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La belleza incomparable del Templo

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De una belleza insuperable y esplendor sin rival era el palacio que Salomón erigió para Dios y su culto. Adornado con piedras preciosas, rodeado por atrios espaciosos y recintos magníficos, forrado de cedro tallado y de oro pulido, la estructura del Templo, con sus cortinas bordadas y muebles preciosos, era un emblema adecuado de la iglesia viva de Dios en la Tierra, que a través de los siglos ha estado formándose de acuerdo con el modelo divino, con materiales comparados con “oro, plata y piedras preciosas”, “esculpidas para adornar un palacio” (1 Cor. 3:12; Sal. 144:12). De este Templo espiritual es “Cristo Jesús mismo la piedra angular. En él todo el edificio, bien armado, se va levantando para llegar a ser un Templo santo en el Señor” (Efe. 2:20, 21).

Por fin Salomón terminó el Templo, “llevando a feliz término todo lo que se había propuesto hacer en ellos” (2 Crón. 7:11). Entonces, con el fin de que el palacio que coronaba las alturas del Monte Moriah fuese en verdad, como tanto lo había deseado David, una morada no destinada para el “hombre, sino para Dios el Señor” (1 Crón. 29:1), quedaba por realizar la solemne ceremonia de dedicarlo.

El sitio en que se construyó el Templo se venía considerando desde largo tiempo atrás como lugar consagrado. Fue allí donde Abraham se había demostrado dispuesto a sacrificar a su hijo en obediencia a la orden de Jehová. Allí Dios había renovado la gloriosa promesa mesiánica de liberación gracias al sacrificio del Hijo del Altísimo (ver Gén. 22:9, 16-18). Allí fue donde, por medio del fuego celestial, Dios contestó a David cuando este ofreciera holocaustos y sacrificios pacíficos con el fin de detener la espada vengadora del ángel destructor (ver 1 Crón. 21). Y una vez más los adoradores de Jehová estaban delante de su Dios para repetir sus votos de fidelidad a él.

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