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La sombra de Roma

Roma. Idus de februarius, año 557 (13 de febrero del 196 a. C.). En Roma se celebran las fiestas de la Lupercalia. Lucio, un agente de la República, es convocado por el cónsul.

Después de servir a la República en las campañas de Hispania, norte de África y Grecia, Lucio Emilio Paterno volvió a Roma y se estableció en el Aventino. El barrio era su hogar, y sólo salía de su guarida cuando Roma reclamaba sus servicios. El Aventino era una zona populosa, con una población flotante que garantizaba el anonimato. La pequeña terraza en ángulo de su apartamento, en la quinta planta, la última, de una gran ínsula de pisos modestos, en la calle de las Grullas, tenía vistas a los muelles del Tíber y sobre parte de la ciudad. En el bullicio permanente que dominaba la zona encontraba cierta paz. Día y noche le acompañaban los aullidos de lobas y meretrices que ponían precio a sus carnes, las discusiones de la tintorería de Antonia, las cantinelas de los borrachos, los chistes de la chusma nocturna, el trasiego de los carros y los pasos presurosos de la buena gente trabajadora de Roma. Aquella noche soplaba un Volturnus que transportaba el hedor omnipresente del aceite rancio de las ánforas del Testaccio. La peste dominaba sobre los olores de pan del horno de la esquina, los orines de las ánforas de la fullonica e incluso sobre el agrio tufo de los vómitos de borrachera que impregnaban las comisuras de las losas del pavimento. Empezaba a llover y la temperatura bajaba. La llama de la lucerna temblaba. Colocó unas astillas en el fogón de cerámica. Se miró y palpó la cicatriz de Cinocéfalos, tenía un aspecto aterrador y todavía dolía. La batalla fue singular. Los manípulos habían superado la falange macedónica, pero una punta de lanza le penetró, demasiado, entre sus costillas. Ya estaba plenamente recuperado, pero el retorno de los ex combatientes no era fácil. Corría el riesgo de convertirse en un inadaptado. No, no era fácil redirigir una máquina de combate. Era consciente de que ya había cumplido, con creces, su compromiso cívico con Roma, pero aún tenía una deuda pendiente. Durante la guerra con Cartago la familia había sido aniquilada por Aníbal, y antes o después tenía que tomar revancha. Matar a Aníbal, ese era su destino... y no podía dejar de pensar en ellos.

Por otra parte, no podía quejarse, a pesar de su vida errática había llegado entero a los 35 años. Epicuro tenía razón: Quien un día se olvida de lo bueno que le ha pasado se ha hecho viejo ese mismo día.

Ahora tocaba dormir, a pesar del riesgo de recomenzar la pesadilla recurrente: el macabro campo de Cannas y las batallas sanguinarias que se le mezclaban en la memoria. Pero aquella noche tuvo su recompensa. Primero escuchó el silbato, y luego intuyó olores, la fragancia del perfume... Era ella, sin duda. Saltó del jergón y se abalanzó hacia la terraza. Efectivamente, allá abajo había una silla de manos transportada por cuatro esclavos. Se detuvieron justo delante de la tintorería. Una silueta anónima, con capa y capucha, saltó rápida y se introdujo en el portal.

─ ¡Bueno! ¡Bien! Valentina, Valentina, la dulce Valentina. ─Lucio abrió la puerta sin ocultar su alegría, la fragancia del perfume cartaginés precedió a la visión de la chica─. Valentina, qué bien... eres bienvenida.

─ Hola Lucio. Mi marido tenía trabajo, ya sabes, con las fiestas de la Lupercalia llega mucha gente a Roma... Estaba ociosa y me he preguntado... ¿Por qué no regalarme una visita a Lucio? Y dispongo de mucho tiempo... hasta mañana por la tarde... ¿Qué te parece?

─ Pues que los dioses me favorecen... ¿Qué hay mejor que una noche seguida de una mañana contigo?

─ ¡Bah! Eso se lo debes decir a todas...

─ ¿Todas? Piensa que soy corto de palabras... y de amistades.

─ Venga, no disimules. Los agentes de mi marido me han dicho que frecuentas a Auristela, la de los Cornelios. En esta ciudad se sabe todo. Ten cuidado. Esa mujerona no te conviene... No tienes que ir a las fiestas de las familias patricias... allí los soldados os ablandáis... y caéis en manos de cualquier loba.

─ Tendré en cuenta tu consejo. ¿Y los agentes de tu marido no le explican tus correrías?

─ Mis visitas son dispersas... y diversas, en definitiva, incontrolables, y los agentes de mi marido son muy torpes, ya sabes que a menudo elijen a los más tontos para ejercer como policías. Además no creo que a mi marido le importen mis aventuras, hoy por hoy lo que más le motiva son las muchachas del servicio y los jóvenes reclutas de las cohortes urbanas... Tranquilo Lucio, no estás en peligro.

Valentina era delgada, pero fuerte, lucía una media melena negro azabache, ojos orientales, curvas voluptuosas y un temperamento ardiente. Era una relación peligrosa, su marido, Antonino Varrón, era un miembro destacado del partido de Escipión y el responsable del orden público en Roma. Aparentemente, desconocía las frivolidades de su discreta mujer, lo que indicaba que sus sistemas de información distaban de ser eficientes. En alguna ocasión Lucio había llegado a plantearse si la chica era una trampa. Pero había rechazado la idea por absurda. Valentina nunca le había pedido información.

─ ¿Quién sacrificaría a su esposa para obtener información de un viejo soldado?

Valentina gastaba perfumes persistentes y pegajosos, y se los aplicaba de manera exagerada. Cualquier hombre que estuviera con ella adquiría, durante días, aquella singular fragancia que constituía una prueba innegable de relación con la adúltera dama. A ella eso le divertía, era como poner una marca de posesión sobre sus cacerías. Lucio temía la relación con Valentina, se imaginaba que cualquier día el perfume le denunciaría y acabaría bañándose en el Tíber con una piedra atada al cuello. Sin embargo, Valentina valía la pena y Lucio mantenía la relación no exenta de fatalismo, consciente de que, en cualquier momento, los sicarios del marido seguirían el rastro olfativo, llegarían y acabarían con la fiesta. Pero Valentina, era Valentina... carpe diem, y Lucio no quería renunciar a la alegría que le proporcionaba. Los ojos oscuros y brillantes de la chica eran ráfagas de luz que deslumbraban la oscuridad.

Fue una noche larga y tibia. La mágica luz de la lucerna coloreó de rojos y amarillos la pálida piel de Valentina, que cabalgó con intensidad sobre su amigo. El amanecer llegó pronto, pero ni Lucio ni Valentina se dieron cuenta.

A pesar de los nubarrones que cubrían la ciudad, Roma se levantó festiva. Una masa de ciudadanos, plebeyos, libertos e incluso esclavos se reunía en la colina del Palatino. Todos buscaban un buen lugar para seguir las ceremonias. Las Lupercales eran una festividad muy esperada. Rendía honores a una divinidad de la fertilidad: el Fauno Luperco, una de las usuales fantasías con lobos que tanta tradición tenían en Roma. Campesinos y pastores de los alrededores de la urbe llegaban para contemplar los rituales. También había muchas mujeres que esperaban potenciar su fertilidad.

Frente a la gruta del Ruminal, allí donde el luperco, adquiriendo forma de loba, había amamantado a Rómulo y Remo, y bajo una majestuosa higuera, los sacerdotes preparaban los últimos detalles del ceremonial. Un ruidoso trueno desgarró el cielo y empezaron a caer las primeras gotas, gruesas como denarios. Fue como una señal para iniciar el espectáculo.

Lucio dormía plácidamente, ajeno al fervor religioso de la ciudad. Los truenos le despertaron momentáneamente, la ventana enmarcaba un cielo de plomo con agujas de lluvia que picoteaban rítmicamente las tejas. Valentina estaba tibia y sabrosa, como nunca, resultaba agradable abrazar, disfrutar su piel blanca y suave y continuar dormitando. Entonces sonó de manera mortecina la aldaba de la puerta.

─ ¿Quién puede llamar a estas horas de la mañana?

La insistencia del repique provocó sobresalto, terror y un despertar sin transiciones. Siempre que estaba con Valentina alguien acababa llamando y provocando momentos de pánico. Se levantó de un salto y, espada en mano, observó por la mirilla de la puerta. Respiró tranquilo... Aquella vez tampoco eran los sicarios de Antonino.

Era un chico, un discreto correo que llevaba un mensaje explícito:

─ Mensaje para Lucio Emilio... Que se presente de inmediato a la Curia Hostilia, Roma reclama sus servicios... inmediatamente.

Lucio dejó a una blanca Valentina, rabiosamente impúdica, roncando con placidez sobre el jergón, rodeada de su habitual nube de perfume cartaginés. Estaba simplemente exuberante y preciosa pero Roma reclamaba sus servicios y Lucio debía responder a la llamada. Arropó a la chica con la manta y cerró la puerta sin hacer ruido.

Enfiló la cuesta del Palatino, una multitud circulaba por la calzada. Lucio no soportaba las aglomeraciones, mascullaba una letanía de maldiciones mientras se movía con diligencia entre la masa que circulaba en dirección a la colina. Avanzaba con paso firme, esquivando charcos y buscando las zonas más oscuras, bajo los aleros. Nadie se fijaba en él, sabía cómo moverse sin ser visto, era una sombra que se deslizaba con rapidez.

Dos sacerdotes salieron de la cueva con una cabra y un perro. Ante el altar se arrodillaron diez chicos, los lupercos. De nuevo se hizo el silencio. La lluvia menguó. El primer sacerdote colocó la cabra sobre el altar y la degolló con inusitada rapidez. La sangre salía a chorros, el cuenco de cerámica quedó lleno en un instante. El otro sacerdote, con la misma destreza, repitió el ritual con el perro. Derramaron sobre los chicos la sangre de los cuencos, que se mezclaba con la fina lluvia. Los lupercos eran jóvenes elegidos, cada año, entre buenas familias de la ciudad, tenían que realizar ritos iniciáticos en el bosque, como si fueran lobos. Superadas las pruebas se reunían en la cueva del Ruminal para ser purificados. Otro sacerdote dio a los lupercos tiras de piel ensangrentadas de los animales sacrificados. Una vez hecho el reparto los jóvenes cayeron en tránsito. Ahora el silencio era sepulcral. Un nuevo trueno ensordecedor marcó el momento. Los chicos, aullando, se lanzaron contra la masa que profirió un gran rugido. Los lupercos azotaban a diestro y siniestro. Recibir un latigazo era motivo de orgullo y una bendición. Las mujeres levantaban las túnicas ofreciendo las nalgas, indicando a los lupercos dónde tenían que flagelar.

Lucio despreciaba las ridículas supersticiones, y no sólo odiaba las multitudes, también a los perros desconocidos y por supuesto a los lobos. Las Lupercalia, con sus lobos humanos, no eran, precisamente, una fiesta de su interés. La lluvia no menguaba y la circulación en dirección al Foro se hacía difícil. Lucio giró por la Vía Sacra, flanqueando el templo de Cástor y Pólux. La mayoría de comercios y talleres estaban cerrados, nadie quería perderse la fiesta. En la zona de la Cloaca Máxima, justo al inicio de la Vía Argiletum, un nutrido grupo de esclavos galos reparaban el enlosado bajo la descuidada mirada de un par de legionarios urbanos. Siguió recto y luego se desvió en dirección al Foro. Al llegar a la Tribuna de los Espolones de las Galeras ya vio el acceso a las dependencias de la Curia Hostilia. Susurró su nombre a los guardias de la entrada y avanzó por los pasillos. La República precisaba de nuevo de los servicios del misterioso Lucio Emilio Paterno, conocido con el nombre en clave de la Sombra de Roma.

La pátera del Lobo

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