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Capítulo 2
Los cuatro grandes “desafíos” del desarrollo de un bebé.
Genética y Epigenética

Como todos los bebés, cuando Vincent nació tuvo que tomar su lugar en el mundo y, muy particularmente, en el mundo familiar que lo recibía y había deseado su nacimiento. Como todos los bebés, necesitaba vivir, construir su espacio de seguridad, existir poco a poco como persona y aprender a equilibrar los momentos de placer y displacer. Esto Vincent no pudo conseguirlo. La constelación familiar en el momento de su nacimiento estaba muy trastocada por una grave depresión materna y por los desplazamientos múltiples tanto en Francia como en el extranjero de un papá muy ocupado. Por supuesto, y seamos muy claros sobre este punto: ningún contexto familiar alcanza para provocar el autismo en un niño y esto lo veremos a lo largo de todo el libro; en cambio, por más doloroso que sea escucharlo y admitirlo, para los niños portadores de riesgos ciertas características familiares pueden dificultar los cuatro grandes “hitos” del desarrollo, esenciales para que un bebé pueda devenir una persona.

Devenir una persona. ¿Pero cómo?

Cuando el bebé sale del vientre de su madre, y después de un período prenatal en el que sus diferentes aparatos sensoriales se han ido estableciendo sucesivamente, aparecen necesariamente cuatro grandes “desafíos”:

- La construcción de la autoconservación: es la que permite que se inicien las grandes funciones vitales del organismo sin las cuales el recién nacido no podría sobrevivir físicamente. Michel Soulé decía que era necesario que “el bebé opte por la vida”.

- La construcción del apego: es lo que va a permitirle al bebé regular mejor la distancia espacial física justa con el otro para poder construir su espacio de seguridad –es toda la teoría del apego que J. Bowlby desarrolló–.

- La construcción de la intersubjetividad: es lo que va a permitirle al bebé regular mejor la distancia psíquica justa con el otro para poder sentirse existir como una persona (volveremos sobre este punto en el próximo capítulo).

- La construcción de la regulación de las experiencias de placer y de displacer (hasta ahora, el psicoanálisis es probablemente la disciplina que mejor ha hablado de este tema): es la que permite al niño regular de la manera más eficaz sus experiencias emocionales, llevándolo a buscar las experiencias de placer, a huir de las experiencias de displacer, a modificar su entorno para evitar el displacer, y a saber aplazar ciertas experiencias de placer para obtener, posteriormente, un placer aun mayor (“saber esperar”).

La cuestión del impacto del entorno

La pregunta que queda por responder aquí es la de los aspectos genéticos y medioambientales de la puesta en marcha de estos cuatro grandes desafíos. De todos los mamíferos, el bebé humano es sin duda el más inmaduro al nacer. Freud lo señaló ya en 1926 en su libro Inhibición, síntoma y angustia, en el que señala que todo ocurre un poco como si, en la especie humana, el embarazo se encontrara, de alguna manera, amputado de un cuarto semestre.

En todo caso, un recién nacido humano, incluso nacido a término, no está totalmente “terminado”, y es mucho más dependiente de su entorno que los bebés de otras especies mamíferas (se sabe, por ejemplo, que el potrillo sabe caminar desde el nacimiento, así como el pequeño becerro, por solo mencionar estos dos ejemplos tan conocidos). Este “inacabamiento” primero del ser humano (la neotenia) hace que el bebé humano sea muy frágil, vulnerable y dependiente del medio ambiente. Sin embargo, si esta característica ha sido seleccionada por la evolución darwiniana, es posible que tenga algunas ventajas. Entre ellas, podemos imaginar que este inacabamiento es fuente de diversidad. Detengámosnos por un momento en esta hipótesis.

Debido a la duración del embarazo relativamente breve (¿acortado?) de nuestra especie, el bebé humano es el único de todos los mamíferos que nace antes de que la construcción de su cerebro haya terminado. Por supuesto, ya hubo una primera fase muy activa de construcción cerebral y de sinapto-génesis2 que le permite, como ya hemos dicho, implementar de manera secuencial sus diferentes aparatos sensoriales (primero el tacto, luego el olfato, luego el gusto, luego la audición y finalmente la visión), pero la segunda gran fase de la organización cerebral tendrá lugar después del nacimiento, y se extenderá incluso durante los tres o cuatro primeros años de vida.

En otras palabras, la mayor parte de la construcción del cerebro humano se realiza «al aire libre», después de la salida del bebé del cuerpo de la madre, a diferencia de los bebés de otras especies de mamíferos que nacen con un cerebro, por así decirlo, terminado y de entrada operativo de manera bastante autónoma. Esto tiene consecuencias. En efecto, no disponemos de muchos más genes que algunos animales bastante primitivos como la mosca, por ejemplo, ¡unos 35.000 genes! La gran diferencia entre la mosca y nosotros, seres humanos, es que la mosca no es más que el producto de sus 35.000 genes, mientras que nosotros somos el producto de nuestros 35.000 genes, pero también de lo que hoy llamamos epigénesis, es decir todos los mecanismos que gobiernan la expresión de nuestro genoma. Nuestro genoma es lo que es y, por ahora, antes de la era de las futuras terapias génicas, no podemos modificarlo. En cambio, nuestro entorno parece susceptible de influir en la expresión de nuestro genoma, es decir, activar o, por el contrario, inhibir la actividad de ciertos genes o partes de nuestros cromosomas. Más allá del hecho de que los mecanismos íntimos de esta regulación puedan pasar en parte por procesos de metilación3, y cuya exploración recién está empezando, es muy posible pensar que esta influencia de nuestro entorno sobre la expresión de nuestros genes es cuantitativamente más importante que la actividad de los mismos genes.

Se imponen entonces dos observaciones: por una parte, como la construcción del cerebro humano se termina de realizar en contacto con el entorno postnatal, la epigénesis cerebral hace que cada bebé humano organice su arquitectura cerebral de manera diferente y específica, ya que cada bebé nace en un entorno particular; y, por otra parte, cuando hablamos de «medio ambiente», es necesario entender este término en el sentido más amplio, sea biológico, alimentario, ecológico, sociocultural y relacional. La epigénesis cerebral, con su corolario obligado que es el de «plasticidad neuronal» (F. Ansermet y P. Magistretti, 2004), es la clave que nos permite empezar a comprender mejor el origen de la asombrosa diversidad que reina en el seno de la especie humana, sin duda mucho menos prisionera de su genoma que lo es la ameba o los organismos pauci-celulares, por ejemplo (F. Jacob, 1970).

El estudio de la epigénesis en general, y de la epigénesis cerebral en particular, abrirá sin ninguna duda, una nueva página de la biología humana, ya que al iluminarnos sobre los vínculos dialécticos que probablemente existen entre el genoma y el medio ambiente, o bien entre la naturaleza y la cultura, sin duda será capaz de mostrarnos hasta qué punto el desarrollo del ser humano, más que cualquier otro, se juega a la interfaz de los factores endógenos y los factores exógenos, lo que volveremos a ver al referirnos al modelo multifactorial del autismo (ver tercera parte, capítulo 3). Todo esto abre las puertas a la importante cuestión de la libertad del desarrollo que es, en parte, la nuestra.

Mi Combate por los Niños Autistas

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