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Un hippoi fenicio

Lucio viaja en un barco ebusitano (de Ebusim, Ibiza) desde el Cuerno del puerto de Masalia hasta Pirene. Días antes de las kalendas de aprilis del 557 (segunda quincena del mes de marzo del 196 a. C.).

Tirval era el capitán y patrón de un barco, El Delfín. Había sido marinero toda la vida. Durante la Guerra Púnica lo había pasado mal, pese ha haberse enriquecido practicando, sin complejos, el contrabando. Ahora las cosas iban mejor. Su barco se dedicaba al mercadeo de cabotaje y usualmente cubría derrotas desde Ibusim a Masalia, Emporion y llegando hasta Malaka. Él, como buen fenicio se consideraba solidario con la causa de Cartago, pero hasta cierto punto, el negocio era siempre lo principal. En los últimos tiempos se había involucrado, sin embargo, en el mundo de las sociedades secretas de navieros, armadores y capitanes que hacían la guerra sucia contra los romanos. Sin duda era un juego peligroso, pero nadie quería arriesgarse a recibir la visita de los sicarios de Aníbal, por otra parte las amistades siempre traían negocios aparejados, lo cual tenía su interés.

En Masalia también había comercio púnico. Después de la guerra las relaciones comerciales con Ibusim se habían reanudado. Los mercaderes fenicios y cartagineses tenían un local en el barrio del Astillero: La Luna Creciente. Era una especie de almacén que ejercía, además, como hostal, banco, templo y embajada fáctica. Allí comerciantes y armadores guardaban sus mercancías más caras, depositaban sus monedas en las cuentas bancarias, se reunían o incluso pernoctaban, como si estuvieran en casa. Los responsables de la Luna Creciente apoyaban a cualquier mercader o navegante púnico que tuviera necesidades o problemas. Tirval siempre recalaba en el local, un islote de paz en aquella ciudad bulliciosa.

En la Luna Creciente se reunían usualmente los miembros de la Mano Negra de Tanit, una hermandad secreta fundada para servir los intereses cartagineses en el mar Occidental. Sus miembros confiaban que Aníbal tomara el poder en Cartago y, con una ciudad reconstruida, devolviera los golpes a Roma. Un mercader de aspecto siniestro, a quien llamaban el Gran Ojo, coordinaba las actividades de la hermandad que se centraban en el sabotaje contra el comercio romano.

El día XVII antes de las kalendas de aprilis Tirval fue convocado a una reunión ejecutiva de la hermandad. El Gran Ojo había llegado a Masalia, y quería recibir informaciones de primera mano. Al atardecer los conjurados comenzaron a sentarse en el peristilo del local. Tirval fue de los primeros, lo cual le permitió chismorrear e intercambiar información.

El Gran Ojo, escoltado por sus guardaespaldas, llegó con algo de retraso. Estaba pletórico y sonriente. Después de saludar a los presentes, comenzó su intervención.

─ Amigos, la sagrada causa de Aníbal y Cartago renace. Hispania y Macedonia volverán a arder si continuamos avivando las brasas. Y, en los últimos meses, hemos hecho bien nuestro trabajo. La campaña de piratería encubierta va dando frutos. Podemos asegurar que el comercio romano, más allá de Masalia, está estrangulado. Los barcos hundidos y los marinos latinos eliminados han sido cuantiosos.

─ Cierto, Gran Ojo ─precisó Tirval, que era un adulador contumaz─. Pocos son los que se atreven a doblar el cabo de Pirene. ¡Ja, ja, ja!

─ Y cada vez son menos y más fáciles de localizar... y exterminar. ¿Alguna novedad para los próximos días en Masalia? ─preguntó el Gran Ojo.

─ Ayer partieron de regreso cuatro barcos latinos ─comentaron los responsables del local─. Como mínimo interceptaremos a uno de ellos. Y sólo ha llegado a Masalia un barco romano, con cerámica de la Campania. Pero el capitán está asustado y no quiere continuar hacia Hispania. El mercader es un chico con poca experiencia, está buscando alguien que lleve su mercancía a Emporion... No sé si lo conseguirá.

─ ¿Un mercader joven que se arriesga a ir a Emporion? Es muy extraño, podría ser un agente encubierto. Bueno, quizás le podamos ayudar un poco ─el Gran Ojo profirió una carcajada─. Tú Tirval. ¿Verdad que marchas con rumbo sur? Puedes ofrecerte para llevar su carga, y así te enteras de quién es y cuáles son sus intenciones. Si tienes oportunidad, y te atreves, lo eliminas y te quedas con sus monedas y la carga. Si no es posible, pasas la información a nuestros hermanos de Emporion y ellos lo fulminarán.

Tirval asintió con cara de circunstancias, una cosa era animar a los que luchaban y otra asumir compromisos de riesgo, y aun peor si implicaba violencia. El encargo estaba claro, pero el Gran Ojo hizo no obstante una precisión.

─ Y, por si acaso, los que zarpéis de inmediato hacia el sur advertid sobre este posible agente. Hay que exterminarlo a la primera oportunidad. Del barco latino que lo ha traído me encargaré yo mismo, antes de que llegue a Olbia hará compañía a Poseidón...

La reunión continuó prestando una especial atención a la rebelión íbera. Finalmente, pasadas dos horas, el Gran Ojo despidió a los conjurados.

─ Salud amigos, brindemos por la victoria de Aníbal, por Cartago y por la Mano Negra de Tanit.

─ Salud Gran Ojo... ¡Por la victoria! ─respondieron eufóricos los hermanos presentes.

Las jornadas iban pasando y Lucio seguía sin lograr transporte. La séptima noche después de su llegada a Masalia decidió no salir, se quedó en el Tridente de Poseidón. La propietaria estaba más efusiva que de costumbre.

─ ¿Has encontrado a alguien que te quiera llevar? ─preguntó la matrona mientras servía la cena.

─ La verdad es que no ─respondió Lucio con gesto desanimado.

─ Pues quizás esta sea tu noche de suerte ─la mujer señaló un pintoresco individuo en el extremo opuesto de la sala─. Su nombre es Tirval, le he hablado de ti y creo que podréis llegar a un acuerdo. ¿Quieres que le sugiera que se siente en esta mesa?

─ ¡Eso sería magnífico!

Lucio echó un vistazo al individuo. Tenía un aspecto estrafalario; cabellos que se organizaban en un sinfín de trenzas grasas, decoradas con cuentas de pasta vítrea, piel morena y generosas mejillas que le daban un cierto aire porcino. El capitán, regateando largamente, en la más pura tradición púnica, exigió una cantidad de plata por adelantado. Finalmente hubo trato, el ebusitano aceptó la carga, al pasajero y a sus dos criados. En diez jornadas, más o menos, Lucio llegaría a Emporion.

Al día siguiente embarcó la mercancía. El Delfín era un barco que seguía la tradición de los viejos hippoi, las naves ligeras fenicias. Quizás era un poco más grande, aunque distaba de tener la capacidad de los gaulois, las grandes naves de carga púnicas. Le habían añadido una plataforma timonera en popa, al estilo griego. Toda la obra muerta del buque estaba pintada con colores estridentes y contaba con dos grandes y desproporcionados ojos que decoraban las amuras delanteras. La proa, siguiendo la tradición fenicia, estaba coronada, a modo de mascarón, con una bella talla que evocaba la cabeza de un caballo. El barco, que aparejaba vela cuadrada, tenía unos 40 codos de eslora. La tripulación también era llamativa. Había negros sudaneses, ebusitanos y libio-fenicios de la costa de Malaka, en total una docena de marineros, más el keleustes y el capitán.

Zarparon a media mañana y, a golpe de remo, salieron del puerto.

La estiba iba depositada anárquicamente en la zona central de la cubierta. Ánforas y fardos de todo tipo se apilaban por orden de fragilidad. La carga más pesada en el fondo de la bodega, la más ligera sobresaliendo en cubierta y contenida por barandillas de madera. En el extremo de proa, sobre una plataforma, había dos cabras, unos tablones dispuestos a modo de vallas impedían que alcanzaran las mercancías. Los animales suministraban leche a Tirval y constituían una reserva alimentaria. El Delfín no disponía de cabina, la tripulación vivía en cubierta. Las comidas se limitaban a las posibilidades de un hornillo de cerámica. Se dormía al aire libre o bajo la protección de la vela según el momento. Las ánforas con agua estaban amarradas junto al mascarón de proa. Lo usual era limitar la navegación a las horas de luz. Al atardecer, El Delfín se acercaba a alguna playa, cala o desembocadura de río. Tirval conocía perfectamente la costa y sus rincones.

Mercadearon con ligures y celtas de la costa y, finalmente, diez días después, fondearon en el puerto de Agatha. Se suponía que ya debían haber llegado a Emporion, pero el indolente capitán nunca tenía prisa.

Tirval optó por adular al romano dando muestras de servilismo. Lucio conocía perfectamente varios dialectos púnicos, pero no lo demostró, utilizó el griego occidental para comunicarse con Tirval. Pronto pudo constatar el desprecio del capitán y la tripulación contra los latinos. En púnico cerrado murmuraba insultos contra los viajeros. Después de cada conversación en griego Tirval susurraba en púnico, y con una sonrisa en la cara lanzaba una maldición contra Lucio y un poco tierno calificativo dedicado a su madre. Lucio aparentaba no entender nada. Aun así, constatada la hostilidad, se mantuvo en permanente estado de alerta. Bajo la túnica y colgando de una correa mantenía listo su puñal celtíbero de antenas.

Dudaba Tirval sobre qué hacer. Él se consideraba simplemente un honrado comerciante, con un toque de pirata, pero no un asesino. No quería derramar sangre para apoderarse de una vajilla. Ciertamente que los hermanos de la Mano Negra de Tanit sugerían que debían exterminar a los romanos y el mismo Gran Ojo le había pedido que lo intentara. Pero Tirval no lo veía claro. Por otra parte, su experiencia le aconsejaba no precipitarse. El romano era un tipo raro, mucho más astuto de lo que aparentaba. Probablemente era un agorero capaz de atraer desgracias, y eso sí que debía tenerse en cuenta. Desde que habían zarpado de Masalia los vientos no habían sido favorables, el mercadeo con los celtas había resultado penoso, y una de sus cabras había caído al mar.

Tras abandonar Agatha, El Delfín avanzó decididamente hacia el sur entrando en las costas de la Sordonia. Dejaron atrás Puerto Veneris para alcanzar, finalmente, el fondeadero natural del templo de Afrodita Pirene, el límite costero entre la Galia e Hispania, y el lugar donde la montañosa masa de Pirene se hundía en el mar. En el puerto natural que se abría bajo el encaramado templo descansaron todo un día, preparándose para la siempre peligrosa travesía hacia Hispania. Cientos de barcos yacían bajo las aguas víctimas de las rachas del viento del norte que los habían estrellado contra las rocas. Antes de zarpar, Tirval ofreció sacrificios a Baal y Tanit, y también ofrendó presentes en el templo griego para asegurar todo tipo de ayudas. Apenas habían zarpado, el tiempo empezó a cambiar de manera rápida e inesperada. El Boreas del norte, empujaba a El Delfín a gran velocidad en un mar cada vez más encrespado. Tirval estaba convencido: el romano y sus criados traían mala suerte.

La pátera del Lobo

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