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7.1.Diego de Mora (1658-1729)

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Su formación trascurre en el taller familiar, al que se incorporaría ya en la década de 1670 en el momento en el que su hermano José maduraba su estilo y cosechaba importante éxitos, lo que determina la cercanía a los modelos formales de este, a los que Diego aporta un acento de barroquismo más amable y menos sublimador, más preocupado por la belleza formal que por la intensidad espiritual, evolucionando hacia las nuevas modas que anuncian lo rococó en las artes.

Las pocas obras conocidas de este escultor revelan de modo evidente una línea estética de clara filiación de taller, por lo que cabe suponer otras obras hasta ahora desconocidas, camufladas en un abundante conjunto de esculturas anónimas de estrecha relación estilística[62]. Su cronología no es precisa al basarse en atribuciones estilísticas. Probablemente hacia 1690 sea el san Juan de Dios en la basílica granadina del mismo nombre (Fig. 18), cercano a los modelos de su padre y de su hermano, pero más dinámico. El efecto envolvente de las telas, de planos contrastados y traza desenvuelta, ayuda al aliento vital de esta escultura cuyo rostro atesora un poderoso efecto de concentración expresiva. La economía de medios gestuales y narrativos y la expresividad absorta se convierten en el tamiz por el que parecen pasar los maestros de la escuela granadina, a modo de prueba de la asimilación de las lecciones recibidas, dotándola de singular originalidad en el contexto hispano.


Fig. 18. Diego de Mora. San Juan de Dios. Hacia 1690. Iglesia parroquial de San Gil y Santa Ana, Granada.

Tardía colaboración de taller considera Sánchez-Mesa las esculturas de santos fundadores de la capilla del cardenal Salazar de la catedral de Córdoba (entre 1697 y 1705), y cercanos en fecha deben ser los bustos de Ecce-Homo y Dolorosa del Museo de Bellas Artes de Granada, procedentes del convento del Ángel Custodio de la misma ciudad, tan afectos a la serie de esta iconografía de su hermano José. Sin perder un ápice de calidad técnica, el modelado se vuelve más fluido y parece coadyuvar a la intensidad emocional, como subrayando un gesto que en realidad no existe. El San Gregorio para el retablo de Santiago de la catedral de Granada (1707), una Inmaculada no conservada para Villacarrillo (Jaén) en 1710, o las imágenes granadinas del San José de la parroquia de la Magdalena, el San Juan de Dios de la de Santa Ana, el Niño Jesús de la basílica de San Juan de Dios o la Virgen de la Paz del convento del Ángel Custodio (procedente de la capilla de la Orden Tercera del convento de San Francisco Casa Grande), certifican una producción sostenida y estimable, que con innegable calidad y ciertos matices peculiares prolonga la estética de su hermano José, conformando una herencia duradera en sus propios discípulos. Su fama creciente, la aceptación de lo melifluo de su estilo y la vejez y demencia de José benefician el prestigio de Diego, que capitanea la escuela granadina de escultura desde principios del siglo XVIII.

En su última etapa de trabajo, Diego de Mora llega a conocer los nuevos aires que trae a Granada el escultor sevillano Pedro Duque Cornejo, acordes a la moda europea del momento de figuras movidas y briosas, lo que, sin embargo, no parece afectarle, en una línea sostenida de plástica serena y amable, espiritual y sensible, que dará frutos hasta el final de sus días. Solo la Asunción que se le atribuye en la abadía del Sacromonte de Granada llega a esos extremos de movimiento y teatralidad. Su última obra conocida es la Virgen de las Mercedes de la parroquia de San Ildefonso de Granada, que labra en 1726 para el vecino convento de los Mercedarios Calzados y que marca un modelo de Virgen sedente, de gran finura y delicadeza en el corte de la gubia y en los matices de la policromía, blando modelado y gesto amable, tan grato a la devoción popular en una difícil ecuación de dulzura, majestad e idealización. Fallece en 1729, y aunque su fama nunca llegó a la de su hermano José, su quehacer y sus modelos perviven con notable fortuna en las gubias de sus discípulos durante todo ese siglo, lo que ha asegurado la pervivencia de la memoria de su figura.

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