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Niebla y lobos

Iltirda (Lleida, colina de la Seu Vella), capital ilergete, duodécima hora de la cuarta vigilia de los idus de december del año 543 Ab urbe condita ─de la fundación de Roma (madrugada del 13 de diciembre del 210 a. C.). Hace nueve años que dura la Segunda Guerra Púnica. Aníbal lucha en la península Itálica, mientras, en Hispania, los ejércitos romanos comandados por el joven Publio Cornelio Escipión consolidan una línea defensiva al norte de los ríos Sícoris y Hiberus (Segre y Ebro).

La gran sacerdotisa inspeccionaba la bestia. Colgaba en posición invertida, sobre el ara principal del templo, con las cuatro patas atadas en un palo. Nada había peor para un lobo que dejarlo suspendido en el vacío. Un fuerte bozal de cuero impedía los aullidos, pero no los espasmos desesperados del animal. Todavía era pronto, la madrugada no llegaba. La sacerdotisa se cubrió con una capa de lana y salió al exterior. La noche era fría, no pudo reprimir un temblor al notar cómo la humedad le penetraba en los huesos. No se veía nada, la acrópolis de Iltirda estaba rodeada por una nube fantasmagórica que difuminaba la claridad de la Luna llena. Apenas se intuía el resplandor de los braseros en los callejones. El sacrificio ritual debía ajustarse al amanecer, pero la acuosa niebla era demasiado espesa. El momento justo de las primeras luces lo tendría que decidir de manera aproximada. Ya hacía muchos días que la niebla se había adueñado del llano de Iltirda. En el país de los ilergetes sólo habitaban fantasmas, apenas se podía distinguir la cara de una persona cuando estaba muy cerca. Según las tradiciones los vengativos espíritus lémures vagaban erráticos esperando la llegada del solsticio de invierno y, ese año, el maldito día más corto no llegaba nunca. Mientras tanto, los habitantes de la Ilergecia preferían mantenerse encerrados en casa, y no salían si no era absolutamente necesario.

Finalmente se intuyeron las tenues luces del amanecer, pero tan sutiles que ni siquiera los gallos se atrevían a anunciar el nuevo día. Hacía muchas lunas que Indíbil, régulo de Iltirda y estratega de ilergetes y cosetanos, había partido con Mandonio y cientos de guerreros para luchar bajo los estandartes cartagineses. La magia de la sagrada pátera ilergete sumada a la fuerza guerrera de Indíbil había ganado gloria para Cartago. Las poderosas sacerdotisas de Iltirda propiciaron la victoria lanzado conjuros contra el enemigo. Los generales romanos Publio Escipión y su hermano Cneo habían muerto en el lejano sur hispano a manos de cartagineses e ilergetes. Pero las serpientes, incluso troceadas, siguen moviéndose. Publio Cornelio Escipión había vuelto del Averno encarnado en su joven hijo que respondía también al nombre de Publio. Publio era Publio, y volvía, sediento de sangre, dispuesto a castigar a Iltirda. El nuevo Publio, insaciable, exigía plata y oro del Sícoris para suavizar odios. Indíbil había sido previsor, durante meses miles de monedas de plata y lingotes de oro se habían acumulado para afrontar el futuro. Depositadas en ánforas, y custodiadas en el Templo del Lobo, quizás podrían ser útiles para aplacar a los romanos hasta que Indíbil, caudillo de caudillos, volviera para disponer de ese futuro. Pero toda prevención era poca y la gran sacerdotisa llevaba semanas bebiendo sangre en la pátera sagrada y ofreciendo sacrificios a Molokark y a los licántropos de los abismos. Había dedicado hechizos al joven general romano. Mejor si se olvidaba de Iltirda.

El día se filtró, difuso, entre la neblina. La sacerdotisa volvió al templo, dejó cuidadosamente la capa junto a la puerta exhibiendo su portentosa desnudez. Las llamas de los pebeteros magnificaron sus sensuales curvas lubricadas con aceite. El collar de plata y la pulsera helicoidal, únicos complementos que permitía el ritual, chispeaban reflejos mágicos mientras preparaba los vasos sagrados con oraciones y conjuros. Tomó la pequeña pátera del Lobo, talismán supremo de los ilergetes, para iniciar un diálogo con el bajorrelieve que decoraba el fondo de la pieza y que replicaba un cánido morrudo de orejas puntiagudas. Había llegado la hora. El resto de sacerdotisas formó un corro a su alrededor entonando monótonas salmodias. Los eunucos hacían sonar caracolas, golpeaban rítmicamente sus bastones contra las tablas de madera y proferían escalofriantes gritos. El ritmo era ascendente y ensordecedor. En la penumbra, en un extremo del templo, veinte jóvenes candidatos a guerreros rigurosamente depilados esperaban, arrodillados, el momento de la purificación.

La sacerdotisa cogió con decisión el pelo de la nuca del lobo. Miró las pupilas azules y frías para captar el miedo de la bestia. Con rapidez su daga celtíbera se hundió en el cuello del animal. Notó la tensión de la muerte y los agradables borbotones de sangre caliente deslizándose por su cuerpo. Puso la sagrada pátera bajo la yugular, y bebió con avidez. Despanzurró la pieza con habilidad, y esparció tripas, estómago e hígado sobre el ara. Las sacerdotisas, aumentando el volumen de la salmodia, se apresuraron a mojar las manos y, con las palmas ensangrentadas, tintaron, con gran excitación, sus propios cuerpos y los de los jóvenes guerreros.

La daga llegó al corazón del lobo, seccionó venas y arterias y troceó el órgano. Los jóvenes, anhelantes, procedieron a ingerir el trozo que les correspondía para obtener la fuerza del animal. Los ojos de la bruja, sin embargo, se habían centrado en el hígado desgarrado sobre el ara. Su forma era extraña y el color, demasiado verdoso, no anunciaba nada bueno... Presentía que la llegada de un lémur maligno era inmediata. Los perros habían comenzado a ladrar. La muerte llegaba, estaba segura. Quizás no tendría tiempo de lanzar el último conjuro contra el joven Escipión...

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