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El pequeño guerrero

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uego de que en noviembre de 1230 Fernando III pasara a ser también monarca de León, recorrió durante los dos años siguientes las principales ciudades de esa parte del reino. Debía conocer a sus nuevos súbditos y ser conocido por ellos, asunto que no detuvo las campañas de conquista.

Había sido reconocido sin demasiada renuencia en muchas ciudades de ese reino. Pero existían importantes puntos de la Extremadura leonesa donde prevalecía cierta renuencia a aceptarlo como tal. Comenzó entonces su gira por esas ciudades, como siempre acompañado por la reina Beatriz y a cuya llegada fue logrando la adhesión necesaria para consolidar su poder sobre el territorio anexado.

En los primeros días de enero de 1231 los reyes llegaron a Salamanca, capital de la Extremadura leonesa. Se hospedaron en el alcázar ubicado en la parte más alta de la ciudad vieja, no solo porque fuera el sitio que correspondía a su rango, sino para conocer a una parte de la familia que a Fernando III le era ajena. El palacio salmantino era la residencia de doña Teresa Gil de Soverosa (¿?-hacia 1269), quien pertenecía a la nobleza portuguesa y había sido la última amante –o acaso esposa secreta– de su padre. Con ella vivían los cuatro hijos que nacieron de ambos y, aunque ilegítimos, eran medios hermanos del nuevo rey castellanoleonés.

Y al notar que los niños tenían casi la misma edad que el primogénito Alfonso, a Fernando III se le ocurrió una idea. Decidió designarlo señor de la ciudad y de las localidades de su alfoz –zona rural que rodeaba una ciudad de la que dependía económicamente– para que su sucesor pudiera mudarse al alcázar donde se educaría junto a parientes, algo que hasta ese momento no había sido posible. Una idea que sin dudas la reina Beatriz apoyó con entusiasmo: Salamanca era la sede de la única universidad española y, por ende, un polo donde fluían la cultura y un ánimo por el saber como el que ella se preocupaba en trasmitir a su hijo cada vez que podían compartir algún tiempo. Además, consideraba que el contacto con los muchos eruditos que habitaban allí aportaría grandemente a la formación del niño. ¿Podía acaso sospechar que algunos de ellos iban a convertirse en maestros de Alfonso durante su juventud y aún después, cuando él traspasara la mayoría de edad?

A tono con su plan, el rey envió un mensaje a Fernández de Villamayor pidiéndole que llevara a Alfonso a Salamanca. Sin embargo, al llegar a ese destino fueron recibidos por dos novedades. Una no debió de gustarle mucho al pequeño. Su padre y su madre ya se habían ido de la ciudad salmantina, dejando probablemente a Alfonso con la pena de no haber podido reencontrarse con ambos, en especial con la reina de la que tanto amor, conocimientos sorprendentes y estímulos para desarrollar el ingenio recibía.

En cambio, la otra noticia pudo parecerle formidable a un niño de nueve años. Es seguro que, como parte de su primera educación, hubiera recibido nociones teóricas sobre armería y también que, junto a los hijos de su ayo, se entretuviera peleando imaginarias batallas. Pero en aquella primavera la teoría y los inocentes juegos iban a convertirse en algo real y concreto.

Sí, porque antes de marcharse de Salamanca, precisamente el 20 de enero, Fernando III había organizado una campaña castellanoleonesa con el objetivo de atacar y conquistar ciudades clave para limpiar el camino hasta Jaén, punto de gran importancia estratégica debido a su ubicación en Andalucía. La avanzada se haría enviando dos cabalgadas –ejércitos a caballo– para que penetraran territorio musulmán.

Y por orden de su padre, Alfonso iría al frente de una de las huestes.


El apóstol Santiago a caballo o Santiago Matamoros. Representación imaginaria del siglo XVII, óleo sobre tela de Francisco Camilo, 2,70 x 1,80 m.

Cada cabalgada tenía su propia misión y su jefe. La que debía aniquilar la presencia musulmana en Córdoba y en Sevilla iba bajo las órdenes del ricohombre y caudillo militar Álvar Pérez de Castro (siglo XII-1239), apodado “el Castellano”. Y era la que lo tenía a Alfonso al frente de guerreros adultos, expertos y más conscientes de lo que deberían enfrentar.

Es que con solo nueve años seguro era capaz de imaginar una batalla, pero nunca había visto correr sangre en un enfrentamiento bélico. Con este bautismo de fuego, el rey de Castilla y León pretendía iniciarlo en las artes militares, actividad imprescindible para un futuro rey. No obstante, sin olvidar la edad de su hijo, estipuló que la función de Pérez de Castro también fuera cuidarlo durante los choques armados que se libraran.

Posiblemente a mediados de abril de 1231, cuando al Castellano se le había sumado otro noble de grandes riquezas, don Gil de Manrique, la cabalgada a cuyo frente iba Alfonso partió desde Salamanca. Al pasar por Toledo, se les unieron cuarenta caballeros toledanos. Y engrosada la tropa, se encaminaron a Córdoba.

En su avance quemaron, destruyeron y devastaron tierras cordobesas. A la vez, fueron alzando un suculento botín. Avanzaron entonces a Palma del Río. Los cristianos fueron inclementes. Para tomar ese pueblo cordobés primero exterminaron a todos los que lo habitaban. Y de nuevo en marcha, antes de continuar hacia Sevilla, el ejército instaló un campamento en las cercanías del río Guadalete, muy próximo a la ciudad de Jerez de la Frontera.

Era de suponer que las noticias de la devastación que dejaban los cristianos a su paso llegaron a Ibn Hud, quien había sido reconocido como líder musulmán en casi todo al-Andalus. El emir buscó armarse fuertemente y reunió un numeroso ejército, que actuaría dividido en siete inmensos cuerpos. Mientras que la única hueste castellana estaba conformada por menos de 1000 caballeros y 2500 peones. Sobre el tablero se enfrentarían dos ajedrecistas con una cantidad muy desigual de piezas.

El combate se produjo en la ciudad de Jerez de la Frontera. Los números y también la posición de los cristianos –atrapados entre el no muy lejano océano Atlántico, la ciudad y las filas islámicas– eran desesperanzadores, tanto que el Castellano arengó a sus tropas para insuflarles valor. Probablemente, gritando hasta quebrársele la voz, proclamó que el repliegue era imposible y la única esperanza estaba en morir combatiendo.

A pesar de las desventajas, en una serie de ataques suicidas los castellanoleoneses lograron abrir una insospechada brecha en las fuerzas musulmanas hasta cercarlas. Sorpresa, pánico, desorden se adueñaron de esas tropas, que fueron dispersadas. Los moros que no lograron huir hacia Jerez fueron brutalmente masacrados o tomados prisioneros. Y otra vez los cristianos se alzaron con un suculento botín.

Muchas victorias sobre los moros tejían leyendas.

El impensado triunfo y la inexistencia de bajas cristianas en Jerez fueron atribuidos al auxilio divino. Hubo soldados católicos que aseguraron haber visto en el campo de batalla a su mismísimo santo patrono. Sí, juraron que el apóstol Santiago enarbolaba un estandarte blanco con una cruz roja y con su espada aniquilaba moros a diestra y siniestra sin separarse del jefe Pérez de Castro.

¿Por qué Santiago Apóstol? Además de atribuírsele la evangelización de Hispania, desde los tiempos de Ramiro I de Asturias (790-850) se lo tenía como protector de los cristianos en la lucha por la conquista. Se creía que en la mítica batalla de Clavijo –supuestamente ocurrida en 844– el apóstol había aparecido sobre una nube para socorrer a las tropas del rey asturiano, montando un caballo blanco y ostentando un estandarte de ese mismo color con una cruz roja. La derrota de los islamitas lo impuso desde entonces como “Matamoros”. Y hasta el siglo XIII varios de los triunfos de la cruz sobre la Luna creciente y la estrella habían sido atribuidos a su intercesión durante la lucha.

Después de la victoria de Jerez de la Frontera, Pérez de Castro y su cabalgada se dirigieron al reino de Castilla. Pese a participar en cada embestida de esta campaña al sur peninsular –o quizá solo las presenciara a buen resguardo–, el infante Alfonso había resultado ileso. Y así lo constató su padre el rey, cuando ambos se encontraron en la ciudad de Palencia.

La batalla de Jerez fue el último encuentro campal reñido contra el islam durante el reinado fernandino. A partir de entonces todo se redujo a asedios de ciudades donde se desarrollaban contiendas de escasas proporciones, sin que los musulmanes volvieran a presentar una batalla en campo abierto. Y como consecuencia de esta derrota, se apresuró aún más la descomposición y desunión que limaban el poder musulmán.

Alfonso X

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