencia de Medios Audiovisuales. Un cambio de paradigma en el ocaso del Instituto Nacional Indigenista”, de Alberto Cuevas. La minuciosa investigación del autor reconstruye los últimos años del AEA, a principios de los años noventa, y estudia la transición hacia un nuevo programa de producción audiovisual, conocido como Transferencia de Medios Audiovisuales (TMA). La propuesta de la TMA radicaba en que la documentación de las culturas indígenas ya no se hiciera sólo desde la mirada de antropólogos y cineastas, sino también y sobre todo desde las propias comunidades indígenas. Este giro tuvo que ver con cambios profundos en el pensamiento antropológico y nuevos estilos de creación documental, pero ante todo fue posible gracias a la revolución tecnológica que implicó el desplazamiento del cine por el video, un formato mucho más económico, portátil y accesible. Para cumplir


Alejandro Gamboa, Coca Gaxiola, Rafael Montero y Enrique Kulhmann en la comunidad kikaapoa (kikapú) de El Nacimiento, Múzquiz, Coahuila. Foto fija del documental “El eterno retorno: testimonios de los indios kikapú”.

GRACIELA ITURBIDE, 1981.

D.R. Fototeca Nacho López, Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas.

este propósito, era necesaria la formación de videastas indígenas, algo que se dio mediante una serie de talleres, y la instalación de Centros de Video Indígena en diferentes estados del país, dotados con todo el equipo necesario para la producción audiovisual. Cuevas hace un análisis de cinco títulos producidos bajo este nuevo esquema, una muestra de estas primeras experiencias de video indígena, aún bajo el patrocinio del estado. Este punto de inflexión en el AEA coincidió con el ocaso del INI, en los últimos años del siglo XX y los primeros del nuevo milenio; puede entenderse como un último intento del Instituto por flexibilizarse, por ceder y transferir funciones y recursos a los propios pueblos indígenas para su autogestión. En retrospectiva, podemos ver el cierre del AEA como parte del desmantelamiento paulatino de una estructura institucional muy pesada, costosa, anquilosada y anacrónica, que anunciaba el advenimiento de la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas (CDI), una nueva institución más ligera y con menos atribuciones, más acorde con las nuevas políticas neoliberales. Así, el texto de Cuevas cierra el paréntesis que enmarca históricamente la producción fílmica del AEA.

La octava y última sección del libro, Instantáneas, sistematiza y analiza los resultados de la investigación fotográfica realizada por Valeria Pérez Vega, responsable de la búsqueda y selección de las imágenes que acompañan, dialogan y expanden la lectura de los capítulos de este libro. El ensayo fotográfico resultante reúne imágenes provenientes de la Fototeca Nacho López del INPI, principalmente, pero también de otros archivos fotográficos institucionales, como el del INAH, así como de colecciones familiares, como la de Alfonso Muñoz, o documentos personales, como en el caso de María Eugenia Tamés. En el capítulo 14: “Fotos fijas de un acervo paralelo al AEA”, Pérez Vega reflexiona sobre su inmersión en la Fototeca Nacho López del INPI, a través de su catálogo digital. Explicita los procedimientos y los criterios que siguió para localizar y elegir las fotografías, y reflexiona sobre las distintas dimensiones en las que se implican y entretejen las fotos fijas, los fotogramas y las imágenes en movimiento. Muchas fotos seleccionadas son relativas a las filmaciones de los documentales del AEA, aspectos detrás de cámaras, del proceso de filmación, momentos reveladores de los vínculos que se establecían entre fotógrafos, cineastas, antropólogos y los sujetos indígenas. Pero también se incluyen otras imágenes icónicas de los grupos indígenas retratados en las películas, realizadas por figuras reconocidas de la fotografía a lo largo de la historia, como Carl Lumholtz, Nacho López, Graciela Iturbide, Pablo Ortiz Monasterio, Julio de la Fuente, Lorenzo Armendáriz, Maya Goded, entre otras.

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