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Visita de la reina de Sabá

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Así sucedió cuando la reina de Sabá vino a visitar a Salomón. Habiendo oído hablar de su sabiduría y del magnífico Templo que había construido, resolvió “ponerlo a prueba con preguntas difíciles” y conocer por su cuenta sus obras famosas. Acompañada por un séquito de sirvientes, hizo el largo viaje a Jerusalén. “Al presentarse ante Salomón, le preguntó todo lo que tenía pensado”. Salomón la instruyó acerca del Dios de la naturaleza, del gran Creador, que mora en los cielos y lo rige todo. Y “él respondió a todas sus preguntas. No hubo ningún asunto, por difícil que fuera, que Salomón no pudiera resolver” (10:1-3; 2 Crón. 9:1, 2).

“La reina de Sabá se quedó atónita al comprobar la sabiduría de Salomón y el palacio que él había construido”. Reconoció: “¡Todo lo que escuché en mi país acerca de tus triunfos y de tu sabiduría es cierto! No podía creer nada de eso hasta que vine y lo vi con mis propios ojos. Pero, en realidad, ¡no me habían contado ni siquiera la mitad! Tanto en sabiduría como en riqueza, superas todo lo que había oído decir” (1 Rey. 10:4-8; 2 Crón. 9:3-6).

La reina había sido cabalmente enseñada por Salomón con respecto a la Fuente de su sabiduría y prosperidad, y ella se sintió constreñida, no a ensalzar al agente humano, sino a exclamar: “¡Y alabado sea el Señor tu Dios, que se ha deleitado en ti y te ha puesto en el trono de Israel! En su eterno amor por Israel, el Señor te ha hecho rey para que gobiernes con justicia y rectitud” (1 Rey. 10:9). Tal era la impresión que Dios quería que recibiesen todos los pueblos.

Si Salomón hubiese continuado desviando de sí mismo la atención de los hombres para dirigirla hacia quien le había dado sabiduría, riquezas y honores, ¡cuán diferente habría sido su historia! Pero, elevado al pináculo de la grandeza y rodeado por los dones de la fortuna, Salomón se dejó marear, perdió el equilibrio y cayó. Constantemente alabado, permitió finalmente que los hombres hablasen de él como del ser más digno de alabanza, por el esplendor incomparable del edificio proyectado y erigido para honrar el “nombre de Jehová Dios de Israel”.

Así fue como el Templo de Jehová llegó a ser conocido entre las naciones como “el Templo de Salomón”. El agente humano se atribuyó la gloria que pertenecía a Aquel que “más alto está sobre ellos” (Ecl. 5:8). Aun hasta la fecha el Templo del cual Salomón declaró: “Comprenderán que en este Templo que he construido se invoca tu nombre” (2 Crón. 6:33), se designa más a menudo como “Templo de Salomón”.

No podemos manifestar mayor debilidad que la de permitir a los hombres que le tributen honores por los dones que el Cielo les concedió. Cuando exaltamos fielmente el nombre de Dios, nuestros impulsos están bajo la dirección divina y somos capacitados para desarrollar poder espiritual e intelectual.

Jesús, el Maestro divino, enseñó a sus discípulos a orar: “Padre nuestro que estás en el cielo, santificado sea tu nombre” (Mat. 6:9). No debían olvidarse de reconocer: “Tuya es... la gloria” (vers. 13, RVR). Tanto cuidado ponía el gran Médico en desviar la atención de sí mismo a la Fuente de su poder, que la multitud, asombrada, “al ver a los mudos hablar, a los lisiados recobrar la salud, a los cojos andar y a los ciegos ver”, no lo glorificaron a él, sino que “alababan al Dios de Israel” (15:31).

“Así dice el Señor: Que no se gloríe el sabio de su sabiduría, ni el poderoso de su poder, ni el rico de su riqueza. Si alguien ha de gloriarse, que se gloríe de conocerme y de comprender que yo soy el Señor” (Jer. 9:23, 24).

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